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Revista de Folklore número

445



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Léxico patrimonial. Culturemas palentinos

AYUSO COLLANTES, Clara

Publicado en el año 2019 en la Revista de Folklore número 445 - sumario >



1. La interrelación lengua-cultura

El lenguaje es la primera y más importante manifestación de la condición cultural del hombre. Gracias a él el hombre ordena, distingue y manifiesta la realidad y la pone a su servicio. Sin embargo, la lengua es un rasgo diferenciador entre culturas, pues la diversidad de lenguas conlleva diversidad de culturas, es decir, de formas plurales de ver y comunicar el mundo real en sus muchos aspectos.

Hoy, no se discute la interrelación que existe entre lengua y cultura, y por eso ya están superadas visiones puristas o exclusivistas de la Lingüística, esas que solo permitían a esta ocuparse de fenómenos estrictamente lingüísticos, sin contaminación con otros extralingüísticos. Esto sucedió a finales del siglo xix y principios del xx con neogramáticos y estructuralistas. El idealismo, con Vossler a la cabeza, no concebía, en cambio, una lengua en sí misma, si no era como fruto de una circunstancia histórica, con su cultura y su ideología (Vossler, 1959). Más allá del estudio de sus propios mecanismos internos y sus estructuras, en la segunda mitad del siglo xx se fue imponiendo el estudio y la interpretación del lenguaje dentro del contexto en que se produce, es decir, de acuerdo con las condiciones socioculturales que lo hacen posible. Eugenio Coseriu ha sido uno de los estudiosos que mejor han sabido acomodar los aciertos del estructuralismo, sus reglas de forma y función internas, con las realidades extralingüísticas a las que se refiere. Para él el lenguaje es una forma primaria y capital de la cultura, porque la crea y la transmite; pero esta, la cultura y lo que conlleva –los saberes, creencias e ideas–, a su vez conforman a aquel y lo determinan. Por tanto, el lenguaje hay que estudiarlo y entenderlo en su contexto, pues componente verbal y extraverbal no pueden ignorarse. Así, habló de distintos contextos: físico, empírico, natural, ocasional o práctico, histórico y cultural. No es cuestión de extenderse más en ello; sí de fijarse en el contexto cultural, que es el que nos interesa. Este contexto abarca todo aquello que forma parte de la tradición cultural de un pueblo, indesligable de su devenir histórico y de su forma de vivir y estar en el mundo (Coseriu, 1982).

Coseriu, pues, pone las bases para una etnolingüística que estudie y determine la íntima fusión entre una lengua y su cultura. De alguna manera, ya Sapir había defendido en su libro Language (1921) un estructuralismo de base «antropológica», que lejos de reducir la palabra a su mero componente formal, tenía en cuenta la importancia del significado, al tiempo que consideraba la lengua dentro de la cultura en que se desarrollaba (Coseriu, 1981a y 1981b). Podríamos añadir otro importante antecedente, el de Malinowski y su artículo «The Problem of Meaning in Primitive Languages» (1923), en el que considera que el lenguaje es una actividad social que hay que interpretar en el contexto en que se produce, de modo que el significado y el uso de las formas lingüísticas solo pueden aprenderse en situaciones concretas (Ogden y Richards, 1984). Es una contribución, también muy temprana, hecha por un antropólogo al futuro estatuto de la pragmática como dimensión fundamental de la Lingüística.

El lingüista rumano define la etnolingüística como la ciencia que estudia «la variedad y variación del lenguaje en relación con la civilización y la cultura» (Coseriu, 1981b: 10). Acota y clarifica, de esta forma, un campo que, de alguna manera, tocaban hasta entonces la Dialectología y la Geografía Lingüística del suizo Gilliéron, promotor de los atlas lingüísticos que comenzó a aplicar en Francia finalizando ya el siglo xix y cuyo método en España hizo fecundo el profesor Alvar, con sus colaboradores, a partir del primero publicado, el Atlas Lingüístico y Etnográfico de Andalucía (ALEA) (6 volúmenes, 1961-1973). Este método demostraba ya la dependencia que las palabras mantenían con la sociedad y la cultura en que surgían y se utilizaban, y cómo les influían en sus cambios y elecciones (Coseriu, 1977). El profesor Casado Velarde, por su parte, se ha ocupado de desarrollar las ideas de Coseriu y aplicarlas a la lengua española en su libro Lenguaje y cultura (1988).

Últimamente, Martín Camacho (2016; 2018) ha retomado el tema para hacer una revisión y formalizar algunas precisiones en torno a la olvidada ciencia de la Etnolingüística. Como ya apuntara Casado (1988: 39-40), deslinda las posibles colisiones con otras ciencias exolingüísticas como la Sociolingüística y la Antropología Lingüística, con las que mantiene muchos puntos de contacto, pero con las que no hay por qué confundirla, al tiempo que añade otras relaciones con disciplinas como la Pragmática, el Análisis del discurso y el Análisis de la conversación, de los que puede ser un buen auxiliar (2016: 191-196). La Etnolingüística, pues, para este autor, «tiene un ámbito de estudio específico, pero no es exclusivo suyo» (2016: 196). Al mismo tiempo, y prescindiendo de ciertos distingos de los profesores anteriores según perspectivas –lingüística etnográfica y etnografía lingüística– y planos –del habla, de la lengua, del discurso–, propone una disciplina indistinta y unitaria que define como:

…la rama de la lingüística externa que debe analizar cómo la cultura de una comunidad humana influye en la configuración y en el uso de la lengua empleada por esa comunidad, de modo que su objetivo será emplear el conocimiento de la cultura como recurso para explicar el porqué de determinados hechos lingüísticos –tanto del sistema como del uso– y, consecuentemente, para encontrar en esos hechos huellas de la cultura que subyace en ellos (2018: 587).

2. La lexicultura

La intrínseca relación entre lengua y cultura ha sido advertida, estudiada y desarrollada también en los últimos tiempos por la Lingüística Aplicada, en su afán de buscar el máximo rendimiento y rigor al enfocar la enseñanza-aprendizaje de lenguas extranjeras. En este sentido, el profesor francés Robert Galisson ha acuñado el término «lexiculture» («lexicultura») con el que quiere hacer visible la necesidad de integrar la enseñanza de la cultura en la enseñanza de la lengua, o lo que es lo mismo, trabajar de manera simultánea la lengua y la cultura a través del significado de las palabras. No en vano, pone el acento en que las palabras son unidades léxicas que llevan una cultura implícita, son «implícitos culturales» cuya carga cultural comparten los hablantes (1988: 90). Este valor cultural se incorpora a las palabras con el uso diario que de ellas se hace, pues su significado se produce en un contexto cultural. El contexto adquiere, pues, una gran importancia a la hora de interpretar una palabra; es decir, que no solo hay que aprenderla por sus valores formales y funcionales, sino también por los pragmáticos. De este modo, las palabras remiten a una cultura y esa cultura impregna de sentido cada palabra en cada momento. Como «mejor se accede a una cultura es a través de la lengua, pues la lengua es vehículo, producto y productor de todas las culturas», resumirá Galisson (1991: 118).

Al hablar de cultura, este estudioso hace una doble distinción. Por una parte, estaría la «cultura-acción», que es la cultura de la vida corriente, del día a día, de la experiencia y la actividad habitual. Esta es la propia de la gente, la que comparte la misma carga cultural de las palabras. Por otra, estaría lo que denomina la «cultura-visión» o cultura elitista, de los sabios y entendidos, que es la que se adquiere por estudio y dedicación y que tiene un carácter institucional (Galisson, 1988). La que, realmente, interesa, por la gran capacidad y variedad de ofertas, es la primera, la que está más cargada de valores afectivos y sociales, la más vital y al uso. El concepto de lexicultura engloba, por tanto, una gran riqueza, todavía por descubrir y desarrollar. No solo en el sentido de la organización de los contenidos de la enseñanza de las lenguas, sino también en la dimensión etnológica y antropológica de la lengua en sí, como producto y productor de cultura (Guillén, 2003).

3. El concepto de «culturema»

Dentro de la Lingüística Aplicada y la interrelación entre lenguas, la atención a la cultura como determinante de la expresión y compresión de los fenómenos lingüísticos ha adquirido también en las últimas décadas una gran atención en el ámbito de la traducción. Para dar cuenta de una serie de fenómenos lingüístico-culturales que operan de manera conjunta y que, por su diversidad y rareza, son difíciles de trasponer de una lengua a otra, se ha acuñado el término «culturema». Dentro de su abstracción y de un ámbito que no es fácil delimitar detalladamente, los culturemas serían palabras o expresiones que llevan en sí una importante carga cultural en la lengua de una comunidad, pues remiten a fenómenos históricos, sociales, artísticos, etnológicos, antropológicos, etc. que los identifican como grupo humano. Los culturemas son léxico patrimonial, en cuanto dan nombre a fenómenos culturales que componen el patrimonio de una sociedad o un grupo humano.

A estas palabras, asociaciones léxicas o locuciones que dan nombre a objetos, conceptos o fenómenos típicos de un ambiente geográfico, de una cultura, de la vida material o de la peculiaridad histórico-social de un pueblo o una comunidad más o menos extensa y compleja y que no tienen correspondencia en otras lenguas, Vlakhov y Florin las denominaron realia. Newmark habla de «palabras culturales extranjeras» (Hurtado, 2001: 608-609). Calvi (2006: 67-70) de «términos culturales». Otros de «unidades marcadas culturalmente» (Nord, 1994). La denominación concreta de «culturema» para referirse a esas palabras o composiciones léxicas característicos de una cultura se debe, en primer lugar a Vermeer, que, en su artículo «Translation Theory and linguistics», lo explicó así:

Un fenómeno social de una cultura A que es considerado relevante por los miembros de esa cultura y que, cuando se compara con un fenómeno social correspondiente en la cultura B, se encuentra que es específico de la cultura A. (tomado de Luque Nadal, 2009: 95).

De Vermeer lo aprovechó Nord (1997) para difundirlo y hoy es ya un concepto aceptado entre los teóricos y estudiosos de las posibilidades y límites de la traducción entre lenguas. En la perspectiva de cotejo cultural apuntada por Vermeer, retoma el concepto Lucía Molina. Esta autora lo saca de la propia comunidad productora del culturema para visualizarlo a la luz de culturas foráneas, pues es en esa situación de cotejo o traslación cuando se comprueba en su dimensión real, tal como sucede en la traducción. El culturema, pues, no existe fuera de contexto, surge en el seno de la transferencia cultural entre dos culturas concretas (2006: 78-79).

Surgen, sin embargo, otras perspectivas de enfoque, que podríamos llamar endógenas. Vermeer hablaba también de expresión o término específico de una cultura. Esta especificidad es signo de identidad, por lo que adquiere un carácter simbólico para la comunidad a la que identifica. Pamies (2007) ve los culturemas como símbolos extralingüísticos culturalmente motivados que generan expresiones figuradas en las lenguas donde se producen. En esa línea, Luque Nadal resume así el concepto:

… podríamos definir culturema como cualquier elemento simbólico específico cultural, simple o complejo, que corresponda a un objeto, idea, actividad o hecho, que sea suficientemente conocido entre los miembros de una sociedad, que tenga valor simbólico y sirva de guía, referencia, o modelo de interpretación o acción para los miembros de dicha sociedad. Todo ello conlleva que pueda utilizarse como medio comunicativo y expresivo en la interacción comunicativa de los miembros de esa cultura. (2009: 97).

4. La cultura y sus áreas de expansión

Desde tres supuestos distintos hemos visto como se considera fundamental la relación entre la lengua que se habla y la cultura en que se usa y manifiesta y como no pueden estudiarse ni enseñarse de manera independiente como si esa relación no condicionase mutuamente ambos conceptos. Nos queda plantear qué es exactamente la cultura, cuál es el ámbito humano propio de la misma. Tanto desde la etnología como desde las teorías de la lingüística aplicada, la cultura se asume como un concepto antropológico y social. Ya en 1871, en su obra Primitive Culture, Tylor definió cultura como «ese complejo total que incluye conocimiento, creencia, arte, moral, ley, costumbre y otras aptitudes y hábitos adquiridos por el hombre como miembro de la sociedad» (Tylor, 1977: 64). Gail Robinson distingue dos niveles o estratos básicos de cultura. En el que llama nivel externo estarían los comportamientos, los gestos, las costumbres, y el lenguaje, la literatura, el arte, la música, la artesanía, el folklore. El nivel interno lo ocupan ideas, creencias, valores, el sistema institucional… (Robinson, 1988: 7-13).

Finalmente, mencionaremos a Geertz por su sentido semiótico de la cultura, en cuanto la concibe como un entramado de significados mediante los cuales los individuos de una sociedad se manifiestan diariamente y expresan su visión del mundo. La cultura es, pues, un factor constitutivo del ser humano que este construye históricamente, mantiene socialmente y aplica individualmente, y tiene un carácter eminentemente simbólico, pues sus manifestaciones son signos que dotan de sentido a la realidad que viven (Geertz, 1991). Estos signos simbólicos pueden muy bien entenderse como los «culturemas», inscritos en el sistema semiótico cultural del grupo humano, tal como anteriormente vimos.

Tanto en la definición de Tylor como en el deslinde que hace Robinson, es fácil observar los ámbitos que componen la cultura de una sociedad o un grupo humano. Los teóricos de la traducción que han tratado la indisolubilidad del binomio lengua-cultura, acostumbran a reconocer diferentes ámbitos o apartados a la hora de agrupar y distinguir la variedad de elementos o signos culturales que presentan dificultades en su traslado a otra lengua. Nida (1975) habló de cinco dominios:

  1. Ecología: flora y fauna, fenómenos atmosféricos.
  2. Cultura material: objetos, productos, artefactos (la gastronomía, la artesanía).
  3. Cultura social: trabajo y tiempo libre.
  4. Cultura religiosa.
  5. Cultura lingüística.

Vlakhov y Florin hablan de cuatro: (1) geográficos y etnográficos; (2) folklóricos y mitológicos; (3) objetos cotidianos y (4) sociohistóricos (Hurtado, 2001: 608). Nord (1994) también los reúne en cuatro, que denomina así: (1) ambiente natural; (2) modo de vivir; (3) historia y (4) patrimonio cultural. Katan (1999) preconiza seis niveles que, lejos de ser compartimentos estancos, impregnan toda la cultura de una sociedad, son estos:

  1. Entorno: espacio y medio físico, clima, vivienda y construcciones, vestimenta, alimentación, calendario y distribución del tiempo.
  2. Conducta: normas de comportamiento en sociedad.
  3. Formas y modos de comunicación.
  4. Valores.
  5. Creencias.
  6. Identidad. Este sería el nivel superior que engloba a los cinco anteriores y hacen que una sociedad sea como es.

Finalmente, citaremos a Molina (2006), que, haciendo su particular síntesis, considera cuatro ámbitos culturales: (1) medio natural; (2) patrimonio cultural; (3) cultura social y (4) cultura lingüística.

Se me ocurren algunas precisiones a toda esta teorización de la Traductorlogía:

5. La toponimia, primer referente de cultura

En cuanto realidad lingüístico-cultural, el culturema es un concepto complejo en torno al cual se teje un sistema o red que crea sus conexiones y dependencias. Además, su alcance o área de acción es muy variable, pues hay culturemas occidentales o interculturales y los hay nacionales, regionales, provinciales, comarcales, locales… Los culturemas provinciales no siempre son tan claros, pues hay que tener en cuenta que las provincias españolas no tienen dos siglos de historia y no obedecen, por tanto, a uniformidades etnológicas. Esta unidad habría que buscarla más bien en la comarca o región natural. La Montaña palentina, la Vega de Saldaña y la Valdavia, la Tierra de Campos o el Cerrato tienen importantes diferencias culturales, folklóricas, nacidas del distinto entorno físico y los condicionantes históricos.

Es por donde hay que empezar, por el entorno físico o medio natural, el primero de los apartados considerados por todos los teóricos, como hemos visto. El medio geográfico, y con él la historia, condicionan de alguna manera todos los otros apartados. Y la geografía, el espacio natural se conoce y se delimita mediante nombres. Cada localidad tiene su cultura, que compartirá en mayor medida con sus colindantes o comarcanas. En este sentido podemos hablar de los palomares terracampinos, de la calidad de su pan, de sus antiguas «glorias» o trébedes, de sus danzas de palos…, todos elementos que las caracterizan; del mismo modo que evocando el Cerrato se puede hablar de sus bodegas, de sus chozos pastoriles, de sus danzas procesionales o sus carnavales de ánimas y hablando de la Montaña de su románico y sus marzas. Quiero decir con ello que el topónimo es un poderoso culturema que lleva asociado muchos otros correspondientes a los diversos apartados suscritos, con sus interconexiones y derivaciones. Esto ocurre con el nombre de Palencia como referencia provincial, con el de cada una de las comarcas y con cada pueblo.

Entorno físico, topónimos, culturemas… forman un todo intrincado. La llanura cerealista de Tierra de Campos es el origen de la calidad de su trigo y, por ende, de su pan, y de su repostería, uno de cuyos ingredientes básicos es la harina, bien cernida. Su producción tiene que ver con la calidad del terreno y con el clima, pues toda cultura humana es cultura de adaptación al medio. Pasando a una localidad, Villarramiel, por ejemplo, en el entorno provincial solo puede su nombre entenderse como ligado a la industria de la piel. Ello se corrobora en la lengua, en los dichos, en los motes, canciones y dictados tópicos. A los de Villarramiel se les conoce como «pellejeros» en los contornos, y tienen su dicho que lo proclama: «En Villarramiel, todos son pellejeros, y hasta el cura también». Casi nada queda en pie, salvo algunos vestigios y la memoria, de aquella pasada industria. Hay una fábrica que, en la actualidad, quiere aprovechar, transformada, esa seña de identidad y que toma el distintivo en su mismo nombre comercial de «Villarramiel Piel, ligando estrechamente topónimo histórico y oficio ancestral e identitario. Se está cumpliendo de este modo uno de las características de los culturemas, el de su vitalidad y dinamismo (Luque, 2009: 105). Unir producto y lugar de producción es un recurso habitual en la comercialización de hoy, identificando de este modo garantía de calidad y tradición artesanal del lugar. Siguiendo con la misma localidad, podemos aludir al respecto a «la cecina de Villarrramiel», en cuya denominación se incluye el hecho de que sea producción típica del pueblo, avalada por su fama y hacer de siempre.

Culturemas ligados al nombre propio del lugar son tanto los gentilicios o nombre que reciben sus habitantes: palentinos, terracampinos, cerrateños, eldanenses (Dueñas) baltanasiegos (Baltanás), saldañeses (Saldaña), etc., como los motes o apodos que surgen entre localidades comarcanas: «judíos» se dice de los de Frómista, «mielgueros» de los de Villasirga, «botijeros» de los de Dueñas o «pinchorreros» de los de San Cebrián de Campos. Estas denominaciones tienen su origen en anécdotas o hechos puntuales que se generalizan y que, muchas veces, dan ocasión a una leyenda más o menos jocosa o pintoresca para explicárselos. Otras veces alude a uno de los oficios predominantes en el lugar, como decir «yeseros» a los de Astudillo, «pellejeros» a los de Villarramiel o «mantas» a los de Palencia. Y de estos topónimos surgen otros dichos y dictados tópicos tales como: «Palencia, armas y ciencia», «Palentino, borracho fino», El «Cerrato, miel y gatos», «Cuerno, Cornoncillo y Cornón, tres cuernos son», «Los de Villarramiel pagan y pagan bien, pero no saben a quien», «Villoldo, por el día durmiendo y por la noche gastando el oilo» o «ser como el herrero de Mazariegos, que de tanto machacar se le olvidó el oficio». O coplas de baile, como esta en dos versiones: «Becerril y Paredes, Fuentes de Nava, son los hombres más brutos que hay España»; y su réplica: «Becerril y Paredes, Fuentes de Nava, son los mejores hombres que hay en España».

Ciertas denominaciones geológicas sobre las formas o accidentes del terreno son propias y características de algunas zonas palentinas, aunque no sean, por lo general, exclusivas y su definición pueda hallarse en los diccionarios. Nos referimos con ello a voces como páramo, cuestas, cerral, cotarro, alcor, otero, sirga, barco, vallejo, nava, varga, cuérnago, tojo y alguna más. Algunas se especifican con un nombre identificador: el páramo de Autilla, los valles del Cerrato, la mesa de las Tuerces, el Cañón de la Horadada, o se convierten en referencia toponímica: la laguna de La Nava, el cerro del Otero, la comarca de los Alcores. A ello habría que añadir el nombre de las comarcas naturales: Fuentes Carrionas. la Pernía, la Valdivia, la Valdavia, la Ojeda, el Cerrato, Tierra de Campos…, los ríos típicamente palentinos como el Carrión, el Valdeginate, el Ucieza…, el de sus principales alturas montañeras, los picos Curavacas, Espigüete y Tres Mares, Peña Labra y Peña Prieta, el parque natural de Fuentes Carrionas y otros espacios naturales reconocidos como Covalagua o la Nava. Y montes significados como el monte El Viejo y el monte Bernorio. Pantanos como los de Camporredondo, Ruesga, Compuerto y Aguilar. El Canal de Castilla. El lago Curavacas.

El entorno físico, la comarca, con su terreno, su climatología y sus condiciones naturales impone un trabajo y una forma de vida, o, al menos, así era antes, en la sociedad más cerrada y tradicional, previa a la emigración masiva de mediados del siglo pasado y la consiguiente despoblación. Condicionaba el hábitat: las pequeñas poblaciones norteñas y las grandes villas cerealistas y ganaderas de la mitad sur, más poblada. La pobreza y escasa población de los lugares montañosos dio origen a sus pequeños templos románicos, bien conservados. La mayor riqueza y ostentación de las villas en los siglos de economía boyante sustituyó sus primitivas iglesias –Paredes, Becerril, Ampudia, Carrión, Astudillo–, por otras más grandes y monumentales, abarrotadas de preciosos retablos y todo tipo de arte eclesiástico. El material para la edificación de las casas del común difiere: la piedra en el norte, el adobe en el sur. Y en el Cerrato el revocado de las casas con yeso de sus yeseras y no solo las bodegas excavadas en sus cuestas, sino también las cuevas abiertas en los laderones yesíferos como viviendas humanas. Con el declive de la economía agropecuaria las villas terracampinas languidecen, pero, en cambio, surgen otras con los vientos favorables que trajeron las transformaciones del siglo xix. Así, la eclosión de la minería carbonífera transformó a muchas poblaciones de la Montaña palentina, dando lugar a importantes núcleos como Guardo y Barruelo de Santullán, y el desarrollo del ferrocarril propició el nacimiento y auge de Venta de Baños.

Fauna y flora eran peculiares en cada sitio y también contribuían a formar parte del tejido cultural. La paloma, tan abundante en la llanura cereal, contribuye a la fisonomía del paisaje del sur con la presencia de los palomares. La vaca es el animal de trabajo en la Montaña y la mula en Tierra de Campos, dependiendo de la intensidad y el grado del mismo y el terreno. Los prados del Norte de la provincia son más apropiados para la cría de ganado vacuno, y así se puede hablar de la carne de Cervera, como la oveja es más propia de los pastos de la tierra llana del sur de la provincia. Distinto el queso y distinta la carne. La flora del Cerrato, rica en hierbas aromáticas, da un punto especial en primavera al queso artesanal y al lechazo asado. Y la calidad de la lana de las ovejas contribuyó no poco a la fama de la industria textil productora de las apreciadas mantas palentinas. El distinto trabajo y las distintas condiciones del terreno evidenciaba una cultura material distinta que se hacía ostensible en el día a día y en las ferias comarcanas. Si es verdad que este mundo se ha perdido con la mecanización del campo y las nuevas formas de productividad, que han llevado al abandono de los pueblos y sus formas de vida, bien es cierto que quedan las huellas de esa cultura en muchos culturemas (fiestas, juegos, bailes, costumbres, gastronomía…) que los pueblos se niegan a perder, aunque sea obligatoria la transformación con cambio de fechas e innovación de formas, creación de asociaciones culturales y museos etnológicos, etc.

Toda esta cultura material conformaba también una cultura moral o social en forma de creencias, conocimientos prácticos, supersticiones, valores, modos de comportarse. Una y otra ahormaban esa cultura antropológica, única, identitaria, de un lugar o una comarca, en la que se plasmaba magníficamente su identidad. La provincia de Palencia no está suficientemente abastecida de estos trabajos etnológicos y antropológicos que describan e interpreten la idiosincrasia de sus comarcas, pero algunos hay. Quizás sea la Montaña palentina la mejor representada con los cuatro libros de Alcalde Crespo para otras tantas comarcas: La Lora (1979), La Braña (1980), La Pernía (1981) y Fuentes Carrionas y la Peña (1982), más el estudio de Martínez Mancebo sobre Fuentes Carrionas (1980 y 1981). Tierra de Campos cuenta con el general y antiguo de González Garrido (1941). Sobre el Cerrato hay algunas aproximaciones parciales (González Mena, 1980; García Colmenares et al., 1993). Hay muchas localidades que ya tienen sus libros respectivos; sin embargo, el rigor del acercamiento etnológico difiere considerablemente de unos a otros.

Toda esta cultura, no haría falta repetirlo, se reflejaba en la lengua, en esas variedades dialectales, locales del castellano, con su entonación, su morfosintaxis, y su léxico. Ese léxico que se va perdiendo y ya casi solo queda como encofrado en diccionarios y recuentos. La recopilación hecha en Nuevo vocabulario palentino (Gordaliza, 1995), edición ampliada de otra anterior (Gordaliza, 1988), aunque muy mejorable desde el punto de vista lexicográfico, sí que es apreciable por las noticias etnoculturales que recoge, es decir, por la atención que dedica a muchos de estos culturemas locales, comarcales y provinciales a los que estamos aludiendo. Hay otros importantes estudios lingüísticos y recopilaciones léxicas locales referidas a Paredes de Nava (Hoyos, 1985; Helguera y Nágera, 1990), Villada (Casas, 1989) y Frómista (Díez Carrera, 1993), entre otros.

6. El turismo, propagador de culturemas

Los culturemas aparecen en su forma dialectal y con prístino sentido en estos estudios y referencias locales o comarcales que lo toman del terreno, de la historia y el devenir de las poblaciones. Sin embargo, hoy son dados a los cuatro vientos en cuanta literatura turística –guías, folletos, catálogos y programas de viaje, artículos y reportajes en periódicos y revistas especializadas, anuncios propagandísticos y páginas web– se produce, pues el turismo es una importante fuente de economía que todas las administraciones –locales, provinciales, autonómicas, nacionales– promueven, además de las empresas del gremio y las agencias de viajes. Lo dice muy bien Calvi (2006: 18):

Cabe destacar también la relevancia que pueden asumir los términos culturales frente al internacionalismo del lenguaje relativo a la organización turística, la descripción del producto turístico se apoya preferentemente en los términos más dotados de «sabor local» y, por lo tanto, más aptos para connotar la especificidad del destino turístico.

Aunque el turismo como tal nació en el siglo xix, pues entonces fue cuando se empezaron a crear las primeras estructuras, viajeros los ha habido siempre y por escrito han dejado muchos de ellos sus impresiones. Noticias relativas a lo que hoy es la provincia de Palencia las encontramos en Aymeric Picaud, que en el siglo xii en el Codex Calixtinus dejó sus impresiones del camino jacobeo que llevaba a la tumba compostelana del apóstol Santiago. En la segunda mitad del siglo xvi es Ambrosio de Morales quien recorre estas tierras, por voluntad del rey Felipe II, para estudiar el tesoro artístico que hay en sus iglesias y monasterios y que refiere en su Viaje sacro. Noticias importantes de viajeros del siglo xviii encontramos en las obras de Ponz y Jovellanos. Otros, nacionales como el balear Quadrado y extranjeros, pasarían por ella en el siglo siguiente. Esto en un rápido recorrido que puede ampliarse en estudios más completos (Ayuso, 2000; Arroyo, Arana y Pérez, 2008). La visión de la propia tierra aparece más bien finalizando el siglo xix, pues son autores residentes en la capital palentina los que se aventuran a recorrer y describir la ciudad y otras poblaciones principales de Tierra de Campos, casos del vitoriano Becerro de Bengoa (1874) y Simón y Nieto (1895). Es entonces también cuando empiezan a aparecer los primeros libros monográficos sobre algunas localidades, obra de eruditos locales (Carrión de los Condes, Astudillo, Cevico de la Torre).

Las primeras guías provinciales propiamente dichas no aparecerían hasta el siglo xx. Son las preparadas por los escritores locales Garrachón Bengoa (1920 y 1930) y Bleye (1958). Se centran casi exclusivamente en contenidos históricos y artísticos, aunque el segundo se ocupa también de dar importantes pinceladas sobre los paisajes cambiantes de las distintas comarcas naturales.

Ya sabemos que el lenguaje turístico propende per se a la información encomiástica y laudatoria de los lugares que invita a visitar. No es extraño, pues, que surjan designaciones apreciativas, afectivas e hiperbólicas de los lugares o edificios que se visitan (Calvi, 2006: 84). Ligados a ciertas comarcas o poblaciones van algunas coletillas que son como aposiciones o metáforas atributivas, que tanto pueden acompañar como sustituir: «Palencia, capital de Campos», «Baltanás, capital del Cerrato», «Frómista, la villa del milagro», o aludir a las llanuras terracampinas como «el mar de Campos», «el granero de España» o emplear el título «Campos Góticos», que viene desde las crónicas medievales y lo recuperó Simón y Nieto (1895), etc. Lo mismo sucede con algunos edificios, a los que se distingue con ocurrentes apostillas metafóricas para ponderar su aspecto, valor o singularidad. La mayor parte suelen estar tomadas de Bleye (1958), y hoy se encuentran con frecuencia reiteradas en guías, folletos y trípticos de información o propaganda turística. Así, se han hecho habituales clichés para hablar de la catedral palentina como «la bella desconocida», de la torre de San Miguel como «la bien plantada», de la torre de San Pedro de Fuentes de Nava como «la estrella de Campos», de la de la colegiata de Ampudia como «la Giralda de Campos», de la iglesia de Amusco como «el pajarón de Campos» o del monasterio de Clarisas de Calabazanos como «el Escorial de adobe».

Cada edificio importante, monumental, de la capital es un conjunto articulado e interrelacionada de culturemas, según esa red de historia, arte, leyenda y tradición que va atesorando con los siglos. Con ocasión de la catedral palentina hay que hablar de la cripta o «cueva» de San Antolín, con su arte, su historia, su leyenda y su pozo, en el que el día del patrón los palentinos bajan a beber un agua que siempre han creído con propiedades salutíferas. Y hay que hablar de sus puertas, que llevan nombres precisos según quienes estuvieran destinados a pasar por ellas; así, la puerta de los Novios, la de los Reyes, la del Obispo y la de los Canónigos. Y dentro, con todo el arte que atesora en imágenes y retablos, podríase fijar la atención en el trascoro y el San Sebastián del Greco, en el púlpito de Cabeza de Vaca, en el «carro triunfante» para el Corpus o en sus imágenes milagrosas y legendarias como el Cristo de las Batallas y el sepulcro de doña Inés de Osorio, que la tradición confunde con el de la reina Doña Urraca y al que la gente acude para tirarla de la coleta mientras pide tres deseos, aunque tampoco la coleta pertenece a la reina, sino a una fámula que tiene a sus pies. Y si se trata de la iglesia de San Miguel y su torre emblemática, aparece la leyenda de que allí se casó el Cid, y habría que hablar sin lugar a dudas de una de las ceremonias rituales más legítimas de la capital, que no es otra que la del «bautizo del Niño», que se celebra el primer día del año sacándole la cofradía titular en procesión alrededor del templo y bailándole al son del villancico del «Ea», mientras el público acude a presenciar la tradición y espera, al final del mismo, la «pedrea» de caramelos que, desde un balcón frente a la iglesia, lanzará la «madrina» de ese año. Se sospecha que el origen de tan entrañable y popular tradición pueda venir de los judíos palentinos conversos. En el mismo templo se guarda el Cristo de Medinaceli, uno de los pasos que protagonizan la Semana Santa palentina. Y hablando del convento de las Claras nos encontramos con el Cristo yacente, con su leyenda popular y supersticiosa, su historia real, y el hondo y trágico poema que le dedicó Unamuno, porque también los motivos literarios se erigen en culturemas. En el templo de Santo Domingo habría que evocar la presencia del fundador dominico y la llamada «primera universidad palentina», además de referir la singularidad del retablo del deán Zapata o la importante iconografía de pasos de Semana Santa que la cofradía de la Vera Cruz, fundada en aquel templo en el siglo xv, guarda en sus capillas. Y entrando en la iglesia conocida como «la Compañía», porque perteneció a la Compañía de Jesús que tuvo colegio junto a ella desde el siglo xvi, habría que referir la historia y la leyenda de la Virgen de la Calle, patrona de la ciudad.

Como sucede en otras tantas ciudades y provincias, el patrimonio cultural y artístico de los templos de la capital y de la provincia es casi inagotable, no solo el material de elementos arquitectónicos, imágenes, orfebrería, ropa sagrada, organería, etc., sino también el inmaterial de las creencias y devociones, de las leyendas, de los rituales y fiestas. Se podrían evocar todos y cada uno de los templos de la provincia, desde los más significados como la iglesia visigótica de San Juan de Baños, con el manantial y la leyenda de la curación de Recesvinto, a quien se dice le debe su fundación en el siglo vii, al admirable ejemplar románico de San Martín de Frómista, las colegiatas de Ampudia y Aguilar o las llamadas «catedrales de pueblo» (Enríquez, 1972: 95), aledañas al Camino de Santiago –iglesias de Boadilla del Camino, Santoyo, Támara, Villasirga–, que por su grandiosidad arquitectónica externa –y su riqueza artística interna– destacan sobremanera entre el caserío –antes de tapial, ahora menos– sin olvidar por eso a las pequeñas y arriscadas iglesias románicas del norte. Ni hay que olvidar las iglesitas rupestres del noreste ni las numerosas ermitas solitarias en medio de los campos, con sus devociones y leyendas, y a las que los pueblos acuden cada año en romería en primavera o al final del verano. Grandes o pequeñas, llevan nombres llenos de encanto popular, hermosos y únicos: de Alconada, del Brezo, de Garón, de Villaverde, de Valdesalce, de Areños, del Rebollar, de Ronte, de Torre Marte…, todas formando armónica unidad con el paisaje.

Habría que añadir otras construcciones nobles, como los monasterios de San Zoil de Carrión, el de la Trapa de Dueñas o el cisterciense de San Andrés de Arroyo; conventos, palacios de antiguos apellidos nobles (en Astudillo el de doña María de Padilla, y otros en Osorno, en Guardo, en Villamartín…), casas hidalgas en la Montaña, torreones y castillos como los de Ampudia, Fuentes de Valdepero, Monzón, Belmonte…, la sinagoga de Amusco, los puentes romanos y medievales, las villas romanas, entre las que descuella La Olmeda con sus valiosos mosaicos, y un largo etcétera donde también entrarían construcciones menores como las puertas de muralla, los pósitos y cillas, las casas del Cordón, las casas o ermitas de cofradías, los humilladeros, los rollos jurisdiccionales, fuentes públicas tan significadas como la antiquísima Reana de Velilla del Río Carrión o la de la plaza de Becerril, los lavaderos, hornos romanos, fábricas de harinas y molinos. Todos con su historia y su anécdota, su interés arqueológico o arquitectónico, su tradición y su interés.

Se hizo habitual en las guías hacer rutas turísticas que agrupen un territorio o conjunto de pueblos vinculados por el arte, la historia o el paisaje. Bleye (1958) distingue cuatro para conocer la provincia, aparte la capital; las denomina: «Ruta del románico», «Ruta de los Campos Góticos», «Ruta de la Historia» y «Ruta de los paisajes». Enríquez (1972), López Santamaría (1982) y Celada y Hernández (2016) hacen más distinciones. En otros folletos turísticos se habla de la «Ruta de las villas romanas», de la «Ruta del Camino de Santiago» o de la «Ruta de los pantanos». Y otra se acaba de poner en marcha, con estructura unitaria y permanente y apoyos institucionales, que se llamará «Campos del Renacimiento», que incluye cuatro poblaciones llenas de arte e historia en plena Tierra de Campos, como son Becerril, Paredes de Nava, Cisneros y Fuentes de Nava (Caballero, 2018).

7. Fiestas y gastronomía

Aunque en principio las guías turísticas ponían en antecedentes a los posibles viajeros sobre el arte, la historia y el paisaje que se iban a encontrar, ahora la información se ha ampliado y la oferta cultural incluye también las fiestas, la gastronomía y la artesanía, cuando menos (López Santamaría, 1982; Celada y Hernández, 2016). Las áreas temáticas del turismo se van ampliando. En realidad, ahora se puede hablar de distintos destinos y proyectos turísticos. Los hay que se llaman culturales y aglutinan la cultura ilustrada con la popular, pero hay también un turismo, digámoslo especializado o sectorial, centrado en lo ecológico, en lo deportivo, en lo antropológico, en lo festivo, e incluso en lo esotérico. Centrémonos ahora en el que conjuga fiesta y gastronomía, pues ambas realidades, desde una óptica socio-cultural están a menudo ligadas y, como expone Eurrutia (2013: 184), las palabras del léxico de estos dos ámbitos «son lugares privilegiados para ciertos contenidos de cultura que guardan una dimensión identitaria que añaden a la dimensión semántica ordinaria de los signos». Una y otra están llenas de riqueza etnológica que dejan traslucir en voces y denominaciones características bien arraigadas en la población, en su vivencia cotidiana y de la tradición.

Ya aludimos al peculiar rito tradicional del «bautizo del Niño» en la capital palentina el primer día del año, pero no menos pintoresca es la fiesta de Santo Toribio en abril, con la procesión del santo por el barrio del Cristo y el lanzamiento del «pan y el quesillo» por las autoridades municipales desde un balcón de la ermita en las laderas del cerro del Otero. Ni lo es la de San Juanillo con el beso a la reliquia, la entrega del tomillo, la procesión del santo y la gran hoguera nocturna la víspera de su fiesta de junio. Son fiestas populares de larga tradición que hoy sus barrios de referencia han asumido como propias pero a las que los palentinos siguen acudiendo en masa.

Siguiendo el calendario del año, otras fiestas se suceden en los pueblos. Son festividades que tuvieron un marcado carácter rural, de una sociedad agraria tradicional que las fue dejando perder en su mayoría, pero que en algunos lugares todavía perviven. Las fiestas de quintos adquieren especial relevancia y singularidad en pueblos como Torquemada, el día de Reyes, en que echan las «redes» a las autoridades, y en San Cebrián de Campos el día de San Antón, con la «corrida del gallo» y el recitado de las «cuartetas» a caballo en la plaza del pueblo.

En Velilla del Río Carrión siguen en los carnavales saliendo los «zamarrones» y en Vertabillo la cofradía de Ánimas repite el «revoleo» de la bandera y el lanzamiento de la alabarda, mientras en Villamuriel la cofradía homónima ha resucitado el desfile de la soldadesca. En Aguilar se mantiene el canto de las «marzas» la última noche de febrero.

Especialmente solemnes y concurridas son las Semanas Santas en la capital y en los pueblos –Carrión, Osorno, Astudillo, Dueñas, Población de Campos, etc.–, con sus «subastas de insignias y pasos», sus desfiles procesionales de históricas y artísticas imágenes, que tienen sus nombres populares, sus cantos y vía crucis, sus limonadas y «molletes» o panecillos de anís, y, en algunos lugares, el juego de «chapas» y la costumbre de «matar judíos». Y populares representaciones de la Pasión en Guardo o Grijota. Mediado abril tienen lugar en Frómista las fiestas patronales de San Telmo, hijo del pueblo, llena de contenidos rituales, con su cofradía, novena e himno, y el sermón jocoso y la procesión cívica y nocturna del «Ole». En mayo vienen las romerías a las ermitas, muchas veces acompañadas de los danzantes, con sus «lazos» típicos, propios de cada lugar. Romerías y danzas que se repetirán en las fiestas de setiembre. En otros sitios los danzantes solemnizan especialmente la procesión del Santísimo en la fiesta del Corpus, como sucede en Ampudia o Cevico de la Torre, mientras en Carrión de los Condes ese día las calles se convierten en una alfombra floral para el paso de la Custodia.

Danzas y bailes son propios de cada lugar, signos de identidad con sus vestimentas típicas, sus «paloteos» o el «tejer las cintas», bajo la dirección del «birria» o «botarga». Bajo otra denominación, la de «chiborra», esta figura grotesca adquirirá especial protagonismo en las fiestas de setiembre en Cisneros en honor de la Virgen del Castillo, montado en su pollino y echando el «sermón», zahiriendo y robando a las gentes, y al que luego pedirán cuentas en «el juicio (o azote) del chiborra».

En algunas de las fiestas de los patronos que caen en agosto y setiembre no pueden faltar los «encierros» por el pueblo como en Dueñas, Torquemada o Villarramiel. En Paredes se les conoce como «los benditos novillos» y en Astudillo, por disposiciones oficiales, han tenido que adaptar su «toro enmaromao». Se podría seguir enumerando conmemoraciones festivas y ritos que en cada lugar adquieren formas y propiedades únicas.

Unida a la fiesta va el baile, y el folklore palentino es rico y diverso con la diferencia que marcan las comarcas. En la Montaña se distinguen las modalidades por la forma de bailar el hombre y la mujer –«a lo alto», «a lo bajo» – o por el ritmo –«a lo ligero», «a lo pesao» –. Hay pueblos que tienen también su jota particular –son conocidas las de Villamornta, de Cisneros, de Guardo, la llamada «Panaderas» de Grijota o «La Cobata» de Baltanás– o su baile propio, de gran tradición, como «El papudo» de Paredes, «El cuevanito» de San Salvador de Cantamuga, las variedades de «redondillas» de Tierra de Campos, que en Frechilla recibe el nombre de «giraldilla», o el «rigodón» de Villasirga. La vestimenta típica es otro añadido más que tiene su propia nomenclatura, como distintivo cultural. Y no hay que olvidar las castañuelas o «tarrañuelas» que hacen sonar o el son de la dulzaina y los redoblantes que les acompañan, pues todo ello es uno con el baile o la danza. En el norte, en cambio, adquieren su protagonismo las pandereteras.

En el terreno de la gastronomía, lo que Palencia siempre ha ofrecido a los visitantes es la calidad de unos platos hechos con los productos del terreno. De las afamadas y feraces huertas palentinas salía la menestra, pero ahora están abandonadas y no las producen, aunque sigue siendo plato típico para ofrecer al visitante, como no hay cangrejos en sus ríos y arroyos, y han disminuido las matanzas caseras y tradicionales de donde salían los «chichurros» o «sopas canas», las morcillas, el «picadillo» o «las jijas», la «fritura» o «chanfaina», «el lomo en orza»… Siguen, en cambio, teniendo la misma calidad el «lechazo» o «asado», las chuletillas a la brasa, los pichones y palominos estofados, los quesos «curados», los »de media cura» y los frescos «de pata de mulo»; la miel del Cerrato, de hierbas aromáticas, o la miel de brezo de la Valdavia y la Montaña; las setas campestres con sus nombres característicos: «de cardo» y «de gatuña» en el Cerrato, la «de carrerillo» o «de San Jorge» de la Montaña, los níscalos de la Valdavia, etc.

Hoy, reconocidos con la marca de calidad, tienen justa fama y se comercializan con denominación de origen las alubias blancas de la vega de Saldaña, las patatas de La Ojeda, los capones de Cascajares, los patés de Villamartín, los quesos del Cerrato y de Villerías, la carne de Cervera, la cecina de equino de Villarramiel. De las huertas de la provincia, regadas por el Pisuerga, hay que mencionar los pimientos de Torquemada y la cebolla horcal de Palenzuela.

El pan de Palencia siempre ha tenido mucho reconocimiento, hecho con el buen trigo de sus campos. El pan «de cuatro canteros» de siempre y la más moderna «fabiola» en la especialidad de barras. Derivados del pan y como productos de ocasión estarían las tortas de aceite, la «torta de chicharrones (o jeregitos)» y el «pan de mosto» de Ampudia. En cuanto a los vinos, la elaboración artesanal que antes se sacaba de los majuelos que no faltaban en el Cerrato, y que se hacía en lagares particulares o comunales, producía las apreciadas especialidades del «clarete» y de «ojogallo», pero ha tenido que dejar paso ahora a la elaboración industrial en bodegas con denominación de origen (de Cigales en Dueñas, del Arlanza en Torquemada y Palenzuela).

Capítulo aparte merecen los dulces, que casi siempre van ligados –o iban– a las fiestas. De los carnavales son las «hojuelas» u «orejuelas». De la Pascua las rosquillas de baño y las de palo, llamadas en algunos sitios de Campos de «trancalapuerta», las madalenas y toda una serie de pastas que reciben diversos nombres y han quedado como dulces típicos y propios de algunos pueblos. Así, son célebres los «tontos y listos» de Frechilla, los «nevaditos» y mantecados de Osorno, las «ciegas» de Saldaña, que en otros lugares se denominan «pelusas», los «amarguillos» de Villoldo, los «almendrados» de Villasirga. En hojaldres se comercializan muy bien los «raquelitos» de las monjas bernardas de Sn Andrés de Arroyo y los «socorritos» de Cervera. En la capital palentina han surgido nuevos postres para endulzar las fiestas de la capital, como la «cazuela de San Antolín» o «el postre de las Candelas», además de «la coleta de Doña Urraca» o las «menesinas», originarias del pueblo de Meneses de Campos.

Podría hablarse también de la cerámica, como recuerdos artesanos que llevarse de una visita a las tierras palentinas, de los que mencionaremos los botijos de Astudillo, en sus dos variedades «de la Pasión» o «de santos» y el «de rosca», y la jarra «de trampa» de Guardo. O de ciertos juegos populares como las distintas especialidades de bolos que hay en la Montaña, la «monterilla» y demás variedades del juego con petacos o tejos, que pueden dar lugar a la «chana», la «tuta», la «calva», etc, según lugares.

8. Conclusiones

La utilización del concepto «culturema» acuñado por la Lingüística Aplicada es muy adecuado para el reconocimiento y transmisión de la cultura de una comunidad a otras comunidades que la desconocen. No tiene que ser, por tanto, exclusivo de la traductología a la hora de verter en otra lengua términos y realidades que no tienen parangón o correlación con ella. A sus teóricos dejamos las posibles soluciones aplicables en su caso a la hora de trasladar la información de una lengua a otra (Hurtado, 2001: 612-615; Molina, 20O6: 255-276; González Pastor, 2012). El culturema puede muy bien entenderse como una unidad de la etnolingüística, en cuanto a que se refiere a un término cultural de conocimiento y uso exclusivo de una comunidad (local, comarcal, regional, nacional) que es desconocido por otras comunidades que no comparten esa cultura, aunque sí la misma lengua. Los textos turísticos, destinados a dar a conocer otros territorios y culturas a los foráneos para facilitarles la visita a los mismos –por eso reciben el nombre de «guías turísticas» – son especialmente propicios a recoger y compendiar tales términos.

Buscando un caso concreto donde aplicarlo, hemos elegido la provincia de Palencia y hemos considerado algunos de sus posibles culturemas, los más reconocidos en los distintos campos temáticos. Tras este repaso y recopilación, podemos sacar algunas conclusiones:

  1. La geografía o entorno físico y la historia son dos realidades fundamentales que determinan en buen grado los modos de vida y la creación de culturemas materiales, sociales, religiosos y lingüísticos.
  2. Los topónimos son los primeros culturemas, pues ellos son el punto de referencia de todos los demás que se asocian a su territorio.
  3. Los culturemas, por tanto, no son realidades lingüístico-culturales aisladas, sino que se producen dentro de un sistema complejo en el que varios culturemas van interrelacionados. Por ejemplo, la fiesta de la Virgen de Alconada, patrona de de Ampudia, conlleva como en otras muchas villas de Tierra de Campos o del Cerrato– la procesión con los danzantes, que van ataviados con una vestimenta particular y realizan sus bailes o «lazos» dirigidos por el «birria» o «botarga» al son de unos instrumentos musicales y con unas letrillas que les sirven para marcar el ritmo.
  4. Los culturemas pertenecen al patrimonio de una comunidad y, como tal, pasan de generación en generación, pero no son rígidos ni estáticos, sino que evolucionan en el tiempo, según las circunstancias y las necesidades. Siguiendo con el ejemplo de los danzantes, estos, antaño, solían ser niños ya mozalbetes; hoy, si es necesario, lo asumen los adultos y, en algunos lugares, preferentemente las mujeres, cuya participación antes era impensable. Los culturemas nacen, mueren y evolucionan. En esas fiestas, tanto de los pueblos como de la capital, las «peñas» tienen un importante protagonismo y han hecho cambiar la dinámica social de la fiesta.
  5. Los culturemas poseen para la comunidad a la que pertenecen, que los ha producido y los vive, un gran valor simbólico, lleno de exprevisidad y emotividad. Para los foráneos, que los contemplan como un hecho cultural pintoresco o particular, tienen más bien un valor estético y cognitivo.
  6. Los culturemas tienen un contenido antropológico, es decir, son referente de la vida y la forma de concebir esta de una comunidad, pero es la lengua la que da noticia y sirve de vehículo informativo de los mismos. Son, antes que nada, una realidad léxica que remite a una realidad material o mental más profunda y arraigada, pero que no se podría dar a conocer tal como es sin esa denominación.


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Léxico patrimonial. Culturemas palentinos

AYUSO COLLANTES, Clara

Publicado en el año 2019 en la Revista de Folklore número 445.

Revista de Folklore

Fundación Joaquín Díaz