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Revista de Folklore número

480



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Recuerdos etnográficos de una niñez nómada

ANGEL RODRIGUEZ, Luisa

Publicado en el año 2022 en la Revista de Folklore número 480 - sumario >



Nómadas, trotacaminos,
comediantes de profesión,
que llevan la alegría por los pueblos
y el llanto en su corazón[1].

Desde mi niñez tuve la suerte de ir de un lugar a otro de mi país; siempre fui muy observadora y, a la vez, a la gente mayor le hacía muchas preguntas.

Veo que la cultura popular es muy sabia: a pesar de la distancia entre los lugares, se repite. Por ejemplo, en Masegoso de Tajuña (La Alcarria, provincia de Guadalajara); cuando vivía allí (y ya han transcurrido 76 años desde que llegué), la flor de los rosales bravos, de color rosa y blanco, con cuatro pétalos, era útil para la celebración del Corpus: cogíamos las flores para arrojarlas en la procesión. Los frutos, cuando cuajan, son verdes, y, cuando maduran, rojos. Allí son llamados picaculos. Cuando estaban maduros los chupábamos y tenían como una mermelada muy rica, y nos decían: «chupad cuantos más mejor: el catarro del invierno lo estáis curando». Si estaban muy cargados de fruto, los viejos decían: «chapodos[2] en el leñar en cantidad, el invierno cerca está»[3]. Los andrinos también anunciaban que el invierno iba a ser frío cuando eran muy abundantes; los metían con aguardiente en una botella para el dolor de tripa. En primavera, cuando florecían las acacias, comíamos sus flores, y las llamábamos «pan de ángel», con un sabor dulce.

Como en todos lados, igualmente comíamos moras. Las amapolas siempre son muy abundantes, pero lo que hacían es distinto: cogían la semilla, la secaban a la sombra y cuando tenían algún dolor lo tomaban (una pizquita) las personas mayores como si fuese un té, con miel, y se les pasaba. Las niñas cogíamos las amapolas y hacíamos «frailecillos».

En cada casa de Masegoso de Tajuña había uno o dos nidos de golondrina; los protegían mucho, pues tenían la creencia de que las golondrinas les protegían de la mala suerte; yo, desde una ventana del piso de arriba de mi casa veía el nido con una entrada muy pequeñita y la golondrina me parecía (con mis ojos de niña) como un palito negro cuando se introducía en el nido, hecho de barro pegadito a la pared de la casa, debajo del alero. Cuando migraban (después de las grullas), se veía en el aire una nube muy bonita, negra, con el dibujo que formaban, y al verlas irse (porque los lugareños estaban muy pendientes de los pájaros, pues les anunciaban también si se acercaba el invierno o si el otoño iba a ser más cálido), decían: «para el año que viene cada golondrina regresará a su nido, y nunca se confunden».

Para preparar el desayuno se hacía lo siguiente: en la sartén, con un poquito de azúcar, se echaba cebada, se iba tostando, dándole vuelta, hasta que quedaba totalmente negra, se guardaba en un recipiente, se iba cogiendo poco a poco y se molía con el molinillo del café; se cocía la remolacha azucarera para los cerdos, se cogía de ese agua, se echaba la malta molida (tal nombre se le daba a la cebada requemada), se colaba con la manga y eso era el desayuno: se vertía en los tazones, y se hacían sopitas de pan, porque leche no había. ¡Cómo amargaba! Eran años de mucha escasez.

De Masegoso de Tajuña a Villamanín de la Tercia (provincia de León, cerca del Puerto de Pajares) fui hace 73 años; en este pueblo, los agricultores y ganaderos, cuando veían muchos trampaculos, que así se llaman aquí los frutos de los rosales bravos, y muchos endrinos (este fruto también lo metían en recipientes con orujo para el dolor de tripa), todos decían lo mismo: «¡menudo invierno!, ¡cuánta nieve va a caer!». ¡Y qué razón tenían! ¡Hasta más de tres metros! ¡Qué frío hace en Villamanín! De mí se reían cuando me veían chupar los trampaculos.

En 1949 mataron un lobo por la zona, y fueron por los pueblos (yo lo vi en Ventosilla de la Tercia, al lado de Villamanín) con él, atado por las patas, con un palo del que pendía, y lo llevaban dos mozos apoyado en sus hombros, uno delante y otro detrás. Iban por las casas «pidiendo para el lobo»: unos les daban un chorizo, otros trozos de tocino o pan, otros diez céntimos, cada cual según podía. Era el premio por haberlo cazado.

Va a hacer 70 años que fui a Colle, también en la zona de montaña de la provincia de León. Aquí llaman al fruto del rosal silvestre igual que en Villamanín: trampaculos. Los lugareños del pueblo se fijaban si al principio del otoño había muchos trampaculos y endrinos, y repetían de forma similar: «este invierno, mucha hoja en la corte[4] para las ovejas, y leña, que la nieve se acerca».

También creían en Colle que los nidos de las golondrinas les protegían del mal de ojo. Y, cuando entraba en una casa una mariposa muy grande, negra con pintas blancas, abrían puertas y ventanas para que saliera a la calle, y decían: «¡cuidado, no la matéis, porque si lo hacéis nos trae la muerte a uno de nosotros».

Continúo viajando. En las aldeas asturianas de la zona de Tineo los viejos decían: «al vencejo lo hizo el diablo imitando a la golondrina en su plumaje. Donde habita la golondrina, buena suerte tienen los que esa casa habitan. Si anida el vencejo, el diablo entra en ellos». También comentaban, tanto en Asturias como en otros lugares donde he estado: «a la salida y caída de hoja la gente cae como moscas». En algunas aldeas de Asturias y en la comarca montañosa de Omaña (en la provincia de León) había la siguiente costumbre: si se encontraba en el monte una «camisa» de culebra, la partían en trozos, los metían en bolsitas de tela y las llevaban en el bolsillo para espantar el mal de ojo. Y otra costumbre, también de Asturias (se lo vi hacer a mi tía Aurora): cuando se cogía una hogaza de pan, antes de empezarla, se le hacía por abajo una cruz con el cuchillo.

Paso a Galicia. En Marín, provincia de Pontevedra, la Señora Nieves me decía, mezclando gallego y castellano: «No fales mal de los finados ni te rías de los muertos que te pueden dar un escarmiento». En algunas aldeas de la provincia de Lugo, en otoño, iban guardando las ropas sucias en unas arcas de madera, y al llegar la primavera lavaban toda esa ropa en el río: después de jabonarla, echarla al verde, aclararla y ponerla en unas tinas de barro cocido, vertían ceniza de leña en una caldera de cobre colgada, llena de agua, y la dejaban hervir, y, posteriormente, colaban ese agua con un trapo y la echaban sobre la ropa que estaba dentro de las tinas. Ello hacía las veces de lejía o desinfectante. Después de dejarla 24 horas, la aclaraban en el río y la tendían a secar; la doblaban y la guardaban limpia en las arcas, donde metían romero en saquitos para que estuviera la ropa perfumada.

En algunos pueblos de Jaén hacían una cruz con dos palos de olivo, atados con cuerda de pita, y abajo, con una navaja, la afilaban hasta que quedaba una fina punta. Después, colocaban la cruz detrás de las ventanas para espantar a las brujas, y si veían un pájaro muerto en el suelo, se santiguaban.

Ahora me encuentro, en mi recuerdo, en Villacañas, en La Mancha toledana. El Domingo de Resurrección recogen agua bendita y en sus hogares hacen lo siguiente: en cada esquina ponen tres chinitas blancas de río y echan unas gotas de agua bendita; durante ese año creen que quedan protegidos del mal de ojo y los malos quereres. Dicen que cuando escuchan cantar a un murciélago, les entra un pánico que les aterra, porque, quien eso oye, muere. Un día vi a una niña, de unos cinco años, decir: «papá, mamá, he visto un gato negro; he cruzado los dedos para que no nos traiga la mala suerte». Allí también había personas que se abrazaban a los troncos gruesos de los árboles, para que les diera fuerza. Y en esa misma localidad, cuando fallecía una persona, fuese a la hora que fuese, antiguamente las campanas comenzaban a tocar hasta el momento de darle tierra. En los velatorios las mujeres estaban en un lugar de la casa, y los hombres en otro, y lo llamaban «la cabezada». Por la mañana les obsequiaban con chocolate para beber.

Por último, en la ciudad de León, recuerdo a la Señora Ignacia, que me dijo: «en un plato, pon sal gorda, y en una taza agua, si quieres estar protegida de las malas miradas». También me regaló un tiesto con ruda, y me dijo: «ponlo en la ventana; el mal que te quieran hacer se lo lleva la planta. Si ves que se le resecan las ramas, el mal que te iban a hacer se lo llevó la planta». Ella creía que la planta del romero y un ramo de laurel dentro de la casa protegen. Y a otra mujer, que padeció varios decesos seguidos en su familia, le escuché decir: «voy a tener que arrojar sal por delante de la puerta para que se aleje la muerte y no vuelva».

Costumbres y supersticiones (en parte repetidas) repartidas por diversos lugares de España, transmitidas de padres a hijos oralmente (porque entonces había, todavía, mucho analfabetismo).




NOTAS

[1] Dedico estos versos míos a aquellos zíngaros titiriteros que iban por los pueblos, con sus carromatos, en los tiempos de mi niñez, y que forman parte de la historia.

[2] La parte gruesa de las ramas de las encinas.

[3] En aquellos tiempos las lumbres eran allí en el suelo, con trébedes para poner sobre ellas cazuelas, sartenes de tres patas, y arrimar a sus ascuas pucheros de porcelana. En Masegoso de Tajuña había una dehesa de encinas, colindante con varios pueblos, y el propietario, D. José, le regalaba una suerte de leña a cada vecino, con lo que la finca la tenía siempre limpia (y también, una vez al año, dejaba que pudiesen ser cazados los conejos). Allí, alrededor del tronco de las encinas, en otoño, salían unas sabrosas setas denominadas «cagarrias», de color blanco.



Recuerdos etnográficos de una niñez nómada

ANGEL RODRIGUEZ, Luisa

Publicado en el año 2022 en la Revista de Folklore número 480.

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