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Revista de Folklore número

470



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Del pavor a la complicidad (nuevas generaciones de monstruos en la fantástica infantil y juvenil actual)

CALLEJA, Seve

Publicado en el año 2021 en la Revista de Folklore número 470 - sumario >



Lo más habitual es que el creador de ficciones provoque con sus monstruos repulsión unas veces y compasión otras, es decir, que los convierta en el prototipo del antihéroe. Caben en este encuadre millares de ellos: desde los cíclopes mitológicos de todas las culturas hasta los más futuristas humanoides; desde el animal-novio de los cuentos tradicionales hasta los últimos hallazgos de la fantástica interactiva. Son casi todos ellos encarnación del mal y de lo demoníaco. Y eso, cuando no hacemos del desdichado diferente el cabeza de turco de nuestras personales inhibiciones y fantasmas personales, esto es, cuando no lo convertimos no sólo en hazmereír sino la víctima propiciatoria del egoísmo y el decoro, y sobre el cae entonces toda nuestra maldad. La vida está plagada de situaciones ominosas y crueles de este tipo: desde el niño torpe, feo, deforme o débil sobre quien la cuadrilla, a espaldas de los adultos o en connivencia con ellos, descarga sus insultos y humillaciones ya en edad bien temprana hasta el subordinado laboral o el sometido social y políticamente sobre el que cae todo el peso de las desigualdades del sistema. En casos así, la imagen del monstruo cruza sutil de un lado al otro del espejo, haciéndonos dudar de dónde está realmente el lado monstruoso del ser humano: si en el el desdichado que vemos enfrente o en nuestro interior. Y también de esta alteridad se hace a menudo eco el fabulador.

Claro que en ocasiones, al monstruo desdichado se le conceden ciertas dosis de dicha. Esto suele lograrse mediante la intervención cómplice del niño, capaz de no advertir la repulsión, de convertirla en exotismo y hasta de diluirla en su propio candor. «E.T.» de Spielberg es un buen ejemplo de la fantástica transgresora que se refleja modernamente en el cine y la literatura destinadas a niños, en obras como El gran gigante bonachón, de Roald Dalh, o la película Shrek, de Andrew Adamson y Vicky Jenson, que tiene por objeto desmitificar, parodiándolos, los estereotipos de los cuentos folclóricos de bellas y bestias, de gnomos, trolls, dragones y princesas..., y cuyas raíces las había descubierto mucho antes Oscar Wilde con su Gigante egoísta o su Fantasma de Canterville, seres entrañables ansiosos de amar y ser amados bajo la maldita condición de proscritos que les confieren su aspecto exterior o su destino.

***

Asociados a lo fantástico, suelen ir siempre lo maravilloso y lo sobrenatural y, por lo tanto, lo fantasmagórico y lo terrorífico, pues tendemos a considerar fantástico cuanto de carácter sobrenatural o maravilloso irrumpe en nuestra realidad cotidiana, es decir, en el ámbito de lo que ya conocemos. Y es especialmente desde la visión del mundo infantil desde donde mejor se aprecia la incursión de lo maravilloso en la vida cotidiana, puesto que es el niño el que mejor acepta y asume como normales los acontecimiento fantásticos, gracias a los mecanismo del juego y los juguetes, incluidos entre ellos los cuentos maravillosos. Esos cuentos cuyo origen se pierde en la oscuridad más lejana pero que han mantenido sus destellos generación tras generación y que nos han llegado poblados de ogros, brujas, fantasmas, gigantes, gnomos, demonios..., por todos conocidos. Claro que, como ocurre con los juegos y modos de jugar, también éstos cambian con el tiempo en función de condicionamientos estéticos, técnicos o ideológicos y lo que a unos asustaba ayer divierte hoy a otros. Lo que en unos casos aterroriza en otros casos adquiere valor terapéutico. A este respecto, y aunque son abundantes los tratados sobre el valor terapéutico de los cuentos en la vida del niño, vamos a detenernos en uno de ellos, el de la pedagoga francesa Jacqueline Held, quien sostiene como valor fundamental de los cuentos el de enfrentar gradualmente al niño a las dificultades y los miedos[1]. Como apunta la pedagoga francesa, hay una serie de motivos y temas que existieron antaño y permanecen hoy en día como modelos de expresión de deseos e inquietudes constantes en el ser humano: el de los extraños visitantes -generalmente extraterrestres o habitantes de otros tiempos con los que el fabulador muestra las carencias y excesos del modelo social dominante; el de los mundos invertidos, en el que nuestros tradicionales «malos» asoman como seres bondadosos o, cuando menos, como contramodelos.

El cine y la literatura están plagados de estos motivos, que van desde Los Viajes de Gulliver de Swift (1726) hasta las últimas historias de animación cinematográfica, pasando por otras ya clásicas como El planeta de los simios de Schaffner (1967), y que alimentan la cuentística destinada a niños y jóvenes desde hace tiempo. Obras como el Pinocho de Collodi, el Peter Pan de Barrie o la Alicia de Carrol, dejan de un lado -o atenúan al menos- la moralidad y las dulzuras dominantes en su tiempo para mostrar a los lectores un mundo menos feliz, en el que comienzan aasomar los conflictos y las desigualdades sociales y en donde se cuestionan los valores sociales dominantes en la educación de la época. Y así, Pinocho, Peter Pan o Alicia no dejan de ser seres inadaptados del sistema que habitan, es decir, de un mundo del revés, un orden invertido en el que los principios y comportamientos adultamente correctos quedan derrotados: Pinocho se burla del sistema educativo del modélico Janetino de Parravicini (que sería nuestro Juanito), Alicia se evade saltándose las normas de la educación victoriana, Peter Pan se niega a crecer y ser adulto... Y no tardarían a aparecer a la zaga las obras de escritores como el alemán Erick Kastner, la inglesa Richmal Cropton, la española Elena Fortún, la austríaca Crhistine Nöstliger, el caústico británico Roald Dalh y sus respectivos protagonistas: Emilio, Guillermo, Celia, Charlie, Conrad..., albaceas de lo que Held define como una pedagogía de la impertinencia, que se sustenta en la transposición de los mitos y los modelos convencionales, es decir, en el humor desmitificador:

En relación con los cuentos clásicos de hadas, con las tradicionales historias de brujas, de gigantes, de fantasmas, de dragones o de lobos, contadas en forma seria y horripilante -que por otra parte tienen su función y son a veces catárticos con la condición de no ser propuestos prematuramente-, un cierto cambio de estos términos agudiza el espíritu crítico, ataca desde dentro la credulidad, lo trágico y la angustia[2].

Uno de los más bellos y elocuentes ejemplos de este tipo de humor iconoclasta respecto a los viejos modelos lo hemos encontrado en un breve cuento infantil titulado Una pesadilla en mi armario, de Mercer Mayer. Su protagonista es un niño que cada noche, al acostarse, se muere de miedo porque en su ropero se esconde un monstruo. Un día decide enfrentarse a sus miedos, así que se levanta, se acerca al armario, saca a la pesadilla y la acuesta con él. Ahora que la conoce, que la controla, ya no le tiene miedo:

—Pesadilla –le dije–, no alborotes. Tranquilízate o, si no, despertarás a papá y mamá. Como no quería dejar de llorar, la tomé de la mano y la metí en la cama. Después cerré alegremente la puerta del armario antes de ir a reunirme con mi pesadilla. Supongo que habrá otra pesadilla en el armario, pero mi cama es demasiado pequeña para tres...[3].

Como es sabido, una de las más usuales definiciones del miedo es la que lo presenta como un temor irreflexivo hacia lo desconocido. Pues bien, haciendo un pequeño encaje de bolillos y aceptado que una de las manifestaciones de lo desconocido es aquello que percibimos como extraño o siniestro, el miedo también nos los provocan los otros cuando son percibidos como algo siniestro. Seguramente por eso los monstruos, en todas sus variantes y aspectos, nos provocan xenofobia, es decir, un miedo irreflexivo a lo extraño. Y será luego la misma mecánica de ese miedo la que se encargue de agrandar y distorsionar el objeto que nos lo provoca. Y por eso, a la desdicha de su deformidad, a todo monstruo se le atribuyen además perversiones y actos dañinos y agresivos que realzan más aún su monstruosidad. Esas atribuciones son las que han convertido en monstruos a personajes desdichados como Quasimodo o Frankenstein.

Una vez más es nuestra imaginación la que genera miedos, sobre todo cuando nosotros mismos somos seres traumatizados por los prejuicios. Pues de esos traumas va a depender el grado de pavor que un monstruo nos provoque, de eso y de nuestra mayor o menor proximidad a él. Quasimodo puede provocar la repulsión de la gitana Esmeralda, pero no la asusta; ni se asusta la princesa del cuento de Oscar Wilde ante el aspecto deforme de su bufón tanto como él mismo el día en que se reconoce ante un espejo. Tras un primer instante de pánico, a medida que ET y Eliot se conocen y acercan perderán el miedo al aspecto siniestros que cada uno tienen para el otro. El desarrollo de la historia de Spielberg consiste precisamente en la pérdida del miedo y la progresiva complicidad entre el extraterrestre y los niños, en tanto que los adultos lo conservan, pues mantienen vigentes sus prejuicios ante un ser extraño, supuestamente agresor y peligroso.

Al igual que en ese mencionado cuento infantil de Meyer, son muchos los autores de obras para niños y jóvenes que eligen un motivo tradicional monstruoso y los colocan próximo al niño protagonista, convirtiendo a uno de los dos en cómplice clandestino y amigo incondicional del otro: ahora es el monstruo que sigue asustando al adulto en tanto que el pequeño de escudo y salvaguarda frente a las agresiones del propio adulto. De esta manera, el monstruo resentido con quienes tanto daño le han hecho y tanto lo han humillado se confabula con el niño y se le ofrece como incondicional aliado. Ése viene a ser el nuevo papel del monstruo de la moderna fantástica en la que verá mitigadas sus deformidad y marginación gracias a las dosis de afecto que encuentra en su nuevo aliado. Tienen ya lo que tanto tiempo venían reclamando los Quasimodos, los fantasmas de las Ópera o los enanos de la corte: que se les quiera un poco, que se les considere. Y eso enlaza, en los parámetros de la moderna pedagogía y sus valores, con el respeto a la diversidad, la integración del diferente, la erradicación de toda marginación..., en una palabra, con los parámetros defendidos por los Derechos Humanos. Cruzaremos por algunas muestras:

En su larga serie de libros reunida bajo el título Todos mis monstruos, y con títulos tan elocuentes como El misterio del tren fantasma, Terror en clase, Vacaciones en el hotel encantado, Un esqueleto en el avión o Operación susto a la hermana, el escritor austríaco Thomas Brezina, ofrece a sus lectores uno de esos actuales paradigmas de historias de monstruos inaugurada un siglo antes por Oscar Wilde con El fantasma de Canterville. y alimentada modernamente por infinidad de fabulaciones, tanto literarias como cinematográficas, como hemos visto. La serie de Brezina arranca con el reto de un chico miedoso, Max Müller, por tratar de librarse de su cobardía entrando en el túnel del tren de la bruja de un viejo y abandonado parque de atracciones, donde se encontrará con «los últimos monstruos de la tierra» y en su relación cómplice con ellos se sustentará toda la serie. La dragona Lucila, la momia Mombo, Frankensteinete, hermano menor del mítico personaje de Shelley y Boris Tembleque, supuesta creación primigenia del Dr. Frankentein, Nesina, hija del mosntruo del Lago Ness, Amadeo el licántropo y Draculín, un descendiente del célebre conde de Transilvania, son algunos de estos protagonistas, expresión dulcificada, desnaturalizda diríamos, de un nuevo cóctel de monstruos cuya función es provocar desmitificar el miedo y la risa en los pequeños lectores. Y en eso parece radicar un éxito de público ratificado en la edición en más de 20 lenguas, adaptaciones cinematográficas y múltiples galardones que han convertido a su autor en un best-seller.

En cualquiera de estas historias podemos comprobar cómo la función tradicional del agresor se ha desplazado de los arquetípicos monstruos a otros no menos recurrentes, en este caso la malvada y ambiciosa Karla Katscher y su ayudante Adonis Chorlito, empeñados en capturar a los desdichados monstruo para formar con ellos un circo. Es ahí donde se sustenta la función del héroe juvenil, que primero los rescata y que luego se ocupa de crear con ellos una agencia con el no menos elocuente nombre de Compañía de Alquiler de Monstruos, cayendo amablemente en el mismo despropósito que parecía querer evitar y con el que termina haciendo un uso bufonesco de los diferentes no muy distinto del que en otros tiempos realizaban los feriantes mostrando por los pueblos sus colecciones de seres deformes y grotescos. En este caso como en aquellos, el monstruo ha dejado de cumplir su función de atemorizar para volverse un ser grotesco, un desdichado monstruo cuyo infortunio radica, esta vez, en verse despojado de su esencia. No ha dejado de ser diferente, sólo que su deformidad sirve ahora de chanza como en el caso de los enanos y gigantes palaciegos de antaño.

Detengámonos en uno de los capítulos de uno de estos libros de Brezina: Un potentado empresario de la edad del protagonista, Teo Talonario, caprichoso y arrogante, desea alquilar los servicio de la Compañía de Monstruos de Max para asustar a su hermana.

Teo llevaba en la mano un vaso con un líquido marrón oscuro que Max conocía del mueble bar de la casa de sus padres. ¿Sería que el niño más rico del mundo bebía whisky?

—¡Necesito un monstruo; no, dos; o mejor aún, tres! –dijo el chiquillo sin saludar-. ¿Qué tienes para ofrecerme, pequeño?

Max se enfadó. No premitía que alguien que tenía exactamente su misma edad y su misma altura lo llamara «pequeño».

—¡Mi... mi... nombre es Max Müller! –logró articular con dificultad.

Teo Talonario lo miró sorprendido.

—Bueno, ¿y qué?

¡Que no soy un pequeño! –jadeó Max. Seguro que lo echaría aquel tipejo fanfarrón, pero le daba igual. No permitiría que uno de su misma edad lo tratara con aquella altanería:

—Ah... Max..., sí, sí –balbuceó Teo, que inmediatamente lo trató con un poco más de amabilidad. De pronto, dejó caer sin más el vaso sobre la blanca alfombra y dijo–: Ya no me apetece la cola. ¡Tráeme zumo de melón!

Acudió el criado del frac y se inclinó a limpiar la mancha del suelo. Max vio que estaba muy enojado con Teo; pero, en vez de hacerle reproches, se limitó a decir:

—¡Como usted desee, señorito!

Teo Talonario le dio una patada al anciano.

—¡Pero ya! ¿Entendido? –gritó.

Max esperaba que ahora el mayordomo abofeteara a Teo. Pero ocurrió lo contrario.

—¡Por supuesto, señorito! –murmuró el mayordomo inclinándose.

Max estaba espantado. ¿Cómo un niño podía ser tan detestable? No, no le enviaría ningún monstruo. ¡Si él mismo era uno! Así que se dispuso a irse y se volvió hacia el ascensor.

—Lo diré en pocas palabras: ¡necesito el monstruo para asustar a mi hermana mayor! –manifestó Teo Talonario.

¡Zas! Esta frase le hizo volver a Max sobre su decisión.

—¿Tienes una hermana mayor?

El niño más rico del mundo afirmó con la cabeza.

—Un terrible ejemplar. Anda todo el día pinchándome y metiéndose conmigo. Por eso quiero vengarme de ella. Pero te lo advierto, si el monstruo no la asusta de verdad, hablaré mal a todo el mundo de la tal Cía. de Alquiler de Monstruos. ¡Pero si da resultado, habrá recompensa! –y se sacó del bolsillo del pantalón un fajo de billetes y lo agitó.

(Thomas Brezina: Operación susto a la hermana, p.42 y ss).

Este fragmento nos descubre algunas claves respecto a la evolución de los monstruos en la moderna literatura para jóvenes. Los monstruos tradicionales no han desaparecido, como vemos, han quedado postergados, desnaturalizados, pues el papel de verdadero monstruo lo desempeña a los ojos de Max –y de los lectores– ese insolente niño, caricatura de potentado ejecutivo, que maltrata al anciano mayordomo y cree poder conseguirlo todo con su dinero.

Los otros, los genuinos, son el atrezzo de muchas de estas historias modernas; han perdido sus antiguos poderes maléficos y apenas conservan aquel aspecto exterior que aún nos permite reconocerlos y que a ellos les sirve para asustar de encargo y en grupo, porque sólo son máscaras para turistas.

Algunos años antes de que esta serie, y otras creaciones similares, llegaran al mercado, en un artículo sobre la progresiva desmitificación de los monstruos literarios, la profesora valenciana Gemma Lluch ya apuntaba estas tendencias desnaturalizadoras con las que el cine, las series televisivas y buena parte de la literatura infantil vienen tratando los motivos clásicos:

Ahora, todos los vampiros tienen la cara de Boris Karloff; a los monstruos de aspecto fiero se les llama Gremlins o, con un toque más realista, se asemejan a los del planeta Dune; los fantasmas toman diferentes formas a través del rayo láser y son combatidos por brigadas especiales que se anuncian en el listín de teléfonos. Señores del miedo tan de plástico, tan parecidos a cualquier raza a punto de extinguirse y, además, en vías de reconversión profesional, porque su trabajo de asustar a la gente ya no funciona y andan como locos buscando otros empleos...[4].

La transformación de arquetipos literarios parece ser una de las tendencias recurrentes de los modernos relatos infantiles. Y se aplica a la mayoría de los viejos modelos folclóricos. En su artículo Las mil caras del dragón, la profesora gaditana Lourdes Sánchez Vera[5] se apoya en algunos de los modernos relatos de dragones para advertir cómo, el viejo arquetipo va adquiriendo sentimientos hasta humanizarse sin perder su apariencia convencional: «Mientras que en el modelo tradicional tienen distintas apariencias y una misma forma de actuar, los dragones modernos presentan un aspecto muy semejante, pero un comportamiento muy distinto». En otros casos, esta «adecuación» a los tiempos se corresponde con una transformación también externa.

Esta tendencia dulcificadora del monstruo tradicional es, sin lugar a dudas una de las claves fundamentales de la moderna fantástica del cine y de la literatura destinada a los más pequeños, y está presente en muchas de las actuales creaciones fantásticas trenzadas a partir de los viejos motivos del folclore tradicional. Bajo el sugerente y exclarecedor título de Malos tiempos para fantasmas, del autríaco Walter Wippersberg[6], se relatan a los jóvenes lectores las vicisitudes de una familia de fantasmas y de vampiros que han perdido su ancestral capacidad de asustar. Forzado por su padre, Max, el pequeño protagonista y narrador, se ve obligado a aprender las viejas técnicas de meter miedo de sus ancestros para ser un auténtico fantasma espantoso:

Naturalmente, yo estaba asustado. La idea de que papá, como había anunciado ya tantas veces, me arrastrase junto a esos espantosos humanos y me pidiese que asustase a esa gente con «uhh» y «uaaah», rechinando los dientes y haciendo girar la órbita de los ojos, esa idea me asustaba tanto a mí mismo que estuve a punto, y esta vez de verdad, de hacerme en los pantalones como los demás afirmaban siempre. Y me aferraba a la esperanza de que mamá consiguiese quitar a papá de la cabeza todo esto...

El desdichado fantasma trata por todos los medio de disuadir a su mayores, que lo toman como un asunto de honor, y acude a la complicidad de su abuelo, que se muestra escéptico:

—En mi opinión –empezó de nuevo la cabeza del abuelo–, no tiene ningún sentido enseñar ahora al pobre Max a fantasmear. Antes o después los fantasmas estaremos fuera de juego. Probablemente ya ha llegado esa hora, y nosotros no nos hemos enterado. Eso es todo...

—No hables así delante de los niños –le silbó mamá enfadada–. A veces eres verdaderamente IMPOSIBLE. Imagínate que un día los niños se van de la lengua y cuentan por ahí cómo hablas tú en casa.

Yo estaba allí sentado y mis orejas se hacían cada vez más grandes (esto nos pasa a nosotros los fantasmas: cuando queremos escuchar de verdad, las orejas nos crecen de verdad). El abuelo ya había hecho muchas alusiones así, pero tan claro como ahora nunca lo había dicho.

—¿No tengo razón? –preguntó la cabeza–. Nuestros tiempos se acabaron para siempre.

La complicidad del joven protagonista con sus lectores está permanentemente sugerida en las sucesivas situaciones cómicas de un mundo del revés cargado de evocaciones de aquellos viejos arquetipos que hoy han perdido su viejo significado; complicidad que, en ocasiones, se hace bien explícita. Así, cuando el resto de la familia descubre que el remedio más eficaz para recuperar capacidad de asustar es intentarlo asustando a algún niño, Max, que ha de probar sus destrezas de fantasmas, verá cumplido su mayor sueño: hacerse amigo suyo. Como en los viejos cuentos maravillosos, el mandato conlleva la transgresión:

[...] ¡Un fantasma! Tengo que asutarte un poco. Pero no hace falta que me tengas miedo de verdad...

Ahora el chico estaba por fin medio despierto.

—Mi padre siempre dice que no hay fantasmas –dijo, pero al decirlo le tembló la voz.

—Sí –le contradije–, sí que existimos. Pero, como te he dicho, sólo quiero asustarte un poco, puedes estar seguro de que no quiero que tengas miedo de verdad. Meter miedo es una estupidez...

[...]

—¿De verdad que eres un fantasma-fantasma? No puedo creerlo. En realidad, no das ningún miedo.

—Confiésalo –le supliqué–, un poquito sí que te asuté, ¿eh?

—¡Y cómo! –dijo el chico–. Por un segundo te tuve miedo de verdad...

Con eso estaba mi misión cumplida.

—¿Qué qué qué quieres de mí? –preguntó de repente el niño humano.

—Ah, ésta es una historia larga –le dije yo–. Digamos sencillamente que quería hacerte una visita. ¿Sabes? Yo todavía no había estado nunca en casa de un niño humano.

—Y en mi casa no había estado nunca un fantasma –dijo el chico–. Un poquito de repelús sí que me da, pero es muy agradable.

Estuvimos un rato sentados junto a la cama y depués pregunté:

—¿Y qué hacemos ahora?

El chico pensó un rato y luego dijo:

—¡Se me ocurre algo!

Se levantó de un salto, arrancó la sábana de la cama, se la echó sobre la cabeza y dijo con voz muy grave:

—Ahora yo también soy un fantasma ¡Uuuhhh!

No pude contener la risa. Tomé al niño de la mano y nos pusimos a retozar como locos por la habitación.

La idea vuelve a asomar en el relato juvenil de Andreu Martín, Vampiro a mi pesar[7], en la que un muchacho se ve inopinadamente transformado en un vampiro y ha de debatirse entre su nueva condición de monstruo rodeado de una galería de proscritos como él –la bruja, el hombre lobo, la gitana Sdenka,...– y sus deseos de seguir siendo un vecino más de la aldea. Sólo que, mientras en la mayoría de las obras para niños, se aprecia la amable complicidad con el monstruo, en esta novela juvenil el desarrollo argumental, que también comienza en clave cómica, recupera el tono dramático de los más clásicos relatos del género, es decir, con la huida del proscrito. En un momento de la historia, el joven Ilya acude a la bruja Baba-Groíxnya buscando un remedio que lo devuelva a la normalidad. Los argumentos que la bruja le ofrece se vuelven, por momentos, manifiesto del modo de ver y tratar a los proscritos como ellos:

—¿Qué haces? –preguntó Ilya. Y de no ser porque es imposible asustar a una bruja, habría jurado que Baba-Groixnya daba un saltito-. ¿Te vas?

—Me voy del valle –confirmó ella.

Eso era evidente.

—¿Pero por qué? –preguntó afligido, viéndose abandonado por la única persona que podía ayudarle.

—Malos tiempos. Este valle se alborotará en pocos días. Y, cuando se alborote, más vale que tú y yo estemos lejos.

—¿Yo también?

—Brujas, vampiros... Todos los monstruos. No te preocupes. Podrás venir con nosotros.

—Pero, ¿por qué? –no atinaba a preguntar otra cosa. Le habría gustado poder llorar.

—Todos los hombres y mujeres del pueblo que ayer me visitaban para consultarme, y se reunían conmigo en mis aquelarres, hoy deben de estar afilando la guadaña para cortarme la cabeza.

—Pero, ¿por qué?

—Porque en el último aquelarre apareciste tú, con tus cuernos y tu disfraz, y todos creyeron que eras satanás en persona, y se asustaron.

La bruja prosigue su monólogo detallando en qué había consistido aquel encuentro:

—Estuvimos jugando a un juego muy peligroso.

—¿Invocabais al diablo?

—De alguna manera, sí. No lo hacíamos mediante conjuros ni rituales ni sacrificios. Lo hacíamos sin darnos cuenta, jugando con ideas y con emociones. Ellos jugaban a ser aquí lo contrario de lo que eran en el pueblo, y yo fomentaba el juego (...) Ellos necesitaban pensar en términos de más y menos, de quién manda y quién obedece. Y yo se lo permití. Aquí mandaba yo y ellos obedecían pero, a cambio de esa sumisión, se imaginaban que en el pueblo podían mandar ellos. Y yo creí que, mientras no ejercierna ese poder, su fantasía era inofensiva. Pero no importaba que lo ejercieran o no. A veces, es más importante lo que creen las personas que lo que hacen (...) Tanto poder y tanto placer no podían ser gratuitos. Tarde o temprano, pensaban, lo pagarían caro. Y cuando Satanás en persona, o sea tú, compareció en el aquelarre, creyeron llegado el momento de su castigo. Se confirmaron sus temores y el susto que se dieron fue muy superior al que tú les diste, Y ahora han regresado al pueblo y se humillan como el que más, y hacen penitencia, y se arrepienten y se manifiestan como los peores pecadores. ¿Te das cuenta? No escarmientan. Ellos tienen que ser siempre más. Más sabios y más valientes. O más pecadores y penitentes y humillados que nadie. Los que más, los que más, los que más. Los más poderosos. La diferencia estriba en que, ahora, sí que pueden ejercer su poder. Y lo van a ejercer. Se armarán y vendrán a por nosotros, porque ellos también tienen que ser los más justicieros, los que más tienen que reparar. Vienen a por nosotros, Ilya. Tenemos que irnos de aquí.

Una vez, en las palabras de la bruja de esta historia, volvemos a apreciar la difusa frontera entre unos y otros, entre uno y otro lado del espejo.

Son estos algunos ejemplos de la abundancia de relatos infantiles y juveniles, cuyos protagonistas-monstruo pierden los papeles unas veces, se vuelven transgresores de su propio orden otras o arrastran al lector hacia el lado perverso en la mayoría de los casos. En Diablillo, de Heine y Wolfang Hohlbein (Alfaguara Infantil), un niño se apiada de un pobre y tímido demonio incapaz de asustar y se propone incorporarlo al espacio de los seres humanos. Con parecidos planteamientos de complicidad entre el pequeño Antón y el vampiro Rüdiger se desarrolla la exitosa serie de más de una docena de títulos El pequeño vampiro de Angela Sommer-Bodenburg publicada en la misma colección; o Querido señor Diablo, de la mordaz escritora austríaca Crhistine Nöstilnger (Gaviota Junior); o ¡Huy, qué miedo!, de Ricardo Alcántara, que nos presenta a la pequeña bruja Pancheta en sus esfuerzos por integrarse en el ambiente escolar (Edebé, col Tucán); o El conde Drácula en Australia, de Ann Jungman, editado en la misma colección..., con la historia del desdichado vampiro al que un chico ayuda a aclimatarse a un nuevo modo de vida. Desde que Oscar Wilde tuvo la feliz idea de resucitar a un aristocrático fantasma inglés y colocarlo ante una familia de turistas americanos, el filón de relatos cómicos basados en los clásicos arquetipos del monstruo y destinados a los lectores más jóvenes se hace inagotable. Y en este contexto, no podían quedar al margen, las creaciones y adaptaciones de Walt Disney, que nos ofrece en Monsters, Inc. (Disney/Pixar, EE.UU. 2001) una de las más oportunas aportaciones a este género de historias de monstruos dulcificados.

En este nuevo largometraje de animación computerizada se ofrece a los espectadores un imaginario territorio de monstruos, Mostrópolis, cuyos moradores se enfrentan a la escasez de los recursos energéticos, pues éstos proceden hasta ahora de los gritos de niños asustados en una época en la que se ha ido perdiendo el miedo. Será tarea de cada monstruo empleado en la empresa energética Monsters, Inc. asustar lo más posible a los humanos para provocar sus gritos con los que proveerse de energía. Cuentan para ello con uno de los más diligentes empleados, el gigantesco oso peludo Sully, quien será el encargado de adiestrar a los demás. Lo acompañan su incondicional cíclope redondo Mike y su novia Celia entre otros. Para lograr la implicación del espectador, no puede faltar la presencia del niño humano, en este caso la desconcertante Boo, que además de reírse de ellos se encariña con Sully y logra infiltrarse en la empresa y desbaratar sus planes...

Es evidente que la productora Disney, que siempre ha sabido elegir o crear historias de complicidad infantil, ha querido con ésta, sumarse a la tendencia aquí apuntada de desmitificar, en clave de humor y de ternura, los referentes de la fantástica tradicional, empleando para ello unas técnicas cada vez más sofisticadas y atrayentes, transformadas de inmediato en un aluvión de ediciones impresas, destinadas a engrosar la moderna literatura de monstruos dulcificados.




NOTAS

[1] Además del ya célebre libro de Bruno Bettelheim, Psicoanálisis de los cuentos hadas, (Crítica, 1977) o el más reciente del psicoterapeuta norteamericano Sheldon Cashdan , La bruja debe morir (Debate, 2000), es de destacar al respecto el estudio de la pedagoga francesa Jacqueline Held, Los niños y la literatura fantástica. Función y poder de lo imaginario (Paidós, 1981).

[2] Jackeline Held, ob. cit, págs. 140-41.

[3] Mercer Mayer: Una pesadilla en mi armario, Ediciones Altea, Col. «Altea Benjamín», Madrid, 1992.

[4] Gemma Lluch: Fantasmas, vampiros y otros monstruos literarios, CLIJ, nº 2, Barcelona, enero de 1989.

[5] Lourdes Sánchez Vera en su artículo Las mil caras del dragón, CLIJ, nº103, Barcelona, marzo de 1998, se apoya en tres modernos relatos de dragones, La cabeza del dragón, de Valle Inclán, La verdadera y singular historia de la princesa y el dragón de J.L. Alonso de Santos y Edeliro II y el dragón Gutiérrez, de Fernando Lalana, para mostarnos la evolución que este emblemático protagonista desde las viejas tradiciones a las modernas creaciones literarias para la infancia.

[6] Walter Wippersberg: Malos tiempos para fantasmas, Espasa Calpe, col. Austral Juvenil, Madrid, 1986

[7] Andreu Martín. Vampiro a mi pesar, Anaya, col. Espacio abierto, Madrid, 1992.



Del pavor a la complicidad (nuevas generaciones de monstruos en la fantástica infantil y juvenil actual)

CALLEJA, Seve

Publicado en el año 2021 en la Revista de Folklore número 470.

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