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Revista de Folklore número

480



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Sobre las mascaradas de Castilla y León y su posible origen remoto

BELLIDO BLANCO, Antonio

Publicado en el año 2022 en la Revista de Folklore número 480 - sumario >



De manera frecuente se ha abordado el estudio de las mascaradas utilizando como eje del análisis el hecho de que se trata de una fiesta de invierno. Esto venía a marcar su razón como símbolo de la renovación anual, del cambio de ciclo, del final de algo acabado y el principio de una nueva etapa. El interés para las comunidades celebrantes se centraba por tanto en la necesidad de reforzamiento de la fertilidad, en garantizar buenas cosechas y en acabar con lo negativo del pasado. La mayoría de estudiosos asocian por tanto estas fiestas con ritos romanos, esencialmente Lupercales, Saturnales y Kalendas. Nada hay que podamos objetar a este razonamiento, bien fundamentado por numerosos especialistas en este fenómeno.

Por otra parte creemos que la mayoría de los investigadores del tema se han volcado en analizar sus orígenes romanos, determinados en buena medida por el hecho de que las fuentes escritas más antiguas de que se dispone corresponden a esta época y son los primeros testimonios que permiten explicar las fiestas que se conservan actualmente. Sin embargo, estamos ante celebraciones que tienen un profundo arraigo que no cabría justificar por la influencia de la romanización, al tiempo que su fundamento se encuentra en sociedades primitivas de todo el mundo y habían de estar presentes ya en las culturas prehistóricas. Están asociadas a ritos de paso y también a rituales de fecundidad imprescindibles en sociedades agrícolas. Es muy posible que la configuración de las mascaradas tal como se celebran en la actualidad tenga mucho de esas tradiciones romanas, aunque además hayan pasado después por el filtro del cristianismo y se sumaran otros elementos durante la Edad Media y posteriormente, pero existen restos de tradiciones anteriores que queremos considerar en este trabajo. Para ello pretendemos incidir en dos aspectos. Por un lado está la relevancia que tienen los jóvenes varones en estas celebraciones y su esencial protagonismo en todos los actos que en ellas se realizan (en las últimas décadas se ha ido dando cabida a las mozas, pero no era así antiguamente). Por otro se encuentra el carácter de las máscaras como elemento definidor del ritual.

1. El papel de los jóvenes

El origen de las mascaradas se encuentra, según señalan todos los estudiosos de la materia, vinculado a las fiestas de invierno, el culto al sol y los ritos de fecundidad (vd. Calvo 2012), siendo el precedente más admitido el de las Saturnales romanas. Pinelo Tiza y Caro Baroja, entre otros, señalan muchos gestos y ritos con un sentido fecundador claro. Se trata de fiestas caracterizadas por la inversión de papeles, la anulación de las convenciones sociales y la participación de toda la familia, niños y mayores, señores y esclavos. Otro referente, las Lupercales, está más ligado con la fecundidad y en él vuelve a participar toda la sociedad y se da un papel esencial a las mujeres. Plutarco (en las Vidas de Rómulo y Julio César) se refiere a una ceremonia inicial realizada por sacerdotes del culto a Lupercus y que incluía la iniciación de dos nuevos miembros de este colegio sacerdotal, que se manchaban con sangre de dos animales sacrificados (una cabra y un perro), se vestían con sus pieles y corrían golpeando a las mujeres que encontraban con correas y pieles de los animales sacrificados, buscando así favorecer su fertilidad. Y no sólo lo hacían así esos dos novicios, sino que parece que se sumaban muchos otros jóvenes. Esta segunda fiesta manifiesta de forma más clara el protagonismo de los jóvenes varones en su realización.

Pero para el caso de los rituales ibéricos parece que nos encontramos con fiestas de paso asociadas al solsticio de invierno previas a la llegada del influjo romano (Tiza 2015: 39-40). También en el ámbito de la cultura celtibérica se ve la relevancia de la juventud como un grupo bien definido socialmente, con una orientación especialmente bélica. Los escritores romanos recogen la existencia de tropas celtibéricas que se unían, en momentos durante los que no existían enfrentamientos en sus territorios, a ejércitos extranjeros como unidades militares independientes y con jefes propios (Sopeña 2005: 368). Según señala Libio, estos grupos eran identificados como iuuentus celtiberorum. Para este grupo de jóvenes sería una forma de ganar prestigio social.

Revisando las mascaradas de Castilla y León, uno de los rasgos que se ha conservado, en la medida de las posibilidades de los pequeños núcleos rurales, es que la fiesta sea organizada y ejecutada por los mozos. Y justamente la hacían aquéllos que llegaban a la edad adulta, reconocida por el momento de prestar el servicio militar (quintos) o de poder votar. En su configuración durante el siglo xx los jóvenes que participaban en estas celebraciones culminaban su fase de iniciación con el tiempo que debían pasar a continuación en el servicio militar o, incluso, luchando en el frente donde la nación tuviera guerra en aquel momento. Sin duda este es uno de sus elementos de adaptación a la sociedad de cada momento, pudiendo encontrarse su establecimiento en el comienzo de la Edad Contemporánea (hasta finales del siglo xviii las quintas de reclutamiento resultaron circunstanciales según las necesidades militares). Muchos son los factores que con el paso del tiempo van haciendo todos los ritos; y también las mascaradas.

El papel de los varones es determinante y se puede ver, por ejemplo, en las mascaradas sayaguesas. Éstas tienen un primer momento en el que el enmascarado como vaca persigue a los vecinos, pero no a todos. Se dirige preferentemente a los niños y las mujeres, actuando poco hacia los hombres, que son en realidad los que han protagonizado este ritual en años anteriores y que podrían considerarse ya iniciados. En tierras de Tras-os-Monte, Tiza (2015) ha señalado que los jóvenes se retiran a una casa donde viven dos días separados de sus familias y simbolizan así su cambio de consideración social. Y lo mismo se realiza en Navalosa (Ávila), donde los jóvenes alquilan una casa o local y han de aprovisionarse de todo lo necesario para hacer una vida independiente (Calvo 2012: 250). De forma parecida en Pozuelo de Tábara (Zamora) los doce protagonistas y sus familias celebran sus comidas y cenas separados del resto del pueblo en la ‘Casa de la Función’ (ídem: 481-486). Quizás en tierras de Trás-os-Montes se haya mantenido hasta más recientemente el protagonismo de los jóvenes en estas fiestas de invierno con su centro en la fiesta de San Esteban (Tiza 2015: 25), que una vez más parece la cristianización de algo preexistente.

Hasta hace pocos años además era esencial que los jóvenes demostraran su capacidad para organizar la fiesta y sacarla adelante sin ayuda de los mayores. En la zona portuguesa se encargan de la recogida de leña que luego se subasta, de recoger y comprar los alimentos para las comidas comunales, de contratar a los músicos para la fiesta y de demostrar que son capaces de realizar las rondas y los ritos según el esquema tradicional (Tiza 2015).

Otro elemento del ritual es la participación como colaboradores de hombres que ya han pasado anteriormente por esta iniciación (vd. Calvo 2012). No se aprecian evidencias de que exista una formación y una transmisión de conocimientos específica de estos rituales, como ocurre, por ejemplo, en África. No obstante, se encuentran localidades donde una cofradía integrada por los hombres adultos organiza la celebración. Es el caso de Castrillo de Murcia (Burgos), Laguna de Negrillos y Pobladura de Pelayo García (León) y Torrelobatón (Valladolid) con la cofradía del Santísimo Sacramento (en Castrillo desde al menos desde 1621 y la de Torrelobatón desde antes de 1648), que determina un protocolo bien regulado que cuenta con una serie de ritos en los que participan, de un modo u otro, todos los hombres. Y parecido es lo que se desarrolla en Almazán con la cofradía de San Pascual Bailón. En Las Machorras (Burgos) es la Junta Vecinal la que organiza la fiesta y elige a los participantes. Otro caso es el de en Pozuelo de Tábara (Zamora), donde hay doce personajes, de los que sólo cuatro son nuevos jóvenes, y del resto, cuatro son del año anterior y otros cuatro de hace dos años, lo que podría deberse tanto a que sirve para formar a los nuevos como a la falta de jóvenes. Y a ello se suma la realidad social actual en la que domina la mezcla de jóvenes y mayores, de hombres y mujeres, y el control de que efectúan ayuntamientos o asociaciones culturales y que se aleja en gran medida de la antigua configuración de la fiesta.

Sin los jóvenes no habría mascaradas tampoco en Castilla y León, no al menos en su configuración tradicional. La configuración actual del rito de paso todavía pone de relieve la demostración de la capacidad de los jóvenes para organizarse y desenvolverse como adultos, pero no se manifiesta un proceso de enseñanza, ningún aprendizaje por su parte. En parte ha de estar determinado por cómo está se desarrolla actualmente la enseñanza. Desde hace muchas décadas es un proceso que se realiza en las escuelas, al margen en buena medida de la familia y la sociedad. Sin embargo, en tiempos remotos esto no pudo ser así y por ello queremos poner en relación estos actos con los rituales de paso que señalan la entrada en el mundo de los adultos entre los muchachos del África central.

En muchas sociedades los jóvenes tienen que pasar un proceso de iniciación para llegar a ser considerados adultos y, al tiempo, romper los lazos de la infancia que los chicos tienen con sus madres. El África central es uno de los lugares donde existe esta costumbre en muchos de sus pueblos. Entre los Chokwe, por ejemplo, Jordán (1998) ha documentado cómo los jóvenes son recluidos en campos de iniciación situados en lugares aislados donde pasan un par de meses (aunque antiguamente la estancia podía llegar fácilmente a durar un año). Las máscaras ayudan a articular los preceptos cosmológicos y los principios de organización social, la historia, la filosofía, la región y la moral (Jordán 2006: 19). Más allá de aprender, los jóvenes han de desempeñar unas tareas cotidianas o unos trabajos manuales, se trataría de formarles para su integración en sociedad y en unos valores fundamentales para la comunidad, siendo un punto crucial del ritual la circuncisión, que señala un punto sin vuelta atrás.

Varios adultos les educan en temas como religión, moral, sexualidad y tecnología, y sus futuros papeles como maridos y padres. Pero además se recurre a la ayuda de los ancestros, que acuden en forma de individuos enmascarados. Miembros de la comunidad tocan tambores, dan palmas y bailan para celebrar la visita de sus ancestros, cuyas máscaras representan en unos casos el ideal de belleza y comportamiento, pero en otros son el modelo negativo. Formalmente presentan morfología animal, humana o abstracta (Jordán 1998: 41-43). La vuelta de los iniciados al poblado por lo general incluye un ritual catártico con máscaras y música (Wastiau 2008: 188-194).

Puede parecer que los rituales africanos están en un ámbito completamente diferente al de las mascaradas peninsulares, pero creemos que éstas pueden tener un origen similar. El paso del tiempo y la llegada de influencias muy distintas han provocado un contexto muy distinto en tierras ibéricas. Y de esa evolución ha surgido una fiesta con diferente desarrollo y diversos elementos nuevos que resultan imposibles de encontrar en el mundo africano. El principal elemento renovador es sin duda el cristianismo que primero intenta erradicar los ritos y al menos desde el siglo iv trata de asimilarlos convirtiendo las figuras sobre las que se basa el rito en símbolos del mal y diablos (Calvo 2012: 46). Más reciente sería la introducción en las mascaradas de personajes como el cura o fraile, el obispo, soldados, el galán y la dama, el alcalde, los mayordomos o danzantes; y también ganarían peso los bailes, la música y la teatralidad, siendo todo ello reflejo de la sociedad ibérica de la edad Moderna. Pero lo habitual ha sido mantener el protagonismo de los jóvenes, que se inician a la vida de los adultos, por más que en los tiempos recientes el valor de identidad cultural que han cobrado estas celebraciones haya determinado la participación activa de más miembros de la comunidad transcendiendo las antiguas limitaciones de sexo y edad.

2. Las máscaras

El uso de máscaras ha estado extendido por todos los continentes, desde Canadá a Indonesia, pasando por Europa y África. Las mascaradas han sido estudiadas en profundidad por Julio Caro Baroja (2006), recuperando muchas de sus manifestaciones hispanas y relacionándolas con otras del espacio mediterráneo del siglo xix e inicios del xx. En su libro recoge complejas escenificaciones que relaciona con actos de expulsión de males que afectan a las comunidades, lo que va unido a las recitaciones satíricas colectivas. Pero como él mismo indica (Caro Baroja 2006: 316) las mascaradas modernas no tienen por qué haber sido causadas directamente por los ritos antiguos y las comparsas carnavalescas ejercen unos actos de forma tradicional pero sin que se pueda conocer muy bien su sentido e interpretación original. Acudiendo a conocer los ejemplos más antiguos de rituales con máscaras de tierras castellanas y leonesas, Caro Baroja (ídem: 248-249) señala algunos textos escritos de hace varios siglos. En el concilio de León de 1020 se alude a la celebración de fiestas de máscaras alusivas a los zaharrones. En el diccionario etimológico del doctor Francisco del Rosal, de c. 1601-1610, se dice que los zagarrones, zaharrones y zarrones son figuras ridículas de enmascarados que visten en hábitos y figura de diablo. Y por esas fechas el Tesoro de la Lengua castellana (1611) de Sebastián de Covarrubias explica que el zaharrón, momarrache o botarga sale con mala figura haciendo ademanes a veces de espantarse de los que encuentra y otras de espantarlos. Se aprecia en tales textos que el cristianismo ha hecho desaparecer el profundo valor simbólico de las máscaras, que en todas las culturas tradicionales hacen de intermediarias entre los vivos y los espíritus y funcionan como figuración de seres mágicos y divinidades que cobran vida en los ritos.

Nuestra intención es indagar en los significados de las máscaras, consideradas como un elemento que podría mantener algunos elementos arcaicos, por más que su papel en las celebraciones actuales haya quedado desdibujado. Para ello queremos recurrir al análisis de las máscaras de Castilla y León relacionándolo con otras de distintos ámbitos culturales donde su lectura cuente con mejores fundamentos interpretativos, en especial las culturas del África Central.

Levi-Strauss en su libro «La vía de las máscaras» señala que las máscaras tienen tres elementos en ellas: sus propiedades formales, las narrativas que las acompañan y los propósitos a los que sirven. Por su parte, para Alfred Gell (2016: 41-48) la clave del uso de obras de arte –lo que sería aplicable a las máscaras– estaría en el análisis de las conductas, entendidas como la dinámica de la acción social. Según esta idea, para llegar a entender cada objeto sería imprescindible trazar el sistema de reglas que le dotan de significado y al mismo tiempo conocer las secuencias causales que provocan el uso de esos objetos.

Como ha señalado Tiza (2008, 2009) para las celebraciones realizadas en Tras-os-Montes, los personajes enmascarados son las figuras principales de la fiesta. Estaríamos ante seres transcendentes y mágicos que se imponen a los individuos de la comunidad y se colocan por encima de normas sociales y morales. Sobre su morfología, Calvo (2012: 65-66) señala que en Castilla y León se pueden dividir en demoniacas (46%), zoomorfas (27%) –incluyendo representaciones de toros, vacas y caballos– y femeninas (19%); correspondiendo el 8% restante a fiestas sin máscara. Puede apreciarse el peso de la cristianización que ha hecho que casi la mitad de las máscaras correspondan a demonios, junto a otras que carecen de máscaras. Todo ello ha llegado a nuestros días concentrado en rituales de purificación de las comunidades y fertilización sobre los que se han sumado personajes y relatos de luchas de contrarios, muerte y resurrección (Caro Baroja 2006).

La importancia de conocer a fondo el simbolismo de cada máscara se puede apreciar en el estudio de los casos africanos. En las ceremonias donde participan cada máscara tiene atributos físicos, simbólicos y de comportamiento en relación con los papeles que cumple según sea cada ritual y el danzante con máscara encarna un espíritu cuya identidad es reconocible por una audiencia familiarizada con la tradición (Segy 1976: 9-11). Los movimientos de los danzantes, con sus vestidos y máscaras, conducen a la multitud a comprender que se encuentran ante espíritus asociados con los ancestros que representan (Dagan 1995: 14). En el caso de las máscaras chokwe se encuentran al menos diez que corresponden a diferentes espíritus o ancestros, con distintas funciones y muy diversas morfologías (Jordán 2010). Existe un espíritu de la riqueza y la pobreza, otro con tareas específicas de la iniciación de los jóvenes, otros que instruyen a los novicios, otro con funciones femeninas, uno que asemeja a un cerdo doméstico, algunos son personajes de carácter variable y otros son voluntariamente agresivos y pendencieros.

Castilla y León exhibe en la actualidad un panorama tremendamente simplificado. Un recorrido por las celebraciones conservadas depara como resultado que cada localidad conserve sólo una caracterización enmascarada que se asocia a un personaje genérico de carácter simbólico, pero sin mucho trasfondo espiritual ni gran complejidad interpretativa. En ocasiones se acompaña de otros personajes que corresponden a papeles que encajan en la sociedad de época moderna y contemporánea que complementan un relato teatralizado. Y sin embargo, en tierras de Castilla y León se encuentra el testimonio remoto de ritos con uso de máscaras y elementos de indumentaria animal en torno al cambio de era gracias a las cerámicas pintadas numantinas (Wattenberg 1963, Romero 1976), del enclave arévaco próximo a la ciudad de Soria. Por desgracia se limitan a imágenes que no permiten deducir cómo serían las ceremonias ejecutadas, aunque algo puede recuperarse a través de fuentes arqueológicas y escritas.

Las figuras numantinas que más claramente muestran máscaras presentan morfologías bovina y equina, dos tipos animales que abundan en las cerámicas numantinas pintadas. Otra más es un individuo tocado con tres cuernos de ciervo. En las mascaradas actuales el caballo resulta un tipo anecdótico, pero no así los toros y las vacas, habituales en las de Sayago, Salamanca y Miranda do Douro (Rodríguez Pascual 2009). Respecto a los ciervos, aunque eran habituales en las kalendas romanas (Caro Baroja 2006), resultan hoy excepcionales en las mascaradas de Castilla y León y sólo se documentan en Alija del Infantado (León) (Calvo 2012: 287-289).

El caso de la cabeza con cuernos de ciervo se relaciona con representaciones de la divinidad prerromana Cernunnos, si bien por portar un puñal en la cintura se interpreta más bien como un guerrero y no como la propia divinidad (Alfayé 2003: 80). Es importante reseñar que la cronología de las cerámicas pintadas numantinas se adjudica entre mediados del siglo iii y el i a. C., dependiendo de las piezas (vd. Arlegui 2014). A ello se une la importante presencia en todas estas vasijas de numerosas imágenes de seres híbridos, no sólo semihumanos, que parecen relacionarse con el mundo transcendente y liminar prerromano. La interpretación de todos estos motivos dentro de las creencias religiosas celtibéricas no resulta sencilla. Como ha sintetizado Alfayé (2008: 296-298), aparecen posibles dioses equinos (identificados con Lugus), otros aviares (que se asemejan con Tanit o Ataecina) y héroes o antepasados divinizados, junto a animales fantásticos, como hipocampos, grifos y animales bicéfalos, cuya lectura parece difícil de abordar sin relatos míticos que los expliquen. Además entre los vacceos del centro de la cuenca del Duero son muy repetidas las imágenes de caballos y aves, mientras son más excepcionales las de bóvidos, ovicápridos, ciervos, suidos, liebres y lobos (Alfayé 2010).

Todas estas pinturas se realizan en los momentos iniciales de la aculturación romana y de hecho, como señala Alfayé (2003: 80-81), representaciones del área celtibérica de un hombre con cabeza de ciervo rodeado de perros datadas más de un siglo después, a finales del siglo i-ii d.C., son interpretadas ya según el marco de la mitología clásica como Acteón atacado por sus perros. Pero las cerámicas pintadas numantinas parecen responder a unas determinadas circunstancias y encajan en la reacción de la sociedad celtibérica ante la progresiva romanización, sirviendo a la demanda de la aristocracia local que las utiliza en banquetes y rituales como piezas cargadas de un fuerte simbolismo (Alfayé 2008: 289). Sería muestra de la resistencia a las imposiciones sociales progresivamente implantadas desde los nuevos poderes romanos y a la pérdida de determinados comportamientos y valores tradicionales. Además hay que considerar que, como señala Silvia Alfayé (ídem: 290), es significativa la ausencia de representaciones de la vida cotidiana mientras, entre otros motivos, abunda la presencia de figuras fantásticas y seres híbridos que corresponden a la proyección del imaginario de una élite social eminentemente masculina, marcial y heroica. Se plantea así la posibilidad de que se pretenda fijar en las cerámicas una ideología tradicional, vinculada a la aristocracia celtibérica, recreando elementos de identidad en el contexto de las nuevas costumbres que se extienden de la mano de los dominadores romanos recién llegados (Olmos 2003).

En todo caso la representación figurativa directa de los dioses celtibéricos parece por ahora ausente del registro arqueológico y tampoco se cuenta con escritos que nos puedan relatar las peculiaridades de su religión, aunque algunos de los atributos o epítetos de varios dioses sean conocidos (Sopeña 2005; Alfayé y Sopeña 2010: 462-463). De hecho existe un número de manifestaciones identificadas que corresponderían a un número más limitado de divinidades, puesto que presentan epítetos que varían según la comunidad donde se encuentre el testimonio escrito (Marco 2005: 291-296, Sopeña 2005: 350). Para tratar de trazar una vinculación entre las máscaras y el mundo celtibérico habría que recurrir a conocer algo de los dioses prerromanos. Cabe destacar a Epona, una divinidad ligada a los caballos y que sirve como protectora de los muertos, a Lugus, habilidoso en todas las disciplinas técnicas y artísticas; a Neto, de carácter solar, a Tongo, garantizador de los pactos, y a Sucellus, deidad funeraria e infernal asociada a la imagen del lobo; y junto a éstos se recogen epígrafes de otros dioses que parecen ser de ámbito local y se conocen mucho peor (Sopeña 2005: 351-356). Lamentablemente si pocas son las menciones textuales conocidas de estos dioses, menos aún son sus representaciones conservadas. Y sin embargo, existen en el ámbito astur, vacceo y vettón representaciones de caballos, verracos y toros que se asocian a las divinidades (Marco 2005: 299-301).

Por otra parte, en el ámbito guerrero parece muy significativo el papel del lobo, algo que también se aprecia en las Lupercalia romanas, donde además se realizan sacrificios de cabras. Pero además las representaciones de lobos son muy frecuentes en la cultura material celtibérica y vaccea entre los siglos iii a.C. y i d.C. (Romero 2010, Almagro Gorbea y otros 2017), habiendo recibido diferentes interpretaciones pero siempre con la base de que es la plasmación de una divinidad, que de manera general podría ser Teutates, patrón y protector y representación de un antepasado mítico (Almagro y Lorrio 2011).

Sin embargo, hay pocas evidencias del uso de elementos lobunos en las mascaradas más allá de que los zangarrones se cubran con pieles de lobo en varias fiestas zamoranas. Es así el caso de los cencerrones de Abejera (Calvo 2012: 403-408), aunque la dificultad actual para usar pieles de este animal ha hecho que se sustituyan habitualmente por las de cabra. Y algo similar ha ocurrido con el zangarrón de Montamarta, donde la máscara se forraba con piel de lobo (ídem: 446) y en Tábara, cuyo birria tenía una piel de zorro o lobo en la cabeza que le caía por la espalda (ídem: 543). Hay que tener en cuenta aquí que los informantes actuales difícilmente pueden remontarse en sus datos más atrás de mediados del siglo xx y esto es relevante en el caso de la disponibilidad de pieles de lobo. Mientras que hasta finales del siglo xix este animal era abundante en toda la península Ibérica y no habría sido raro que su piel se usara con cierta profusión en los trajes usados en las mascaradas, durante el siglo xx su población disminuye con rapidez y llegó a verse limitada al Noroeste peninsular –además de grupos aislados en Sierra Morena– durante los años setenta (Rico y Torrente 2000). En tal sentido no es infrecuente que en muchas fiestas de mascaradas se utilicen pieles de cabra –no casualmente– de color negro, lo que bien puede responder a su asociación con las de lobo; a los anteriores casos se pueden sumar los zarrones de Almazán (Soria), el diablo de Ferreras de Arriba (Zamora) y el de Sarracín de Liste (Zamora), los caballicos de Villarino tras la Sierra (Zamora) y los jurrus de Alija del Infantado (León) (Calvo 2012).

En realidad son más las cosas que se desconocen de las máscaras prerromanas que lo que puede tenerse por seguro. Por ejemplo, se nos plantean cuestiones sobre cuándo se usaban, si existía una época concreta del año (como ocurre hoy, que se concentran en la época invernal) o podían usarse en cualquier época en función de la finalidad que se buscase. Y es que las máscaras en las culturas africanas se utilizan con ocasión de distintos acontecimientos. Segy (1976: 25-26) establecía tres ejes fundamentales del uso ritual de las máscaras en el África central: 1/aquellos relacionados con mitos cosmogónicos, rituales lunares, héroes mitológicos y animales mitológicos, 2/ de fertilidad, en especial centrados en festividades agrícolas en distintas épocas del ciclo de los cultivos y 3/ en funerales, ligados al mantenimiento de relaciones con el alma de los ancestros, para hacerles peticiones y ganar su bendición. No obstante, no hay máscaras exclusivas de un ritual, sino que pueden ser usadas en distintas ceremonias. E igual que una máscara puede albergar a uno o más espíritus, los motivos representados en las máscaras pueden tener significados distintos según las regiones (Dagan 1995: 12).

Por otra parte Jordán (2006: 15) explica que en la mayoría de sociedades africanas se diferencian las siguientes casuísticas para el uso de las máscaras: promover estaciones fecundas para la agricultura, supervisar la investidura real o, dentro de asociaciones regulatorias, castigar a los que rompen la norma. También pueden servir para mediar en conflictos entre individuos a través de la adivinación y, en épocas de penuria, ayudar a la sociedad a comprender tales situaciones y a encarar grandes calamidades, como guerras o enfermedades. Por último funcionan en las prerrogativas de sociedades secretas de la iniciación y otras instituciones. En cualquier caso todos estos rituales sirven para fortalecer a la comunidad a través de las procesiones, los cantos y los bailes.

Por último queremos aludir al valor de las máscaras como entes dotados de vida propia, para los que su portador es simplemente un elemento de acogida, un soporte. En África ponerse una máscara es percibido como un proceso transformativo en el que una persona asume la naturaleza y el ser de otra persona, espíritu o animal o incluso una cualidad abstracta. De hecho en muchos pueblos bantús el término que denomina a las máscaras deriva de un concepto que se refiere a la manifestación de un espíritu, usualmente una persona muerta o un ancestro. Los bailarines enmascarados se dejan imbuir del carácter de la máscara y se puede considerar que los movimientos, pasos de baile, gestos y comportamientos están influenciados por el espíritu (Jordán 2006: 15-17). Sin embargo, mientras en culturas como la chokwe se supone que los no iniciados no saben que bajo la máscara se oculta un hombre, en otras –como las de la región kwango– los portadores no ocultan su cuerpo por completo e incluso se sortea públicamente el llevar una máscara (Baeke 2010).

Se asume generalmente que en Castilla y León –y en Europa en general– toda la comunidad sabe que las máscaras no son más que un disfraz y que su utilización no hace más que dar contexto a una simple representación. No obstante, hay testimonios de que los jóvenes una vez en su papel se vuelven de hecho figuras diabólicas y mágicas, lo que les da libertad para realizar toda suerte de disparates, tropelías y diversiones, para destruir y castigar, burlarse y actuar ignorando las normas establecidas. Como señala António Pinelo Tiza (2015: 52) para Trás-os-Montes, el enmascarado se vuelve un ser superior mágico y profético, con un estatus de libertad casi sin límites. Y tal condición está por encima del control del individuo que porta la máscara, pues de ello da cuenta el testimonio de varias personas en Ferreras de Arriba y Montamarta (Zamora) que explican que si el Diablo o el Zangarrón muere con la máscara puesta, no puede ser enterrado en sagrado (Calvo 2012: 63) y lo mismo ocurre en tierras portuguesas, donde se sostiene que si algún enmascarado muere vestido con su indumentaria, va derecho al infierno (Tiza 2015: 24).

En el caso del zangarrón de Montamarta ocurre un acto de especial significación. Durante la celebración tiene lugar una misa y el zangarrón permanece en el atrio hasta que el cura va a dar la bendición. En ese momento entra con la careta levantada, hace tres reverencias y va hasta el altar donde clava con su tridente las hogazas dejadas por las quintas, saliendo de la iglesia sin darle la espalda al altar (Calvo 2012: 443). Opuesto y con un ritual completamente invertido sería el caso del Tafarrón de Pozuelo de Tábara, que lleva casi todo el tiempo la máscara colgando a la espalda y sólo se la pone para postrarse ante san Esteban (Calvo 2006: 111-113). Tal excepcionalidad se atribuye a la presión eclesial.

También en las tierras portuguesas de Vale de Porco se da un carácter especial a los enmascarados como diablos. Cuando las mozas son perseguidas por ellos sólo pueden evitarlos refugiándose en el espacio sagrado del atrio de la iglesia, puesto que para entrar aquí el enmascarado ha de quitarse la careta y, dado que eso desvelaría su identidad, ninguno lo hace (Tiza 2015: 186). Y es que el anonimato del joven que toma el papel de «Velho» resulta fundamental en el desarrollo de la fiesta, de manera que no guarde relación con las funciones asumidas.

3. Reflexión final

Tras la lectura de este trabajo esperamos que se haya ampliado la visión actual sobre las mascaradas. Todos los estudiosos de las mascaradas han acudido sin ningún reparo a relacionarlas con las fiestas romanas, muy anteriores a su moderna configuración. Nuestra intención con este trabajo ha sido mostrar otra realidad que también podría tener alguna relación con el mundo de las mascaradas de Castilla y León, la de los rituales del África central, lo que nos permite encontrar referencias que aplicar a las mascaradas en momentos prerromanos.

En sus manifestaciones actuales, los rituales ibéricos y africanos se dibujan como fenómenos sin duda muy lejanos. En tierras hispanas han recibido fuertes influencias, bien identificadas, en los últimos dos milenios. No obstante, dada la convicción general de que los fenómenos actuales tienen sus raíces en tiempos remotos, el conocimiento de las ceremonias del África central puede abrir nuevas posibilidades para conocer el origen de estas peculiares celebraciones.




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Sobre las mascaradas de Castilla y León y su posible origen remoto

BELLIDO BLANCO, Antonio

Publicado en el año 2022 en la Revista de Folklore número 480.

Revista de Folklore

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