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EL PASTOR
El anochecer es silencioso en la meseta. El sol se ha escondido tras el horizonte y el páramo se oscurece deprisa. Las alimañas han dejado de anunciar su presencia y previendo una noche dura se han refugiado en sus cubiles, creando una atmósfera vacía.
El pastor dirige el rebaño hacia la tinada, levantando el aroma montano del tomillo y haciendo crujir los terrones de tierra ahuecados por el hielo. Lleva la cara protegida hasta los ojos por un tapabocas, que revoca el aliento y le calienta el rostro, y una manta le resguarda del frío seco y cortante. A su lado le acompañan dos perrillos de carea y detrás de él camina el rebaño casi en silencio, roto por el paso sordo del ganado, el tintineo de las esquilas y el balido lastimero de alguna oveja. Los mastines, macho y hembra, caminan tranquilos detrás del rebaño, aunque con el olfato y el oído atentos, haciendo sonar a cada zancada las pesadas carlancas.
Al llegar al corral los animales entran precipitadamente empujados por los perrillos de carea que corren de un lado a otro dirigiendo a los animales descarriados hacia el redil, ladrándoles y lanzándoles tarascadas. Cuando el ganado entra, llama a los perrillos y cierra la cancela una vez que han salido del corral.
Al otro lado de la puerta de la choza se oye el lloriqueo y el arañar nervioso e insistente de los cachorros que han olido a los recién llegados. Cuando la abre salen cuatro perros que lo saludan alegres, subiéndosele encima, aunque no los presta mucha atención. Al sentirse rechazados centran su atención en los mastines, pero como tampoco les hacen mucho caso, salen corriendo a desfogarse.
El pastor entra en la choza y deja el cayado junto a la puerta, saca una caja de cerillas de un bolsillo del abrigo y enciende una lámpara de carburo que cuelga de la pared, creando una esfera de luz que ilumina tenuemente la estancia. Es pequeña y circular, con paredes y bóveda de piedra, ésta abierta en la cúpula, y suelo de tierra. En el centro hay un círculo de piedras en cuyo interior humean los restos de un tocón ennegrecido. A un lado un poyo hecho con piedras y cubierto por un jergón de paja sirve a la vez de asiento y camastro. Cerca hay una talega colgada de una punta, una copita de cristal en un hueco de la pared y un taburete de madera sobre el que descansan apoyados en la pared un rabel y su arco. Un tajo de destazar medio desvencijado hace las veces de estante: un botijo, una hoya mediana, una escudilla de barro mellada y resquebrajada por varios sitios, y una cuchara de madera. Apoyado en él hay un hierro. Por encima del tajo un odre de piel de oveja pende de una cuerda atada a un clavo que sobresale de la pared. A continuación del tajo hay una estera roída y a su lado tres cacharros oxidados, una escoba de retama y un zapapico. El ambiente es frío y huele a humo de encina.
Remueve el montón de cenizas del hogar con el hierro y descubre los rescoldos de la mañana y luego raspa el tocón calcinado, haciendo caer algunos carbones encendidos en las brasas recién avivadas. Sale de la choza y de un montón de leña coge una brazada que coloca sobre las ascuas. Cuando regresa con el segundo haz las ramillas chisporrotean y las lenguas de fuego ascienden hacia el humero, iluminando la estancia completamente. Deja la leña a los pies del camastro y sale a llamar a los cachorros que juegan y corretean aquí para allá bajo la atención de los mastines: «pasad, esta noche dormiréis caliente». Una vez dentro se tumban con las patas estiradas hacia adelante y la cabeza erguida, siguiendo los movimientos de su amo con la mirada. Los perrillos que se habían tumbado en su estera, enroscados a causa del frío, abren y cierran los ojillos adormilados con cada ruido.
Vacía el zurrón en el tajo: un pedazo de hogaza, otro de queso envuelto en un trapo grasiento, una bota de vino y una navaja; y lo cuelga en un clavo junto al odre. Coloca el caldero en las piedras del hogar y arrima un montón de brasas para calentar la caldereta de oveja que le trajo su mujer hace unos días. Pasando entre los perros coge los cacharros oxidados, los coloca sobre las piedras del hogar y tercia la cántara llenándolos con leche ordeñada aquella mañana. Rellena la bota con el vino del odre y se sienta en el extremo del poyo cerca de la lumbre.
Como la estancia es pequeña el ambiente en seguida se vuelve agradable y se quita el tapabocas y las polainas. Sobre el jergón deja una petaca de tabaco manoseada y una cajita de papelinas que ha sacado del abrigo. Extiende las manos sobre el fuego para desentumecerlas y poder liarse un par de cigarros que deja en el borde del tajo. Los mastines no han dejado de seguir a su amo con la mirada y de olfatear el aire cargado con los olores de la leche y la caldereta que se calienta en el fuego, aunque los cachorros cansados ya de esperar, duermen igual que los perrillos de carea, acurrucados unos junto a otros para darse calor.
El fuego ha consumido las partes finas de las ramas y ha perdido fuerza. Saca del fuego los cacharros de los perros donde la leche ya humea, cogiéndolos con un extremo de la manta para no quemarse; miga un poco de pan, lo menea para que se moje bien y los deja junto a la puerta. Los mastines se levantan rápidamente y despiertan al resto de perros. Todos acuden a los cacharros y tardan poco en devorar la leche migada; después vuelven relamiéndose a su sitio junto al fuego.
Se inclina sobre el caldero y se sirve en la escudilla unas tajadas de oveja y unas patatas. Luego saca el caldero de la lumbre y echa parte de la segunda ramada que prende en seguida, iluminando nuevamente la choza. Se acomoda en el asiento, recostándose en la pared y extendiendo las piernas hacia el fuego, sintiendo el calor agradable.
Come despacio, removiendo las patatas con la cuchara para enfriarlas y bebiendo un trago de vino de vez en cuando. Los huesos de las tajadas los deja a un lado para echárselos luego a los perros, que no dejan de seguir sus manos. Mira a su alrededor y observa los desperfectos que tendrá que arreglar cuando llegue el buen tiempo: recolocar alguna piedra que amenaza con caerse o arreglar el pequeño ventanuco que está tapado con un trapo y por el que no deja de entrar frío. Se rasca el mentón y siente el vello duro nacido hace un par de días; piensa que el domingo deberá levantarse de madrugada para ordeñar y luego ir al pueblo para asearse y afeitarse antes de ir a misa.
Rebaña el platillo con miga de pan y después corta unos trozos de queso. Cuando los acaba da un buen trago de vino, aclara la cuchara y la escudilla, ordena el tajo, guarda en el morral las sobras de pan, el queso, la navaja y la bota después de haberla rellenado; y echa los huesos en los cacharros de los perros. Los perros se vuelven a levantar ansiosos a devorar los huesos; al terminar, como saben que su amo no les va a dar más comida, se tumban unos junto a otros para darse calor.
De la talega colgada junto al camastro saca una botella de anís, coge la copita de cristal y lo deja en el tajo junto a los cigarros, a mano. Se sienta de nuevo con las piernas estiradas hacia el fuego, llena la copita y coge un cigarro. Enciende una cerilla y prende un cigarro que humea con dos caladas. Tira la cerilla al fuego y coge el rabel y el arco que descansan en el taburete.
Rasga las cuerdas entonando romances y coplas, con el cigarro consumiéndose en los labios, alternando los cantares con breves sorbos de anís que siente que le calientan el cuerpo. Cuando se ha consumido el segundo cigarro acaba la copa, deja el rabel y el arco en el taburete, echa al fuego el resto de la leña, apaga la lámpara y se tumba en el camastro apoyando la cabeza sobre el brazo flexionado y arropándose con la manta. Los chasquidos de la leña quemándose, el calor que desprenden las llamas y que siente en la cara, y la respiración tranquila de los perros le arrullan hasta quedarse dormido.
La loba
La noche es fría y silenciosa. Los animales dormitan en sus refugios esperando que llegue el amanecer y se caliente la atmósfera. Las estrellas rilan en el cielo despejado y la luna creciente comienza a salir por el horizonte.
La loba salió al atardecer de su escondite entre las aulagas en una ladera soleada, y desde entonces deambula por el llano, con la cabeza gacha olisqueando el suelo en busca de algo que comer. Es parda con zonas más oscuras aunque la cabeza y el hocico comenzaron a canear hace tiempo. Está escuálida y tiene cicatrices y calvas por el lomo que evidencian una vida larga y difícil.
Sola, y en invierno, apenas puede cazar más que algún conejo que dormite descuidado en la boca de su madriguera o con rebañar los huesos de algún animal muerto. El campo en invierno es aún más solitario.
Se detiene y se sienta para lamerse las heridas de los cuartos traseros que ha sufrido en la última pelea con otra loba. De repente se incorpora y levanta el hocico venteando el aire. El olor es muy débil porque no hay viento que lo lleve. Da unos pasos en una y otra dirección con el hocico levantado, olfateando, buscando el origen, hasta que finalmente echa correr segura en una dirección.
En lo alto de una vaguada se detiene y olfatea despacio moviendo la cabeza de aquí para allá. Comienza a andar en una dirección pero gira rápido la cabeza y cambia de rumbo acelerando el paso. El olor es cada vez más intenso y la excitación cada vez mayor.
Cuando llega al borde del teso se detiene. Abajo hay una pequeña construcción cónica de piedra de la cual sale una columna de humo que en seguida se aquieta y a muy poca altura se extiende paralela al suelo. Adosado a ella hay un corral de piedra donde sestea el ganado, apiñado un animal junto a otro para darse calor.
La loba distingue el olor del ganado y se relame. Excitada, no deja de ventear el aire calmado intentando distinguir algún otro olor, atenta al menor ruido.
Desciende la ladera sin dejar de ventear el aire y con el oído atento, con el rabo entre las piernas como si quisiera esconderse. A medida que se acerca al redil el murmullo nervioso del ganado aumenta. Rodea el corral buscando una entrada y al no encontrarla da un salto para alcanzar lo alto de la valla de piedra, pero las garras se le escurren y cae de costado, lanzando un gemido. Vuelve a recorre la tapia buscando el sitio adecuado y hace un nuevo intento. Esta vez consigue alcanzar lo alto de tapia y saltar al otro.
Delante de ella está el ganado balando asustado, aplastándose unas ovejas a otras contra la tapia. Se lanza hacia él pero el rebaño se separa en dos describiendo sendos semicírculos a ambos lados. Corre detrás de un grupo y consigue agarrar la pata de una oveja pero la envestida alocada del otro hatajo la arrolla haciéndola rodar. Se incorpora y observa el rebaño reunido de nuevo, buscando los corderos. Distingue sus balidos agudos y lastimeros en el interior del rebaño, protegidos por las madres. Se arroja de nuevo en la dirección de donde provienen los quejidos y el rebaño vuelve a separarse, pero esta vez queda desprotegido un grupo de borregos que se desperdiga al verse aislado. De dos zancadas atrapa por la cadera al más rezagado. De un rápido movimiento de cabeza lo golpea contra el suelo e instantáneamente lo aferra por el pescuezo, clavándole sus agudos y afilados colmillos en la tráquea.
Rápidamente sale del redil por donde entró, escuchando los ladrillos amenazadores de los mastines que el pastor guarda en la choza.
La cacería
El pastor se despierta sobresaltado por los ladridos de los perros, que arañan incesantemente la puerta. Separa a los perros a empellones para llegar hasta ella, busca a tientas la tranca y al abrirla los mastines y sus cachorros salen corriendo ladrando guiados por el olor de la loba. Sale detrás de ellos con el cayado en la mano, gritando insultos y maldiciones contra el animal ladrón. Gracias a la luz mortecina de la luna creciente y los ladridos, intuye la dirección que llevan los mastines tras la loba. Distingue en lo alto de la ladera la sombra veloz de la loba pero enseguida se oculta tras la línea oscura del teso. Al poco ve perderse las de los perros, cuyos ladridos resuenan en la llanura y poco a poco van perdiéndose hasta hacerse inaudibles.
La loba corta el aire rápida, con el borrego en la boca, clavando firmemente las garras en el suelo helado. Conoce el campo y sabe qué dirección debe tomar para perder a los perros que la acosan.
Desciende por una pequeña vaguada y sigue el cauce arriba del arroyo hacia su nacimiento, chopeando en el agua cuando rompe la capa de hielo en que se han convertido los remansos. Donde el hielo es grueso y no quiebra alguna pata se le escurre porque las garras no pueden aferrarse a él, pero no llega a perder el equilibrio y sigue avanzando segura. La vegetación va cerrándose dificultándola el paso a la vez que el vallejo se estrecha. Para llegar a lo alto del teso abandona el cauce y asciende por una ladera empinada cubierta por un espeso carrascal donde tiene que forcejear para romper las ramas de las chaparras porque la borrega se engancha en ellas. Al salir del monte está exhausta y tiene que detenerse para recuperar aliento. Sus propios jadeos no la dejan escuchar y pausa la respiración intermitentemente para oír el ladrido de los perros que no pierden su rastro.
Sigue avanzando cansada ya por la meseta cuyas rocas afiladas la hacen heridas sangrantes en las almohadillas. Tropieza dos veces y la tercera mete la pata delantera en una grieta y al quebrársele cae de bruces lanzando un gemido agudo de dolor. Se levanta cojeando, recupera la borrega y sigue avanzando a pesar del dolor.
La loba ya va cansada y oye cada más cerca el ladrido de los perros que han seguido su rastro incansablemente. Llega al borde del teso y desciende difícilmente por una ladera escarpada. Salta de peñasco en peñasco sin dejar de apresar el borrego que se balancea inerte en su boca.
Los ladridos de los mastines se oyen ya en lo alto del teso cuando la loba salta sobre una roca y ésta se desprende, cayendo ella y el borrego ladera abajo. La loba se incorpora desorientada y busca el rastro del cordero muerto. Cuando lo recupera una embestida la derriba y la hace rodar. Se zafa de su atacante y vuelve a incorporarse dejando el animal muerto en el suelo. Una roca le corta la retirada y se coloca en actitud defensiva, gruñendo y enseñando sus afilados colmillos. Delante están los cachorros y los mastines, gruñendo y enseñando los colmillos amenazadoramente, con el pelaje del lomo erizado, sin decidirse a atacar.
Un cachorro se lanza sobre los cuartos traseros de la loba pero ésta se revuelve y tira una dentellada que hace girones la oreja del perro, que se retira gimiendo. Otra cachorra la ataca de manos pero la loba que es más resabiada se lanza con más fuerza y de una pechada la derriba, quedando la perra a su merced bajo sus patas. Ésta la patea el pecho a la vez que intenta morderla pero la loba, impertérrita, esquiva las dentelladas y clava sus punzantes colmillos en su cuello, ahogando los gemidos.
Entonces los mastines se arrojan juntos contra la loba, que tiene que saltar precipitadamente dejando libre a la perra herida de muerte. Les tira tarascadas intentando frenar el ataque. La mayoría no logra más que arrancar mechones de pelo aunque alguna les hiere, pero los colmillos son tan afilados y es tal la excitación que no sienten los cortes.
Los mastines no cejan en su esfuerzo de derribar a la loba atacándola fieramente, pero ésta se defiende tenazmente esquivando los mordiscos y resistiendo los envistes de las patas.
La loba, casi abatida, ve el cuello de la mastina y desesperada se tira a él sin ver la carlanca. Entre los gruñidos y ladridos no se oye el chasquido de los dientes al romperse con los pinchos del collar ni el aullido de dolor. La mastina siente que la loba ceja en su ataque y ve que recula sin cuidado. Entonces se lanza sobre ella derribándola sin dificultad y aprisiona tenazmente su cuello entre sus mandíbulas. La loba ya no tiene fuerzas para forcejear y su cuerpo va quedándose lentamente inmóvil.
Al instante los cachorros se lanzan sobre la loba, mordiéndola y tirando del pellejo. La mastina les deja jugar con ella hasta que les gruñe, luego la apresa fuertemente del cuello e inicia la vuelta a la tinada. El mastín por su parte ha recogido el borrego muerto. En el campo queda la cachorra muerta.
La mastina avanza despacio, incómoda por la impedimenta del animal muerto y el juego de los perros a su alrededor tratando de morderlo. No deja de gruñirles y de mover el animal de un lado a otro para evitarlo. Después de un rato los cachorros caminan ya tranquilos, aburridos de la novedad de la presa cazada.
Cuando llegan a la choza el hielo que cubre el llano brilla con las primeras luces del día. El pastor les recibe triste al ver que le falta la perra ojinegra pero rápido se le pasa y habla alegre a los perros: «¡Muy bien mis perros! ¡Ahora prepararé la borrega para que la comáis hoy!». Arranca la loba de las fauces de la mastina y cogiéndola por las orejas la cuelga por la cabeza de una horquilla clavada en un hueco del muro de la choza…
Tu pellejo
para el pastor para zamarra
El rabo
para las correas
Las orejas
para las mangas
De los dientes de tu boca
tenedores para el ama
Candeal
Que queremos tu pellica
para el pastor para una zamarra
El rabo para correas
para remendar la zamarra
Las pezuñas para corchetes
para abrocharse las bragas
Las tripas para unas cuerdas
para tocar la guitarra
Las orejas para abanicos
para abanicarse el ama
Los dientes para una vieja
para que roiga las castañas
Y el culo para un salero
para la recién casadas
Nuevo Mester de Juglaría