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Christoph Weiditz, platero y grabador de Estrasburgo y uno de los primeros dibujantes de nuestros trajes y costumbres, llega a España en 1529 acompañando a Johannes Dantiscus, embajador del rey de Polonia y posteriormente obispo de Clelmno y de Warmia. Dantiscus, protector de Weiditz, intervino ante el Emperador Carlos para favorecer con sendos privilegios al joyero y grabador a quien comenzaban a incomodar las acusaciones de sus colegas, maestros plateros que le achacaban no haber justificado suficientemente su magisterio o incluso haber usado plata de calidad ínfima en sus medallas. La juventud de Weiditz en el momento del viaje a España con el séquito del embajador polaco que acompañaba al Emperador, no le impide realizar un trabajo extraordinario que constituye un documento único conservado en el Museo Nacional Germánico de Nuremberg desde 1868, fecha en la que el médico alemán Johannes Egger lo donó a la institución. De Dantiscus se ha escrito mucho no sólo por su relación con Copérnico sino por sus aficiones –la poesía y las mujeres– que pudo desarrollar a su gusto en España donde parece que, además de recibir tierras de Carlos V, tuvo una hija –la Dantisca– con una tal Isabel Delgada o Delgado, de Toledo.
El manuscrito consta de 77 hojas dobladas, que se convierten en 154 hojas en papel de hilo y algodón. José Luis Casado Soto, en el estudio que acompañaba la edición facsímil que publicó hace años la editorial Grial, comentaba la posibilidad de que el ejemplar hubiera perdido algunas hojas más, hoy desconocidas, en la larga peripecia seguida hasta descansar en el museo alemán. La influencia de esta colección sobre otros tratados y libros posteriores ha sido puesta de manifiesto en numerosas ocasiones, aunque tal vez la imagen que se reproduce en nuestro primer artículo sobre el deporte de este número, sea un ejemplo un tanto peregrino de esa influencia, pues los indios que aparecen jugando no llevan más que un trapo ceñido a la cintura (probablemente con protecciones de cuero) y se da más importancia a la bola de latex con que se divierten (seguramente extraído de la «Castilla elástica»), que a su indumentaria.
El juego siempre poseyó un lenguaje propio –fuera oral, fuera gestual– de cuya ejecución se podía traducir el propio contenido simbólico y que sirvió para mantener, en mayor o menor medida, la esencia desde sus orígenes hasta hoy. El hecho de que haya pasado de ser un acto ritual o una ceremonia a tener una finalidad competitiva, no ha acabado con los principios básicos del juego que, esencialmente, se centrarían en cuatro conceptos o categorías: causa, método, tiempo y lugar.
Respecto al primero, es decir al por qué juega el ser humano, habría que recordar su tendencia a imitar con fines mágicos y su capacidad para representar, remedar o parodiar escenas del mundo real, cualidades que le inclinaron desde el nacimiento de las primeras civilizaciones a crear, desarrollar y perfeccionar un tipo de actividad que, siguiendo un esquema que se pudiese repetir y sujeto a unos preceptos, le permitiese medir sus capacidades con las de otros. Ahí llegaría el segundo principio: el cómo. De qué forma el individuo confecciona un entramado temporal en el que están presentes todas sus actividades y sus formas de actuación, girando alrededor de la naturaleza o del ser supremo. El concepto diferente que hoy tenemos del tiempo y la manera de gastarlo hace que, lógicamente, la colocación de los juegos –cuyo sentido mágico o ritual se ha ido reduciendo– dentro de ese entramado o calendario se haya desplazado desde unas fechas ritualizadas dentro del ciclo anual hacia momentos creados para el ocio a los que –justo es reconocerlo–, se les concede, cada día más, una significación ritual.
Más que los tres principios anteriores, ha prevalecido el dónde, es decir el lugar en el que se practica el juego, valorado preferentemente en atención a la presencia cómoda de los espectadores y a la tendencia a marcar límites o a controlar todas las cosas que hoy parece acuciarnos.
A estos cuatro pilares sobre los que se construyó la necesidad del juego en tiempos pasados, convendría añadir, matizándolo, otro, que no es nuevo pero del que podríamos extraer una nueva lectura: quién juega. Y ahí tenemos a Weiditz reproduciendo el movimiento de dos jugadores que entretienen a Carlos V: no son españoles sino mesoamericanos y juegan a desplazar la pelota con el trasero, con las caderas o con las manos de modo que no caiga al suelo pues eso acarrearía desgracias sin cuento ya que el entretenimiento simbolizaba nada menos que el movimiento galáctico del sol y la luna.