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El ferrocarril llegó a España como el más espectacular resultado de una carrera imparable de la sociedad ochocentista hacia un universo industrializado. Las nuevas fuentes de energía y las posibilidades de mayor productividad se aliaron sin embargo en este caso con la ilusión por una mayor comodidad y velocidad en los desplazamientos, lo que entraba de lleno en cuestiones tan importantes para el individuo como los viajes, las relaciones personales y el turismo. Un factor humano acompañó, por tanto, el desarrollo y mejora del nuevo invento que pronto despertó la curiosidad pública y, cómo no, la codicia de los inversores. Los obstáculos no fueron menores que las espectativas, y así se pudo contemplar cómo los peligros para los usuarios se añadían a los que de por sí podía generar la inercia de una máquina de hierro que además llevaba fuego en sus entrañas. Numerosos incendios provocados por el tren al desplazarse entre los sembrados motivaron quejas, alborotos y hasta pedreas contra su paso organizadas por los propietarios de extensiones de cereal que quedaban convertidas en pavesas por el infernal invento. Las primeras previsiones acerca del peligro que podría acarrear una velocidad «desmesurada» quedaban ampliamente confirmadas por los numerosos accidentes provocados por la distracción o la ignorancia de quienes cruzaban las vías cuando no debían, pero también por los percances que ocasionaba entre los propios empleados del ferrocarril cualquier descuido o familiaridad con el oficio. Algunas canciones –que en esa época primera eran todavía un excelente medio de comunicación y difusión de ideas y acontecimientos– pusieron el punto de mira en esas desgracias y dejaron suficiente ejemplo de por qué no se veía al tren como una bendición sino como una maldición divina y humana. «Atropellado por el tren» puede ser el mejor paradigma de algo que, un siglo y medio después nos parece aceptado y hasta lógico: un accidentado por el tren –llámese Juanillo, Pepito o de cualquier otra manera– es llevado al hospital, donde le visita su novia. Prefiere morir antes que quedar inválido y ella, al oir eso, cae al suelo como muerta. Finalmente él declara que aunque haya perdido los brazos, no ha perdido su querer.
Varían los lugares en los que se supone que transcurre el accidente y son distintas las causas que lo motivan, pero al final estamos ante un romance, repetido una y mil veces por plazas y mercados de todo el país para asombro primero y felicidad después de quienes aún creían en el amor y en la fidelidad. O sea todos nosotros y nuestros padres y nuestros abuelos.