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Revista de Folklore número

479



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Los montaneros del Cerrato y el carboneo

AYUSO, César Augusto

Publicado en el año 2022 en la Revista de Folklore número 479 - sumario >



La tradición montanera en el Cerrato

Hace 26 años entrevisté por separado a dos carboneros de Villaconancio para que me contasen cómo era su oficio[1]. Ambos, además, habían ejercido como contratistas. La tarea de carboneros la realizaban en los montes durante la mayor parte del año, y por eso también se les llamaba «montaneros»[2]. Este era un oficio en el que se habían especializado, y distinguido, los hombres de tres pueblos del Cerrato palentino, situados en su parte suroriental: Villaconancio, Cevico Navero y Antigüedad. Era un oficio secular que procedía de sus antepasados. Hay referencias históricas de ello. Por ejemplo, en un apunte del libro de cuentas de la cofradía de Ánimas de Villamediana del año 1604 encontramos lo siguiente: «unos carboneros de Villaconancio hiziendo carbon en el monte de esta Villa dan 5 reales de limosna a Baltasar Polo para que se los entregue al mayordomo»[3].

Si acudimos al Catastro de Ensenada, obtenemos información más precisa. Dice de Cevico Navero al abordar la pregunta 32 que hay en este pueblo muchos arrieros que con sus carretas y bueyes son traficantes de corteza y carbón. Hemos contado hasta 50 nombres entre los dedicados a este tráfico. Y en la pregunta 35 dice que no hay en la villa ningún jornalero «por mantenerse los vecinos que no tienen bienes mas que el de su trabajo del de hazer carv(n) según lleva expresado a la pregunta treinta y dos»[4]. De Villaconancio, al abordar la misma pregunta 32 se habla de los que se dedican a la arriería transportando distintos productos de abacería, de media y lana y de carbón y corteza. De estos últimos cita a cuatro, que lo simultanean con la labranza[5]. Sobre Antigüedad es la pregunta 25 la que nos informa del asunto, pues dice que no hay jornalero del campo alguno «y solo si hasta con cien fabricantes de carbón y también labradores a un mismo tiempo los mas de estos; quienes para ? compran la leña de diferentes montes de lugares inmediatos a quienes regulan de utilidad y ganancia en semejante oficio, y trato con inclusión de los jumentos y cavallerías que para su porte conducción y venta tienen, como tambien los dias que se ocupan de su labranza en las lavores de heredades en el campo a ochocientos rs. de v(n) cada un año»[6].

Además de en estas poblaciones, al tratar de Baltanás, pueblo mucho más grande y capital de la comarca del Cerrato, habla de 13 carboneros que trafican en comprar y vender carbón con las cavallerías[7]. Y de Hérmedes dice «que solo ay siete vecinos labradores que se ejercitan en el Invierno en fabricar carbon, tomando algunos sitios de montes forasteros, a quienes regulan de utilidad ademas del jornal de su ofizio en los tres meses que gastan en este exercizio a trescientos reales cada uno»[8].

Por las mismas respuestas del Catastro sabemos que estos eran pueblos que tenían montes de encina, roble y sabina y la leña que producían era para usufructo de sus pobladores, pues el concejo deja que cada año tomen una cantidad tasada para el gasto cobrándoles una pequeña cantidad. Sebastián de Miñano, hablando de Antigüedad, dice que su monte mayor se extendía en doce leguas de norte a sur, y que, por su espesura, fue en otros tiempos refugio de malhechores, pero que ya estaba muy aclarado «por la mucha leña que han cortado los pueblos vecinos». Y añade, «los hombres se dedican, los más, a fabricar carbón que llevan a Palencia»[9]. Pascual Madoz, en su célebre diccionario de mediados del xix, al hablar de esta comarca cuyo partido judicial es Baltanás, se queja de la roturación que han sufrido estos montes, con las nefastas consecuencias para el ecosistema, pues han empobrecido la caza y el pasto, con el consiguiente empobrecimiento de la ganadería y de las colmenas, y, en cambio, como son terrenos flojos y pedregosos, son poco productivos para el cereal. También el carboneo ha padecido con ello, pues Baltanás, vendiendo el sobrante de la leña, una vez abastecidos sus vecinos para la lumbre y los utensilios de labranza, sacaba entre 6.000 y 8.000 rs. anuales[10]. Este mismo diccionario, informa de que la mayoría de los vecinos de Antigüedad, Cevico Navero y Villaconancio se dedican al laboreo del carbón[11].

La desamortización fue nefasta para los montes. Si mala fue la primera, ley de Mendizábal, en 1836, aún más devastadora fue la segunda, la de 1855 de Madoz, que enajenó los bienes de propios y del común de las poblaciones. En la zona sur de la provincia (Cerrato y Montes Torozos) las pérdidas de bosques asociadas a estas enajenaciones y ventas ascienden a 36.000 hectáreas, principalmente encinares, aunque también roble albarejo o rebollo[12]. Así pues, en la segunda mitad del siglo xix y primeras décadas del xx se continuó la roturación de estos montes, cuyos páramos se destinaban a la agricultura. Los hombres de estos pueblos continuaron, sin embargo, practicando el carboneo en el que eran expertos en los montes conservados de la provincia de Palencia y en otras limítrofes[13].

El carboneo después de la guerra civil

Había montes que eran propiedad del Estado, otros lo eran de los Ayuntamientos, y había otros que eran de propiedad privada. La corta anual la sacaban a subasta, y había que solicitarla siguiendo un proceso administrativo. Las cortas las tasaban los ingenieros de montes en estéreos. Los contratistas iban a verlas en los montes y si les interesaba las compraban o pujaban por ellas, aunque necesitaban también la autorización del Distrito Federal de Montes. Tras la guerra civil, para hacerse contratista se necesitaba un carnet especial, además de tener que pagar una tasa al Estado que antes no existía. Dicha tasa dependía de los kilos de carbón que tuvieran autorizados hacer. Además, existía otro impuesto de transporte por llevar ese carbón a fábricas y panaderías. En la autorización se les señalaba el día en que podían empezar a hacer carbón.

En los primeros años de posguerra el carbón tenía mucha demanda, pues al escasear la gasolina, se intentó hacer andar a los coches con carbón de encina. De hecho, salió una orden en que se racionaba el carbón para uso doméstico a fin de destinarlo como gasógeno de automóviles. Su precio subió y los montes de Palencia surtían buen número de kilos. Los carboneros del Cerrato, además, tenían fama de hacer buen carbón y hasta aquí se llegaban de otras partes de España para aprovisionarse de este combustible. A medida que la gasolina se generalizaba, el carbón perdía demanda y entró en declive.

Los de Cevico Navero, Villaconancio y Antigüedad eran los que más y mejor trabajaban el carbón, aunque los de Antigüedad se dedicaban más a arrancar montes que a hacer propiamente carbón. La mayoría de los de esos pueblos eran carboneros, que compaginaban con la pequeña labranza. Las cuadrillas que formaban los contratistas para hacerse cargo de la contrata que les habían adjudicado se componían, pues, de vecinos de estos pueblos, aunque también podían añadirse algunos de pueblos limítrofes como Baltanás, Castrillo de Onielo o Vertabillo.

Unas veces optaban a contratas de los montes de la provincia de Palencia, los de Becerril, Villaldavín, Villalobón, Espinosilla, etc., pero también se iban mucho fuera, a los montes de Valladolid, Burgos, Segovia, Soria, e incluso alguna vez se fueron hasta Cataluña, nos dicen los informantes.

La corta y transporte de la leña

Lo primero que hacían era «rabonar» el árbol, que era partirlo a cierta altura con el hacha y tirarlo al suelo. Cuando era matorral rabonaban con el podón, pero si eran «vigas» o «talayas», es decir, que tenían un tronco grueso, necesitaban el «tronzador» o sierra. (Luego, ya muy tarde, vendrían las motosierras). A estos árboles más robustos les metían cuñas que golpeaban con un mazo para abrir o «arpar» los troncos. Antes de terminar de cortarles del todo, se les daba un golpe para que cascasen, y así caían rebotando con fuerza. A este tipo se le llamaba corta «a desgarre». Otros modos de cortar eran «a uña», si no tenían codos, y «a codo», en este caso cortaban alrededor de la cepera.

Una vez en el suelo, otros, con el podón, iban cortando las ramas de los troncos, a los que llamaban «boros», y haciendo montones con ellas. A esta operación se la denominaba «limpiar» y «escamondar». Clasificaban por su grosor la leña que sacaban: los «boros», los «rabos» y, finalmente, el «retazo», que era la parte de arriba del ramaje, lo más fino. Luego era el momento de «allegar» o transportar los troncos o boros para «hacer la rueda», que era el círculo alrededor de donde iban a levantar el horno. El espacio de este ya estaba delimitado. El transporte de la leña gruesa la hacían a hombros o en burros, si había, y la menor en horquillas que ellos mismos preparaban de las ramas y que llevaban al hombro. Lo que iba a ser quemado se extendía en la rueda para que se secara bien, pues, de lo contrario, haría mucho humo. También había que quitar lo podrido y seleccionar por tamaño y grosor la leña para agilizar el encañado.

Preparar el horno

Lo primero que hacían, antes de iniciar la corta, era «marcar» el horno. Era muy importante elegir un buen sitio, un espacio que no estuviera lejos de la suerte de la leña y que estuviera llano y, además, tuviera buena tierra, porque de la clase de tierra dependía la calidad del carbón. Una vez elegido el sitio, lo limpiaban de piedras o cantos, clavaban una estaca y hacían con una soga una circunferencia. Lo que quedaba alrededor sería la «rueda», adonde transportarían la leña que habían cortado. Esto lo hacían cuando habían talado y limpiado la cantidad suficiente para hacer el horno. Esa cantidad oscilaba entre quinientas y mil arrobas. Hacer un horno más o menos grande dependía de lo tupido que estuviera el monte y del espacio de corta que abarcasen, porque a veces les tocaba recorrer mucho espacio si el monte estaba poco poblado de vegetación o la leña no era muy gruesa.

Empezaban a hacer el horno por el «castillo». En el centro de la circunferencia hacían un cuadrado con palos gordos hasta cierta altura, un metro o algo más. En ese hueco caerían las primeras ascuas para prender el horno. Alrededor de este iban poniendo boros más delgados verticales, en círculo y en distintas capas. Una vez hecha la primera capa, la de abajo o «pie», en redondo, se iban haciendo las siguientes con boros más gruesos, en «camadas», inclinándose hacia el interior. El pie lo ponían los más jóvenes o menos expertos; las camadas, los más prácticos, pues había que subirse arriba y colocar bien la leña más gruesa. Las camadas solían distinguirse por alturas, y así se conocían como el «rodapié», el «costillar», más combado hacia el centro y, la última, la «corona», que se iba cerrando hasta dejar solo un hueco como una cabeza humana. Era la boca de la chimenea o «caño», que desde abajo se iba estrechando hasta la cúspide. El grosor de los palos iba en aumento de abajo hacia arriba y del exterior al interior, al contrario de la dirección del fuego, que iba de arriba a abajo y de dentro a fuera. Los huecos se iban tapando con los palos más delgados, los «rabos».

Una vez «encañado» el horno, se clavaban estacas hechas de la madera del monte alrededor del mismo y se iba echando la «gavilla», que era ramaje verde de la encina y hojarasca; a veces, también se echaba paja. Lo mejor, sin embargo, era taparlo con césped sacado de algún pradillo cercano con la azada. La operación final era «aterrar» o cubrir el montón de tierra; este había de quedar bien cubierto, sin escatimar tierra; este había que quedar bien cubierto, sin escatimar tierra. Por la parte de abajo se habían dejado unos agujeros o «bufardas». Finalmente, se colocaba una escalera o «subidero» para poder llegar a la parte de arriba para «hurgar» en el caño y «cebar» o alimentar el fuego. Esta escalera se hacía con dos estacas unidas a la larga y palos atravesados o con piedras en vez de estacas y los palos atravesados. A medida que el horno se quemaba, la escalera se iba quitando.

El horno solían prepararlo en un día, aunque también dependía de los que fueran en la cuadrilla y del tamaño del horno. Un horno solía tener 5 metros de largo.

Prender el horno y vigilar el proceso de cocción

El horno ya preparado solo necesitaba ser prendido con el fuego para que comenzase la combustión de la leña y así obtener el carbón. Solían encenderlo a la hora de almorzar. Hacían fuego en la rueda y con una pala echaban ascuas de leña por el caño para que cayese abajo del todo y, cuando el fuego ya había «agarrado» allí abajo, le hacían subir a base de ir cebándole con «tabas», que eran trozos de encina cortos que se iban echando. Cuando ya había subido y tendía a salirse, lo que se decía «dar el caño», lo «cortaban», es decir, lo hacían bajar tapando la boca y los agujeros del horno y dejando solo cuatro o cinco «botones» para que saliese por allí. Entonces «partían» el fuego, es decir, lo dividían en dos partes para que fuera dando la vuelta. Cuando volvía a juntarse es que ya había hecho su labor de haber quemado toda la leña.

En todo momento «conducían» o «guiaban» al fuego por el horno. Si la llama tendía a salirse por un agujero, lo tapaban con tierra. La lumbre la iban achicando en redondo, llevándole según las «manos» estaban marcadas. Y, a medida que el fuego iba bajando, se cerraban botones o agujeros arriba y se abrían más abajo. Cuando el fuego había bajado dos o tres metros, decían que el horno «estaba (o había) vencido», lo que les daba tranquilidad, pues ya no estaba expuesto a las acometidas del viento. Para proteger el horno del viento solían hacer un «ribado» alrededor de él, consistente en acumular leña de encina con una altura de metro y medio. De esta forma el viento no podía entrar directamente por los agujeros bajos, pues cuando soplaba fuerte avivaba el fuego y la cocción se echaba a perder, pues la leña se quemaba rápida. En noches de mucho viento, el horno se dejaba «muerto», es decir, se le tapaban la mayoría de los agujeros para que no quemase, y solo se dejaba alguno como respiradero para que no se apagase del todo. Solían ser los de la parte contraria al viento. Al amanecer volvían a abrirse.

El agua y la lluvia también eran peligrosas, pues la tierra se calcaba y se abrían grietas, penetrando el aire y acelerando la combustión. Al horno había que cuidarle noche y día, para que no se malograse la cosecha. De ello se ocupaban especialmente dos: el jefe del horno y el ayudante. Cuando por el viento o la lluvia o cualquier descuido el fuego se avivaba y devoraba la leña reduciéndola a cenizas, hablaban de «hacer una bolsa» o «hacer palomas». Algunos hornos reventaban, explotaban, lo cual sucedía por falta de ventilación. Tan importante era abrir agujeros a tiempo como cerrar otros para mantener el equilibrio en la cocción.

Siempre tenían hornos encendidos. Empezaban con la leña de encina descortezada. Luego venía el horno, con la primera corta de la temporada, y ya hasta abril. Cuando un horno estaba vencido, solían iniciar otro. La corta de lo peor se hacía en abril, y ello suponía el cierre de la temporada.

La duración de la cochura depende del volumen que se haya apilado en el horno y del estado de la madera, si está más verde o más seca. Los hornos oscilaban entre las 500 y las 1.000 arrobas y podían estar quemándose entre 12 y 20 días. Teódulo Pinto dice que a sus tíos, antes y después de la guerra civil, un horno de 1.000 arrobas les costaba sacarlo adelante un mes aproximadamente. Él hizo cambios para abreviar la cocción y le costaba menos. En una ocasión, dice, urgido por el transportista, en un monte del Estado en Reinoso de la Bureba (Burgos), probó nuevos métodos y en 7 días obtuvo un excelente carbón. En lugar de una fila de «botones», puso dos. Y la leña no la puso tan apretada, sino que dejó intersticios holgados para que la llama pasase mejor. Así, con la misma cantidad de leña, el horno se hacía un poco más grande.

La extracción del carbón

Observando el fuego por los agujeros y por el color del humo, calculaban cuándo el horno había llegado a su final. Entonces, extendida la cocción a todas partes, procedían al enfriamiento. Con el «tirazo», un instrumento de largo mango y una tabla en disminución, con dos picos, iban bajando la tierra para, cuando estuviera fría, cribarla. Quitaban también las gavillas y las estacas de alrededor del horno y disponían la «era» en el espacio que rodeaba al horno, bien limpia de cantos y maleza, para extender por allí el carbón según lo fueran sacando. Entonces le echaban al horno la tierra cribada por encima para «matarlo» o «ahogarlo». Y había que estar vigilantes, porque algún tizón que conservase especialmente el calor podía incendiarse e incendiarlo todo. Así lo tenían uno o dos días, sin dejarlo respirar por ningún lado para que se apagase del todo.

Entonces procedían a deshacer la carbonera. Según la distribución en «manos», de forma ordenada, iban retirando el carbón de cada una de ellas y trabajándolo en la era. Con el «garduño», un instrumento parecido a una azadilla, uno lo retiraba de la carbonera a la era y otros, con unos rastrillos de madera, lo iban extendiendo en derredor, haciendo una rueda para que el carbón se enfriase. Hubo un momento en que la «garia» sustituyó a los «garduños» para sacar el carbón. Tenía ganchos de hierro y un mango de madera con empuñadura. Con ella el trabajo les arriondía más, pues la tierra se iba cayendo entre los ganchos y lo extendían mejor.

Una vez enfriado, ya llegaban los carboneros o vendedores de carbón para cargarlo, y también, en camiones, se llevaba a las capitales. En donde había estado el horno o carbonera quedaba un redondel negro que llamaban «cisquero». Había una pequeña parte de leña, que solían ser las puntas del «pie» que habían estado en contacto con el suelo, que no se habían quemado. Se decía que quedaba «crudo». Eso era el «tizo», y había que «estizarlo», es decir, apartarlo del carbón bueno que estaba extendido en la era. A veces lo apartaban para venderlo a los carpinteros o para los merenderos y bodegas. Otras veces lo amontonaban, haciendo una «tizera» para volverlo a quemar y hacerlo carbón.

Dependiendo del «temple», los trozos de carbón salían más o menos enteros. Ello tenía que ver con la clase de leña. La mejor era la de encina, que daba un carbón muy azulado, bien templado, si era dura y estaba en su punto. El buen carbón «sonaba a campanillas» si se tiraba al suelo, igual que si fuese hierro o esquirlas.

Hacer cisco

También hacían el «cisco» o «picón», para lo cual empleaban la leña menuda de la encina y el roble, que no valía para carbón. Hacían gavillas con el ramaje y las transportaban de donde las habían cortado a la «cisquera» con las horquillas que ellos mismos se hacían. En la cisquera ponían los troncos de las gavillas siempre para arriba y tapaban el montón con tierra. Por arriba dejaban un agujero para que pudiese respirar y arrojar el humo. Para evitar el gas carbónico lo hacían a llama viva. Cuando terminaba de humear era que ya se habían quemado los troncos. Tapaban el agujero y lo dejaban enfriar, haciendo la misma operación que con el carbón: con el «tirazo» bajaban la tierra, la cribaban y se la volvían a echar para apagarlo. Luego lo sacaban y extendían por la era y lo metían en sacos para la venta.

La altura de una cisquera era aproximadamente de metro y medio. Al día podían hacer 5 o 6. Las hacían a la entrada del invierno, de octubre a diciembre. Era un trabajo costoso y en el que se sudaba mucho, pues tiraba mucha llama. Casi era mejor vender la leña que hacer cisco, por el trabajo y porque este no era muy rentable. Sin embargo, el cisco se vendía muy bien, sobre todo, para los braseros, y se exportaba mucho a otras provincias. Lo enviaban incluso a Aragón y Cataluña.

El aprovechamiento de la corteza

En abril se terminaba la temporada del carbón y en mayo, más o menos tras venir de la Semana Santa del pueblo –cuando iban, que no siempre–, empezaba la de la corteza. En los dos meses en que empezaba el calor y antes de volver a sus pueblos para hacer el verano, los montaneros se dedicaban a quitar la corteza de las encinas, labor que debían hacer cuando estas estaban en el «sudo», es decir, en plena savia. Cortaban las encinas y llevaban la corta a la era para sacar la corteza con la azuela. La madera la dejaban para hacer los hornos la temporada siguiente, en otoño, donde los quemarían para sacar carbón. Si bien, hay que decir que el carbón de los troncos o palos descortezados era inferior al de las cortas de otoño e invierno, pues con la corteza el carbón tenía más gas y se templaba mejor. Al de la madera pelada la llamaban «tizo blanco».

Sacaban corteza de tres tipos. La «corteza de rabo», que era la de las ramas más delgadas, era la de peor calidad, pero la mezclaban con la «corteza de cuello», la de los boros. La «corteza de raíz» era la mejor, la que tenía más tanino y se vendía más cara. Esta la sacaban en invierno de debajo de la tierra, cavando alrededor de los boros, y la metían en las chozas para secarla.

Había que preparar las eras para extender la corteza, pues esta tenía que secarse. La iban extendiendo, haciendo surcos, y de vez en cuando la volvían con los rastros hasta que estaba bien seca. Esta operación de secado llevaba su tiempo, que podía ser de 4 días si el tiempo era bueno; si no, más. Y había que tener cuidado de que no criase moho o se estropease, cosa que podía suceder con lluvias y nublados. Ya seca, con las garias la amontonaban en parvas que tapaban con lonas que solían alquilar a la RENFE o agenciarlas en otros lugares. A veces la guardaban en paneras. Entonces, en las parvas se la «apaleaba». Arriba, con unos palos muy largos, se la golpeaba para trizarla más, a fin de que cupiera la mayor cantidad posible en los camiones donde se la transportaría a las industrias que la requerían. La corteza, cuanto más limpia de cantos y astillas y más machacada, mejor, pues es como les gustaba a los fabricantes, y así procuraban cargarla en los camiones con las garias.

La corteza de encina se vendía muy bien. (A veces la envolvían con algo de roble, bien picado, pues este tenía una corteza más áspera y gorda). Venían de muchas fábricas a comprarla a Palencia, porque la corteza que salía del monte «El Viejo» tenía fama por su calidad, y también era buena la del monte Calderón. Algo menos fuerte era la del monte de Villalobón, y menos aún las de los montes de Villaldavín y Becerril. Además, en muchas provincias no dejaban sacar la corteza porque, según el parecer de los ingenieros, hacerlo en primavera era estropear el monte. Venían a por ella de todas partes de España.

La compra-venta solía hacerse por la Feria Chica de Palencia. El lugar de encuentro era la Plaza Mayor o el Bar La Carrionesa. Llegaban representantes de las fábricas de las partes más diversas de España y llevaban saquillos con distintas muestras de corteza. Según el tipo de curtidos que hicieran, elegían una más fuerte o menos fuerte. Hablando solo de la provincia, en las tenerías de Villarramiel preferían una corteza fuerte, con mucho tanino, mientras que en Paredes, que hacían badana, elegían otra más ligera.

La vida en el monte

Acabado el verano en el pueblo y hecha la contrata, la cuadrilla se iba al monte donde debía trabajar con alguna ropa, en la que no faltaban las mudas, y los archiperres necesarios para su labor. Lo primero que hacían al llegar al monte de la corta era preparar las chozas donde iban a dormir y a refugiarse esa temporada.

Elegían el lugar, que debía estar cerca del espacio donde pensaran levantar los hornos, y una vez delineado, empezaban a cavar un cuadro de metro o metro y medio como asentamiento de lo que iba a hacer de cocina. Hacían alrededor un muro de tierra y sobre él levantaban las paredes con maderos que acababan en horquillas. Así uno en cada esquina, y luego cruzaban una viga de horquilla a horquilla e iban metiendo los palos por una parte y por otra, haciendo un entramado que luego rellenarían de matas con hojarasca. El techado iba cerrándose en torno a la viga principal o «lima». Una vez levantada la cubrían de césped y tierra, exactamente igual que hacían con los hornos.

La entrada de la choza sobresalía. Se llamaba «embocinao». Se hacía igualmente con palos, ramaje y tierra, pero se remataba con un techo plano. La puerta de entrada era baja, tenían que entrar agachados. Hacían una puerta para poder cerrarla de noche y conservar el calor. El recinto de la choza era caliente en invierno y fresco en tiempo de calor. Dentro de él hacían sus huecos para dejar las pertenencias, ponían troncos para sentarse y tendían unos camastros sobre el suelo, hechos también con ramaje y recubiertos con paja. Se iluminaban con carburos.

El lar o cocina estaba al otro extremo de la puerta. La hacían de piedra de muro a muro, con un hueco en el centro donde ponían la lumbre para hacer el condumio y calentarse. Al estar más abajo, metido en tierra, despedía mucho calor. La leña se la metían por la parte de atrás, y por la noche la tapaban por fuera con una lancha para que no se fuera el calor o, si llovía, entrase el agua. También dejaban una chimenea en el centro.

El trabajo era de sol a sol. Las comidas las hacían allí mismo, en el campo. Solía ocuparse de ello el pinche, aunque cada uno disponía su comida. El contratista ponía la cacharrería: pucheros, cazuelas, botijos, cántaros, botas, platos, cubiertos…, y a cada uno de la cuadrilla le abastecía de sal y pimiento. Por lo demás, solían bajar a comprar a la población o, más bien, ajustaban a un comerciante, que subía al monte con un carro y les proveía de lo que necesitasen: pan, legumbre, tocino... Allí les subían los pellejos de vino, pues este no podía faltar. Todo el bastimento lo metían en una choza aparte. Cada uno compraba su comida, aunque el contratista solía pagar al comerciante, adelantando así un dinero que luego descontaba de la paga. Algo podían sacar del monte, como caza o frutos silvestres.

Los desayunos eran frugales, pues con un trago de aguardiente y un trozo de pan o una naranja se aviaban. El almuerzo solía ser de puchero, que cada uno había preparado para sí; lo ponía a la lumbre y echaba la sal, aunque lo vigilaban los pinches o motriles, los más jóvenes de la cuadrilla. Solían poner unas sopas de ajo y hacer torreznos, o legumbre con un poco tocino. O el cocido con tocino y cecina y, raramente, algo de chorizo. Para la cena solían reservar las patatas o el arroz con bacalao. Pan, vino, tocino y bacalao, con patatas y legumbres, era lo que más consumían.

A por el agua iban a alguna fuente cercana, aunque solía ser tarea del pinche. La transportaba en cántaros. Por la mañana se valían de latas de escabeche para echar el agua y lavarse. Para afeitarse cocían agua en una cazuela, aunque, a veces, también subían al monte los barberos para cortarles el pelo y afeitarlos.

En la cabaña, antes de dormir, se preparaban la comida para el día siguiente: pelaban las patatas, escogían las lentejas, etc. Entonces hablaban y contaban anécdotas, cuentos, dichos y recitados como este:

Bartolomé el Carbonero
el oficio abandonó
y a su tierra se marchó
cuando ganó algún dinero.
Cuando lo vine a saber,
entonces dije: «me alegro,
que el pobre se ha visto negro
para ganar de comer».

Los sábados por la tarde, al ponerse el sol, mientras descortezaban, cantaban la salve en grupo. El contratista la anunciaba y se hacía un alto. Luego, esta costumbre se fue perdiendo.

En el monte pasaban casi ocho meses del año, que distribuían en tres temporadas casi seguidas, con el intervalo de los meses veraniegos. El primer tramo era desde finales de setiembre hasta navidad. Las navidades las pasaban en casa y aprovechaban para quedarse a las fiestas del pueblo: San Julián y Sta. Basilisa el 9 de enero en Villaconancio; la virgen de la Paz el 24 del mismo mes en Cevico Navero. El segundo tramo, desde bien entrado enero hasta Semana Santa, en que solían volver para celebrar las Pascuas en el pueblo, aunque a veces postergaban hasta primeros de mayo la semana de vacaciones para incorporarse en este mes a la corteza, la tercera temporada, que terminaba en San Pedro. Entonces regresaban a casa por un tiempo de casi tres meses para hacer el verano, pues muchos eran pequeños agricultores o se ajustaban como agosteros.

Un oficio para el recuerdo

El de montanero era un oficio duro y esclavo, que se realizaba lejos del hogar y aislado de la sociedad durante la mayor parte del año. Existió para estos pueblos del Cerrato palentino cuando en sus poblaciones no había otras alternativas para ganar el sustento familiar. Y además de sacrificado, poco rentable, por eso los que se ocuparon en él después de la guerra civil, se vieron obligados a abandonar el pueblo y poner rumbo a otras tierras, principalmente al País Vasco, necesitado de mano de obra para su desarrollo industrial y los crecientes servicios. Muchos montaneros tuvieron que partir a otras tierras como emigrantes, en aquellos años en que el carbón vegetal y la leña dejaban de demandarse, sustituidos por otros elementos de combustión más modernos y cómodos.

Pasados los años, Cevico Navero no ha querido olvidar su inmediato pasado y ha sabido homenajear a los antiguos montaneros instituyendo cada año «el día del montanero» para recordar tan viejo oficio. Un buen modo de concitar a los vecinos en torno al recuerdo de lo que fue buena parte de su vida, máxime cuando muchos de ellos habían tenido que abandonar el pueblo en busca de otras tierras y otros recursos al irse extinguiendo aquel menester tan duro como socorrido para tantas y tantas generaciones. Empezó a finales de la primera década de este siglo a implantarse dicho día, aprovechando que en el mes de agosto los emigrantes volvían al pueblo y la necesidad de confraternización era mayor. La celebración de este día se ha hecho tradicional y se repite año tras año en un ambiente festivo. Hay misa y comida de hermandad en la que se degustan los menús montaneros: sopas de ajo y torreznos, y el cocido de garbanzos con su acompañamiento de carne, tocino y chorizo. Y para que las nuevas generaciones se hagan una idea de lo que se rememora no faltan algunas demostraciones del proceso de la elaboración del carbón vegetal o de la construcción de una choza montanera. Estos actos tienen lugar en el paraje de Valdefuentes, que goza de buena vegetación y una fuente de agua. En este lugar, algunos de los que antaño ejercitaron el oficio, han construido una choza con todo detalle, como aquellas en las que hubieron de pasar los largos inviernos y la primavera.

Esta fiesta anual instituida en Cevico Navero no solo es una buena iniciativa para no dar la espalda al tiempo pasado que modeló el acontecer de pueblo, cual humus que alimenta sus raíces, sino que es, hoy, el único vestigio que queda de aquel oficio desaparecido en el que el hombre porfiaba heroicamente con la naturaleza en la soledad de los montes.

Léxico montanero

ALLEGAR: trasladar los haces de leña clasificada desde la corta al lugar donde se iba a quemar.

PALEAR (la corteza): Acción de golpear la corteza de la encina con unos palos largos para desmenuzarla lo más posible.

ATERRAR: tapar con tierra el encañado del horno.

AZUELA: Utensilio que se utilizaba para descortezar la encina.

BORO: palo de mediano grosor de la encina, que no pertenecía al tronco ni a lo último y más delgado de las ramas.

BOTONES: Agujeros que se iban abriendo alrededor del horno para que el fuego respirase.

BUFARDAS: Agujeros que se abrían en la parte baja del horno para la salida de los humos.

CAÍDA (del fuego): Una vez llegado a lo más alto del caño, se tapaban los agujeros o botones de arriba para que fuera descendiendo más abajo.

CAMADAS: Cada una de las vueltas o estratos encima del «pie» en que se iba colocando la leña al encañar el horno.

CAMONES: Trozos de leña que sacaban de debajo de la tierra.

CAÑO (o CHIMENEA): Hueco central que se dejaba en el centro del horno para poder prenderlo y cebarlo. Iba estrechándose a medida que subía.

CARBONEAR: Acción de quemar la leña en los hornos para sacar el carbón.

CASTILLETE: encañado que se pone para hacer el horno.

CASTILLO: Era lo primero que se hacía en el centro del horno antes de encañarlo. Se creaba un hueco cuadrado con troncos gruesos alrededor del cual se pondría el resto de la leña y en cuyo interior se echarían las primeras brasas para prender el fuego.

CEBAR: Acción de rellenar el caño con leña de encina para hacer subir el fuego hacia arriba.

CEPERA: Base de la encina o el roble, hundida en la tierra. Dependiendo del corte o poda, crecerá como arbusto o como árbol.

CISCO (o PICÓN): Carbón que sacaban de la rama menuda. Tenía menos gas carbónico y se vendía, sobre todo, para los braseros.

CISQUERA: Pequeño horno hecho con la leña menuda para hacer el cisco o picón.

CISQUERO: la huella o el redondel que quedaba allí donde se había hecho el horno.

CONDUCIR (o GUIAR) (el horno): Atención que se le prestaba para llevar y repartir el fuego por su interior, no dejando que este se saliese por los botones o bufardas.

CORDERA: Se llamaba así a las matas pequeñas, a la leña delgada.

CORONA: Parte más alta del encañado del horno que se cerraba en la boca del caño.

CORTA (o ROZA): 1. Parte en que se divide un monte para su corte anual

2. Acción anual de cortar un monte y aprovechar su leña para carbón.

CORTAR: La acción de talar los árboles o arbustos que iban a ser aprovechados para hacer carbón. Había distintos modos de cortar:

CORTAR A CODO: hacer la corta alrededor de la cepera.

CORTAR A DESGARRE: hacer la corta dejándola incompleta y tirar el árbol con un fuerte golpe que quiebra la parte no cortada.

CORTAR A UÑA: hacer la corta en el tronco pero no de manera plana sino dejando un saliente en el centro.

CORTAR (el fuego): Tapar los agujeros del horno una vez que la llama tiende a salir por allí para que el fuego bajase más abajo.

CORTEZA: La parte exterior de la encina que se extraía en primavera en plena savia. Se distinguían tres tipos de corteza:

CORTEZA DE RABO: la más fina y de menos valor.

CORTEZA DE CUELLO: la que se sacaba del boro.

CORTEZA DE RAÍZ: la que estaba enterrada, que era la más valiosa.

DAR EL CAÑO: Llegada del fuego arriba del todo, a la boca del caño o chimenea, por lo que había que hacerlo bajar.

COSTILLAR: Tercera camada o estrato de leña que se ponía en el encañado, encima del rodapié.

DEJAR MUERTO (el horno): Tapar la mayoría de los agujeros para que, en noches de viento y temporal, la llama no se avive y eche a perder la cocción.

EMBOCINAO: Tramo de entrada de la choza del montanero.

ENCAÑAR: Ir colocando los palos de punta y en redondo, de abajo a arriba, para hacer el horno y luego quemarlo.

ENTREHOGAR: Capa que formaba la gavilla o ramaje de encina que se ponía entre el encañado de leña y los céspedes o la tierra que se echaba encima para tapar el horno.

ESCALERA (o SUBIDERO): Estacas o piedras con palos atravesados que se ponían una vez terminado de cubrir bien con tierra el horno para así poder subir por él y cebarle por la boca de arriba.

ESCAMONDAR: Quitar lo pequeño que quedaba en los boros.

ESTAR (o QUEDAR) CRUDO: Decíase de las puntas de la leña a las que, por estar en contacto con el suelo, el fuego no había llegado bien y no se habían hecho carbón.

ESTAR (o TENER) VENCIDO (el horno): Se decía cuando el fuego ya había bajado mucho y no había peligro de que el viento lo soliviantase.

ESTÉREO: Unidad de medida para la leña, era el volumen de la misma que podía apilarse en un metro cúbico.

ESTIZAR: Sacar los tizos o trozos de leña no carbonizados una vez el carbón recién sacado se había extendido en la era.

GARDUÑO (o ZARCILLETE): Instrumento parecido a una azadilla con el que se retiraba el carbón del horno para tirarlo a la era y que otros lo extendiesen bien y se apagase.

GARIA: Instrumento de 18 dientes de hierro con largo mango de madera y muleta o empuñadura para sacar el carbón una vez hecha la cochura. Era más eficiente que el garduño.

GAVILLA: Ramaje verde de la encina bien colocado alrededor de la encañadura del horno y que servía de lecho para la tierra con que había que taparlo antes de prenderlo.

HACER UNA BOLSA (HACER PALOMAS): Dejar quemar el horno o parte de él, de modo que la leña se hiciera ceniza blanca.

HORNO (CARBONERA): Montón donde se apilaba la leña y se disponía de tal forma que pudiera entrar en una lenta cocción hasta transformarse en carbón.

HACHA: Herramienta para cortar los troncos más gruesos de la encina o el roble.

HORQUILLA: Palo que se abría en dos puntas, hecho con una larga rama de leña limpia, para transportar el ramaje y las gavillas del lugar de la corta al horno.

HUMAR (FUMAR): Salir humo de los hornos o cisqueras. Era señal de que la cocción se estaba realizando.

HURGA: Palo largo que introducían por el caño o chimenea para remover las brasas y hacer que bajase la leña para seguir cebándolo.

LIMPIAR: Una vez cortado el árbol o arbusto, ir cortándole las ramas y dejar los palos desnudos clasificándoles por el grosor: tronco, boros y rabos.

LIMA: Viga central del techado de las chozas donde dormían los montaneros.

MANOS: Partes en que se dividía el horno para conducir la cocción y, una vez hecha esta y enfriado, para proceder a retirar el carbón y extenderlo en la era.

MARCAR (el horno): Señalar el espacio donde se iba a instalar el horno para hacer el carbón.

MATAR (o AHUGAR) (el carbón): Una vez sacado de la carbonera u horno y extendido en la era, la acción de echarle la tierra cribada del encañado encima para acabar de apagarlo.

MONTANERO: Hombre que trabaja en el monte haciendo carbón.

MONTERO: Herramienta para cortar los troncos del árbol o arbustos.

OLLA: La ceniza que quedaba como desecho de la combustión del horno.

PARTIR EL FUEGO (o CORTAR EL HORNO): Tapar botones de una parte y otra para que el fuego se divida en dos flancos.

PIE: La primera vuelta de leña que se ponía alrededor del castillo al encañar el horno.

PODÓN: Herramienta con una hoja alargada y ancha y pequeño mango con la que se limpiaban las ramas laterales y lo más pequeño del árbol cortado.

RABONAR: Cortar un árbol a cierta altura y tirarlo al suelo. También se decía de las acciones secundarias de cortar las ramas para dejar limpio el tronco.

RABOS: Los palos delgados que se separaban del tronco o de las ramas más gruesas y que servían para rellenar los huecos del encañado.

RASTRILLO: Utensilio de madera para extender el carbón en la era una vez sacado del horno, a fin de que se apagara del todo.

RETAZO: La leña menuda que no se iba a meter en el horno y se vendía aparte a tejeros, panaderos, particulares… También se hacía con ella cisco o picón.

RIBADO (o RIBAGO): Cerca o empalizada de un metro o metro y medio a base de leña de encina que ponían alrededor del horno para que sirviera de abrigo ante el empuje del viento y este no entrase directamente por los botones o agujeros, avivando la llama y echando a perder la lenta cocción.

RODAPIÉ: Segunda camada de leña que se ponía en el encañado del horno, encima del «pie».

ROZAR: Cortar lo pequeño, las matas pequeñas y delgadas.

RUEDA (HACER LA): Espacio en torno al horno en el que primero se apilaba la leña cortada y luego se extendía ya hecha carbón.

SONAR A CAMPANILLAS: Dícese del carbón bien templado, duro, que al arrojarse al suelo hace un sonido armónico, como si se tratase de hierro o esquirlas.

SUDO: Estado de la madera cuando en primavera corre la savia en su interior.

TABAS (TACOS): trozos cortados de encina con los que se cebaba el horno para hacer subir la llama.

TALAYA (o ATALAYA o VIGA): encina aislada que, por dejar solo una mata en la cepera, ha crecido hacia arriba y se ha hecho fuerte y con copa.

TEMPLE: Dureza y calidad del carbón, dependiente de la clase y condición de la madera que se quemaba.

TIRAZO: Instrumento de mango largo y tabla con dos picos en su extremo con el que iban bajando la tierra del horno ya cocido para cribarla y echarla luego sobre el carbón extendido en la era.

TIZERA: Montón que se hacía con los tizos o puntas de leña sin quemar. Unas veces se volvía a quemar y otras se vendía a particulares.

TIZO: Trozos de leña «crudos» o no hechos carbón. Solía pasar con aquellas puntas que, por estar en contacto con la tierra del suelo, el fuego no las penetraba.

TIZO BLANCO: Nombre que daban a la leña de encina descortezada.

TRONZADOR (o SIERRA): Herramienta para cortar las encinas de troncos muy gruesos.




BIBLIOGRAFÍA

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NOTAS

[1] Isacio Antolín fue entrevistado el 9-II-1995; contaba entonces 85 años (nacido en abril de 1909). Teódulo Pinto fue entrevistado en dos sesiones: 18-III-1995 y 25-III-1995; contaba entonces 83 años.

[2] «Montaneros» eran, propiamente, los que hacían el carbón en los montes, mientras que «carboneros» eran los que vendían el carbón que aquellos hacían al por menor.

[3] AHDP. Villamediana, Cofradía de Ánimas, 71, Libro de Cuentas (1603-1638).

[4] Catastro de Ensenada, Respuestas Generales de Cevico Navero, Ministerio de Cultura y Deporte, pp. 345-347 y 350. http://pares.mcu.es/Catastro/servlets/ServletController?accion=2&opcion=10 (consultado el 24 de febrero de 2019).

[5] Catastro de Ensenada, Respuestas Generales de Villaconancio, Ministerio de Cultura y Deporte, pp. 399-403. http://pares.mcu.es/Catastro/servlets/ServletController?accion=2&opcion=10 (consultado el 25 de febrero de 2019).

[6] Catastro de Ensenada, Respuestas Generales de Antigüedad, Ministerio de Cultura y Deporte, p.381.

http://pares.mcu.es/Catastro/servlets/ServletController?accion=2&opcion=10 (consultado el 25 de febrero de 2019).

[7] Catastro de Ensenada, Respuestas Generales de Baltanás, Ministerio de Cultura y Deporte, p 140.

http://pares.mcu.es/Catastro/servlets/ServletController?accion=2&opcion=10 (consultado el 27 de febrero de 2019).

[8]Catastro de Ensenada, Respuestas Generales de Hérmedes de Zerrato, Ministerio de Cultura y Deporte, p. 560.

http://pares.mcu.es/Catastro/servlets/ServletController?accion=2&opcion=10 (consultado el 27 de febrero de 2019).

[9]Provincia de Palencia, Palencia, Diputación Provincial de Palencia, 1979. (Sacado del Diccionario Geográfico-Estadístico de España y Portugal, Madrid, Imprenta Perrat-Peralta, 1826-1829), p. 36.

[10]Palencia. Diccionario Geográfico-Estadístico-Histórico 1845-1850. (Edición facsímil), Valladolid, Ámbito / Diputación de Palencia, 1999, pp. 49 y 52.

[11] Ibídem, pp. 38, 90 y 222.

[12] Juan Andrés ORIA DE RUEDA Y SALGUEIRO: «Historia de los bosques y de la naturaleza de Palencia», PITTM, 89, 2018, p. 292. También es imprescindible para el tema José María RAMOS SANTOS: «La evolución del paisaje vegetal en el sur de Palencia durante los siglos xviii y xix», PITTM, 73, 2002, pp. 195-224.

[13] Un reportaje firmado por el escritor burgalés Eduardo de Ontañón hecho mientras carboneaban en los montes de la Tierra de Lara apareció en la importante revista Estampa. Dice en la presentación: «Son «de la parte de Palencia», de Villaconancio y Cevico Navero. Viven en el monte casi todo el año: de febrero a julio y de San Miguel a la Navidad. El otro tiempo lo emplean en sus casas, en sus tierras…». Ver «Un día con los carboneros en los montes de Castilla», Estampa, 146, 28-X-1930, p. 38. Por otra parte, ellos llevaron una forma particular de quemar, pues un antiguo carbonero de los Torozos así lo confiesa: «Y así es como hacíamos la tarea del quemar para carbón menudo, aunque tengo oído que muy antiguamente, antes de que vinieran los zarrateños (sic), que fueron los que trajeron la nueva manera, se hacía a fuego vivo, dándole vueltas con horcas de hierro y echándole agua…». En Blas PAJARERO: Retazos de Torozos, Valladolid, Gráficas Andrés Martín, 1980, p. 128.



Los montaneros del Cerrato y el carboneo

AYUSO, César Augusto

Publicado en el año 2022 en la Revista de Folklore número 479.

Revista de Folklore

Fundación Joaquín Díaz