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Don Francisco de Goya dejó para la posteridad un legado artístico impagable. Su idea de lo que debía y no debía ser España sobrevuela por encima de la época y de las difíciles circunstancias en que le tocó vivir. La alegoría titulada «La verdad, el tiempo y la historia», actualmente en el Museo de Estocolmo y fechada hacia 1812, se inspira claramente en una obra anterior, pintada a fines del siglo XVIII, en la que las tres imágenes estaban desnudas. Aparentemente, la diferencia entre el primer boceto –que ahora se exhibe en Boston– y el lienzo de la pinacoteca sueca estaría solo en la capacidad del pintor aragonés para «disfrazar» los personajes para que dos siglos más tarde pudiésemos elucubrar acerca de su verdadero sentido, pero me atrevería a insinuar dos motivos más que aportarían datos significativos a la concepción profunda de la obra: el personaje que representa a la Historia está mirándonos en el cuadro más antiguo mientras que pudorosamente baja la mirada en el segundo, y el Cronos original que se estaba llevando a la Verdad de la mano, en la segunda pintura sujeta por el antebrazo a la figura como si tuviera miedo de que se manifestara sin ambages. Es fácil comprender la contenida desesperación de Goya, su mensaje subliminal, y podemos comprobar que su pintura, pese a los años transcurridos, nos sigue golpeando como un aldabón. No lo es tanto conocer por qué senderos transitó para encontrarse con la maldad, con el bien, con la belleza, con lo monstruoso, con la verdad y la mentira.
Cuando iniciamos hace 41 años la andadura de una revista mensual sobre la tradición y sus múltiples vertientes, no sospechábamos siquiera que el camino fuese tan largo ni las experiencias tan múltiples como satisfactorias. Sabíamos, eso sí, porque nos lo recuerda el refranero que cada momento tiene su afán, y que el modo en que percibimos el paso del tiempo y la manera en que depositamos nuestra mirada sobre las cosas que nos rodean puede variar, sin que ello menoscabe el sentido o la complejidad de nuestra actitud ante ese transcurso de los acontecimientos y la consiguiente opinión sobre los mismos.
Cada maestrillo tiene su librillo y cada publicación su método. El nuestro siempre fue acoger relatos que se apoyasen en la memoria y la proyectasen, ofreciendo textos basados en el recuerdo y en la indagación, en la evocación y en el estudio. Pico della Mirandola inauguró el Renacimiento con una tesis abierta y atrevida: solo el amor a la sabiduría y por tanto a la vida será capaz de regenerarnos, de hacernos renacer por encima del determinismo o de la suerte adversa. Por supuesto que el humanista conocía los problemas de su época, que no se diferenciaban mucho de los de otras épocas, pero invitaba a superarlos combatiendo, principalmente con las armas de la reflexión. Recurramos a su palabra para no desesperar ante la superficialidad de nuestros días: «Todo este filosofar, en efecto, es más bien objeto de desprecio y de afrenta (tal es la miseria de nuestro tiempo) que de honor y de gloria. Y esta dañina y deformada convicción ha prevalecido hasta tal punto en la mentalidad de la mayoría que, según ellos, sólo unos pocos o quizás nadie debería filosofar».
Pues eso: imitemos a Pico della Mirandola y tratemos de ordenar sosegadamente el cosmos, organizando y clasificando el caos de opiniones en nuestras alacenas como lo haría una buena ama de casa, con sensatez y sentido práctico.