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El lobo como animal peligroso y el bosque como espacio prohibido son arquetipos frecuentes en la tradición oral. Podríamos recordar como paradigma el cuento de caperucita roja y tantos otros en los que la actitud de los animales y su posible peligrosidad son descritos minuciosamente para que todo ello sirva de admonición o aviso a los oyentes, especialmente si son niños. Pero veamos otro ejemplo, el de la descripción pasiva, en el que una mentalidad campesina debe dar explicación a un hecho mágico que llega en forma de relato. Recurramos al cuento de «La cenicienta» –por estas tierras llamada la «marrana cenicienta»-, del que recordaremos los pasajes principales siguiendo una versión local recogida en Castilla. Un padre tiene tres hijas y tiene que salir de viaje fuera de España. Les pregunta qué quieren que les traiga a su regreso. Las dos mayores eligen objetos que las embellezcan. La pequeña, ante la sorpresa y la risa de sus hermanas que la desprecian, prefiere que le traiga una vara de nogal con tres nueces. Poco después se anuncia un baile para casar al príncipe, y las mayores se engalanan con sus regalos; la cenicienta pide a la varita de la virtud las mejores joyas durante tres noches seguidas: «Varita de la virtud, por la nuez primera que me salga un vestido... más bonito que el de mis hermanas». La varita se lo concede y ella enamora al príncipe. Éste no descansa hasta que la encuentra, se casan y son felices.
Interesa destacar que en el cuento no aparece para nada el hada buena que se menciona en versiones francesas o de otros países europeos. En versiones antiguas apenas se habla de hadas en este tipo de narraciones y cuando se hace se asimila su poder al de las brujas o hechiceras, lo cual nos recuerda la definición que de hada se da en el Diccionario de Autoridades: «Aquellas mugeres que fingieron los antiguos ser Ninphas, que estaban encantadas; y también creyeron ser las Parcas... corresponde a lo que oy llamamos Hechiceras». Es decir, que cuando ha de intervenir algún poder sobrenatural para transformar a cenicienta en una mujer atractiva, es la «varita de la virtud», con el propio concurso de la protagonista, la encargada de hacerlo. Esa vara de la virtud (entendido el término virtud como «fuerza de las cosas para causar sus efectos», según aparece en la primera acepción del DRAE) parece más una vara criptestésica o rabdomántica capaz de buscar minerales o fuentes subterráneas, que la varita mágica de las hadas que abundan en los cuentos modernos. De hecho, las hadas aparecen en castellano sólo como las traductoras del destino, mientras que las hechiceras (es decir las hacedoras de algo artificioso o mágico) y las brujas (esto es, las personas con fuerza para actuar sobre la naturaleza o hacer de mediadoras; recordemos que bruja se sigue llamando también en español al turbión que levanta el polvo en los caminos o tierras) se parecen mucho más a la fuerza mágica de nuestra versión. Nadie cuenta correcta o naturalmente algo en lo que no cree y, precisamente por eso, la cenicienta aparece en el relato como lo que es y como la suponía nuestra narradora: una mujer peculiar con poderes especiales y no la hijastra blanda y abandonada que necesita el apoyo de un hada para enfrentarse a su destino. Esto nos llevaría a discutir acerca de los tipos de relato, habitualmente considerados por los estudiosos como «falsos» y «verdaderos» para quien los cuenta. No hay que olvidar que casi todos los relatos que contemplaban la relación entre seres humanos tenían que ver con la unión entre hombres y mujeres, girando alrededor de ese tema y sus posibles variantes todas las formas lícitas o ilícitas de obtener el favor del amado o amada. Los grimorios más conocidos solían tener –como el de San Cipriano- hasta la fórmula que se debía decir cuando se cortaba la varita, que había de ser de avellano, laurel, almendro o álamo y debía cortarse con un cuchillo nuevo, exorcizado y hecho de hierro o de plata. Con esa varita se podían hallar tesoros, encontrar aguas subterráneas, dominar a otra persona como si se tratara de un bastón de mando e incluso –si se ataban sobre ella las medias y se metía debajo de la almohada al irse a dormir- una mujer podía ver en sueños a quien habría de ser su marido… Me quedo con una frase de Levi Strauss para explicar todas esas fórmulas de hechicería que tuvieron y tienen todavía tanto éxito en nuestra sociedad aparentemente liberada de las supercherías: «La función del mito es proporcionar un modelo lógico para resolver una contradicción».