Revista de Folklore • 500 números

Fundación Joaquín Díaz

Si desea contactar con la Revista de Foklore puede hacerlo desde la sección de contacto de la Fundación Joaquín Díaz >

Búsqueda por: autor, título, año o número de revista *
* Es válido cualquier término del nombre/apellido del autor, del título del artículo y del número de revista o año.

Revista de Folklore número

469



Esta visualización es solo del texto del artículo.
Puede leer el artículo completo descargando la revista en formato PDF

La pretendida austeridad castellana

CUESTA GOMEZ, Daniel

Publicado en el año 2021 en la Revista de Folklore número 469 - sumario >



La Semana Santa española se divide, grosso modo, en tres idiosincrasias: castellana, andaluza y levantina. Todas celebran el mismo misterio de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo y lo reviven de manera procesional sacando sus pasos a la calle. Sin embargo, a cada una de ellas le corresponde un acento diferente. Así, la Semana Santa andaluza es considerada alegre y bulliciosa, la levantina se caracteriza por buscar la espectacularidad y, por su parte, la castellana tiene sus señas de identidad en la austeridad y el silencio. Para la mayoría de la gente estas categorías son inmutables precisamente porque se identifican con una herencia de siglos pasados. Por ello, cuando algún paso castellano se decora con adornos plateados y dorados, se exorna con más flores de las acostumbradas, se acompaña de músicas procesionales o es mecido en su caminar por los hombros de sus comisarios, suele ser acusado de no seguir nuestro estilo e idiosincrasia, ser poco castellano o haberse andalucizado. Porque «lo nuestro», lo genuino y en definitiva lo castellano, son los pasos sin adornos ni decoración, con escasas flores, músicas discretas y caminar monótono.

Sin embargo, al presuponer que este estilo austero viene desde el Barroco, o incluso antes, estamos cayendo en un error histórico. Como muestra de ello, basta echar una mirada por cualquiera de nuestras iglesias construidas o decoradas durante el Renacimiento o el Barroco. En la mayoría de ellas no existe el más mínimo atisbo de austeridad o sencillez. Más bien al contrario, en ellas podemos rastrear un deseo de mostrar la gloria y el poder del Catolicismo, así como la bonanza económica de la Castilla de la época. Es verdad que quizá la decoración de las iglesias castellanas no llega a la profusión y al recargamiento de las andaluzas (que, por otra parte, en aquella época también formaban parte de Castilla). Pero no es menos cierto que ni nuestros retablos escatiman en el uso del pan de oro, ni nuestra orfebrería en filigranas y piedras preciosas, ni los mantos y vestiduras de nuestras imágenes, así como nuestros ornamentos litúrgicos en ricos y delicados bordados. Todo ello nos muestra el espíritu esplendoroso de una época que trataba de expresar la gloria de Dios con los moldes ricos y elocuentes de la riqueza cortesana.

Este Barroco castellano no acaba de encajar con la concepción que tenemos hoy día de la decoración de los pasos procesionales. Con todo, muchas veces se piensa que la pretendida austeridad de nuestras procesiones de Semana Santa vendría de que en ellas se rememoraba la Pasión y Muerte de Cristo, y, por tanto, ante un acontecimiento tan grave, la austeridad se convertía en la mejor divisa posible. Esta explicación se torna débil si se observan por un lado los ritos funerarios de la época y, por el otro, se atiende a la decoración de los humilladeros e iglesias penitenciales. Y es que, durante la Edad Moderna, la muerte se encontraba totalmente ritualizada y estamentalizada. Nadie se veía privado de un funeral digno, pero mientras que los más pobres eran enterrados envueltos en sábanas o en sencillos ataúdes de madera común, los cadáveres de los altos mandatarios, de los miembros de la nobleza y del alto clero, se introducían en ricos féretros, colocados en túmulos funerarios que en ocasiones eran verdaderas obras de arte efímero. Y, pese a que nadie desconociera que Jesucristo había sido un humilde carpintero de Nazaret, todos sabían que se trataba del Hijo de Dios y por ello su muerte debía ser celebrada y ritualizada con la mayor solemnidad posible. En segundo lugar, si analizamos la decoración de los humilladeros e iglesias penitenciales (por ser los lugares principales en los que se hacía memoria de la Pasión y Muerte de Cristo), rara vez encontraremos en ellos signos de austeridad, sino que más bien están marcados por los cánones decorativos de la época.

Entonces ¿por qué hemos hecho de la austeridad una de las señas de identidad del Barroco procesional castellano? Pese a que no se trata de una explicación sencilla, puede sintetizarse hablando de una confusión de términos y de un largo proceso histórico lleno de avatares y problemas para la Semana Santa.

En lo que a la confusión de términos se refiere, creo que es importante no identificar la austeridad castellana con el carácter penitencial de las procesiones de las cofradías de la Castilla barroca. Puesto que, pese a que algunos pueda resultarles extraño, hasta el siglo xviii las procesiones de lo que hoy es Castilla y León y lo que es Andalucía eran prácticamente idénticas. Todas ellas estaban marcadas por un fortísimo rigor penitencial que en la mayoría de los casos exigía a sus cofrades durísimas penitencias, anonimato (en él radica el origen de los hábitos de las cofradías) y un riguroso silencio.

Estas procesiones tenían lugar durante la noche, cuando la población había terminado sus labores. Abría su marcha un estandarte, pendoneta o bandera en el que podía verse el escudo de la cofradía. Tras él, caminaban en dos filas los hermanos de luz, iluminando el discurrir de la procesión con velas y hachas de cera. En el tramo central de la calle se ubicaban los penitentes y disciplinantes castigando sus cuerpos y buscando en ello la identificación con Cristo Doloroso y el perdón de sus pecados. De tanto en tanto, los grupos de penitentes se veían interrumpidos por la presencia de enseres de orfebrería, madera tallada o ricas telas bordadas. También era común que algunos tramos de la procesión estuvieran conformados por otros grupos y corporaciones de la ciudad que acompañaban el cortejo con cirios en sus manos y con sus rostros al descubierto, puesto que no infligían penitencias físicas en sus cuerpos. Normalmente, al final de la planta procesional (aunque en ocasiones se ubicaba tras el estandarte inicial), se colocaban la cruz procesional de la parroquia a cuya colación perteneciese la cofradía, así como la cruz conventual, en el caso habitual de que la hermandad tuviera su sede en una capilla de la iglesia de una comunidad religiosa. El acompañamiento musical de estas procesiones podía ser básicamente de tres modos distintos. En primer lugar, era normal que en casi todos los cortejos hubiera un coro conformado por clérigos que cantaba salmodias e himnos penitenciales. En segundo lugar, estaban los músicos que acompasaban el caminar de los pasos al ritmo de tambores destemplados, bocinas, trompetas y chirimías. Por último, en el siglo xvii (más en Castilla que en Andalucía) se fue haciendo común el acompañamiento de las marchas fúnebres de las bandas de música, fundamentalmente procedentes del ámbito militar.

Si salvo por este último detalle de las bandas de música, los cortejos procesionales castellanos y andaluces eran prácticamente idénticos, en lo que se refiere a los pasos pueden encontrarse una serie de diferencias entre estas dos latitudes. La primera de ellas está en el número de grupos escultóricos que cada cofradía ponía en la calle. Si durante el siglo xvi, tanto en Castilla como en Andalucía cada cofradía sacaba en procesión varios pasos de papelón, con la sustitución de estos por otros de madera policromada, la cosa comenzó a cambiar. Así, en el sur, las cofradías optaron por reducir el número de sus pasos, alumbrando solo un paso de misterio y uno de palio (es paradigmático el caso de la sevillana Hermandad de Montesión que pasó de procesionar cinco pasos correspondientes a los Misterios Dolorosos del Rosario a acompañar únicamente al primero de ellos, el de la Oración en el Huerto). Sin embargo, en nuestra Castilla, donde las cofradías eran más numerosas y poderosas, lo común fue que los antiguos pasos de papelón se sustituyeran por otros nuevos de madera policromada, aumentándose incluso el número de estos en la planta procesional. La segunda de las diferencias se encuentra en el adorno de los pasos procesionales o andas sobre las que se colocaban los grupos escultóricos. Es lógico pensar que en Andalucía, al haberse reducido el número de pasos, las cofradías pudieran adornarlos con enorme profusión, creando pasos procesionales que son auténticos retablos andantes. Sin embargo, en Castilla, las cofradías optaron por adornar las andas sobre las que cada cofradía portaba a su imagen titular, o alguna de enorme devoción, mientras que procesionaban al resto de sus grupos escultóricos sobre sencillos tableros de madera. De entre los pasos más decorados de Valladolid han sobrevivido las magníficas andas barrocas de Nuestra Señora de las Angustias (que con su exquisita factura barroca contradicen el tópico de la austeridad castellana). Por último, existía una diferencia en el modo de cargar los pasos. Ya que si en Castilla y en muchas otras ciudades del Reino, éstos eran cargados a hombros, el muelle de Sevilla propició la aparición de la figura de los costaleros, que eran alquilados por las hermandades para esta gravosa tarea.

Si en lo visto hasta ahora las procesiones castellanas y andaluzas se asemejaban en su carácter penitencial, en su silencio orante y en su fastuosidad, cabe hacerse la pregunta de cuándo y por qué comenzaron a diferenciarse hasta convertirse en lo que conocemos hoy. El origen de todas estas diferencias obedece a un largo proceso histórico, lleno de contrariedades y penurias que comenzó en el siglo xviii con la llegada de las ideas de la Ilustración a España y la subida al trono del rey Carlos III.

Los ilustrados de nuestro país, con el monarca a la cabeza, no miraron con buenos ojos las expresiones de religiosidad popular que tenían lugar en nuestros pueblos y ciudades durante la Semana Santa y las fiestas patronales, puesto que las consideraban una expresión del atraso y el ambiente supersticioso del que querían liberar a nuestro país. Con todo, el rey y sus simpatizantes eran conscientes del arraigo que las cofradías y sus procesiones tenían entre el pueblo, y por ello sabían que no podían suprimirlas de un plumazo sin provocar desórdenes. Esta fue la razón que les movió a urdir una cuidadosa estrategia cuyas medidas más drásticas se reflejaron en la Real Cédula publicada en 1777. En ella se prohibía que las procesiones se realizaran durante la noche, así como que en ellas participaran disciplinantes o cualquier tipo de penitentes. A esta medida se sumó la supresión de todas las cofradías que o bien tuvieran su sede en iglesias conventuales, o bien no fueran de carácter sacramental o asistencial. Pero, además de éstas, se dispusieron otras medidas como la prohibición de los hábitos penitenciales que cubrieran el rostro de los cofrades, la petición de limosna durante las procesiones (haciendo insostenible económicamente la vida de las cofradías), o los ágapes que las hermandades realizaban en torno a la Semana Santa.

Todas estas medidas contundentes encontraron desprevenidas a las cofradías quienes podría decirse que pasaron de la noche a la mañana de encontrarse en una situación de libertad y magnificencia a otra de absoluto control y precariedad. Esto provocó que, durante los años inmediatamente posteriores a 1777, las procesiones de Semana Santa española tuvieran que celebrarse durante el día, con los cofrades vestidos con traje de calle, sin apenas medios económicos y forzadas incluso a sustituir sus magníficos pasos barrocos por sencillas parihuelas carentes apenas de adornos. Personalmente, al referirme a este momento histórico me gusta denominarlo como el de la «Austeridad Castellana y también Andaluza».

Sin embargo, en Andalucía las cosas no tardarían en cambiar, puesto que las hermandades del sur eran poderosas y su sociedad se encontraba en un buen momento económico. Es paradigmático el caso de Sevilla, puesto que en esta ciudad las cofradías lograron poco a poco burlar las medidas ilustradas, hasta el punto de volver prácticamente a la situación inicial. Así, fueron recuperando los hábitos penitenciales (que precisamente en este momento empezarían a denominarse «nazarenos»), y a adelantar año a año la hora de su salida para hacer que esta pasara de la salida del sol a la noche, dando origen a la popular «madrugada» de Viernes Santo.

Por el contrario, las cofradías castellanas no tuvieron la misma suerte. Los golpes mortales de las medidas ilustradas las dejaron en un estado tan débil que hizo que muchas de ellas terminaran desapareciendo. Por su parte, aquellas que pudieron sobrevivir a la crisis, tuvieron que hacer grandes esfuerzos no sólo para seguir saliendo en procesión, sino también para poder mantener el grandísimo patrimonio que habían heredado de sus predecesores. A todo ello hay que sumarle el hecho de que, al contrario que Andalucía, Castilla en el siglo xviii comenzó a experimentar una profunda crisis que hizo que no pudiera recuperar el esplendor con el que se había presentado al mundo en otras épocas. Esta situación insostenible fue la que hizo que las cofradías se vieran forzadas a desprenderse de las figuras secundarias de sus pasos procesionales. Esto por un lado logró su conservación y por otro permitió que las hermandades pudieran vivir con un poco más de desahogo, y seguir sacando sus procesiones a la calle, desprovistas ya de todo el esplendor pasado.

Si todos estos elementos parecían pocos, la llegada del siglo xix va a poner sobre este complicado tablero de juego un elemento más: el Romanticismo. Al contrario de lo ocurrido con la Ilustración, este movimiento va a valorar todo aquello que tuviera que ver con lo irracional y lo popular, cosa que tuvo una importancia capital en la configuración de lo que hoy es la Semana Santa española. En Andalucía, la atención de los románticos no se centró tanto en las cofradías de ruan del centro de las ciudades (caracterizadas por el silencio y el rigor penitencial), cuanto en las hermandades de los barrios. Hasta el momento, estas cofradías de corte más popular, reprimían todo tipo de expresión jubilosa o festiva para tratar de imitar la seriedad de las otras hermandades penitenciales. Sin embargo, los románticos comenzaron a hacerles ver que debían dar cauce y rienda suelta a sus sentimientos, sin temer aplaudir o vitorear a sus imágenes, o darles un carácter más festivo. De esta manera, las hermandades de los barrios comenzaron a llevar al centro de las ciudades un aire de romería, que repugnaba a nobles, eclesiásticos y a los miembros del resto de las cofradías. Aquí radica la explicación de por qué todavía hoy en Andalucía uno puede encontrarse con cofradías que realizan su Estación de Penitencia en el más absoluto silencio, mientras que otras lo hacen con un carácter más alegre y jovial.

Como se puede imaginar, en la vieja Castilla el Romanticismo no puso su atención en el carácter festivo de las celebraciones, sino que más bien centró su foco en la condición austera y casi decrépita de las mismas. Fueron de hecho los románticos los primeros que comenzaron a ver en la austeridad de las procesiones un valor, haciendo de algún modo de la necesidad virtud. Las procesiones castellanas, conformadas por jóvenes adustos, familias humildes y ancianos desgastados portando en unas andas austeras sus antiguos pasos, heredados de sus mayores, fueron valoradas por los románticos, puesto que veían en ellas algo genuino y pintoresco. A partir de este momento, la Semana Santa castellana va a ser caracterizada y valorada desde la categoría de la austeridad, y diferenciada por medio de ella de la andaluza y la levantina. Además, los románticos presentaron este modelo de Semana Santa como el auténtico, histórico y verdadero, olvidando consciente o inconscientemente toda la tradición procesional de las edades Media y Moderna. Esto es algo que no debe extrañarnos puesto que fue precisamente en esta época cuando en España comenzaron a valorarse las llamadas «identidades nacionales», olvidando o falseando nuestra historia.

También el siglo xix, concretamente durante los años de la invasión francesa, fue el origen de la Procesión General (que muchos identifican también como una de las diferencias entre la Semana Santa castellana y andaluza). Pero, como se sabe, tanto la configuración de la Procesión General como la de las cofradías y la Semana Santa vallisoletana que hoy conocemos (y que irradió su influencia por la actual Castilla y León) debemos buscarlo en los años 20 del siglo xx, durante el episcopado de Monseñor Remigio Gandásegui. Este prelado llegó a Valladolid después de haber ocupado la silla episcopal de Segovia. Allí pudo ser testigo del éxito de la reforma de la Semana Santa de la ciudad del Acueducto llevada a cabo por su predecesor, Monseñor Miranda y Bistuer. Probablemente por ello, Gandásegui, amante de las manifestaciones de religiosidad, decidió lanzarse a la tarea de intentar servirse de las procesiones de Semana Santa como una herramienta pastoral para llegar a las masas. Para ello contó además con la inestimable ayuda de un potente equipo de historiadores del arte con Don Juan Agapito y Revilla a la cabeza.

Monseñor Gandásegui asumió la divisa de la austeridad de la Semana Santa castellana, pero la dotó de nuevos elementos que (pese a provenir en su mayoría de Andalucía), supo encajar dentro del castellanismo que hoy todos asumen sin demasiados problemas. Entre estos elementos destacan los hábitos de las cofradías (los capuchones llevaban más de 150 años sin usarse), las cruces de guía y la decoración de algunas carrozas como por ejemplo la del Nazareno o la de Piedad. Pero, aparte de los elementos, es interesante constatar como con la fundación de nuevas cofradías, Gandásegui tenía en mente un nuevo esquema de Semana Santa. Como muestra de ello, basta asomarse a los medios de la época para ver como el obispo tenía mucha más facilidad de trato con las cofradías de nueva creación (lógicamente más maleables) que con las penitenciales históricas (herederas de una larga tradición que no querían abandonar).

Todo este recorrido a vista de pájaro por la historia de nuestra Semana Santa, desde el prisma de la tan traída y llevada «austeridad castellana», nos ayuda a ver que muchas de las categorías que hoy asumimos como parte de nuestra esencia o idiosincrasia y que creemos provienen desde el Barroco, en realidad son mucho más recientes de lo que pensamos. Personalmente pienso que desde las cofradías no deberíamos de tener miedo a mirar más allá del siglo xix, y dirigir de nuevo nuestros ojos al Renacimiento y al Barroco a la hora de configurar nuestras procesiones. En mi opinión esto haría que nuestras plantas procesionales y cultos fueran más auténticos y genuinos. Puesto que, si volvemos la mirada hacia la época esplendorosa de nuestra Semana Santa, no nos escandalizaremos cuando nuestros pasos y altares estén ricamente adornados, ni tampoco intentaremos esconder bajo la categoría de «austeridad» aquello que en realidad debería calificarse como «cutrez». Y, además, entenderemos que la solemnidad y el esplendor de las procesiones no rechina con el silencio ni el rigor penitencial, puesto que estas cualidades pueden ir de la mano.

Artículo publicado en el Anuario de la Ilustre Cofradía Penitencial de Nuestra Señora de las Angustias 2020



BIBLIOGRAFÍA

Para más información sobre este tema, se recomienda leer el libro recientemente publicado por el autor: CUESTA GÓMEZ, D. La Esencia: lo castellano y lo andaluz en nuestra Semana Santa. Valladolid, Sevilla y Segovia. Segovia, Diputación Provincial de Segovia, 2019.



La pretendida austeridad castellana

CUESTA GOMEZ, Daniel

Publicado en el año 2021 en la Revista de Folklore número 469.

Revista de Folklore

Fundación Joaquín Díaz