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In memoriam
Dedicado a tantos sefardíes que murieron tan lejos de su amada Sefarad
Como advierte Vilella (2003, 49), el concepto humor judío precisa de abundantes matices y preámbulos. Sin embargo, nosotros –obviando tales escollos– nos vamos a acercar a dos autores judíos y a unas obras que recolectan o utilizan el humor, centrándonos, en esta ocasión, en el campo religioso.
Nuestro artículo no quiere ser una simple recopilación de chistes o ingenio, un artículo para provocar la risa (que también: será inevitable), sino que pretendemos acercarnos, a través del humor, a una cultura tan importante e influyente como la del pueblo judío, que, además, tiene conexiones –algunas hondamente entrañables– con el ámbito hispánico, aunque hoy parezca a muchos lejana y desconocida.
1. Chajim Bloch y Ángel Wagenstein
Para nuestro estudio nos centraremos principalmente en dos autores de los que, por no ser muy populares, es preciso antes recordar algunos datos sobre sus vidas, obras y características, aunque sea en forma muy somera. Antes, recordemos que dentro del pueblo hebreo existen dos grandes ramas: la askenazi (judíos oriundos de la Europa central y oriental) y la rama sefardí (judíos procedentes de España y Portugal).
1.1. Vida y obras de Bloch y Wagenstein
A Chajim Bloch (Nagy-bocskó 1881-Nueva York 1973) se le define como «rabino y publicista jasídico y cabalístico», y como «uno de los mayores expertos en tradición y misticismo judíos en Viena». Su vida transcurrió dentro de las fronteras del imperio Austro-Húngaro, hasta que, en 1939, logró emigrar a América. Entre sus escritos en hebreo, yidis e inglés, destacaremos los pertenecientes a su labor como recopilador y teórico del humor judío: Sobre el espíritu de oriente: humor judío polaco (Berlín 1920), Humor judío oriental (Berlín 1920), Hersh Ostropoler: un Till Eulenspiegel judío. Sus historias y bromas (Berlín 1921), y El pueblo judío en sus anécdotas (Berlín 1931)[1].
Por otra parte, tenemos a Ángel Wagenstein (Plodvid, Bulgaria 1922-20…) de familia sefardí (aunque no ajeno al mundo askenazi). Después de la Segunda Guerra Mundial estudió cinematografía en Moscú, y destacó como guionista y realizador (premio como guionista de Étoiles en 1959, en Cannes). Su labor literaria es tardía, y su trilogía, que le ha valido algún premio internacional, está integrada por El Pentateuco de Isaac (1998), Lejos de Toledo (2002) y Adiós, Shanghái (2005), que versan sobre el mundo judío en un amplio contexto histórico y geográfico.
Tenemos, por tanto, dos autores que, aunque judíos, poseen personalidades y trayectorias muy diferentes: un rabino askenazi metido a compilador de materiales anecdóticos y humorísticos, y un novelista sefardí, un tanto escéptico, que llega a la literatura después de una trayectoria vital dedicada al cine. Además, destacan las diferencias de edad (41 años) y las fechas de sus obras: las obras de Bloch son previas al Holocausto (años 30 del siglo xx), y las de Wagenstein, ya prácticamente del siglo xxi.
Sin embargo, a pesar de tales diferencias, destacan ciertos paralelismos y conexiones entre los dos textos en los que, fundamentalmente, vamos a basar nuestro estudio: El pueblo judío en sus anécdotas (1931), de Chajim Bloch, que citaremos como (Bloch 1931), y El Pentateuco de Isaac (1998), de Ángel Wagenstein, que citaremos, según su edición más reciente, como (Wagenstein 2015).
1.2. Los títulos y dedicatorias
Los títulos de ambos libros son un tanto prolijos. Así, en el caso de Bloch, subtítulo incluido, tenemos El Pueblo Judío a través de la anécdota. Historias serias y jocosas de devotos, sabios, artistas, bufones, pícaros, fanfarrones, pordioseros, ricos, creyentes, librepensadores, neófitos y antisemitas. Resulta curioso que la publicación de su traducción en España sea el mismo año que de su edición en Berlín, 1931. Aunque más corto, también la obra de Wagenstein tiene un extenso título: El Pentateuco de Isaac. Sobre la vida de Isaac Blumenfeld durante dos guerras, en tres campos de concentración y en cinco patrias. Publicado en 1998 en búlgaro, su traducción al español es de diez años después (2008).
Las dedicatorias de ambas obras también tienen cierta relación. La del libro de Bloch reza: «A los amigos y enemigos del Pueblo Judío» (recordemos que es anterior al Holocausto). Sin embargo, Wagenstein (bastante posterior, de 1998), en vez de dedicatorio, escribe un reconocimiento, en el que, lógicamente, estaría incluido el mismo J. Bloch. Dice así: «El autor agradece de corazón a todos los que han rescatado, redactado, sistematizado y editado anécdotas y chistes judíos, gracias a los cuales, en los momentos más trágicos de su existencia, su tribu convirtió la risa en una coraza protectora, en una fuente de ánimo y confianza» (Wagenstein 2015, 9).
En resumen: Bloch esperaba que su obra sirviera para el disfrute de cualquier lector: «Los amigos y enemigos del pueblo judío encontrarán regocijo en este libro» (Bloch 1931, 29); mientras que Wagenstein agradece a folcloristas y recopiladores, y recalca el valor de anécdotas y chistes para la subsistencia del pueblo judío.
1.3. Naturaleza de ambas obras
La antología de Bloch, El Pueblo Judío a través de la anécdota, es fruto de su labor de investigación y recopilación de materiales; no es, por tanto, una obra de creación, aunque incluya algunas anécdotas vividas por él mismo. Sin embargo, Bloch no pretende la simple divulgación de un contenido erudito, sino que desea que disfrute de ella cualquier lector. Por su parte, el texto de Wagenstein es una novela, obra de creación literaria, aunque incluya chistes y abundante humor. Por tanto, en ambos textos se oponen el fragmentarismo de la antología y la unidad de una trama novelesca, la investigación y la creación, respectivamente.
La obra de Wagenstein, El pentateuco de Isaac, narra, en primera persona, las aventuras y desventuras de su protagonista, que anima, con chistes y puntadas, el relato de su absurda trayectoria vital. Isaac Jacóbovich Blumenfeld es hijo de un sastre especializado en dar vuelta a viejas prendas, y es de «Kolódets, cerca de Drohobych», en aquella Galitzia «entrañable rincón de Europa [que] es una verdadera encrucijada de las pasiones de eslavos, alemanes y judíos» (Wagenstein 2015, 24). Comienza la novela con su adolescencia y su ingreso en el servicio militar, aunque no llegará a participar en la I Guerra Mundial; posteriormente, vivirá la época soviética, la invasión nazi, su estancia en un campo de trabajo en Alemania, el final de la II Guerra Mundial y su paso por el gulag, hasta que finalmente se establece en Austria.
2. Tres conceptos del humor judío
2.1. El humor judío según Chajim Bloch
En la «Introducción» de El Pueblo Judío a través de la anécdota, Bloch aprovecha para reflexionar sobre la narrativa en la cultura judía y su concepto de lo anecdótico y lo cómico o ingenioso. En ello se nota no sólo su condición de erudito, sino también de rabino.
A) Comienza refiriéndose a la riqueza de «anécdotas, agudezas, chistes y demás material folklórico» del pueblo judío, así como a los influjos que ha ejercido en algunos pueblos, además de los recibidos. Tales materiales «han nacido de los sufrimientos y persecuciones del pueblo judío o de sus mismas venturas y alegrías» (Bloch 1931, 9). Asímismo, destaca su antigüedad, sin comparación con el humor germano (el autor publica en Berlín), pues, «doscientos años después de Jesucristo, tenían los judíos su “bufón navegante Rabba bar-bar Chana”, cuyas descripciones aventajan con mucho, en belleza, a las de los modernos humoristas» (Bloch 1931, 10).
B) Bloch define anécdota como «historieta graciosa y divertida», y toma de la Biblia ejemplos que pueden resultar sorprendentes (por ejemplo, los relativos al pecado original). Sin embargo, no hay que olvidar que el libro de Bloch es traducción del alemán y que se emplean, además, conceptos y términos procedentes de la Biblia. Por otra parte, recuerda que, «a diferencia de otros pueblos, las burlas y palabras obscenas estaban prohibidas en el antiguo judaísmo» (Bloch 1931, 13); y, por el contrario, se valoraban «parábolas y proverbios, sentencias de los sabios y sus enigmas» (Bloch 1931, 14), con lo que entra un factor importante: el ingenio, que no necesariamente provoca risa, además de cierto efecto ejemplarizante.
Recuerda, sin embargo, que «también en tiempos del Talmud, había muchos burladores recitadores de anécdotas o cuentistas, y graciosos» (Bloch 1931, 15), aunque, en la tradición bíblica, se les calificaba de «impíos» (Bloch 1931, 17), y abundan los casos de reprobación y de castigo. El Talmud aconseja: «No residas en Sekancib –lugar cerca de Bagdad–, pues las gentes son allí muy burlonas y te harán impío como ellas» (Bloch 1931, 17).
Sin embargo, el humor podía tener buen uso y fin; precisamente, unos personajes del Talmud se autodefinen así: «Somos gente de buen humor, muy bromistas y chirigoteros que alegramos a los tristes y, cuando presenciamos disputas, nos apresuramos a poner la paz en ellas» (Bloch 1931, 19). De todas formas, en la antología de Bloch, quizás haya más sonrisa que risa, aunque, según Rodríguez Fernández (2002, 95), sonreír no sea, «algo tan franco, tan diáfano, tan transparente y cristalino como la risa».
C) Por otra parte, Chajim Bloch advierte sobre la diferenciación «entre la gracia fina o el gracejo, y la obscenidad o chabacanería que el Dr. Josef S. Bloch [del mismo apellido que el autor] señala con el nombre de “humorismo judío antisemita”» (Bloch 1931, 21). Así, los auténticos chistes judíos son los nacidos «a impulsos del ingenio oriental, talmúdico, [que] marca las líneas que nos conducen a la psicología del pueblo semita»; y, por ello, su temática sería propia y exclusiva: «Se mueve en un ambiente exclusivamente semita y es completamente ignorado por el europeo occidental» (Bloch 1931, 22). Es claro que, en España concretamente, el mundo judío no se siente especialmente cercano.
Según sus características, el humor judío «es casto y morigerado, expresa una gracia genuina en la que luchan entre sí la mansedumbre y el enojo; la alegría y la tristeza; la seriedad, lo grave y lo jocoso»; incluso tendría una utilidad práctica social: «Con una alusión jocosa se desentiende el judío de enjuiciar hombres y cosas; y, para expresar su agrado o desagrado, deja caer simplemente una “palabrita” acerada que, encendiendo un prurito hilarante, hace brotar una sonrisa…, pero nunca una carcajada» (Bloch 1931, 22-23). Y aprovecha para mencionar una cita del Talmud donde se prohíbe la carcajada.
D) Bloch clasifica como antisemita aquel chiste que «desprecia frecuentemente a los judíos y los escarnece presentándolos como ladrones, avaros, embusteros, estafadores y altaneros», sin que aparezcan nunca «el aspecto bello y magnífico del pueblo judío que le envidian otros no semitas» (Bloch 1931, 23-24). Y, dos años antes de la llegada de Hitler al poder, apunta: «[Tales chistes] han llegado a su mayor florecimiento en esta nuestra época tan ciega y desquiciada» (Bloch 1931, 24); e incluso comenta, en detalle, tres de estos chistes.
2.2. El humor judío según Wagenstein
Por su parte, a lo largo de la novela El Pentateuco de Isaac, Wagenstein teoriza o comenta aspectos relacionados con el humor judío, tales como el carácter extravertido y comunicativo hebreos (limitado, obviamente, en circunstancias hostiles del medio) y su humor, además de escenificar su valor terapéutico en varias formas y ocasiones.
A) El carácter extrovertido del judío aparece mencionado en diferentes momentos de El pentateuco de Isaac. Por ejemplo, apenas iniciado el primer capítulo, Isaac, el protagonista, dice: «Si me preguntas qué tal me va, te contestaré con el corazón en la mano: estupendamente bien, porque siempre podría estar peor. Y aunque no me lo preguntaras te diría lo mismo, porque ¿acaso has visto a un judío que calle lo que ya ha decidido contar?» (Wagenstein 2015, 17).
Por su parte, Bloch apunta que el paseo Elisabeth de Viena era «el mentidero [lugar de encuentro y charla] de todos los judíos polacos de la capital, a la que vienen a descansar de sus trabajos y a consumir alegremente el dinero que les pasan sus familias». Se trataba, de «talmudistas [estudiantes del Talmud] de mucha gracia y donaire, críticos mordaces, guasones y chistosos»; y cuenta Bloch que «los mismos vieneses suelen deslizarse entre estos corrillos en atisbo de algún chiste para lanzarlo luego a los cuatro vientos» (Bloch 1931, 86).
B) La celebración del sábado como importante momento comunicativo contaba con el llamado «periódico de los judíos»: la acción de pelar y comer pipas de calabaza. Comenta Isaac:
Si a todo esto añadimos las anécdotas que servían para levantar la moral de los judíos y que, por regla general, iban ornamentadas con fantásticos e inverosímiles detalles, fruto de la rica imaginación de los habitantes de Kolódets; por ejemplo, sobre el famoso banquero Rothschild, lord Disraeli o León Blum, de quien se suponía que era judío –o al revés, para frenar un poco el orgullo desmedido, [las anécdotas] de aquel antisemita, comparable al rey Nabucodonosor y a todos nuestros enemigos juntos, que estaba a punto de llegar al poder en Alemania (a pesar de ser un simple sargento austríaco o algo así) Adolf Schicklgruber–, comprenderás que para nada estoy exagerando al comparar el intercambio de ideas y opiniones, en la tarde del sabbat – mientras se pelaban pipas de calabaza–, con la biblioteca de Alejandría, con todos sus códices, rollos de pergamino y tablillas cuneiformes (Wagenstein 2015, 104-105)[2].
El intercambio de chistes y anécdotas no era solo una forma de llenar el largo espacio de inactividad física, obligada el sábado, sino también un momento de afianzar la cohesión grupal. Según Rodríguez Fernández (2002, 96), «la risa en grupo crea confianza, complicidad. Un grupo que ríe se siente más unido, menos receloso».
Por su parte, Bloch (1931, 136) se refiere a los judíos jasidim (del judaísmo jasídico, movimiento ortodoxo oriental, askenazi), que acostumbran a tomar algún refrigerio, en su oratorio, después de las oraciones de la mañana y de la tarde, y en los que «beben aguardiente, abundan los brindis y se hace gala del ingenio» (Bloch 1931, 161).
2.3. El humor judío según Moni Ovadia
Más cercano a nuestra época, mencionaremos al humorista Moni Ovadia, de origen sefardí, como Wagenstein, y también nacido en Plovid, Bulgaria (1946), aunque creció y se educó en Italia, donde ha desarrollado sus diversas actividades literarias y artísticas. Como recoge Vilella (2003, 51), «según Ovadia (pero no está solo, por supuesto), el pueblo judío se distinguiría por una propensión a la risa». Y reproduce esta cita: «Dios ríe[3], y lo judíos, habiéndose otorgado desconsideradamente el título de “pueblo elegido” por ese dios, no puede hacer otra cosa que reír». Sin embargo, Ovadia considera al humor judío «anti-idolátrica»: «El objetivo del humorismo hebreo es el desterrar la arrogancia de las certidumbres, introducir una dimensión imprevista que estimula a crear una nueva fuente de pensamiento consciente de su propia precariedad». No obstante, esto no excluye su función «salvífica», de resiliencia (Vilella 2003, 52).
3. Protagonistas y narradores del humor judío
Debemos diferenciar chistes tradicionales (normalmente anónimos, que se repiten y perduran en el tiempo normalmente de forma oral) y chistes originales (los de autoría conocida y reconocida, y que suelen transmitirse en textos escritos), aunque entre ambos extremos caben híbridos e intercambios. En cuanto a los protagonistas y narradores de los chistes o anécdotas, hay algunas similitudes e importantes diferencias entre Bloch y Wagenstein.
A) En la antología de Bloch, los protagonistas y narradores de anécdotas o chistes son muy numerosos. Abundan los identificados simplemente con el gentilicio judío, a veces acompañados de algún calificativo: un judío paleto, un judío devoto, etc. Otras veces, se identifican por sus profesiones (rabino, político, financiero, etc.) o por su procedencia (zonas como la Galitzia, o ciudades como Viena, Lemberg, Odesa, etc.).
Son de destacar tres graciosos o tontos de la cultura popular: Mendel, Hersh Ostropoler (el Till Eulenspiegel judío del siglo xviii, al que Bloch estudió en un libro) y el bufón Chojsek, «que sirvió de modelo a Ghetto» (Bloch 1931, 27). Sin embargo, el grupo más numeroso lo protagonizan personajes históricos con sus nombres y apellidos (incluido el mismo Bloch, diferente al diputado de su mismo apellido). Quizás los más abundantes sean los rabinos y predicadores, aunque no faltan el banquero Rothschild y su familia, o el filósofo Mose Mendelssohn (siglo xviii). En cuanto a humoristas, figuran Dick (Eisig Meier, 1808-1893), Gottlieb (Hersh Leib), Salomo Pomeranz y Moritz Saphir.
B) Por su parte, El pentateuco de Isaac, de Wagenstein, cuenta con una nómina de narradores y protagonistas mucho más reducida. Destaca un personaje folklórico: «el tonto Mendel»; aunque los narradores de chiste o agudezas habituales son los dos protagonistas: Isaac (la novela es una narración de su vida en primera persona) y su suegro el rabino Samuel Bendavid.
En cuanto a Isaac, él mismo se clasifica como humorista o gracioso, y lo es en el doble sentido: no solo como narrador, pues es quien va engarzando los chistes entre los acontecimientos de su ajetreada vida, además de sus puntadas o comentarios: sino también como protagonista de múltiples vivencias absurdas e hilarantes. Debe recordarse que Isaac significa «el que hará reír» según la Biblia[4], aunque no se excluyan tristezas y momentos melancólicos, a veces suavizados por el humor.
Isaac comenta su vocación de chistoso así: «Recordarás que, desde joven, me encantaba hacerme el gracioso y que a Sara [mi esposa] no lo desagradaba: sonreía, callada y amorosa, cuando me veía hacer payasadas, y giraba ligeramente un dedo sobre su sien» (Wagenstein 2015, 163-164).
El otro protagonista, su cuñado el rabino Samuel Bendavid, también actúa como narrador y protagonista, y vivirá una situación paradójica (y cómica): de ser rabino de Kolódets pasará a ser ateo y líder sindicalista (Wagenstein 2015, 23). Por su edad y experiencia, carece de la ingenuidad que le sobra a Isaac, y servirá de contrapunto a su ingenuo yerno (aunque éste evolucionará a lo largo de la novela).
Bendavid era protagonista durante las largas veladas del sábaso: «Era increíble nuestro rabino Bendavid: guardaba en las gavetas de su memoria una historia para cada caso. Llamábamos a estas anécdotas, que eran una especie de parábolas sabias, hojmas» (Wagenstein 2015, 42).
La enfermera afroamericana de un hospital para liberados de los campos de concentración se refiere así a Bendavid: «¡Qué hombre, Dios mío! ¡Antes de irse, logró contarme mil y un chistes judíos!». Y es que, según su yerno Isaac, Bendavid pertenece a «la especie de graciosos judíos, seleccionada en [el pueblo de] Kolódets, que, en los momentos más trágicos de su vida, suelen espetar alguna anécdota alegre de [la región de] Berdichev» (Wagenstein 2015, 248-249). Se trata de uno de esos personajes que, normalmente, destaca como ingenioso en cada pueblo[5].
Sin embargo, Bendavid, como el mismo Isaac, no es un personaje encastillado en un constante humorismo, también pasará por sus momentos de tristeza, como se observa en cierta ocasión: «No había rastro de su buen talante ni de la disposición a participar en toda conversación que –junto con la costumbre de dar consejos, que ya te he comentado– son rasgos típicamente judíos» (Wagenstein 2015, 166).
4. Humor judío: terapia y supervivencia
Aunque ya nos hemos referido al valor terapéutico del humor en ambos autores, recodemos que, mientras Bloch lo hace normalmente en forma teórica, Wagenstein lo pone en práctica a lo largo de la narración de la vida de Isaac y Bendavid en muy variadas circunstancias personales e históricas. En realidad, toda la novela es un constante ejercicio de sobreponerse a las situaciones adversas con un humor que se manifiesta, hasta llegar al final, donde Isaac renuncia al suicidio. Isaac, que se había planteado tal posibilidad con una sobredosis del somnífero Dormidon, se disculpa mentalmente con Stefan Zweig, el célebre escritor austriaco, que se suicidó en Brasil (Wagenstein 2015, 318):
Abro los ojos: en la mesilla de noche están intactos los tres frascos de Dormidon. Perdóname, Stefan Zweig, viejo astuto, que les enseñabas a los demás cómo vivir, ¡mientras tú mismo te escapaste [suicidándote]! Si la vida nos ha sido dada, la hemos de vivir; no faltaba más.
A pesar de los infortunios, la psique judía se agarra al humor como tabla de salvación y hace, de tripas, corazón. Así, cuando se le preguntan al tonto Hersh cómo le va, responde: «¿Cómo quieres que me vaya? A un judío le va siempre bien. Si le persiguen, está bien; si pasa hambre, está bien; si enferma, está bien; por consiguiente, tiene que estar siempre muy contento» (Bloch 1931, 174-175).
El mismo victimismo judío se desdramatiza en ese personaje bíblico (tartamudo) al que, según se cuenta, un ave del desierto que volaba sobre él «hizo, por decirlo así, sus necesidades en su cabeza», y él se quejó, con amargura, de que esas mismas aves, sin embargo, a los árabes les delectaban con sus cantos (Wagenstein 2015, 40).
William Davis (director que fue de la revista humorística británica Punch) observa que «la gente que sufre o que ha sufrido suele tener un mayor talento para reírse de sí misma y de lo que le rodea. El humor es como un antídoto». Y pone como ejemplo el humor judío, que «es precisamente famoso por su benévola comprensión de lo que el hombre tiene de absurdo» (Luján 1975, 17).
Afirma Isaac que «hacerse el tonto para sobrevivir es un ancestral arte judío comparable únicamente a la arquitectura helénica y, más concretamente, al Partenón» (Wagenstein 2015, 83).
5. Universalidad del humor judío
En principio, deben diferenciarse chistes judíos –propios del pueblo judío, diferente a otros pueblos–, y chistes con judíos, en que judíos, para bien o para mal, intervienen como personajes y que suelen ser de más fácil comprensión.
Según William Davis, algunas formas de humor solo «se entienden en un ámbito local, por depender de un conocimiento cercano de figuras públicas, de características nacionales o de un determinado modo de vida» (Luján 1975, 9). Y es que parte del humor viene determinada, obviamente, por su contexto cultural único. Los chistes se producen en un contexto y, lógicamente, las sociedades difieren, aunque coincidan en algunos aspectos; por ello, algunos chistes resultarán, para muchos, carentes de sentido y, por tanto, de gracia. Además, y especialmente para los hispanohablantes, se trata de chistes que necesariamente llegan en una traducción, lo que puede ser un primer problema, y no menor.
Generalmente, resulta más fácil, para el lector español, captar el humor de la novela de Wagenstein, mientras que ante los chistes y anécdotas de Bloch (según nuestra experiencia), con mucha frecuencia, uno no sabe cómo reaccionar. Por ello, hemos procurado seleccionar, en ambos autores, los chistes más accesibles a nuestra mentalidad. Además, en muchos casos, relacionaremos chistes o anécdotas de ambos autores, lo que servirá para comprenderlos mejor y ampliar el conocimiento del contexto cultural judío y de su humor.
6. Humor judío sobre religión y trascendencia
El manual Deusto (1993, 56) nos recuerda que, «según Spencer [en 1877], la risa permite liberar al organismo de un exceso de energía que ha ido acumulando a lo largo de los momentos de tensión. Y Freud, en 1905, ya había desarrollado la idea según la cual la risa sería el resultado de una liberación». Por ello, dentro de la teoría psicoanalítica, se considera «el humor, principal razón de la risa, como un medio de defensa contra las situaciones que provocan tensiones o angustias» (Deusto 1993, 57).
Entre los mecanismos de defensa también podría incluirse la religión misma y sus prácticas, que, en palabras del historiador tesalonicense M. Molho, producía, entre los sefardíes, «serenidad del alma, tranquilidad del corazón, plena confianza en Dios y feliz resignación con su destino» (Molho 1950, 155). Sin embargo, también la religión puede ser fuente de tensiones, frente a lo cual el humor actuaría como táctica de desdramatización. El humor negro, que «no concierne únicamente a la muerte y puede tratar otros temas más o menos angustiosos, como las enfermedades, la pobreza, la guerra, las catástrofes, los accidentes, etc.» (Deusto 1993, 59). «¿Qué es el mundo que parece tan amenazador? No es más que un juego de niños, algo que solo hace reír», según Freud (Deusto 1993, 57).
Por otra parte, también el manual Deusto (1993, 95) apunta que hay quienes «estiman que algunos temas son demasiado serios o demasiado importantes para reírse de ellos, asuntos tabúes por decirlo así, como la religión, la patria, la maternidad… o cualquier otro tema según los principios de cada cual». En el otro extremo, hay quienes opinan que no debe haber límites. Sin embargo, en palabras de Irene Vallejo (2021, 10), «todos tenemos parcelas donde nos reservamos el derecho de admisión de la risa y la irreverencia».
Posiblemente, el campo religioso puede representar lo más exclusivo de la cultura del pueblo «escogido por Dios», por lo que el humorismo religioso judío sería también un campo que merecería especial atención. En este apartado, veremos el humor sobre el destino del judío y su vida, abundante en infortunios; su religiosidad, incluyendo los pecados; el abandono de sus prácticas o el cambio de religión (los conversos), además de su particular visión del cristianismo y sus dos figuras más destacadas.
6.1. Fatalidad de la vida del judío
La vida del judío, marcada especialmente por el infortunio, requeriría acudir a uno de los mecanismos de defensa contra situaciones que producen angustia o temor; es decir, «aceptar con sumisión la triste realidad; es la fatalidad: “No se puede hacer otra cosa”» (Deusto 1993, 59).
«La vida del judío» (Bloch 1931, 289-290), cuyo narrador se identifica como «un gracioso», comienza con este ominoso preludio: «Desde que sale del vientre de su madre hasta que exhala el último suspiro, el judío ve su vida continuamente llena de angustias, pesares y zozobras». Sin embargo, ya antes de nacer, comienzan sus penas: «Ya en enclaustro materno siente miedo de venir al mundo, puesto que se dice en las Escrituras: “Mejor sería para el hombre no nacer”». Luego viene la preocupación por la circuncisión, el dolor que supondrá. Seguirá su educación cuando ya sabe hablar[6]: «Le arrastran a la escuela, donde no lo pasa muy bien que digamos; siempre con el temor al castigo del maestro, que con una vara le mide con frecuencia sus tiernas costillas». Y la cosa sigue: «No tardan sus padres en proponerle partido sin consultarle antes», y «llegan parientes de la novia para “calarle”, cosa muy corriente en Polonia, y que los demás pueblos no pueden ni imaginarse». «Una vez que ha pasado felizmente este “examen” y se ha casado, se acerca el alistamiento y se pasa los años pensando en si le declararán útil y lo llevarán al servicio». Continúa: «Pero, en fin, ya ha cumplido el servicio militar y empieza (si es que no ha sufrido una muerte heroica en alguna guerra mundial) a cultivar los negocios, que tampoco le dejan un momento de sosiego ni una noche tranquila, porque le desvelan los gendarmes y los tribunales». Y nos acercamos al final sin que falte la ironía: «Menos mal que Dios no abandona nunca a su pueblo. Por fin se hace muy viejo el judío y empieza a temblar ante la muerte; postrado en el lecho, teme el terrible infierno, pues él solo tiene que purgar sus pecados, responder de toda su vida». ¿Y será finalmente feliz? «Y así termina esta [vida] dentro de las mayores angustias, porque no empieza a ser dichoso hasta que cierra los ojos para siempre».
El mismo Talmud se refiere a la ambigüedad de ambos extremos vitales y los sentimientos provocan: «Cuando nace un niño todo es alegría; cuando alguien muere, todo es llanto. Pero igual sentido tiene, si no más, alegrarse por el final de la vida que por su comienzo. Porque nadie puede saber lo que le espera al recién nacido; pero, cuando un hombre muere, ha concluido su carrera con éxito» (en Klein 1991, 272).
Ramón de Campoamor (s. f., 201-202), en una «dolora» titulada «Lo que hacen pensar las cunas», muestra al narrador, que ha estado rezando en el cementerio, y, al salir, observa cómo la mujer del guardián besa y muestra su cariño a su hijita: «En medio de mi tristeza,/ casi es más triste –pensaba–/ mirar la vida que empieza/ que ver la vida que acaba./ Por eso, al atravesar/ esta vida de dolor,/ si los sepulcros, pesar,/ las cunas me dan horror».
6.2. Inconformismo y sentido crítico del judío
A) Frente a tales experiencias y previsiones, surge el inconformismo humorístico ya en la cita que precede al inicio de El Pentateuco de Isaac: «Si Dios tuviera ventanas, hace tiempo que le hubieran roto los cristales» (Wagenstein 2015, 11).
Ignoramos si se trata de una creación popular (un refrán o proverbio) o es original de Wagenstein. De todas formas, lógicamente, tal sentencia conecta con un contexto rural, de pequeños pueblos, donde romper los cristales de una casa era manifestación del rencor. Así, frente a las amarguras de la vida del askenazi, no brotaba la blasfemia en ruso (nunca se hacía en yidis según Wagenstein), sino la ingenua venganza contra unas ventanas inexistentes.
Sin embargo, no se trata de la única mención de este dicho en la novela. Así, el rabino Bendavid la citará ante un grupo de soldados judíos del ejército austrohúngaro, en un sermón contra el absurdo de la guerra y del dolor por las víctimas de ambos lados (quizás de la misma raza y religión) que deja tras de sí: «No sé, hermanos; no sé daros la respuesta. En todo caso, creo que, si Dios tuviera ventanas, hace tiempo que le habrían roto los cristales» (Wagenstein 2015, 64).
Como apunta el manual Deusto (1993, 61), «en situaciones difíciles e insoportables», surge ese humor negro, como en la guerra y sus horrores: «Es posible preguntarse qué puede provocar la risa ente un fenómeno tan monstruoso. Pues, precisamente su absurdidad. ¿No es, en efecto, ridículo que unos jóvenes se maten entre sí bajo pretexto de un ideal?». Sin embargo, entre la risa y la tristeza hay una muy delgada línea. Isaac, que es uno de los oyentes del sermón, cierra así el episodio: «Me pareció, palabra, que [a Bendavid] los ojos se le llenaron de lágrimas» (Wagenstein 2015, 64).
Más tarde, refiriéndose a la locura colectiva que supuso la época estalinista, Isaac se dirige a Dios: «¿Acaso a la hormiga le es dado penetrar en el sentido profundo y conocer las finalidades de los experimentos del Señor? Aunque, para serte franco, en caso de que a Él todo aquello le divirtiera, ¡yo mismo le hubiera roto las ventanas!» (Wagenstein 2015, 153).
Después de haber pasado por un campo de trabajo en la Alemania nazi, Isaac acaba siendo juzgado por un tribunal soviético que, por una serie de circunstancias y coincidencias, le acusará de traición a la patria, y –colmo de las incongruencias– de «ser judío y criminal de guerra nazi» y haber firmado la condena de muerte de tres reclusos (las iniciales de la firma coincide casualmente con las de Isaac). Diez años en un campo de reeducación en un gulag: «Y Tú, oh, Dios Jehová, señor de los destinos judíos, que extiendes el brazo protector sobre tu tribu elegida, ¿no podrías indicarme dónde están tus ventanas?» (Wagenstein 2015, 287).
Sin embargo, antes de su traslado al campo de reeducación soviético (un gulag, en el paralelo 70, el último antes del Polo Norte), Isaac parece reconciliarse con la divinidad: «Cuando quedó claro que un ex enfermo de tifus [como era yo] no iba a ser útil en las minas, Jehová volvió a extender –¡una vez más!– su brazo protector sobre mi cabeza, de modo que pido perdón por las amenazas de romperle las ventanas que proferí en momentos de rencor». Allí, Isaac será «incluido en el grupo de los intérpretes que servían de mediadores entre las autoridades y los oficiales alemanes de bajo rango que se dedicaban a la tala de árboles [inexistentes en el paralelo 70]». (Wagenstein 2015, 298).
Como colofón de la trayectoria vital de Isaac, así como del destino del pueblo hebreo, podrían servir esta reflexión:
Solo al pensar en qué es lo que nos ha pasado a los judíos a lo largo de los tiempos, y al añadir mi humilde contribución –tasas incluidas–, me da por exclamar al igual que aquel aedo que deambulaba por nuestra tierra bajo el nombre conmovedor de Shalom Aleijem[7] (que significa «Que la paz sea contigo»): «¡Gracias, Dios mío, por el honor tan alto [de habernos elegido como tu pueblo]!, ¿pero no pudiste escoger a algún otro pueblo?»[8] (Wagenstein 2015, 19).
En cuanto al tema de los cristales rotos, Bloch, en un chiste jurídico, nos presenta al judío Jankel Lazarowitch Schudonowitzki, que interviene como testigo de que Esteban ha roto los cristales de una ventana de Iván (nombres típicos cristianos): «Di la verdad, judío –dice el juez cuando empieza a tomar declaraciones al testigo–. ¿Viste que Esteban tiró la piedra a la ventana de Iván?». Responde que no solo lo vio, sino que estuvo a punto de perder la vida: «Estábamos Iván y yo hablando, parados delante de su casa, cuando llegó Esteban, cogió del suelo una gran piedra y, gritando “¡Al judío, al judío!”, me la tiró. Yo esquivé el cuerpo y la piedra fue a parar a la ventana haciendo añicos los cristales». «¡Ah, vamos! –dice el juez al que se le aparece rápida y clara la sentencia–. Entonces, ya no es Esteban culpable, porque no tuvo la intención de romper la ventana de Iván; pero es el caso que, como la ventana ha sufrido desperfectos, exige la ley que haya un responsable del daño» (Bloch 1931, 277-278). Y ese responsable será Jankel, el judío[9].
De todas formas, la intención de Esteban era apedrear al judío, como él mismo gritó, y como vemos en otras anécdotas de Bloch. Así, cuando el filósofo judío Mendelssohn pasea con su mujer e hijos, «un grupo de mozalbetes los insulta, arrojándoles piedras». Uno de los hijos pregunta al filósofo por qué siempre les persiguen por las calles y gritan: «A ese judío, a ese judío»; si ser judío es algo vergonzoso o «un delito». El padre calla y, según el relato, «desde aquel día se propuso Mendelssohn merecer aún más la consideración de su pueblo» (Bloch 1931, 324).
Otra anécdota, muy diferente. Resulta que los sacerdotes ortodoxos «gastan barba y sus vestidos se asemejan también a los de los hebreos». Este es un obispo ortodoxo a quien unos niños confunden con un judío y le apedrean. El obispo busca refugio en casa de un judío y le comenta lo sucedido: «Ya lo sabemos –le dijo el judío–. Hace dos mil años que nos ocurre a nosotros lo mismo» (Bloch 1931, 121-122).
Y un caso diferente. Con motivo de la intifada palestina, se publicó un reportaje sobre una familia árabe-americana (en el Chicago Tribune), en el que uno de sus miembros afirmaba: «Quiero ir a tirar piedras a los israelíes». Y sucedió que, un años después del 11-M (ataque de las torres Gemelas), llaman a la puerta del domicilio de aquella familia. Son dos agentes del FBI, con el ejemplar del Chicago Tribune bajo el brazo: «Queremos interrogar a su hijo». «Bueno. Es tarde, pero se lo traigo» dice la madre. Y al poco se presentaba, ante los agentes, un niño de ocho años, “confuso, recién salido de la cama». Es verídico (Carlin 2004, 12).
B) Al inconformismo podría añadirse cierto sentido crítico, que habría que enmarcar en lo que considera Isaac característico de la psique judía, que no pierde ocasión de dar consejos. «El judío se desvía para mirar un rato un rebaño de vacas y aconsejarle algo al pastor, aunque en su vida haya ordeñado una sola vaca. Le gusta, se muere por dar consejos». Esto le viene en los genes, y justificaría, según «los antiguos talmudistas del sanedrín de Babilonia», por qué Dios creó al hombre en último lugar: «Ya que Adán y Eva eran judíos, si hubieran sido creados desde el principio, habrían vuelto loco al Creador con sus consejos» (Wagenstein 2015, 106).
Según apunta Bloch, «el humorismo judío atraía a Goethe», lo que aparece en las anotaciones de sus diarios de Karlsbad, en los que, por ejemplo, apuntó: «Quería un judío que Dios hubiera puesto al hombre las pantorrillas delante para evitar los golpes tan dolorosos que suele recibir en las espinillas» (Bloch 1931, 331).
A este cuestionamiento de la misma creación, se suma el padre de Isaac, sastre experto en dar vuelta a los trajes para que la parte interior, mejor conservada, apareciera como exterior. Un día le toca arreglar al uniforme de un dragón del ejército austro-húngaro. «El cliente quedó muy contento, al verse en el espejo». Sin embargo, apuntó: «Lo único que no entiendo es por qué necesitaste todo un mes para hacer un uniforme normal y corriente, si vuestro Dios judío hizo el mundo en tan solo seis días». Y contesta el sastre: «Pues mire usted, señor oficial, la chapuza que le salió; y, sin embargo, ¡fíjese en este precioso uniforme!» (Wagenstein 2015, 29-30).
Manuel Vicent (2021, 31) encuentra la misma anécdota en Final de partida, de Samuel Beckett (Nobel de 1969): «Cliente: Dios es capaz de hacer el mundo en seis días, y usted no es capaz de hacer unos pantalones en seis meses. Sastre: Pero, señor, mire el mundo, y mire su pantalón».
6.3. Algunos pecados en la religión judía
Aunque existen mandamientos y pecados comunes a judíos y cristianos, también los hay exclusivos del judaísmo. Nos referiremos al robo, a las prohibiciones sabáticas (el descanso, no tocar dinero ni fumar), a no comer carne de cerdo y cubrirse la cabeza en la sinagoga.
A) De los diez mandamientos, tenemos un ejemplo sobre el séptimo: «No robarás». A la caída del imperio austro-húngaro, las mantas del ejército están desapareciendo, e Isaac, indignado ante la indiferencia del rabino por el espolio, lo increpa: «¡Lo dices con tanta calma, tú, el rabino! ¡Robar es faltar a uno de los diez mandamientos!». Y el rabino nos sorprende: «Nada, [aún] quedan los otros nueve» (Wagenstein 2015, 79).
B) Sabatizar, según recoge el diccionario de María Moliner, es «guardar el descanso del sábado». Sorprendente resulta la teoría de Isaac sobre la festividad del sábado, considerado más una invención judía que divina:
No es que me esté jactando, pero el día festivo es un gran invento de los judíos de antaño. A nadie más se le había ocurrido que podía haber un día a la semana sin trabajo. Con tal ahínco defendieron su invento mis lejanos ancestros que obligaron a Dios a que abreviara su trabajo a seis días y descansara el séptimo, como buen judío que es (Wagenstein 2015, 34).
En cuanto a la suspensión de toda actividad laboral, le contaron al rabino Salomón Bonhard (vicario del rabinato de Pressburg) que, «en Viena, muchos judíos profanaban el sábado dejando abiertas las tiendas. “Parece mentira que haya tanto idiota –dijo candorosamente–. Si les está prohibido vender en sábado, ¿para qué tienen abierto?”» (Bloch 1931, 152).
La prohibición de actividad (problema que ya le presentaron a Cristo) daba lugar a una multitud de prohibiciones y excepciones. «Un aspirante al rabinato fue a ver al rabí Salomón Klüguer, famoso predicador de Brody, para que le examinara». Y el rabino le pregunta: «¿Qué harías si un vecino se cortara un dedo en sábado y vieras que le salía mucha sangre?». «Un momento. No sé, voy a consultar el libro del ritual». «No te molestes porque, cuando lo encuentres, ya se ha desangrado» (Bloch 1931, 53).
C) Entre otras prohibiciones que pueden resultar un tanto curiosas se encuentra la de no tocar el dinero. En palabras de Isaac, «en sabbat es un pecado imperdonable tocar dinero (por ser éste maldito y sucio, un signo auténtico del diablo, aunque el resto del tiempo [de la semana], los judíos no comparten una opinión tan extrema)» (Wagenstein 2015, 34).
Tal precepto, lógicamente, podía poner en un aprieto a más de uno. El novelista hebreo Abraham Mappu (de Kovno) era muy amigo de un sacerdote católico, y con él mantenía largas conversaciones sobre temas diversos. Un día, hablando sobre esta prohibición de no tocar el dinero, el sacerdote «opinó que lo profanaría también un judío que adquiriera dinero con facilidad y sin esfuerzo», e hicieron una apuesta. Al sábado siguiente, cuando vieron a unos niños jugando en la calle, «el sacerdote sacó de su bolsillo un puñado de monedas de oro y plata, y se las tiró a los chicos, que miraron ávidamente, pero sin que ninguno de ellos se atreviera a cogerlas» (Bloch 1931, 239).
Pero no tocar dinero, así como el de la inactividad sabática, también puede motivar algún milagro. Veremos dos, inspirados en el paso de Moisés por el mar Rojo. Estos son dos judíos, de pueblos vecinos, que discuten sobre cuál de sus rabinos tiene mejores relaciones con Dios. Habla el primero:
–El pasado sabbat nuestro rabí se encaminó hacia la sinagoga, pero de repente se puso a llover a cántaros. No es que nuestro rabí no tuviera paraguas, pero, ya que el sábado no se puede hacer nada, ¿cómo lo iba a abrir? Miró hacia el cielo; Jehová lo entendió enseguida y se hizo el milagro: por un lado, lluvia; por el otro, lluvia, y en el medio, ¡un pasillo seco hasta el propio templo! A ver, ¿qué me dices sobre esto!
–Pues escucha lo que te voy a contar. El sabbat pasado, nuestro rabí regresaba a casa después de rezar. En el camino se encontró un billete de cien dólares. ¿Cómo cogerlo si es un pecado tocar dinero? Miró al cielo; Jehová se dio cuenta y se hizo el milagro: por un lado, sabbat, por el otro lado sabbat, y en medio, no me lo vas a creer, ¡era jueves! (Wagenstein 2015, 35).
D) Tampoco se podía fumar en sábado. «El escritor hebreo Rubin Ascher Braudes (1851-1902) se distinguió ya en su juventud por su impiedad e infracción de los preceptos religiosos». Por ejemplo, solía fumar los sábados, acompañado de otros alumnos de la Escuela Talmjdica de Wolozy. Un sábado, el administrador del rabinato ve salir humo de la ventana de una casa y, al investigar el asunto, descubre a tres alumnos fumando. Llevados ante el juez, el primero se defiende diciendo: «Me olvidé de que era sábado». El segundo: «No me acordé de que no se puede fumar en sábado». Y llegan al tercero: «Y a ti, Rubin Ascher, ¿qué se te olvidó?». «Lo único que olvidé fue poner colgaduras en los balcones» (Bloch 1931, 236-237). Ignoramos si se trata de un problema de sinónimos al traducir, por «echar las cortinas de la ventana» (aunque, más lógico, hubiera sido «cerrar la ventana»). También podría tratarse de una ironía: «Se me olvidó poner, en el balcón, algo para llamar la atención y que nos pillaran fumando a los tres».
E) No comer carne de cerdo es otro de los preceptos para judíos y musulmanes. Este es Isaac, que come tocino que le regalan en el campo de concentración, y trata de disculparse: «De todos modos, ¿no cayó acaso en la misma tentación el rabino Ben Zwi al ver, en una carnicería cristiana, un jamón de Praga rosado y fresco?»:
–¿A cuánto es este pescado? –le preguntó al carnicero.
–No es pescado, sino jamón de Praga.
–No te pregunto cómo se llama el pescado, sino a cuánto sale… (Wagenstein 2015, 231).
Menos justificado está el pecado de otro judío que «no le hacía muchos ascos a la carne de cerdo». Se presenta el rabino en su casa para reprenderle por su «vida disipada» y que, encima, coma carne de cerdo. El judío se defiende:
El sábado pasado estaba yo sentado a la mesa cuando llegó el párroco, que venía a consultarme sobre algo muy urgente y, al ver la torta que yo tenía preparada en la mesa, se le hizo la boca agua y quiso probarla. Luego, pensé yo, si un cristiano puede comer torta judía, ¿por qué no he de comer yo cerdo cristiano? (Bloch 1931, 220).
Nos ha sorprendido esta narración que Bloch califica de «chispeante anécdota». En una ocasión, la «ingeniosa judía berlinesa» Henriette Hetz (1764-1803) bostezó durante una representación teatral a la que asistía con su esposo; y un conde alemán, que estaba sentado junto a ella, exclamó: «¿No me comerá usted?». A lo que ella replicó de inmediato: «No tenga usted miedo: los judíos no comemos carne de cerdo» (Bloch 1931, 223).
Al referirse al humor judío, Bloch afirma que a veces el judío «desliza en la conversación, con admirable naturalidad e indiferencia, alguna pullita tan fina y oportuna que “el enemigo”, lejos de enojarse, no puede por menos de sonreír y hasta de soltar la risa» (Bloch 1931, 23). Opinamos que, al respecto, el ejemplo de arriba necesitaría unas cuantas precisiones sobre el tono de voz, el contexto, la familiaridad de los protagonistas, la gravedad del insulto «cerdo», etc.
F) Cubrirse la cabeza (con sombrero o con el solideo kipá, por ejemplo) especialmente en el interior de la sinagoga (incluso obligatorio para no judíos que entren en una sinagoga) es otro precepto que también se relativiza con el humor:
Seguro que conoces la anécdota de cómo Aarón, de puro distraído, entró a la sinagoga sin su kipá. El rabino le regañó y exigió que abandonara enseguida la casa de Dios. Porque entrar en la sinagoga con la cabeza descubierta es como acostarte con la mujer de tu mejor amigo: ¡un gran pecado! «Anda ya, rabí. Eso también lo he hecho, y ¡anda que no hay diferencia!» (Wagenstein 2015, 50).
6.4. Rigor religioso y abandono de las prácticas religiosas
El historiador tesalonicense Michael Molho –contraponiendo la religiosidad sefardí (de los judíos procedentes de España y Portugal) y la askenazi (de los judíos de oriente y centro de Europa)– afirma que, «como en todas las juderías del mundo, la religión era soberana entre la población judía de Salónica»; sin embargo, ésta resultaba más sencilla y natural que la de los asquenazis:
No se encuentra, en las aglomeraciones de la población sefardita, la mojigatería, el extremismo ni las extrañas costumbres que se manifestaban en la vida religiosa de los askenazis de antaño. Retraídos en guetos voluntarios u obligados, hostigados y despreciados por el pueblo dominador, aislados intelectual, económica y socialmente a lo largo de varias generaciones, los askenazis se replegaron sobre sí mismos tomando, de las prácticas de una religiosidad exagerada, consuelo, fe y confianza en Dios y, sobre todo, resignación (Molho 1950, 155).
El mundo askenazi, precisamente, es el tratado por Wagenstein en El pentateuco de Isaac, así como por Chajim Bloch, y, en ese mundo de creencias y prácticas podían encontrarse conductas no siempre uniformes.
En cuanto a la indiferencia religiosa o el abandono de las prácticas judaicas, se daban quizás como en cualquier otra religión, sobre todo en las grandes ciudades. Según recoge Bloch, decía un rabino bromeando: «Hay cuatro clases de judíos. Primero, los que van todos los días a la sinagoga. Segundo, los que la frecuentan los sábados y fiestas. Tercero, los que solo la visitan el día de la Expiación; y cuarto, los que están enterrados en el cementerio judío» (Bloch 1931, 149-150).
Adolf Jellinek, famoso predicador, refiriéndose a los judíos indiferentes, comentaba: «Es verdad que no pagan sus contribuciones a la comuna, pero sí les gusta que los entierren en el cementerio judío; y, aunque durante toda su vida, no quieren que se les hable del judaísmo, nos regalan, en cambio, su cuerpo, cuando se mueren» (Bloch 1931, 140). Este es «un paleto alemán», que tiene que ocupar un compartimento del tren lleno de judíos: «¡Qué peste de judíos!... ¿Habrá algún sitio donde uno no se los encuentre siempre?». Y le responde un judío polaco: «En un cementerio cristiano» (Bloch 1931, 251).
Sin embargo, el abandono de las prácticas religiosas parece que era bastante habitual. Recordemos que, cuando comienzan las persecuciones nazis, gran cantidad de judíos estaban integrados en la sociedad laica o se habían alejado del judaísmo, lo que, sin embargo, no les libró de las leyes antisemitas. Además, quienes emigraban a América, por ejemplo, tenían que adaptarse, obviamente, al nuevo contexto laboral, donde los festivos, si acaso, eran los domingos. Esta es una madre con su hijo, que vive en América: «Como ves, no llevo barba porque allá en América no se estila». Tampoco respeta el sábado: «En América hay que trabajar también los sábados». En cuanto la comida prohibida: «Allí se come de todo». La pobre madre, desolada y confusa, finalmente, se atreve con una última pregunta: «Pero, oye, ¿siquiera seguirás tan circunciso como antes…?» (Bloch 1931, 111).
Los sefardíes de Tesalónica, por el contrario, vivían en su barrio, cuya vida y horarios laborales estaban determinados por las oraciones y el descanso sabático. Sin embargo, dos circunstancias rompieron tal normalidad: el incendio del barrio y la nueva legislación griega sobre el domingo como fiesta oficial. El incendio provocó la dispersión de los habitantes del gueto. Según Mazower (2009, 467), «el incendio de 1917 y la planificación urbana subsiguiente habían dejado a la comunidad judía fragmentada, empobrecida, marginalizada y resentida ante lo que percibía como un trato discriminatorio por parte del Estado griego».
El historiador Molho constata, en Salónica, las consecuencias de las dificultades para encajar las prácticas sabáticas («descanso absoluto para el cuerpo y para el alma») con el nuevo sistema económico, basado en el descanso dominical: «En el momento actual [a partir de los cuarenta del siglo xx, y antes del Holocausto] no subsiste ya más que en algunas costumbres externas simbólicas y de puro formalismo» (Molho 1950, 204).
6.5. El tema de los conversos
Constituye casi un género dentro del humor judío el de los conversos. Curiosamente, las conversiones que, en los relatos de Chajim Bloch, algunos hebreos parecen considerar con cierto pragmatismo y sin amargura difiere radicalmente de la visión trágica del romance sefardí, en viejo judezno, «Los siete fijos de Hanna». Llamados, estos, por el rey para prometerles la corona (previa conversión), los siete la van rechazando uno a uno: «“Yo non quiero su corona/ ni me asento en la tu sí[ll]a./ Yo no piedro mi Ley Santa/ ni entro en la falsía”. Ya travó la su espada, la cabeza le cortaría». Muertos los siete, la madre «al tejado subería/ se rojó de allí abaxo,/ y también se muerería» (Molho 1950, 271-272).
La Iglesia católica, según Guy Fau (1969, 144-145), durante la Edad Media, lejos de perseguir a los judíos, los protegió, aunque solo hasta cierto punto. «Clemente III prohíbe que se los bautice por la fuerza, que se los mate o que se les arrebate los bienes sin juicio regular». Parece que, para el comportamiento con el pueblo judío, la doctrina de San Agustín fue determinante en los países cristianos, doctrina que, en palabras del citado Fau, «parecía dictada» por tres principios. En primer lugar, «los judíos son “testigos” de la verdad evangélica; puesto que Dios quiso demostrar por ellos su verdad, hay que conservar este precioso testimonio y no destruirlo [aniquilándolos totalmente]». Asímismo, «Dios se reserva su conversión para el fin de los siglos». En segundo lugar, por tratarse del pueblo deicida, como castigo es legítimo, e incluso «piadoso», oprimirlos; además de no tener «derecho a la libertad ni a la propiedad». Por ello, estaban sometidos «a una “servidumbre” permanente en beneficio de los cristianos». Y, en tercer lugar, «los judíos no tienen siquiera derecho a un asilo, y cualquier señor puede arrojarlos de sus tierras», pues «Dios los ha condenado a errar, privándolos de su patria». Recordemos, sin embargo, que, según recoge Fau (1969, 269), antes de la expulsión de España (1492), fueron las de Inglaterra (1290), de Francia (1394), de Colonia (1424) y de Estrasburgo (1438).
En tales circunstancias, no serían de extrañar las conversiones, pues no sólo se trataba de las desventajas materiales y sociales, sino también de conservar la propia vida (no se olviden los terribles asaltos a los barrios judíos, con asesinatos incluidos). Sin embargo, según reflejan los testimonios recogidos por Bloch, en territorios cristianos, parece que las conversiones al catolicismo se hicieron habituales en los siglos más cercanos, hasta el punto de parecer un hecho rutinario y hasta fastidioso. Este es un judío que, apenas unos días antes, se había hecho protestante, y se presenta a un cura católico. Este ve que no hace ni una semana que había abandonado el judaísmo y le pregunta por qué no se convirtió al catolicismo directamente: «Pues es muy sencillo –le contesta “el protestante”, perplejo al principio, pero que no tarda en reaccionar–. Para que el día de mañana no puedan decir que, antes de ser católico, he sido judío» (Bloch 1931, 256).
No siempre, pues, eran bien vistos los conversos. Este es otro judío que antes se ha hecho protestante: «Cuando era judío, me insultaban de continuo: “¡Judío, cochino judío!”; cuando protestante, me llamaban “judío bautizado”, y vamos a ver si ahora [siendo católico] me toman por un cristiano de toda la vida» (Bloch 1931, 318)[10].
Por su parte, Jiménez Lozano, refiriéndose al tiempo anterior a la expulsión de los judíos (1492), resalta dos causas de base para las conversiones. Una de tipo filosófico: «El cuestionamiento que había significado, para la fe en Yahvé, el aristotelismo, y específicamente su izquierda: el averroísmo materialista, por ejemplo». La segunda causa sería de tipo social: «La corrosión que había ejercido sobre la idea misma de trascendencia y, desde luego, [sobre la] de esperanza mesiánica o de salvación histórica, la empinación social de muchos judíos y la prosperidad de bastantes aljamas». En otras palabras, en tales circunstancias, «la creencia no podía funcionar como protesta de un mundo intolerable, y la proyección utópica de un deseo de salvación» (Jiménez Lozano 1982, 56-57).
A) En las conversiones, más que el convencimiento, pesaba la adquisición de ciertas ventajas o privilegios, como el acceso a ciertos puestos o trabajos vedados a los judíos, incluidas ciertas indemnizaciones, por así decirlo.
Según Bloch, «antaño era costumbre en Polonia que las comunidades eclesiásticas católicas regalaran un ducado a cada judío converso». Y se cuenta que no solo algún pícaro judío iba de pueblo en pueblo haciéndose bautizar y recibiendo el correspondiente ducado, sino incluso algún cristiano que se hacía pasar por judío. Lógicamente, acabó por desaparecer esta costumbre (Bloch 1931, 202).
Tal impostura se ve también en aquel judío que se bautiza antes de la Pascua, y al que otro le recrimina no «haber esperado a que pasaran las fiestas para cometer semejante ordinariez». Y dicho converso, al que el padrino le ha regalado un billete de diez florines, «exclama riendo: “¿Y de dónde hubiera sacado, entonces, el dinero para el pan ázimo?”» (Bloch 1931, 318). El pan ácimo (o matza/matzok) era obligado consumirlo en la pascua judía.
Algo parecido sucedía en España. Así, «cínicamente confesaba cierto docto judío a Pedro de la Caballería, cuando este le preguntó por qué se había convertido siendo un tan gran doctor de la Ley [judía]»:
¡Imbécil! ¿Con la Tora judía podías haber llegado a ser más que un rabino? Ahora bien, gracias al «colgado» (de la cruz) [ de la conversión], se me rinden toda clase de honores, mando en la ciudad de Zaragoza y la hago temblar. Y, cuando tengo ganas, ¿quién me impide ayunar en Kippur y observar nuestras fiestas? Cuando yo era judío, no me atreví a saltar las barreras del sabbat, y ahora hago todo lo que me place. (Jiménez Lozano 1992, 58).
Las conversiones forzadas o por ventajas podían derivar en criptojudaísmo. Este es un moribundo converso que se confiesa al sacerdote: «Tengo que reconocer la verdad: no he sido cristiano más que en apariencia; pero en el fondo de mi corazón y en mi vida práctica he seguido siendo tan judío como antes y tan aferrado a las creencias de mis antepasados». El sacerdote le reconforta: «Consuélate, hombre; yo también he permanecido fiel a esas creencias». Y, tras recitar la absolución judía, piensa para sus adentros: «Bah, no es la primera vez que confieso a un judío» (Bloch 1931, 211).
La conversión tenía ventajas sociales importantes. Le preguntan al judío ruso Daniel Chwolsohn, orientalista famoso, por qué se había bautizado, a pesar de ser administrador del rabinato, y responde con cierto cinismo: «Por puro convencimiento. He llegado a persuadirme por completo de que es mejor ser profesor cristiano de la Universidad Imperial de San Petersburgo que ser un pobre maestro de escuela en Berdytschew» (Bloch 1931, 158-159).
Pero no todos cedían ante las ventajas. «Ocurrió antes de la guerra [1914] que a un célebre sabio de Viena le ofrecieron una cátedra en la Universidad». La conversión era requisito, pero el sabio, en principio, no lo rechazó. Sin embargo, el día de la entrevista con el ministro, llegó con su criado (católico) «vestido de etiqueta y se lo presentó al ministro: “Excelencia, tengo el honor de presentaros a un católico merecedor, por todos conceptos, de que le deis esa cátedra”» (Bloch 1931, 57-58).
B) Muchas conversiones se hacían con la mayor naturalidad, y sin tomar muy en serio las obligaciones o prácticas consecuentes. Este es un converso al que descubre el cura comiendo pollo un Viernes Santo. El judío afirma que no se trata de pollo, sino de pescado, y lo explica con toda la tranquilidad del mundo: «Con unas cuantas gotas de agua me habéis hecho, de judío, católico; pues lo mismo he hecho yo con el pollo, porque si de mí pudisteis hacer, siendo judío, un católico, bien puedo hacer yo de un pollo un pescado» (Bloch 1931, 302-303).
Frente a lo cruento de la circuncisión, el bautismo cristiano podría parecer trivial a un judío, incluso considerando el exiguo gasto de agua. Este es un judío bautizado, que llega como mendigo a un pueblo de Polonia, donde otro judío lo reconoce. Llevado ante el rabino, el bautizado se disculpa y confiesa ser tan buen judío como antes: «¿Qué valor pueden tener un par de gotas de agua, cuando a nuestros antepasados les dieron la Tierra Prometida, y eso que, al pasar el mar Rojo, se pusieron como una sopa?» (Bloch 1931, 113-114).
C) Las conversiones podían dar lugar a un clima de contrarréplicas y curiosas situaciones. Un judío que va a ser ejecutado pide ser bautizado. El rabino abandona el patíbulo y llega un sacerdote, que, compasivo, le pregunta: «Dime, hijo mío, ¿cuál ha sido tu último [decisivo] pensamiento inspirado que te mueve a pedir el bautismo?». La respuesta: «Padre, mi último pensamiento es que, ya que van a ahorcarme, por lo menos que ahorquen a un cristiano [y no a un judío]» (Bloch 1931, 248).
Declaraba el humorista Saphir: «Me gustan extraordinariamente todas las óperas de Meyerbeer [compositor judío]; pero más que ninguna Los hugonotes, en la que se matan los cristianos, mientras el judío toca su música» (Bloch 1931, 171).
También se podían tirar los conversos, unos a otros, entre ambos bandos. En un debate de la Cámara de Diputados austriaca, un político antisemita se refirió a los diputados Heine y Borne (conversos): «Esos dos cristianos se los devolvemos, con mucho gusto, a los judíos». A lo que el diputado Josef S. Bloch (1850-1923) accede: «¡Hecho! Recogemos a Heine y a Borne, pero a condición de que nos habéis de devolver vosotros a Jesucristo con sus doce Apóstoles» (Bloch 1931, 45-46).
También el tema de la conversión podía motivar el intercambio recíproco de pullas. Así, en un banquete colocan a un párroco al lado del filósofo Mendelssohn, al que le traen la comida de un restaurante judío (comida kosher). «¿Cuándo será el día en que dejes estas extravagancias y comas con nosotros de todo?», le comenta el sacerdote. Y el filósofo contesta «sonriendo»: «El día de tu boda» (Bloch 1931, 325-326).
Un caso similar. El párroco de Delatany tenía muy buena relación con un judío, y todo su afán era demostrarle la superioridad del cristianismo sobre el judaísmo. Y resultó que, cuando el judío fue padre, invitó al sacerdote a la circuncisión de su hijo.
Echóse a reír el párroco y le dijo:
–Oye, Moschko[11], ¿crees tú firmemente que Dios lo sabe todo?
–Sí que lo creo, ilustrísima –contestó el judío–; lo creo firmemente.
–Pues bien, escucha entonces. Dios sabía perfectamente que tu hijo iba a nacer judío; pudo, pues, muy bien traerlo al mundo sin frenillo para evitarle, así, al niño los dolores y las molestias de la circuncisión.
–¿Me permitís que pregunte yo a mi vez? –dijo el judío.
–Lo que tú quieras, Moschko.
–Pues bien, ¿creéis vos también en la omnisciencia de Dios?
–Hombre, ¡qué pregunta! Claro que creo en ella firmemente.
–Entonces –dijo el judío–, si Dios, en su omnisciencia, sabía que vos ibais a nacer cristiano y que, con el tiempo, llegaríais a ser párroco, ¿por qué, si se os había de prohibir el matrimonio, no os privó Dios, al nacer, del instinto sexual?
–Eres muy listo, Moschko –le dijo el párroco, que no cesaba de reír.
(Bloch 1931, 167-168).
D) Las conversiones surgían incluso entre quienes tenían excelente situación económica. Así, a finales del siglo xix, la hija de un Rothschild se casó con un lord (cristiano). Un periódico publicó una caricatura con el título «Los tres testamentos», donde aparecían «el barón Rothschild, en venerable actitud, con la mano puesta sobre el Antiguo Testamento; a su hija, apoyada graciosamente la suya sobre el Nuevo Testamento [como conversa], y, en fin, el lord con las dos manos encima del testamento de Rothschild» (Bloch 1931, 151).
Otro matrimonio de conveniencia. Este es el «judío converso Goldenberg [jardín de oro, en español], gran banquero, quien casó a su hija con el heredero del empresario Silverstein [piedra de plata], converso también». Goldenberg comentaba feliz: «Siempre he soñado con un yerno como este: ¡un joven cristiano, rico y simpático, de buena familia judía!» (Wagenstein 2015, 32).
E) Con tanto trasiego y cambios religiosos, no sería de extrañar que se llegara a la total confusión e indiferencia religiosa. El humorista Moritz Saphir explicaba así su volubilidad religiosa y sus diferentes experiencias religiosas: «Dios me ha visto cuando yo era judío, pero yo, a él no. Cuando fui católico, yo le vi, pero Él a mí no. Y ahora, que soy protestante, no nos vemos ni el uno ni el otro» (Bloch 1931, 300).
6.6. Referencias a Cristo y María
Wagenstein, a través de Isaac, y en diversas ocasiones, con naturalidad y sin rencor, se refiere a Cristo como judío, así coma a María, su madre. Un chiste que él considera «un poco sacrílego» comienza así: «Bordejái no acababa de entender por qué su vecino polaco había enviado a su hijo a estudiar a un seminario». Le explica el polaco que después del seminario podrá ser cura, y luego cardenal e, incluso, papa. Pero el judío a todo responde con la pregunta «¿Y qué?». Fuera de sus casillas, el polaco exclama: «¿Pero no te das cuenta? ¡Puede llegar a papa! Qué más quieres: ¿que se haga Dios?». «¿Por qué no? –repuso Mordejái–. Un chico de los nuestros se hizo» (Wagenstein 2015, 100-101).
Bloch, por su parte, se refiere las indeseables consecuencias para los judíos por la injusta muerte de Cristo. Este es el caso del judío Abraham Huss, de Petrowa, condenado a muerte con cinco rumanos por robo y asesinato, aunque arguye, en vano, que se trata de una falsa acusación, motivada por la venganza. Al respecto, una delegación de las comunidades judías es recibida en audiencia por el ministro de Justicia de Budapest, «el cual se manifestó muy extrañado de que los judíos tomaran tan a pecho, esta vez, la sentencia de uno de su raza». «Excelencia –exclamó el presidente de la comisión–, diecinueve siglos ha [estaban en el siglo xix], crucificamos a uno de los nuestros, y bien nos ha pesado luego» (Bloch 1931, 235-236).
Sobre cuentas pendientes del cristianismo con los judíos trata «La historia del papa y el rabino principal de Roma». Es el caso que ha sido elegido un nuevo papa, y le comentan que, desde tiempo inmemorial, en la ceremonia de recepción de autoridades, siempre se le presenta el rabino de Roma con una comisión. Después del discurso protocolario, «uno de los ancianos alcanza un sobre de pergamino amarillo y se lo entrega al papa. Este lo revisa por fuera y lo devuelve al rabino con cierto desprecio. Los judíos hacen una reverencia y se van». Pues bien, días antes de la recepción, el nuevo papa quiere saber el contenido del sobre y se lo pregunta al rabino, que asegura ignorarlo. Entonces, el papa propone al rabino que le den, antes, el sobre a un cardenal para que lo abra y le adelante su contenido. En este momento del cuento, interviene el narrador y se dirige a sus lectores: «Abrieron el sobre antiquísimo… y ¿qué creéis que había dentro?». Pausa. «Pues eso: la cuenta pendiente de la Última Cena» (Wagenstein 2015, 42-43).
Referente a María, hay un relato que parece emparentado con los milagros marianos tan populares en la Edad Media (con Gonzalo de Berceo o con las cantigas de Alfonso X, por ejemplo). Este es el caso de un judío pobre al que sorprenden robando las joyas de la Virgen. Así se explica ante el juez:
Estaba en la más espantosa miseria, y como de nada me servía rezar en la sinagoga, un día me dije: «Voy a probar fortuna con la Madre de Dios, que es tan buena y caritativa; a ver si, contándole mis cuitas, remedia mi situación». Me postré, pues delante de la imagen. ¡Ah, si la hubierais visto llorar cuando le abrí mi corazón, tan compasiva, tan misericordiosa! Y entonces le oí que me decía en un tono dulcísimo: «No te apures, Berl; toma, de estas joyas que tengo, las que quieras y remédiate. Ellas te darán suerte y bendiciones». Y ¿cómo iba yo a resistirme a esta orden que me daba la Virgen? Así es que cogí las joyas y me marché (Bloch 1931, 148).
El juez, «que era un buen católico, y creía en los grandes milagros», un tanto desconcertado, plantea sus dudas a la Santa Sede. Allí, tras largas y concienzudas investigaciones, descubren que, hacía como seiscientos años, había sucedido un caso parecido. Y este será el veredicto del previsor juez: «Por esta vez, te absuelvo, y quédate con las alhajas. Pero no olvides que la Madre de Dios no puede hablar más que cada seiscientos años» (Bloch 1931, 149).
A modo de cierre
Alguien dijo que el hombre es el único animal que se ríe. Creemos que nuestro lector lo habrá hecho en más de una ocasión durante la lectura de este trabajo. En caso contrario, al menos, habrá tenido la oportunidad de acercarse a un campo y una cultura importante y no tan extraña a la nuestra. Y, según sabios y entendidos, tan verdad es que uno disfrute riendo como que la ampliación de conocimientos produce satisfacciones en modo alguno despreciables. Con un poco de suerte, hasta puede que alguno haya conseguido ambos.
BIBLIOGRAFÍA
Bloch, Chajim, El pueblo judío a través de la anécdota. Historias serias y jocosas de devotos, sabios, artistas, bufones, pícaros, fanfarrones, pordioseros, ricos, creyentes, librepensadores, neófitos y antisemitas. Traducción de Luis Blanco de Vicente. Madrid, Dédalo, 1931.
Campoamor, Ramón de, Doloras (segunda serie), Barcelona, López Editor, (s. f.).
Carlin, John. «Humor contra los prejuicios en EE. UU.». El País, 30 de octubre 2004, 12.
Deusto, El sentido del humor. Bilbao, Ediciones Deusto, Bilbao, 1993.
Fau, Guy. Judaísmo y antijudaísmo. Buenos Aires, Ediciones Zlotopioro, 1969.
Jiménez Lozano, José, Sobre judíos, moriscos y conversos. Valladolid, Ámbito, 1982.
Klein, Allen, ¿Y tú de qué te ríes? El sentido del humor como terapia. Aprenda a reírse de los problemas. Barcelona, Ediciones B, 1991.
Luján, Néstor, El humorismo, Barcelona, Salvat, 1975.
Mazower, Mark, La ciudad de los espíritus. Salónica desde Suleimán el Magnífico hasta la ocupación nazi. Barcelona, Crítica, 2009.
Molho, Michael Usos y costumbres de los sefardíes de Salónica, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1950.
Rodríguez Fernández, Miguel Á., «La risa patológica». En Á. Rodríguez Idígoras, coord.: El valor terapéutico del humor. Desclée de Brower, Bilbao, 2002, 93-103.
Vallejo, Irene, «El nombre de la risa», El País Semanal, nº 2.326 (2021): 10
Vicent, Manuel, «Una frase feliz basta para pasar a la historia». El País, 19 de junio de 2021, 31.
Vilella, Eduardo, «Moni Ovadia, el judío hilarante», Quimera, nº 232-233 (2003), 49-52.
Wagenstein, Ángel, El Pentateuco de Isaac. Sobre la vida de Isaac Blumenfeld durante dos guerras, en tres campos de concentración y en cinco patrias. Traducción del búlgaro de Liliana Tabákova. Barcelona, Libros del Asteroide, 2015.
https://de.wikipedia.org/wiki/Chajim_Bloch (Consulta 8 de junio 2021).
https://es.wikipedia.org/wiki/Isaac (consultada el 4 de junio 2021).
https://es.wikipedia.org/wiki/Judaísmo_jasídico (consultado 28 de junio de 2021).
https://it.wikipedia.org/wiki/Moni_Ovadia (consultado 4 de junio 2021).
Crédito de las ilustraciones
Del texto Aron-Hakodesh. Jewish Life and Lore, de Saul Raskin (Ed. Hebraica, N. Y. 1955), hemos tomado los materiales para las siguientes ilustraciones: Nº 1 («Contando chistes», título supuesto, p. 65); Nº 2 («Bema y Arca de la Alianza in Mikulow», p. 3); nº 3 («Oraciones del sabbat», p. 31); Nº 4 («Hersch Astropoler/Ostropoler», p. 62); Nº 5 («Grupo hasidi», título supuesto, p. 68); Nº 6 (Detalle de «Los sabios de Helm» (p. 58); Nº 7 (Detalle de «El profeta Elías y Eliseo», p. 86); Nº 8 («El casado más joven», p. 70); Nº 10 («Un nuevo alumno poco animado», p. 10); Nº 12 (Detalle de «Fiesta», título supuesto, p. 40); Nº 13 (Detalle de «El profeta Malaquías», p. 102); Nº 14 (Detalle de «Espíritus diabólicos», p. 84); Nº 15 («Bienvenida al espíritu del Sabbat», título supuesto, p. 81); Nº 16 (Carátula para el «Libro de los salmos», p. 107); Nº 17 (Carátula para «Oraciones sabáticas», p. 31); Nº 18 (Detalle de «El profeta Sofonías», p. 98); Nº 20 (Carátula de «El cantar de los cantares», p. 106).
Del libro Chagall, de Jean Cassou (Daimon, Barcelona, 1968), hemos tomado los materiales para las siguientes ilustraciones: Nº 9 («Nacimiento», 1910, p. 19); Nº 11 (Detalle de «Soldados», 1914, p 79); Nº 19 («Crucifixión blanca», 1938, p. 179).
NOTAS
[1]https://de.wikipedia.org/wiki/Chajim_Bloch (consultado 8 de junio 2021).
[2] Hemos variado la puntuación de este párrafo tan extenso y complejo.
[3] Según Vallejo (2021, 10), el papiro egipcio La cosmogonía de Leiden (s. III) contiene «una peculiar versión del Génesis donde reír es el acto creador»: «Cuando Dios rio por primera vez, apreció la luz […]. Cuando quiso reír por tercera vez, apareció la inteligencia […]. En la sexta vez, brotó el tiempo. Cuando rio la séptima vez, nació el alma».
[4]https://es.wikipedia.org/wiki/Isaac
[5] Sin embargo, Bloch (1931, 136) se refiere a los «graciosos» de la ciudad de Chelm, que «pasan por ser los judíos más patosos», por lo que renuncia a abundar en sus pretendidas gracias.
[6] Molho (1950, 91-92) describen las tristes condiciones de las guarderías sefardíes en Salónica.
[7] Shalom Aleijem, seudónimo de Solomón Yakov Rabinovitz (1859-1915), según nota de la traductora.
[8] Una versión similar recoge Vilella (2003, 52) en el reproche del lechero Tevje tras un pogromo: «Ya sé que somos el pueblo elegido, Yaveh; pero ¿por qué, de vez en cuando, no eliges a otro pueblo y nos dejas un rato en paz?».
[9] El judío y el dueño de la casa podrían haberse puesto de acuerdo para que el delito real fuera romper los cristales, en vez de apedrear a un judío (lo cual parece que no se tomaba en demasiada consideración ni se denunciaba).
[10] En las conversiones, importaba, pues, el contexto geográfico-cultural. Así, con respecto a los judíos sefardíes emigrados al imperio otomano, apunta Mazower (2009, 85), «los hombres judíos (al igual que los cristianos) podían convertirse al islam para obtener ventajas financieras o casarse (en una ocasión, incluso para que las autoridades ayudaran a un súbdito a deshacerse de una mujer casada)». Algo similar sucedía con las mujeres: «Algunas judías desposaban a musulmanes o se convertían para agilizar el divorcio cuando sus maridos se mostraban reticentes a concedérselo».
[11] Mientras el sacerdote recibe el tratamiento de ilustrísima y de vos, al israelita le llama Moschko, diminutivo de Moisés (nombre típico hebreo) y le tutea. Traducción de 1931, recodemos.