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Tal vez sea el siglo XV, especialmente su primera mitad, la época en que de forma más evidente chocan las creencias antiguas del judaísmo acerca de los poderes maléficos que podía tener la mirada intencionada, con los nuevos y más «científicos» tratamientos para el aojamiento, todavía a medio camino entre las prácticas de los médicos judíos y la desconfianza de la Iglesia, representada en los obispos y en sus advertencias sinodales. El Marqués de Villena, (1384-1434) escribe a un criado suyo, Juan Fernández de Valera, en el Tratado de fascinación cómo los judíos ponían a sus niños para protegerlos «nóminas, espeçialmente aquellas que miha de havelelid con sus dos ángeles. A los moros… pónenles libros pequeños escriptos de nombres e dízenles tahalil… Ponen eso mesmo a las bestias, cuero con pelo de tasugo en el collar e cabeçadas. E traen horuz, que son nóminas pequeñas en las cabeçadas e petrales de los cavallos con çeras e figuras».
Por lo que escribe Enrique de Aragón, el rabino de Barcelona Hasdai Crescas solía usar salmos que colgaba del cuello de los enfermos que acudían a él a curarse de la fascinación, especialmente el texto que comenzaba con las palabras «Bendito el varón…». Crescas seguía la corriente cabalística que daba por segura la curación gracias a la fuerza de las palabras escritas, corriente a la que se oponía abiertamente la facción cristiana que comenzaba a confiar en la sabiduría y la praxis del galeno. Todas estas diferencias, puestas de manifiesto en la disputa de Tortosa (1413-1414), continuaron durante muchos años según se refleja en numerosos sínodos en los que se ataca sin descanso (y con escaso resultado a la vista de cómo se sigue denunciando) ese catálogo de supersticiones que Villena mencionó y que el obispo Barrientos aseguraba que habían sido transmitidas por el ángel Raziel –guardián del Paraíso– a uno de los hijos de Adán. Fernando Pérez de Guzmán, en 1452, escribía:
Aquel a Dios ama que de las cartillas
que ponen al cuello por las calenturas
non usa, nin cura de las palabrillas
de los monifrates nin de las locuras
de aquel mal christiano que con grandes curas
en el hueso blanco del espalda cata…
Es decir que el que leía signos en el omoplato o en la clavícula de Salomón, usaba de figurillas o muñecos para hacer daño o creía en las nóminas o dóminas no era buen cristiano ni seguía el camino de la ortodoxia. Fray Hernando de Talavera, confesor de la Reina Isabel escribió una Breve forma de confesar en la que arremetía contra «los que hazen y traen nominas en las quales ay palabras que non son del santo euangelio…» y contra «los que con palabras y otras cosas vanas fingen que desojan los niños». En cualquier caso, parece que ni los procesos inquisitoriales ni los concilios pudieron desterrar muchas de las supersticiones usadas en la cotidianidad, que quedaron para siempre impresas en papeles crípticos creados para rodear el cuello de los recién nacidos, en frases hechas que debía pronunciar sin comprender el padrino de la criatura en el bautizo, como aquella que rezaba: «Moro me lo diste, cristiano te lo devuelvo», o en textos como el «Ciprianillo», grimorio con fórmulas hechiceriles atribuido al brujo Cipriano que terminó sus días como obispo de Antioquía y sufrió martirio junto con Santa Justina.