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Las imágenes más primitivas de la Virgen suelen ser representaciones que, independientemente de si salieron o no de manos humanas, muestran a María con su hijo. Algunas, yendo más allá del carácter de un retrato para uso devocional, tratan de reflejar la atmósfera del nacimiento de Cristo, con los personajes descritos por los Evangelios y los animales que estaban presentes junto al pesebre o que pastaban por los alrededores en un momento tan especial como mistérico. Esos mismos animales, ya fuesen domésticos o salvajes, serán objeto posteriormente de curiosas estampaciones que reforzarán el carácter protector de la Madre de Dios, al tiempo que demuestran en piadosos exvotos la capacidad mariana de influir sobre lo contingente, es decir sobre todo aquello en lo que el ser humano se muestra más desasistido y menos seguro. Numerosísimos pliegos de cordel sirvieron a lo largo de los últimos cinco siglos para describir sucesos milagrosos en los que la ayuda de María se manifestaba de forma patente para confusión de los incrédulos y afirmación de sus devotos. Curiosamente, las escenas representadas como ofrenda, no solo en papeles sino en tablas y lienzos, reflejaban casi siempre una aparición terrenal de María, como si la Virgen deseara mostrarse de forma cercana y personal, ayudando a sus fieles, acogiéndolos bajo su manto protector que alejaba el peligro o la muerte y evitándolos el dolor con su salvífica mano. Esa mano que «mostraba el camino» apuntando al Salvador en los primeros iconos, se volvía después hacia los humanos para servir de escudo y salvaguarda contra desventuras y azares. No cabe duda de que el papel de medianera que la Iglesia concedió a María y que San Bernardo reforzó recordando que lo haría «como ella quisiera y a quienes quisiera», se presentaba en esos ingenuos papeles con tanta fuerza que llegaba a convertirlos en retratos íntimos de lo cotidiano: los milagros de la Virgen, reflejados en hermosas palabras desde el siglo XII para ejemplo de la devoción, llegaban al ámbito doméstico y casero y se humanizaban acercándose al creyente. Algunos pliegos hacían una descripción instantánea del momento mismo en que la Virgen actuaba salvando a su devoto mientras que otros, al estilo de una «biblia pauperum» medieval (que dibujaba sobre un papel de uso personal lo que se mostraba en carocas y vidrieras para el común) pintaban en varias casillas los momentos más significativos del milagro, acompañándolos en ocasiones de un breve comentario.
No cabe duda de que las devociones marianas deben a esta costumbre buena parte de su persistencia en el tiempo, independientemente de que en ocasiones tuviesen una finalidad recaudatoria o de que lo exagerado de sus términos transfigurase a veces lo sobrenatural en hiperbólico. Los ciegos (en el ámbito nacional) y los santeros (a nivel local y cercano) hicieron el resto: papeles impresos con imágenes venerables para ser adquiridos por los adeptos, que después eran usados como amuleto corporal o para decoración de la casa con fines protectores o devocionales.
En el presente número de la Revista de Folklore, uno de sus más asiduos colaboradores, José María Domínguez Moreno, nos ofrece un ejemplo de fervor local en el pliego dedicado a la Virgen de Valdejimena, «abogada de las horas menguadas, aires corruptos y mordeduras de perros rabiosos». La rabia, esa enfermedad vírica que actuó durante centurias sobre el sistema nervioso de los afectados llegando a producirles la muerte, era un temible mal contra el que protegían algunas vírgenes como la de Valdejimena pero también santos como San Bernardo, San Jorge, Santo Toribio o Santa Quiteria, que tenían a favor de su patrocinio el lento desarrollo de la enfermedad -a veces tardaba un año en manifestarse- así como la progresiva y más reciente implantación de medidas higiénicas (evitar la inhalación de aerosoles que contuviesen el virus y lavar con jabón la herida producida por el animal) y la providencial aparición de la vacuna desarrollada por Louis Pasteur contra ésta y otras enfermedades infecciosas y los microorganismos que las producían. Nihil novum sub sole.