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A María Teresa Miaja de la Peña, quien me instó al estudio de las nanas, y a Pedro César Cerrillo Torremocha†, que me hizo acudir a los acervos del CEPLI[1]
Resumen
Desde una perspectiva antropológica, planteo que las nanas forman parte del sistema del don, por cuanto son transmitidas generalmente por la madre, concebida en este contexto como símbolo y oficiante del don desde la antigüedad. Para ello me centro en los ruegos, obsequios y bendiciones que proporciona la madre al crío, pues considero que son los ejemplos más representativos de ese sistema, cuyas principales acciones son dar, recibir y devolver, para preservar la transmisión de valores de generación en generación, así como para contribuir a la supervivencia de la especie. Parto de un corpus de nanas españolas y mexicanas recogidas en el siglo xx, que comprende la revisión de 10 cancioneros.
Palabras clave: nanas, tradición, don.
Todo aquel que disfrutó del placer de escuchar el arrullo de su madre, su abuela, su tía, su nana, e incluso su hermana y su padre, no podría negar el mismo placer a su propio hijo. Diríase que, por el contrario, estaría muy dispuesto a cantar aquellas canciones que escuchó especialmente de la voz de su madre y, sin duda, también le cantaría canciones de su propia elección. Este acto de dar, sin aparentemente recibir nada a cambio, pero que obliga al donador a devolver el bien a una persona distinta, constituye el fundamento del sistema del don, de acuerdo con el antropólogo Marcel Mauss (1991). Las acciones características de este sistema son dar, recibir y devolver, las cuales activan la transmisión de los bienes y la herencia en las familias, comunidades y sociedades[2].
Aunque es bien sabido que actualmente las sociedades están lejos de percibir el poder mágico y religioso que otorga el acto de dar, como ocurría en las sociedades antiguas, su célula, la familia, sigue participando, en buena medida, del espíritu del don, como muestran Jacques T. Godbout y Alain Caillé (1997), quienes continuaron el análisis de Mauss en la sociedad moderna. Ambos estudiosos conciben el don como una forma de intercambio, un modo de circulación de los bienes al servicio del lazo social; en suma, como un sistema social cuyos intercambios y contratos se hacen en forma de regalos que, en teoría, se dan de manera voluntaria; pero, en la praxis, se otorgan obligatoriamente y es menester que sean devueltos, pues representan la circulación de bienes entre donadores y donatarios, quienes mantienen vínculos de dependencia en favor del bien común.
De acuerdo con este planteamiento, el don libremente dado y aceptado sólo existe en la esfera doméstica, entre padres e hijos, especialmente en la transmisión de la herencia, por lo que la familia es el lugar del don por excelencia, el lugar en el que lo aprendemos y en el que se vive con mayor intensidad. Y en el centro de la familia reina la mujer, quien encarna el don desde la antigüedad griega en el mito de Pandora, «la que da todo», y que en la actualidad se sigue dando a la tarea de promover, organizar y protagonizar actos rituales en los que se obsequian regalos, sean de bautizo, de cumpleaños, de Navidad, de baby shower, muy arraigado en México, etcétera. Su relación con los hijos es una relación de don, que incluye el sentido de la obligación, pues el nacimiento en sí mismo es un don de la vida, don original que fundamenta el estado de deuda que el individuo no puede sino retribuir dando a luz una nueva vida. De esta forma, el estado de deuda consiste en aprender a dar. En este contexto, los niños son los seres a quienes debe darse todo, son los «dioses» de la modernidad, en la medida en que son por quienes puede sacrificarse todo. Las fiestas decembrinas representan la época del año en que el don ocupa un lugar central, donde los niños son los protagonistas. Los obsequios de Navidad están entre los primeros regalos que el niño recibe de sus padres como un don; el último es la herencia que le otorgan. Pero tanto el primero como el último provienen de sus antepasados y ambos constituyen una heredad. Así, los implicados no hacen sino transmitir, devolviendo el don recibido a alguien más, por lo que se les define como canales de transmisión (21-68).
Desde esta perspectiva, me parece que la tradición hispano-mexicana de las nanas –y quizá todo o mucho de lo relativo a la crianza de los hijos– forma parte del sistema del don, por cuanto las canciones han sido transmitidas de generación en generación, especialmente por mujeres que suelen llevar la voz cantante y sostener la cadena de la transmisión, en un acto libre, espontáneo e incondicional, que en el fondo implica la obligación de dar lo que de hijo se ha recibido, y de agradecer el don de haber procreado una nueva vida. La voz predominantemente femenina (Masera 1994)[3], el protagonismo de la mujer y los mensajes expresados, como veremos, constituyen un sólido sistema que no sólo brinda protección, consuelo y cariño al crío, sino que también lo provee de obsequios y bendiciones y le inspira ruegos que, constituyen, desde mi punto de vista, la quintaesencia del don, pues rogar a las potestades espirituales por el bien del infante, bendecirlo y obsequiarle los primeros bienes materiales son actos simbólicos que se replican de generación en generación hasta nuestros días, quizá porque habitan en el fondo del inconsciente de una humanidad que insiste en la protección espiritual y material de su descendencia. Para entender este aspecto simbólico y espiritual de las nanas habría que recordar las palabras de Pedro César Cerrillo, quien afirma que estas canciones sirven para que el niño vaya dejando de tener miedo a la oscuridad, al mundo nuevo que le parece del todo ignoto y, también, para que la madre deje de temer por los peligros que los rodean (2007, 318-339). Es ese sentimiento de temor al peligro y a la oscuridad lo que lleva a la mujer a cantar de manera amorosa y ritual, estribillos y coplas que contribuyen a exorcizar los fantasmas más antiguos de la humanidad.
Ruegos
Los ruegos que aparecen en la tradición hispano-mexicana de las nanas provienen de las rogativas de la tradición cristiana. Las adaptaciones de un género a otro son frecuentes en las canciones de cuna, arrullos, cantos de arrorró o rurrupatas. Muchas están tomadas de otros géneros, cuyos textos suelen adaptarse a otra circunstancia[4]. De acuerdo con Carmen Gonzalo de Andrés (2003), las rogativas asumían la forma de letanías, acompasando la procesión que recorría los campos secos para propiciar la lluvia. Sin embargo, en el cancionero popular, las rogativas son poemas compuestos especialmente para los diferentes santos, cristos y vírgenes venerados en cada zona. El canto, ejecutado o no en la procesión, estaba vinculado a la antigua creencia de su poder mágico, puesto que solía ser un ritual propiciatorio. Los ejemplos que proporciona de la provincia de Valladolid asumen la forma de coplas octosílabas o hexasílabas:
Virgen santa del Rosario,
madre de consolación,
danos el agua, Señora,
el agua de bendición.
(Rogativa de Fuensaldaña)
Agua, Virgen santa,
Virgen de la Vega,
si no nos das agua,
perdidos nos quedas.
(Rogativa de Mucientes)
San Isidro Labrador,
obrero pobre del campo,
tú, que estás cerca de Dios,
tú, que ties poder de santo:
¡ay, danos lluvia fecunda
pa fertilizar los campos!
(Rogativa de Cabezón,
San Isidro Labrador)
Igualmente rituales (debido a la repetición) y propiciatorios del sueño del crío, de sus bienes elementales y de sus dones son los siguientes ejemplos españoles, que invocan a San José y a Santa Ana para pedir la cuna y el descanso del bebé:
Señor San José,
maestro carpintero,
hágame una cuna
para este lucero,
y de cabecera
póngale un jazmín
para que se duerma
este serafín.
(Cerrillo 1992, 108)
Señora Santa Ana,
carita de luna
duerme a este niño
que tengo en la cuna.
(Cerrillo 1992, 109)
A juzgar por el corpus revisado, en la tradición hispánica son más abundantes los ruegos que muestran una espiritualidad pagana, debido a que invocan elementos de la naturaleza, especialmente a las aves, para propiciar el silencio que el crío necesita para dormirse, para que su sueño sea tranquilo y nada lo irrumpa ni lo distraiga, como se advierte en los siguientes ejemplos:
Calla pajarillo
De color añil;
Que mi niño
Se quiere dormir.
(Cerrillo 1992, 54)[5]
Pajarito que cantas
Junto a la fuente,
Cállate, que mi niño
No se despierte.
(Gil 1982, 15)
Pajarico que cantas
En la laguna
No despiertes al niño
Que está en la cuna.
Pajarico que cantas
en la ventana
no despiertes al niño
tan de mañana.
Pajarico que cantas
en la fuente
no despiertes al niño
que quiere verte.
(Escribano 1984, 358)
Pajarito que cantas
en la laguna,
no despiertes al niño
que está en la cuna.
Es la nana,
es la nana;
duérmete, lucerito
de la mañana.
(Fitzgibbon 1955, 140)[6]
Pedro C. Cerrilo anota al respecto que, debido a que las arrulladoras tratan de proteger al crío y a sí mismas del miedo, es notable la invocación de personajes de la tradición religiosa como la Virgen, el Ángel de la guarda, San Juan, Santa Ana, San Pedro, San Vicente y Santa Isabel, así como de animales y elementos de la naturaleza (2007, 325).
En la tradición mexicana los ruegos también se dirigen a los santos, a quienes se pide que colaboren en el arrullo o el balanceo para dormir al crío, como puede verse en las siguientes coplas sueltas; o bien pueden participar, al mismo tiempo, de una espiritualidad sincrética que combina el paganismo y el cristianismo, por cuanto se convoca a las aves, a las plantas y al Ángel de la guarda, a que ayuden a proporcionarle abrigo, arrullo y protección:
Señora Santa Ana,
Señor San Joaquín,
arrullen este niño,
que se va a dormir.
(Díaz y Miaja 1979, 92)
Santa Margarita,
Carita de luna,
Méceme ese niño
Que tengo en la cuna.
(Díaz y Miaja 1979, 92)
Pájaros de mayo,
pájaros de abril,
háganme la cuna
en un toronjil.
Toronjil de plata,
cuna de marfil,
cántenle a mi niño
que se va a dormir.
Ángel de la Guarda
que vas a venir
cuida a mi niñito
que se va a dormir.
Este niño lindo
por fin se durmió,
que lo cuide el ángel
que le manda Dios.
(Díaz y Miaja 1979, 169)
El ejemplo precedente destaca por su carácter ritual. Me refiero a que los ruegos dirigidos a los elementos naturales y celestiales señalan la bienvenida al mundo que la madre quiere dar al niño. La canción expresa, sincréticamente, su deseo de que el recién nacido reciba sus primeros dones tanto de la tierra como del cielo. Sin embargo, en la tradición mexicana son más frecuentes los ruegos de espiritualidad pagana, en los que la madre suele convocar a las aves, las flores y los frutos, en ocasiones combinados con atributos de la Virgen María, sea para procurar el arrullo, conjurar la enfermedad, o bien propiciar la alegría, el juego y el canto:
Nochecita linda,
que tu pajarito
venga con canciones
para este angelito.
(Díaz y Miaja 1979, 188)
Campanita de oro
jilguero de mayo
cántale a ese niño
que tiene desmayo.
(Díaz y Miaja 1979, 173)
Naranjita dulce,
Gajo de sandía,
Traigan para el niño
Toda su alegría.
(Díaz y Miaja 1979, 197)
Campanita de oro,
si yo te comprara,
se la diera al niño
para que jugara.
Campanitas de oro,
torres de marfil[7],
canten a este niño
que se va a dormir.
Campanas de plata,
torres de cristal,
canten a este niño
que ha de descansar.
(Mendoza 1984, 30)
Arestín de plata,
cuna de marfil,
arrullen al niño
que se va a dormir.
[…]
Este niño lindo
que nació de día,
quiere que lo lleven
a comer sandía.
(Mendoza 1984, 27)
Obsequios
Obsequiar por el placer de brindarle al crío alegría, bienestar y agrado es un acto que encontramos sólo en tres canciones de la tradición hispánica; los obsequios pueden ser frutos y postres, en el primer caso; golosinas en el segundo y el tercero; y calzado en el último; éstos suelen ser otorgados tanto por la madre como por el padre:
¿Qué le daremos al niño chiquito
con que se pueda reír y alegrar?
un lindo ramo de hermosas naranjas
con verdes hojas y flor de azahar.
Tan-ta-ran-tán,
que los higos son verdes;
tan-ta-ran-tán,
que ya madurarán.
¿Qué le daremos al niño bonito,
qué le daremos mejor para él?
Vamos a hacerle unas tortas muy dulces
de blanca harina, de nueces y miel.
Tan-ta-ran-tán,
que los higos son verdes;
tan-ta-ran-tán,
que ya madurarán.
¿Qué le daremos al niño querido
que sea bueno y le pueda agradar?
Vamos a darle una cesta de guindas
para comerlas o para jugar.
Tan-ta-ran-tán,
que los higos son verdes;
tan-ta-ran-tán,
que ya madurarán.
(Frente de Juventudes 1943, 207)
Mi niño se va a dormir,
su papá le quiere mucho,
y le tiene que traer
de la feria un capiruche.
(Gil 1982, 13)
De pequeñita en la cuna
me enseñaron a decir:
papá, mamá, teta, nano
y otras cositas así.
Duérmete, niña, en la cuna,
tu mamá te quiere mucho,
tu papá te va a traer
dulces en mi cucurucho.
(Fitzgibbon 1955, 314)
E-a, niño; e-a, niño;
e-a, niño; e-a, ron;
e-a, niño, e-a, niño;
que tu padre está en Cayón,
a traer unos zapatos
de pelleja de ratón.
E-a niño, e-a, e-a.
(Fitzgibbon 1955, 308)
En otras canciones hispánicas, el vestido, el alimento, el calzado o las monedas son regalos que se prometen al crío si éste se duerme. En realidad, las veo como canciones que condicionan a que el niño se duerma, a cambio de bienes que de cualquier forma se le darán, y que a veces suenan divertidos:
La señora luna
Le pidió al naranjo
Un vestido verde
Y un velillo blanco.
La señora luna
Se quiere casar
Con un pajarito
De plata y coral.
Duérmete, Natacha,
E irás a la boda
Peinada de moño
Y traje de cola.
(Fitzgibbon 1955, 140)
Duérmete niño chiquito,
que tu madre está a lavar,
y a la noche, de que venga,
la tetita te dará.
Duérmete, niño,
que tengo que dar,
la vuelta al puchero,
que va a quemar. Ea, ea.
(Gil 1982, 14)
Este niño que aquí llora,
yo no lo puedo callar,
que le calle su mamita
o que lo deje llorar.
Si este niño se durmiera,
le daría medio real
y después de dormidito,
se lo volvería a quitar.
(Fitzgibbon 1955, 313)
Si el niño se duerme pronto,
Su padre le va a traer
Unos zapatos muy guapos,
Cuando vaya a Santander.
Ova, ova.
(Córdova 1948-1955, 3:371-372)
Al parecer, los regalos no son abundantes en la tradición mexicana, pues sólo encontré un ejemplo donde se combinan obsequios que se prometen al crío para que se duerma. Éstos son, con mayor frecuencia, alimentos (atole, guayabate y semita) y, en menor medida, vestido, monedas, juguetes, flores y caricias. Esta larga canción incluye una copla en la que se encomienda la protección del crío a San Benito y otra de bendición y acción de gracias a la Virgen del Rosario, personajes muy populares en la tradición mexicana, debido a sus atributos protectores; si a San Benito se le atribuye el don de alejar el mal en todas sus formas, a la Virgen el de cuidar y favorecer a sus fieles:
Duérmete, niño,
duérmete solito,
que cuando despiertes
te daré atolito.
Duérmete, mi vida,
duérmete, mi cielo,
que la noche es fría
y habrá nieve y hielo.
Duérmete, bien mío,
duerme sin cuidado,
que cuando despiertes
te daré un centavo.
Duérmete traquilo,
duerme, chilpayate,
que cuando despiertes
te doy guayabate.
Duerme, niño lindo,
ya está tu camita;
que si no llorares
te daré semita.
Niño consentido,
duerme sin cuidado,
en tu bolsa tienes
el nuevo soldado.
El vestido nuevo
puse en el baulito
te vele y te cuide
Señor San Benito.
Ya viene tu nana,
traerá la talega,
en donde se encuentra
tu camisa nueva.
No llores, chiquito,
bello cual la luna,
te daré un besito
ya estando en la cuna.
A la rorro, niño,
que te estoy meciendo;
ya está el atolito
que te estoy haciendo.
Duérmete, mi lindo,
duérmete sin pena;
que cuando despiertes
te daré tu cena.
Bendice a este niño,
Virgen de Rosario,
y en tu capillita
rezaré un sudario.
Duerme, chiquitito,
duérmete y no llores;
que los angelitos
te darán las flores.
Duérmete, lucero,
duérmete ya un poco,
no tengas cuidado,
que no viene el coco.
Duérmete, mi lindo,
que tengo que hacer,
echar las tortillas,
ponerme a moler.
(Mendoza 1984, 35)
Bendiciones
Las bendiciones de nuestro corpus son escasas y sólo aparecen en la tradición hispánica. A juzgar por sus canciones, lograr que el bebé se duerma no es tarea fácil. Por ello, cuando ya está rendido de sueño, la madre, la nana o quien le cante, expresa que ese hecho es una bendición:
A la nanita nana
nanita ea…
Mi niño tiene sueño
bendito sea…
(Escribano 1994, 348)
O bien, recibe la bendición celestial, en forma de un ángel que lo besa cuando ha dejado de «dar lata» y se ha dormido:
Ea, ea, ea,
Angelito mío.
ya no quiere teta,
ya no tiene frío.
Esta niña linda
se ha dormido ya
y un dulce angelito
un beso le da.
¡Un beso le da!
(Fitzgibbon 1955, 303)
La bendición también puede consistir en encomendar el sueño del bebé a una potestad cristiana, quien puede custodiarlo desde su cabecera y resguardarlo mientras duerme; en este caso, se trata de la Virgen del Remedio, patrona de Alicante, a quien se le atribuye el milagro de acabar con la epidemia que en 1647 diezmaba al reino de Valencia.
Y arrorró, canelica,
que viene el coco
y se lleva a los nenes
que duermen poco.
Mi chica se va a dormir
porque tiene mucho sueño
y por cabecera tiene
a la Virgen del Remedio.
Y arrorró, canelica,
que viene el coco
y se lleva a los nenes
que duermen poco.
Si mi chica se durmiera,
a la Virgen se la diera
y después de estar dormida,
a la Virgen se la pida.
Y arrorró, canelica,
Que viene el coco
Y se lleva a los nenes
Que duermen poco.
(Cerrillo 1992, 114-115)
Una vez conciliado el sueño, la bendición del crío puede tener una espiritualidad pagana, que invoca a los dos astros que rigen la vida terrenal, para brindarle calor en los pies y, en su inconsciente, una grata ensoñación:
Si mi niño se duerme
lo echo en su cuna,
los piececitos al sol
la cabecita a la luna.
(Escribano 1994, 358)
Si bien los ruegos y las bendiciones evocan la espiritualidad de quien canta y transmiten su deseo de proteger al bebé contra todos los males y cuidarlo con el bien más preciado, también obedecen a las precarias condiciones de salud que prevalecieron todavía a mediados del siglo xx. Hacia 1900 la tasa de mortalidad infantil era muy alta: 186 defunciones por cada mil nacidos; a partir de 1950, la tasa bajó a 64 por cada mil. Por esta razón, las mujeres solían rodearse de un amplísimo repertorio de objetos que ayudaban a enfrentar las contingencias relacionadas con el parto, como cintas, rosarios, escapularios, medallas, reliquias y toda clase de objetos religiosos, de tal suerte que pusieron en juego mecanismos asociados con la tradición pagana de los pueblos mediterráneos de la antigüedad clásica, con la cultura árabe y el catolicismo (Herradón 2013, 44)[8]. Todavía bien entrado el siglo xx, los niños en España eran extraordinariamente frágiles y estaban constantemente amenazados por una serie de peligros, entre los que se destacan la enfermedad y la muerte. Así, cualquier acto de protección relacionada con la salud y con la prolongación de la vida, incluso la eterna, cobró singular importancia. A ello se debe la costumbre de ponerles amuletos con función profiláctica –vgr. sonajeros, garras de tejón, ramas de coral, entre otros– y la creencia de que con ellos se les alejaría de cualquier mal, fuera real o imaginario (González 2013, 9-10). Los ruegos y bendiciones que hemos revisado también responden a esa función preventiva. En México, dichas prácticas y creencias también han estado presentes hasta nuestros días. Recuerdo que mi abuela Violeta Robert Gómez, hacia los años 1970, solía contar que a las mujeres que tenían hijos, no todos se les «lograban», es decir, que no todos sobrevivían a enfermedades como la viruela, la disentería o la tifoidea, y se alegraba de la invención de los antibióticos, pues con ellos había mejor esperanza de vida. No sólo ella, sino todas mis antecesoras oaxaqueñas, contaban también acerca de los remedios, ritos, oraciones y amuletos que les preparaban a los recién nacidos para salvaguardar su salud y su supervivencia. De tal forma que la crianza de los hijos solía ser una labor que exigía tiempo completo y total entrega en cuerpo y alma. De acuerdo con González, estas prácticas y creencias obedecieron al ferviente deseo de proteger a los niños indefensos de los estragos de la muerte y expresan, al mismo tiempo, su impotencia ante la fatalidad. En efecto, como asegura Álvarez Plaza, el nacimiento [y la crianza] de un nuevo ser es siempre un acontecimiento cargado de significación cultural que las sociedades consideran como un proceso que requiere de determinadas prácticas para favorecerlo. Así, cada cultura resguarda un conjunto de costumbres y ritos que justifican la ambivalencia del ser humano, en especial de la madre, al lidiar con lo imprevisible y con el caos que resulta del nacimiento de un nuevo ser (2013, 25).
Entre estos ritos se sitúa la tradición de las nanas, junto con las oraciones, amuletos y remedios que se emplean durante la crianza, puesto que son resultado de un proceso de modelización y estandarización de los recursos que ayudan al desarrollo del infante e instruyen acerca de los medios materiales y espirituales para asistirlo. Esta tradición tiene una función profiláctica que consiste en conjurar el temor y el desconcierto de las mujeres ante la enfermedad, la contingencia, lo desconocido y la muerte. Las nanas revisadas son testimonios, documentos y símbolos que dan cuenta de las prácticas espirituales que ejecutaron las mujeres para proteger la salud y la vida de los niños tanto como aportarles seguridad y confianza.
Se trata, sin embargo, de una tradición en vías de extinción, de acuerdo con las más recientes investigaciones. Fernández Durán afirma que su proceso de desaparición comenzó a mediados del siglo xx, cuando aumentó la calidad de vida y hubo avances en la medicina, la salud, la higiene y la alimentación; con ello mejoró la calidad del sueño del bebé y se empezó a prescindir del recurso tradicional de tranquilizarlo mediante el canto y el arrullo; actualmente hay muchos dispositivos que lo inducen al sueño, pero «en ningún caso sustituye el contacto y la voz de la madre y tal vez pueda afectar el desarrollo emocional del niño en sus primeras etapas de vida» (2013, 51). A esta circunstancia se suma el hecho contundente de la incorporación de la mujer al mercado laboral, lo que propició que ya no suela ocuparse de tiempo completo en la crianza de los hijos; su participación en la economía del hogar ha ido delegando el cuidado y la salud de los niños al campo de la medicina pediátrica (Vázquez 2013, 15-16).
Decíamos al principio, siguiendo a Godbout y Caillé, que en la modernidad la mujer es el centro del sistema del don. Pero, finalmente, habría que decir dos cosas que me parecen importantes al respecto. La primera es que a partir del siglo xix, cuando nació la obstetricia, la pediatría y la puericultura, el parto y la crianza paulatinamente dejaron de ser dominios exclusivos de las mujeres y pasaron a ser labor de los médicos, más aún cuando, hacia los años 1950, las mujeres delegaron el cuidado de sus hijos para acceder a los estudios y el trabajo profesionales (Álvarez 2013, 25-26). La segunda es que, pese a los avances científicos en materia de salud infantil, hasta nuestros días se sigan conservando, tanto en México como en España –y muy probablemente en el resto del mundo– prácticas como oraciones, ruegos, bendiciones, uso de amuletos y veladoras para conjurar los males que aquejan el cuerpo y el alma de los críos[9]. Así, la fluctuación del espíritu materno entre la certeza de la ciencia médica y las prácticas rituales, nos revela la imagen de la madre moderna se asienta en una paradoja.
Por cuanto concierne a rogar, obsequiar y bendecir a los infantes, sea en nuestras nanas o en otro tipo de rituales, son expresiones de un amor incondicional e infinito que se debe, desde tiempos inmemoriales, a la intuición o a la conciencia de que el nacimiento de un ser humano es, ante todo, un acontecimiento divino, un regalo de los dioses, cuya retribución exige no sólo todo el amor y la atención de los padres, sino también su sacrificio, en pos del bienestar del crío. Es así como considero que se cierra el sistema del don tanto en la dimensión terrenal como en la espiritual. Finalmente, los actos de rogar, obsequiar y bendecir en nuestro corpus dejan ver el lado positivo del arquetipo de la madre, a juzgar por las cualidades que revela: la autoridad mágica de lo femenino, la sabiduría y la altura espiritual que está más allá del entendimiento, la bondad, el sustento, la protección y el alimento (Jung 1970, 75). Pero no siempre es así; algunas nanas muestran otras facetas, como la madre desnaturalizada o la adúltera, que dejaremos para otra ocasión[10].
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Mauss, Marcel. «Ensayo sobre los dones. Motivo y forma del cambio en las sociedades primitivas». Sociología y Antropología, 155-263. Madrid: Tecnós, 1991.
Mendoza, Vicente T. Lírica infantil de México. México: Fondo de Cultura Económica, 1984.
Pedrosa, José Manuel. «El conjuro de la adúltera (AT1419h): Del cuento y la canción orales a la tradición escrita (entre Boccaccio, Timoneda, Cervantes y Lorca)». En Formas narrativas breves en la Edad Media. Actas del IV Congreso: Santiago de Compostela, 8-10 de julio de 2004, coordinadas por Elvira Fidalgo Francisco, 123147. La Coruña: Universidad de Santiago de Compostela, 2006.
Vázquez, Elena, «Hacia la crianza moderna. Las transformaciones en el concepto de infancia en España y su repercusión en los bebés (ca. 1800-1960)». En Bebés. Usos y costumbres sobre el nacimiento, Catálogo de la exposición temporal del Museo del Traje, CIPE, coordinado por Teresa García, Fátima García y Beatriz Bermejo, 15-23. Madrid: Ministerio de Educación, Cultura y Deporte, 2013.
NOTAS
[1] Quiero agradecer el apoyo de mis colegas César Sánchez Ortiz, Cristina Cañamares Torrijo y Ángel Luis Luján, así como a la encargada de la biblioteca, Carmina Martínez Blanco, quienes me orientaron en mis primeras pesquisas y me facilitaron el acceso a los acervos, durante el otoño de 2018.
[2] El análisis de Mauss se centra en las sociedades polinesias, melanesias y esquimales del siglo xx, para explicar a qué normas de derecho e intereses obedeció que las sociedades arcaicas se sintieran obligadas a recibir y devolver regalos, y qué fuerza tenía el objeto regalado que obligaba al donatario a devolverla. Su hipótesis es que el sistema del don se sostiene en un sistema de intercambios que acompaña todos los acontecimientos importantes de la comunidad, tales como el nacimiento, la circuncisión, la enfermedad, la menstruación, los ritos funerarios, en los que entra en juego el honor, el prestigio y la autoridad de los participantes. De tal suerte que es menester recibir y devolver los regalos pues, de lo contrario, quien los rechaza o no los devuelve, pierde su honor, su prestigio y autoridad, además de que su negativa implica una declaración de guerra para el donador, pues niega la alianza y la comunión con él. De ahí que la fuerza que actúa sea el vínculo, el lazo de unión, el sentimiento de amistad que los regalos propician entre los participantes.
[3] Ese predominio no ha dejado ver la participación masculina, por lo que habría que decir que, actualmente, también son transmitidas por hombres que viven gozosamente la paternidad. Conozco a varios de ellos, empezando por mi padre, mis hermanos y algunos de mis amigos. Pero, para los objetivos que aquí nos ocupan, podría documentar esta defensa de la transmisión masculina citando el trabajo de Rodrigo Bazán (2010), a quien la llegada de su hijo Íñigo le causó tal inspiración y alegría, que no sólo le hizo cantarle nanas, sino también escribir acerca de ellas.
[4] Miguel Manzano Alonso indica que se trata de tonadas que se cantan mientras se duerme al niño y, desde una perspectiva musicológica, considera que, en el uso popular, los cantos suelen ser polifuncionales, puesto que la canción y la circunstancia en que se canta puede ser plural y diversa (2003, 460).
[5] Anoto otras versiones muy parecidas: «Pajarito que cantas/ en el almendro, / no despiertes al niño que está durmiendo». «Pajarito que cantas/ en las lagunas, / no despiertes a mi niño/ que está en la cuna. Estrellitas del cielo/ rayos de luna/ alumbrad a mi niño, que está en la cuna» (Cerrillo 1992, 106-107). En otro ejemplo encuentro que el canto del ave, sin embargo, puede servir de arrullo al crío: «Canta, pajarillo/ de color añil; / que mi niño/ no quiere dormir» (Cerrillo 1992, 55).
[6] Otra versión parecida: «Pajarito que cantas/ en la laguna,/ no despiertes al niño/ que está en la cuna. Ea la nana, ea la nana; duérmete lucerito/ de la mañana./ A los niños que duermen/ Dios los asiste,/ y a las madres que lavan/ Dios las bendice./ Ea la nana,/ ea la nana;/ duérmete lucerito/ de la mañana» (Cárdenas 1978, 512).
[7] Torre de marfil es uno de los epítetos de la Virgen María; en la tradición cristiana simboliza la noble pureza; el epíteto fue incluido en la letanía de la Santísima Virgen María que actualmente se sigue rezando durante la misa.
[8] Santa Rita, Santa Librada, San Antonio de Padua, Santo Domingo de Guzmán, San Roque, la Virgen de la Leche y el Buen Parto son algunas potestades a las que se solía invocar para favorecer el buen desarrollo de los nacimientos; tienen en común haber superado las dificultades del nacimiento y enfermedades relacionadas con la condición femenina de manera taumatúrgica, o bien haber intercedido en partos complicados mediante libros de milagros, que circularon durante los siglos xvii y xviii. La máxima intercesora de la futura madre fue la Virgen María, cuyas advocaciones son numerosas, entre ellas, la Virgen de la Cinta, la Virgen de la Cabeza y la Virgen de la Regla (Herradón 2013, 46).
[9] En España se documenta el empleo de cintas para conjurar los males del parto y el nacimiento, velas encendidas a la Virgen y a diferentes santos, rogativas en el altar mayor de la Virgen de la Leche y del Buen Parto (Álvarez 2013, 28).
[10] Me refiero a las nanas españolas que expresan el abandono del crío por parte de la gitana, vgr.: «Este niño chiquito/ no tiene madre;/ lo parió una gitana,/ lo echó en la calle» (Castro 1973, 53); también a las que usan como pretexto el arrullo del crío para prevenir al amante de la presencia del marido, como en este ejemplo que proporciona Pedrosa: «Que majo que ere,/ que mal que lo entiendes,/que el padre está en casa/ y el niño no duerme/ Al run run, run run del alma,/ ¡que te vayas tú!» (2006, 133).