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El Campo Grande ha sido un espacio en el que todos y cada uno de los vallisoletanos o de los visitantes de Valladolid hemos tenido un escalofrío particular. A veces la emoción habrá venido por el lado de la naturaleza, que tiene en ese precioso parque una de las cátedras desde la que se explica a la ciudad cómo sobrevivir en un mundo contaminado; en otras ocasiones, la sacudida procederá de los sentidos, que hallan en el solo hecho de traspasar los umbrales del parque un incentivo poderoso; a veces será el recuerdo o la memoria los que hablen en silencio de momentos perdidos y ganados; la historia, por fin, nos comunicará a través de sus datos las incidencias que a lo largo de varios siglos fueron dando forma y sentido a ese enorme teatro. Porque teatro o escenario puede llamarse a un espacio que ha servido para que actuara tanta gente para tantos espectadores. En el Campo Grande ha habido juegos –de guerra y de paz, de mayores y de pequeños, aunque no le fuesen a la zaga en peligrosidad éstos a aquéllos–, ha habido representaciones, misas, máscaras, cosos blancos, desfiles, procesiones, carnavales, circos, exhibiciones, muestras agrícolas, carreras de vehículos, figuras de cera, museos diversos, títeres, autómatas, corridas de gallos, bolos, rifas, prestidigitación, luminarias, fuegos artificiales, funambulistas, exhibicionistas, despegue de globos aerostáticos, presentaciones, puestos de feria, etc., etc., etc. Con especial cariño recordamos, quienes ya tenemos una determinada edad, la pequeña feria del Sudario, que tenía lugar en el paseo de los Filipinos a partir del Sábado de Gloria y más recientemente del Domingo de Resurrección. Gentes de todos los pueblos de la provincia acudían a contemplar y venerar una reproducción de la Sábana Santa de Turín que sacaban anualmente las monjas dominicas de clausura del convento de La Laura. Esta reliquia, regalo de Don Fadrique, cuarto duque de Alba, a su esposa y prima –la fundadora del convento Doña María de Toledo– fue traída de Italia después de haber solicitado don Fadrique al duque de Saboya que se superpusiera el lienzo sobre la Sábana Santa de modo que quedara en él «estampada la efigie del Señor con tanta perfección y semejanza que no se pudo discernir y reconocer cuál de los dos fuese el original y cuál el milagroso», según constaba en un manuscrito conservado en el convento y en parte transcrito por el cronista de Valladolid Francisco Mendizábal.
Las leyendas que surgen en torno a reliquias sagradas o que han estado en contacto con cuerpos santos han despertado siempre y seguirán despertando un extraordinario interés, acrecentado sin duda por los detalles que casi nunca ofrece la historia contrastada. Desde los primeros tiempos del cristianismo se atribuyó gran importancia al hecho de venerar los restos de los cuerpos de aquellas personas que vivieron con Cristo o que compartieron con él algunos pasajes de su vida. La creencia se basaba en un principio de simpatía ya que lo que hubiera tocado o estado en contacto con un cuerpo santo guardaba sus cualidades. Al producirse los primeros martirios entre los cristianos se añadió a la costumbre anterior la de conservar y respetar los restos de aquellos cuerpos que habían sido testigos de una fe y habían recibido la muerte por defender sus ideas. Sus ropas, los objetos que habían tocado y, por supuesto, sus reliquias se convertían así en fuente de inspiración para la exégesis y en ejemplo para el pueblo. Para contener esos restos se erigieron capillas, ermitas o iglesias y se colocaron los restos debajo del altar mayor. Sin embargo, debido al interés que suscitaban en nuevas comunidades, se comenzó a dividir en partes esas reliquias y a fragmentarse los vestigios, de modo que se crearon relicarios para contener cada parte de los restos. La costumbre generó abusos que fueron advertidos y enmendados por el Concilio de Trento al dejar en manos de los obispos o del Papa el uso de los sagrados restos y confiando en su criterio para desterrar la superstición o las «ganancias sórdidas». Aun así, todavía se conservan en Roma y por todo el orbe católico «restos de Jesucristo» o señales de Él que han ido suscitando un legendario peculiar con toques fabulosos o peregrinos.