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San Isidoro en sus Etimologías hablaba de tres tipos de caballos, los de raza –buenos para la guerra y para el transporte de cargas–, los vulgares sin casta –apropiados para tirar del carro pero no para monta– y los híbridos como el mulo. Lo sorprendente no son tanto las raíces a las que recurre para extraer el origen de las palabras sino sus comentarios eruditos que hoy podríamos calificar de «políticamente incorrectos» cuando no de absurdamente injustos. «La industria humana ha logrado diversos animales con diferentes apareamientos, obteniendo de ese acoplamiento adulterino nuevas razas. Así, Jacob consiguió, de manera antinatural, que sus ovejas tuviesen variedad de colores, pues concebían sus corderos según era la estampa de los carneros que las montaban y que contemplaban reflejada en el espejo de las aguas… De aquí que algunos prohiban a sus mujeres encinta la contemplación de animales de rostro feísimo, como pueden ser los cinocéfalos y los monos, para que por la impresión de su vista no vayan a dar a luz hijos de aspecto semejante. Y es que la naturaleza de las hembras es tal que, según lo que contemplaron o imaginaron en el último momento de su agitación voluptuosa mientras están concibiendo, así será su retoño».
Se presenta aquí al santo el problema que ya trató de solucionar San Agustín un siglo antes: la fealdad no puede haber sido creada por Dios salvo por una desviación de la naturaleza o por la necesidad de que existiese un contraste que justificase la armonía del universo. Solo si el ser humano contemplaba ese universo entero con una perspectiva amplia podría comprender la necesidad de dos principios de cuya combinación resultaría el equilibrio y el orden. El santo de Hipona lo explicaba así, mencionando también por cierto a los pobres cinocéfalos: «¿No hay también en los animales algunos miembros corporales que mirados por sí mismos, sin la conexión que tienen con el organismo entero, nos repugnan? Sin embargo, el orden de la Naturaleza ni los ha suprimido, por ser necesarios, ni los ha colocado en un lugar preeminente por causa de su deformidad, porque ellos, aun siendo deformes y ocupando su lugar, enaltecen el de los miembros más nobles».
Ese contraste antitético provendría precisamente de un plan de la Providencia que para todo ofrecería solución desde la estética. Es bien conocida la leyenda que sitúa a San Agustín a la orilla del mar dando vueltas al misterio de la Santísima Trinidad. La aparición de un niño que trata de meter la inmensidad del mar en un pequeño hoyo (representación de Dios o tal vez de la propia duda) le obliga a reflexionar acerca de la imposibilidad de explicarnos determinadas realidades por hermosas o molestas que sean.
La sabiduría popular, que para todo tiene explicación desde una lógica de lo absurdo o desde el humor, recurría a una facecia para mejor comprender la esencia de la Trinidad y presentaba a un cura de pueblo comparando a las tres personas con una cucurbitácea y argumentando que, en aquel Ente uno y trino, el Padre era la corteza del melón, el Hijo la pulpa y el Espíritu Santo las pepitas. Ni más ni menos.