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Revista de Folklore número

478



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Los espejos del miedo navarro en la cultura popular de la Modernidad

ORDUNA PORTUS, Pablo

Publicado en el año 2021 en la Revista de Folklore número 478 - sumario >



Microensayo

¿Qué clase de sensación es el miedo? ¿Puede ser un estimulante? ¿Quizás un anestésico que adormece la conciencia real? ¿Es la herramienta que nos salva del desastre o el arma que nos empuja a la locura? Quizás, el miedo no sea sino el obstáculo que se interpone en el camino de cualquier ambición. Lo que sí es cierto es que se crean terrores a partir de naderías y a lo largo de la historia nos hemos dado sustos de muerte con ellas. Sin embargo, en otros momentos esos temores no eran infundados. Ahora bien, seguimos sin saber qué es el miedo.

El poeta y paremiólogo, Bertrand de Sauguis, sabía lo que era este concepto en la tierra traspirenaica del siglo xvi. Sauguis era un caballero hugonote natural de Zalgize (Sola–Zuberoa). En esos tiempos de guerras de religión y persecuciones, había sido nombrado en 1597 consejero en la Cancillería de Navarra y, ya en 1608, del monarca para entrar como represéntate en el Parlamento navarro de Pau en 1627. Así, en su recopilatorio de Proverbes basques, recogía el siguiente sobre el miedo que lo define de manera integral: beldurra bera zaldi [El miedo sirve el mismo de caballo] (Urquijo, 1908). En dicho Quinientos, el dramaturgo William Shakespeare ante la misma emoción de temor determinaba que «de lo que tengo miedo es de tu miedo». Hoy en día, la Real Academia nos lo define de una forma más sutil y holística: «angustia por un riesgo o daño real o imaginario». En su Diccionario de Autoridades puntualiza que el miedo es «perturbación del ánimo, originada de la aprehensión de algún peligro, o riesgo que se teme, o recela. Terror. El recelo, o aprehensión vehemente que uno tiene de que le suceda alguna cosa contraria a lo que deseaba, fundado en algún motivo» (cit. Noriega, 2013: 32).

Mirando al rostro del otro se distinguen diferentes emociones secundarias (vergüenza, orgullo, culpa…). Sin embargo, su cara, y la nuestra, siempre refleja seis primarias: interés, confianza, asco, tristeza, enfado, alegría y miedo. Aunque, a nivel etnocultural, se puede asegurar que sólo la emoción del terror, temor o miedo tiene mil y una caras... y mil y un espejos que la reflejan en el otro. Se trata en realidad de miedos intersubjetivos ya que están fundamentados en las opiniones que otros tienen sobre la persona (Carrera, 2018: 103).

Desde el primer día de su alumbramiento, el miedo es un compañero de la persona. Es un camarada tan leal que se mantiene como el más fiel y cercano partenaire incluso en el tránsito al más allá. De principio a fin, este lúgubre acólito-enemigo está ahí, denso y presente sin ser visto, como una noche sin estrellas. Con todo, el miedo no es algo malo. Al menos, no siempre lo ha sido. Se podrá ver cómo en esa Edad Moderna de entre los siglos xvi y xviii tuvo la utilidad de gestar valientes y cobardes. Ser valeroso, para los primeros, supuso ser personas de acción frente al pavor con objeto de acrecentar ese bien tan valioso y reconocido en aquellos tiempos: la honra personal y colectiva de grupo.

Estamos adentrándonos en el reino de una de las expresiones más intrínsecas al ser humano que se puedan concebir. Tanto hoy como en antaño, escasas cosas como este sentimiento llegan a estar presentes en el discurrir de cada momento. No obstante, hace quinientos años ocurría lo mismo. Se verá cómo los motivos que gestaban tal emoción no eran tan distantes ni dispares a los actuales. Hay que tener en cuenta que el temor es poliédrico y muestra caras que afectan a fenómenos materiales como inmateriales, conocidos como desconocidos. Y, además, su definición es atemporal y global en el conjunto de la humanidad y la historia. Es un hecho social, histórico y sicológico, pero también etnográfico y cultural en cada momento y comunidad. ¡Pongamos un ejemplo! En el otoño de 2020 Navarra tembló. Y vaya que sí tembló... con unos 350 terremotos en 45 días llegando uno de ellos a los 4,6 grados de magnitud. Seguro que muchos navarros lo notaron. ¿Alguien sintió miedo? Seguro que sí. Pues he de mencionar que, en la Canal de Berdún, mugante con tierras sangüesinas navarras, eso ya viene de lejos. Lo que pasa es que cierta ‘amnesia sísmica’ nos hace pensar que esta tierra no es el Cinturón de Fuego del Pacífico o la propia californiana Falla de San Andrés. Pero la tierra navarra ha rugido y atemorizado a la población local a lo largo del tiempo.

El geólogo Antonio Aretxabaleta (2014) señala que «en el itinerario histórico de la poco conocida y olvidada sismicidad de la zona, hay un factor común que no se escapa al observador atento»: cada cierto tiempo se registran movimientos de tierra que además de admiración si algo causan es temor y miedo. Uno de los primeros fenómenos sísmicos en la zona está datado en 1357. Así mismo, ya en la Modernidad se anotaron uno en el siglo xvii (1612) y dos en el Setecientos (1700 y 1755). Siendo el primer terremoto histórico registrado en catálogo sísmico el del 15 de noviembre de 1755 acaecido en Sangüesa.

Aunque ahora nos centraremos en el sucedido en 1612. Se trató de un fenómeno que, según Aretxabaleta (2014) «duró varios días y afectó a un área comprendida entre Sangüesa y Pamplona». Ese año, en la capital de la merindad más oriental de Navarra, los edificios, torres y palacios temblaron en extremo. La fisonomía del suelo cambió y de ahí surgió el lugar llamado aún hoy Los Terremotos. En aquel momento, tal suceso creó pavor entre los habitantes de la región que las referencias escritas lo achacaban a la voluntad divina por su fuerza destructora. Juan Cruz Labeaga (1999: 248), prolífico miembro de Etniker, en su trabajo El Ayuntamiento de Sangüesa (Navarra) y algunos cultos religiosos; nos anuncia cómo el 4 de agosto y siguientes jornadas de aquel año «ocurrieron en la ciudad grandes terremotos, ruidos y movimientos de tierra que hicieron temblar los edificios. La gente quedó afligida y temerosa, creyendo que era un presagio de otra catástrofe mayor, castigo de los pecados públicos y escandalosos. Incluso, el bando municipal propuso a los vecinos, como el mejor de los remedios, acudir a Dios Nuestro Señor, con gran devoción, para que, usando de su misericordia divina, librara al pueblo de su aflicción»; y, por supuesto, miedo y terror.

El miedo engendró el temor y éste hizo proliferar actos devocionales (celebraciones religiosas, procesiones...) y diferentes medidas prohibitivas relativas al toque de instrumentos musicales, juegos (de adultos o menores), etc. De hecho, el propio pregón municipal manifiesta públicamente esos miedos sobrevenidos desde el interior de la tierra y una tendencia moralista para encararlos:

El alcalde y regidores hacemos saber que en esta villa y sus términos ha habido muy grandes terremotos, ruidos y movimientos de la tierra con demostración y amenazas de muy grande ruina, y particularmente hoy sábado, fiesta de Santo Domingo. Por la mañana ha habido mayor terremoto que nunca, en que se han movido todos los edificios y fábricas, que, por ser tan grande y general, ha quedado toda la república muy afligida y desconsolada. Y porque el remedio de cosas de esta condición no lo hay tan cierto y verdadero como acudir a Dios Nuestro Señor, con grande devoción, a suplicarle sea servido de socorrer, con su auxilio y amparo, usando de su divina misericordia, y porque esto sea con la devoción que es justo, se harán por la tarde procesiones cada uno por su parroquia, y mañana domingo una procesión general saldrá de la parroquia de Santa María, a donde habrá oficio solemne. Y a todos se les manda acudir al tenor de las campanas a procesiones y misa con muy grande reverencia y devoción, suplicando al Señor sea servido usar de su divina misericordia, y amparándonos en su divina gracia dándonos aquello que fuese para su santo servicio... Dada en Sangüesa a, 4 de agosto de 1612.

Aretxabaleta (2014) recuerda que «días después el fenómeno sísmico se vuelve más violento» y los miedos crecen a su vez de forma exponencial. Desde el Regimiento se da aviso a los vecinos:

A todos es notorio los terremotos que ha habido y hay todos los días y hoy miércoles particularmente, que continúan tan de ordinario, que parescen que no han sido y son apercibimientos de alguna grande y peligrosa ruina que ha de haber por castigo de nuestros pecados, cometidos contra la divina majestad de Dios Nuestro Señor. Y porque paresce que para remedio deste tan grande y general daño ninguno habrá más a propósito como es procurar evitar los pecados, mayormente los públicos y escandalosos, con que Dios Nuestro Señor más se ofende y la república más se escandaliza, que así a todos se les manda lo hagan evitándolos. Y a todos se les manda que de día ni de noche no tañan guitarra, ni anden con otro ningún instrumento que cause alboroto ni regocijo, ni de noche ni de día. En los campos no anden boceando ni echando pullas, ni diciendo gracias, ni en público ni en secreto naide juegue a nengún género de juego, porque es justo que en tiempo de tanto peligro todo cese. Y porque a causa de los grandes temblores y terremotos toda la gente está afligida, y para su consuelo y remedio de tan gran daño, los Muy Ilustres Señores Prior y Cabildo de esta villa, como tan celosos del bien y aprovechamiento de toda esta villa, con muy particular cuidado en sus sacrificios y oraciones, encomiendan a todos a Dios Nuestro Señor, suplicando a su Divina Majestad sea servido de librar a este pueblo de tan grande afligimiento, con cuyo amor, como de padres espirituales, no cansándose de amparar a su pueblo, todos los días de aquí al sábado, al tiempo de la misa conventual, se sacará el Santísimo Sacramento, y harán sus preces y rogativas cada uno en su parroquia, se tañerán las campanas. Y asimismo el viernes primero se harán procesiones cada parroquia a su monasterio a las cinco de la tarde. Y el domingo primero procesión general con oficio solemne en la iglesia de San Salvador, a donde habrá sermón. A todos se les ruega y exhorta que los que pudieren el viernes y sábado ayunen, y si se confesaren y comulgaren, será más a propósito. Y todos, con la mayor devoción que pudieren en sus oraciones, supliquen a Dios Nuestro Señor que con su divino auxilio y socorro ampare y socorra a esta república en el presente peligro en que se ve. Y para que esto venga a noticia de todos, se manda publicar por las calles y cantones de esta villa a son de trompeta y voz de pregón. Dada en Sangüesa, a 8 de agosto de 1612.

Como señala Ramón Sánchez (2918), terremotos y religiosidad, miedo y piedad, eran binomios indisociables. La simbiosis que se producía entre el temor a las fuerzas desatadas y el recurso a buscar la protección de la religión formaban parte de un conglomerado de determinantes propio de una época en la que las creencias estaban arraigadas en todas las esferas de la vida humana, más allá de las aportaciones procedentes de la ciencia. Por ende, este temor a un temblor no fue patrimonio sangüesino, y navarro, en aquellos años. Era algo común y ejemplo de ello es la reacción social y providencialista que se vivió por ejemplo en el Perú el 14 de febrero de 1600 cuando la erupción del volcán Huaynaputina hundió en una grave crisis a la localidad de Arequipa y su comarca durante años. Como señalan las fuentes de época se sucedieron «terribles y espantosos truenos […] les causaron tanto pavor y espanto […] estaba el pueblo confuso y absorto […] con temor tan grande, que nadie tenía seguro de amanecer vivo […] causando desconsuelo» (Lavallé, 2011 y Petit–Breuilh, 2016). La respuesta ante el terror de lo ingobernable fue la misma que a orillas del río Aragón en Navarra.

Está claro que ese era un tipo de miedo vinculado a fuerzas extrañas y desconocidas en aquellos siglos. Pero no todo tipo de temor en la Edad Moderna tuvo un origen tan telúrico. Con esto no quiero decir que aquella gente viviera en un terror perpetuo, asustadizos y cobardes. No se quiere dar a entender que estuvieran ensimismados en su recreación cual droga capaz de inmovilizarlos con su estático deleite macabro. No, no es así. Pero si es cierto que determinadas situaciones les causaban pavor, como es lógico. De igual manera que un temblor de tierra les acongojaba, el embarcarse en caravanas de navíos en dirección a Asia o África también imprimía cierto respeto que podía llegar a transformarse en pánico o miedo en aquellas primeras travesías con rumbo al desconocido horizonte atlántico. Moya (2013) apunta que «en este sentido, los miedos no eran solamente respuestas a determinadas estimulaciones externas o internas, y fueron también causa y consecuencia de construcciones culturales e ideológicas frente al mundo natural».

Repitámonos la pregunta, ¿qué es el miedo? Según Moya (2013: 228), «es una emoción tan vieja como la historia misma. Surge ante la noción de riesgo, pérdida de seguridad o de control sobre la realidad o su comprensión. Como respuesta innata de todo ser viviente a las amenazas, sean ciertas o imprecisas, desarrolla rasgos complejos en el hombre a través del recuerdo, provocando un estado de alerta (pasivo o activo) permanente que lo prepara para su defensa». Y, ¿quién infunde temor y miedo? ¿Sólo el Dios Creador? ¿Las fuerzas ocultas de la naturaleza? ¿O hay alguien más? Recuerda la historiadora que, en el propio diccionario de Sebastián de Covarrubias, Tesoro de la Lengua Castellana Española (1611), «el miedo, temor y horror son sinónimos y aparecen tanto al instante presente como en el futuro, en los temerosos y los temerarios». Y muchos serán sus autores, confesos o no. El miedo fue, y es, un acompañante silencioso que se hace notar.

Siento avisar, pero... «el miedo es inherente a la condición humana». Y no lo digo yo sino Delumeau (1984: 39) que en su Encuesta historiográfica sobre el miedo trata el asunto en cuestión. Y sí, hay miedos obvios a lo controlable: naturaleza, muerte... Para él (1989: 28) es «una emoción choque, frecuentemente precedida de sorpresa, provocada por la toma de conciencia de un peligro presente y agobiante que según creemos, amenaza nuestra conservación». Es algo inmanente al ser humano que en periodos de la historia es verdad que se desvanece más en una falsa tranquilidad, pero que en otros se acentúa en gran medida. Es en definitiva un elemento estructural que se convierte verdaderamente en peligroso cuando el causante del miedo no es uno mismo, sino ‘el otro’. Instante que se magnifica si, además, recordemos la cita ya dada de Shakespeare, de lo que se tiene miedo no es de otro en sí sino del terror que pueda sentir el propio contrario. ¿Por qué? Porque en ese momento el opuesto se hace peligroso, reaccionario, violento o, lo que es peor, loco e imprevisible. Hablamos del miedo al otro que provoca rechazo y contracción del afectado. Se pregunta el criado Claridán en la comedia de Lope de Vega Mujeres y criados, si «siempre es el miedo villano». Pero no queridos lectores, el miedo no era ni noble ni villano, era y es humano. Este sentimiento quedó registrado en muchas y diferentes relaciones de sucesos de aquellas centurias (Sánchez, 2013).

Ahora bien, ¿quién tiene miedo a quién en la Modernidad navarra? Pues básicamente se dieron cinco actores o personificaciones que causaban pavor: lo sobrenatural y maligno, el infiel, el extraño, el proscrito y lo femenino –determinado anti–modelo de mujer–. Frente a ellos el miedo se convertía en una barrera defensiva. Pero, a su vez, era un arma de doble filo ya que, como mencionábamos, aquellos que temían a uno por oposición podían volverse muy peligrosos en su propia defensa. El miedo puede presentarse así a ojos del observador actual como un refugio atractivo muchas veces en aquellos siglos. Sin embargo, fue todo lo contrario, era dañino y no resultó nada confortablemente ni para quien lo producía ni para quien lo sufría. Realidad muchas veces no representada en una comunicación de terror unidireccional sino en un verdadero diálogo de temores y recelos.

Ante lo sobrenatural, personificado en el xvi y xvii en el Mal con mayúscula, es presumible que el miedo fuera sólo no comprender que las cosas podías desarrollar fuera de los moldes predeterminados de manera natural. Etnológicamente hablando, existía un temor al cambio de paradigmas delimitadores de lo bueno y lo malo, lo divino y lo diabólico. Ante ello era mejor quedarse quieto, protegerse en vez de hacer algo o en último caso, perseguirlo y condenarlo. La gran diaclasa que se presentaba a la mentalidad navarra de la época era confrontar en su entendimiento el concepto de representación del pensamiento ideológico con la mera realidad. En ese momento, la superstición, las representaciones sobrenaturales y la personificación del bien y el mal se transformaban en el hogar del miedo (González, 1987). Se marcaba así el camino a la ‘locura colectiva’. Esta senda quedaba abierta al conjunto de vecindario, más allá de los límites individuales, imposibilitando tirarse de cabeza a la realidad como comunidad. La razón era otra y no un dominio del raciocinio, entendido como tal desde una perspectiva actual.

Ahora bien, ¿qué era lo sobrenatural? Pues en ocasiones cosas intangibles y en otras, desde sus experiencias, muy palpables y visibles. Entonces, en Navarra, como en el resto del Occidente, la superstición marcaba muchas veces la percepción y respuesta al hecho. Era el momento de entrar en escena los demonios, los monstruos, los sortilegios y aquelarres de brujas. Sucesos extraordinarios, pero, a su vez, parte de la cotidianidad mental de esas centurias. Esos llamados ‘seres otros’ muchas veces no fueron sino pobres desdichados con malformaciones o enfermedades que los oponían frente a lo bello como lo feo o lo raro. Enseguida eran desterrados, apartados o tenidos para divertimento en la corte por su particular rareza, ocurrencia y gracia en calidad de bufones, enanos, engendros, gigantes y locos, fingidos o verdaderos... quién sabe ya. Incluso muchos de ellos en el arte fueron representados como testigo de algo singular que a la vez que atraía producía cierto reparo.

Miedo, en definitiva. En esos casos, el miedo no se tenía al preguntar el porqué de esa diferencia sino que se tuvo a la posible respuesta que no se buscaba. Cualquier elemento de terror alóctono, ajeno al grupo, trasmitía miedos incomprensibles y, por ende, el rechazo y atracción de la colectividad frente al diferente. En 1664, María Juan de Guerendiain, criada de Miguel de Ichaso, bastero de Pamplona, demandaba a éste por la agresión que le había infligido con cuchillo. Tras ella le había producido tal deformidad en la cara por la que la doncella quería ser indemnizada ante el rechazo y problemas que esta mácula física le iban a causar en adelante. María se sabía ya repudiada al ser parte del conjunto de lo feo y rechazado en una sociedad como la del xvii (Archivo Real y General de Navarra –ARGN–, Tribunales Reales –TT.RR.– Procesos judiciales, 203436).

Es obvio, que dentro de lo sobrenatural estaba lo demoniaco. En esa Edad Moderna se tenía por seguro que el demonio, el Mal, se escondía en cualquier esquina. Es verdad que nadie podía siquiera ser consciente de estar en posesión de este mismo... pero siempre se podían delatar las malas artes de un vecino o familiar. Cualquier cosa ‘poco habitual’ podía ser signo en aquella persona de una posesión o un trato con el Maligno. En opinión de Alicia Sánchez Iglesia (2013), esto era todo aquello que estaba fuera de la taxonomía y era ajeno a cualquier orden preconcebido como normal. Solo en los Tribunales Reales de Navarra entre 1530 y 1675 contamos con 48 causas judiciales relativas a casos de brujería. Y sólo entre 1575 y 1577 se dan 17 de ellas. Son siempre en su mayoría las acusadas mujeres y los demandantes pueden variar entre vecinos, valles completos o la propia fiscalía del Reino. Es decir, el miedo que inspiraban era tanto individual, colectivo como institucional. Así, por poner ejemplos de un año sólo, en 1575, la viuda Gracia Martínez, vecina de Urdiain, era presa con acusación de brujería, hechicería a sus espaldas y destinada a cumplir condena a destierro (ARGN, TT.RR., Procesos judiciales, 327215). Ese mismo año, el valle de Allín demandaba a María Martín Sanz y sus hijas, vecinas de Ollobarren, también por brujería con el fin de alejarlas del lugar lo más lejos posible (ARGN, TT.RR., Procesos judiciales, 327422).

Como señalaba Elia Nathan (2018), en su magnífico artículo titulado El diablo y las brujas: una religiosidad del miedo, «el miedo a los daños que causan las brujas, o más correctamente, a los males que causa el demonio a través de las brujas, lo que acrecienta o refuerza la religiosidad. Este acrecentar la religiosidad ha de entenderse en dos sentidos: a) refuerza o aumenta la adhesión formal a la Iglesia y sus ceremonias, y b) hace más ardiente la fe, la vivencia espiritual. […] el mecanismo del miedo acrecienta la religiosidad en cada uno de estos dos sentidos. El miedo a las brujas, o al diablo, acrecienta la adhesión formal a una serie de prácticas religiosas porque estas impiden ser hechizado, o bien curan los hechizos».

Retornando a nuestros ya mencionados actores principales del miedo en la Navarra de los siglos xvi, xvii y xviii podemos agrupar en un único conjunto a aquellos extraños a la comunidad: paganos o herejes, proscritos y advenedizos o forasteros. No nos detendremos mucho en estos casos ya que algunos son ya harto conocidos. Expulsados judíos y moriscos quedaban por estas tierras principalmente nuevos enemigos de la fe cristina fiel a Roma. Por un lado, los descendientes conversos de viejas familias de culto hebreo que siempre, como no cristianos viejos, estuvieron bajo la sospecha de criptojudaísmo. Es decir, de continuar con sus cultos judaicos en secreto. Tales personajes seguían causando rechazo y miedo a la perturbación del orden cristiano. Aunque es verdad que este tipo de oposición y temor, con el tiempo ya llegó a convertirse no en una simple acusación sino en una verdadera causa judicial por ofensas a la honra. Por ejemplo, en 1667, el tafallés José Mañano demandaba a su convecino Pedro Lasterra por haberle injuriado acusándole de judío (ARGN, TT.RR., Procesos judiciales, 215716). El miedo ya había desaparecido de forma asociada al concepto de hebreo, aunque prevalecía en virtud de la conservación de la honra. Y no sería el único de estos procesos donde se ponía en duda la limpieza de sangre de unos u otros.

Ahora bien, los nuevos herejes, los más temidos serían en aquellos años quienes protestaban y renegaban de su fe católica abrazando el luteranismo o, más cercanamente a Navarra, el calvinismo. En este sentido los hugonotes no tenían sitio entre los navarros peninsulares y mucho menos cualquier heterodoxia de ellos proveniente. Esta amenaza si algo causaba era pánico y miedo a una autoridad que veía con recelo su triunfo en las cercanas tierras del Bearn donde aún reinaban los reyes privativos de Navarra. Que los hubo, los hubo. Que protestantes se asentaron al sur de la cordillera o que vecinos oriundos se convirtieron es cierto. Pero también lo es que pronto fueron perseguidos, expulsados o condenados. Se les tuvo cuidado y respeto –miedo– como se les tenía a bandoleros o salteadores de caminos. Personajes estos últimos que de la misma manera fueron buscados, sometidos, presos o ejecutados. Ahora bien, por el contrario, había otra alarma y recelo añadidos. ¿Y si no son pocos, se extienden – como la actual pandemia– y sin control contaminan el Reino? Antes que eso eran localizados y hechos presos. Y, sino que se lo digan a Carlos de Seso y Domingo de Rojas, que en 1560 se hallaban ‘alojados’ en las cárceles reales de Pamplona presos por luteranos (ARGN, TT.RR., Procesos judiciales, 118360). O, si no, a Juan de Bedorete, peinero francés, que, en 1630, soportaba su condena por hurto, vagabundeo, asalto de caminos y contrabando de armas a un grupo de bandoleros en Cataluña (ARGN, TT.RR., Procesos judiciales, 298529). Incluso, como afirma Daniel Sánchez Aguirreolea (2006 y 2008), en ocasiones se dio la comunión en la mentalidad popular entre el epíteto de bandolero y protestante si estos asaltadores provenían de lugares como Sola. O, si no protestantes, sí se les alojaba en un conjunto de población de cierta ‘indistinción social’ y que causaba temor y rechazo en el que se incluían ‘falsos pobres’, vagos, moriscos o gitanos –otro grupo de población que ha portado largo tiempo la letra escarlata de la exclusión debido a su heterodoxia frente a la norma común–.

Generalizando, la mayor victoria a la que en aquellos años se pudo subyugar al miedo fue la desarrollar una cultura popular sin tenerlo presente en gran medida. Haciendo el producto de sus recelos y cerotes algo cotidiano y habitual. Convertirlo en algo natural y no extraño. En lo posible claro. Y digo en lo posible porque no siempre fue fácil para todo tipo de grupos de población. Pongamos por ejemplo al pueblo agote en el cual la representación del miedo que tuvieron al rechazo, agresión o aislamiento se recoge en multitud de testimonios y normas de conducta vecinales. Una marginalidad que alimentaba el distanciamiento social, no por contagio vírico sino por temor al diferente, al no conocido, a lo ‘no propio’. Incluso en algunas comarcas o valles el propio termino agote pasó a significar simple y llanamente foráneo, forastero. En esta fobia a este grupo social minoritario –que recordemos no constituía un grupo étnico, lingüístico ni religioso diferenciado– es interesante ya que abarca diferentes tipos de miedo.

Este rechazo racial comienza con unos ‘miedos comunes’ de tipo adaptativo frente a ese estímulo de lo advenedizo que se ve como peligroso. Pero este fue un miedo de corta duración que en seguida acabó transformándose e incidiendo en la vida ordinaria. En la cotidianidad de unos convecinos segregados. Se convirtió así en un miedo enfermizo o patológico activo a pesar de la convivencia en largo tiempo de dos grupos que no representaban peligro mutuo alguno. Pero se prolongó afectando en gran medida a la vida de las comunidades que lo padecieron. En concreto en Navarra de forma significativa los valles de Baztán y Roncal. En algunos casos evolucionó en un miedo físico teniendo temor el oriundo de ‘pura cepa’ de ser agredido física o en el imaginario de su colectividad por la cercanía del agote. Así, se evolucionó a un miedo metafísico inserto en el interior de la conciencia comunitaria donde lo mítico ganaba el pulso a la realidad al no ser un temor justificado por ninguna experiencia que hubiera sucedido. Es decir, se había convertido en un miedo social como respuesta a ese estímulo externo –el agote– integrado a nivel del vecindario. A la par, los integrantes de la minoría portaban su propio miedo social ante el temor a ser ridiculizados o juzgados por otras personas convivientes cercanas que los marginaban. Recordemos que un dicho popular del barrio baztanés de Bozate rezaba: «Al agote, garrotazo en el cogote». Y muchas expresiones populares no son simple literatura oral sino recuerdo de hechos consumados. Por ejemplo, en 1559, en Isaba (Valle de Roncal) era acusado el fustero Juan Menaut, vecino de la villa, por el fiscal del Reino (ARGN, TT.RR., Procesos judiciales, 210972). ¿Cuál había sido su delito? Perjurio. Resulta que el acusado había infringido malos tratos y expulsado de la iglesia parroquial bajo acusación de agotes a los hermanos Velasco Ros y Juan Ros y a otros muchos vecinos de la villa.

El escritor estadounidense Howard Lovecraft recordaba con acierto que «la emoción más antigua e intensa de la humanidad es el miedo, y el más antiguo e intenso de los miedos es el miedo a lo desconocido». Durante la Edad Moderna navarra, esto es algo que queda bastante claro en lo relativo a lo sobrenatural, excepcional o diferente venido de fuera. Sin embargo, es algo no tan nítido cuando ese pavor o temor era causado por miembros pertenecientes a la comunidad sin signo alguno de distinción más allá de su sexo, posición y calidad estamental. Nos referimos al conjunto de mujeres que por una u otra razón –no la ya señalada brujería– causaban reparo, angustia o miedo. Féminas que en muchos casos en vez de resignarse al rechazo o a la agresión se enfrentaban a ella desde sus propios miedos con decisión y entereza. Si no físicamente sí al menos a través de los tribunales que en principio pudieran parecer, desde nuestra errónea perspectiva, poco favorables. Se puede ver cómo con objeto de hacer frente al miedo y superar cualquier adversidad propia de cada una de ellas, se servían del ideal religioso, pero también del ingenio o el derecho de forma activa para cultivar la esperanza. El deseo de volver a ser admitidas y respetadas –por derecho–, y poder tener sensaciones de integración y respeto en vez de hundirse en el barro y el ostracismo o la exclusión de la comunidad.

Si atendemos a los magníficos estudios realizados por la historiadora Amaia Nausia (2011), desde el siglo xvi se aprecia el intento que hubo de adoctrinar y disciplinar a las mujeres a partir de un nuevo ideal femenino. Aunque, a su vez, se observó la resistencia de algunas de ellas a esa actitud acusativa de la comunidad y de oposición a los castigos a los que iban a ser sometidas debido al miedo y rechazo que causaban. No se trata de una caza de brujas generalizada contra todas las mujeres, pero sí un miedo latente a determinadas figuras femeninas que por su singularidad causaban aprensión en las comunidades. Nos referimos a aquellas que fueron acusadas de brujas –y que poco sabían en realidad de hechicería–; a las que con oficio de parteras tanto ayudaban a traer niños al mundo como a abortar o a impedir concebir a otras mujeres que no deseaban quedar encinta; a las que tildadas como poco de putas o celestinas chocaban con el ideal de casta, dócil y plegada a lo establecido; o finalmente, por no dejar de señalarlas, a las viudas que se veían ante los tribunales o sus convecinos con el objeto de conservar la tutela de sus hijos o poder casarse en segundas nupcias con alguien más joven. Muchas de ellas fueron acusadas en denuncia anónima, estigmatizadas en actos sociales, hostigadas con cencerradas o simplemente ignoradas por el miedo que despertaban en muchos vecinos de sus pueblos o villas. Como señala Margarita Torremocha (2018), tales temores dejaron hasta el siglo xviii a muchas mujeres en la fragilidad ante el derecho civil y el arbitrio judicial, entre una respuesta de caridad, repulsa o mínima equidad en los tribunales. ¡Ay!, desdichadas aquellas que se alejaban del modelo fotografiado por fray Luis de León en su obra La perfecta casada.

Decía Sócrates que «la mujer es la fuente de todo lo demoniaco». Y tal idea, con muchos matices, creaba terror en las gentes del xvi y xvii cuando veía a alguna de ellas salirse de la senda trazada. En Burguete, los vecinos hablaban mal de una tal María de Oroz que afirmaban que acogía en su casa a extranjeras de dudosa condición y borrachas. Decían los auriztarras «que en toda la villa no hay hombres ni mujeres honradas que ella no los difame [...] en medio de la calle voceando en presencia de muchos extranjeros» Burguete era y es un pueblo caminero y de paso. Por donde transitan ganaderos, mercaderes, peregrinos y algún que otro fugitivo. Pero por mucho flujo de personas que su larga calle recorra si a algo tenían miedo y no estaban dispuestos sus vecinos a consentir es que su imagen y honra colectiva marchara alejándose de su villa por esas sendas que tantos andaban. Se trataba de un miedo colectivo, compartido por una parte importante de la comunidad, que condicionó su pensamiento impidiendo aceptar esa situación de peligro entendida como real y severa por ellos mismos (ARGN, TT.RR., Procesos judiciales, 066847). Quizá surgió de forma espontánea, quizá las ofensas de María de Oroz fuesen reales, quizá se racionalizase entre ellos las medidas a tomar, quizás fuese pura manipulación de algún viejo enemigo de la acusada... pero el caso es que el final de la historia acabase en un tribunal supuso poder evitar un desenlace exacerbado en la histeria colectiva y traducido en un linchamiento o asesinato. Ese es el verdadero peligro del miedo donde la conducta irracional se convierte en reacción defensiva y de huida ante lo incontrolable.

Voy concluyendo. En Navarra, durante la Edad Moderna llama la atención el triunfo del miedo experimentado por la población ante la incertidumbre. Se trataba de un miedo con manifestaciones en lo temporal, lo espacial, lo divino y terrenal. En muchos ejemplos que se podrían hoy referir se observa a personas atenazadas por el temor perseverante a que suceda algo inmediato que nunca llega a manifestarse en sí. O al revés. Por ello, entre los siglos xvi y xviii la manifestación más evidente de la angustia es en forma de futuro. El futuro, ante su inexistencia manifiesta, producía temor. Es singular que en dicha sociedad aquello que era venidero y trasmitía desazón, en realidad manifestaba tal reparo de miedos pasados a veces inconclusos. Quizás se trate de un contrasentido ante nuestros ojos, pero en aquel momento era una ansiedad hiriente y cruel.

Como apunta Carrera (2015), Bourke ya matizaba «que no podemos entender cómo se experimentaban en el pasado emociones como el miedo porque, desde el punto de vista de los que escriben historia, las sensaciones y sentimientos subjetivos son invisibles. Además de no ser visibles porque no puede accederse directamente a la experiencia vivida, tradicionalmente las emociones habían sido consideradas como algo demasiado subjetivo y efímero como para tener cabida en los textos de historia». Ahora bien, si estamos seguros de que, en la Navarra de la Edad Moderna, esa sensación parecía condicionar el futuro de muchas de aquellas gentes por el pánico o pavor que sentían ante lo incomprensible en virtud de una serie de pensamientos codificados, motivaciones o conductas. Pilar Gonzalbo Aizpuru (2008: 10), recuerda que «con independencia del miedo individual e instintivo, hay miedos de carácter cultural, que sólo se producen cuando el hombre vive en sociedad. Son miedos colectivos, generados por amenazas reales o imaginarias, que pueden ser manipulados por quienes tienen la autoridad o la influencia; en todo tiempo han sido los gobiernos, ya sean reyes o democracias, ayer pudo ser la Iglesia como hoy pueden ser los medios masivos».

La otra gran paradoja caprichosa de nuestro protagonista de hoy en la Modernidad navarra, el miedo, era su capacidad de asustar de forma colectiva. Se gestaba muchas veces un temor al propio espanto hacia ‘el otro’. Así, en el grupo se acrecentaba una sensación de rechazo y aprensión ya sólo como una emoción individual sino como una afección colectiva. Se trataba de una pasión o sentimiento que paralizaba cualquier proceso de transformación profunda en los parámetros o determinantes grupales establecidos a nivel etnológico por la costumbre. Es la consumación del miedo intersubjetivo que acrecienta la adhesión formal a un grupo diferenciado que protege al individuo frente a lo extraño y peligroso. Algo de lo que ya reflexionaba en 1634, a su manera es verdad, Antoni Cabreros Avendaño en su Matritensis, Methodica Delincatio de... (Pralón–Julia, 1983).

Quizás no se haya reparado que es posible que el propio miedo convirtiera en valientes a los navarros de aquella época. Es más, puede que el temor a aquello desconocido no estuviera sino reforzando o consolidando los valores propios que en aquella época la propia sociedad navarra tenía como capitales y cimientos de su estructura... Es decir, es probable que aquello que les traía el miedo a su vera fuese en el fondo lo que más les interesaba y tenían presente en sus vidas. Concluimos estas líneas con esta cuestión abierta; aunque, no teman y disfruten dando respuesta con ella a todos los interrogantes que les hayan planteado sus propios temores.

Pablo Orduna Portús

Facultad de Ciencias Sociales y Humanidades

Universidad Internacional de La Rioja




Referencias

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Los espejos del miedo navarro en la cultura popular de la Modernidad

ORDUNA PORTUS, Pablo

Publicado en el año 2021 en la Revista de Folklore número 478.

Revista de Folklore

Fundación Joaquín Díaz