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Revista de Folklore número

442



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El rito funerario en Etiopía

SANZ ELORZA, Mario

Publicado en el año 2018 en la Revista de Folklore número 442 - sumario >



Introducción

La muerte ha sido siempre una fuente de reflexión y de inspiración en todas las culturas humanas, y es que a la mayoría de los seres humanos la muerte nos «preocupa» porque no sabemos lo que puede haber detrás de ella. Para los creyentes, su respectiva religión les propone una visión escatológica sobre el destino final de la humanidad y del estado post mortem al que inexorablemente algún día accederán. Para los no creyentes, la filosofía puede ser una vía de explicación y comprensión de todo aquello a lo que la ciencia no da respuesta. Pioneros de la Antropología, como Bronislaw Malinowski, han considerado la muerte el origen de toda religión, si nos permitimos cierta laxitud a la hora de trazar fronteras entre magia y religión[1]. Incluso un siglo antes, el fundador de la sociología, Herbert Spencer, afirmó que la creencia en el espíritu de los muertos era universal a todas las sociedades humanas[2]. Tanto si la conciencia del yo, como si de ella se puede derivar, de alguna manera, la idea de la muerte, como capacidad exclusivamente humana, es una cuestión que ha apasionado a la Etología, a la Psicología y a la Antropología. Para algunos autores, el entierro ritual, y por extensión cualquier práctica funeraria, por sencilla que sea, es lo que nos indica la singularidad de los humanos, al menos desde el Hombre de Neandertal, en lo que concierne a la conciencia de la muerte individual, y por ende a la conciencia de sí mismos, con respecto al resto de los animales[3]. No obstante, desde el punto de vista de la Primatología y de la Etología Animal, otros autores no descartan posibles formas de razonamiento cognoscitivo ante la muerte en chimpancés, como capacidad para comprender, de algún modo, el hecho del óbito repentino de un congénere como un cambio[4] (reunión del grupo ante el cadáver profiriendo gritos ululantes propios de los momentos de gran desasosiego, exploración minuciosa del cuerpo identificando lesiones o heridas, intenso griterío y agitación intermitentes, para finalizar abandonando el cadáver como aceptación de la inexorabilidad de la muerte).

Sea o no la concepción de la muerte una capacidad exclusivamente humana, lo que sí parece fuera de toda duda es que es una capacidad del género Homo y no solo de nuestra especie Homo sapiens[5]. Hasta donde la Paleoantropología y la Arqueología nos han podido desvelar, parece que ya en el Pleistoceno Medio, hace unos 430.000 años unos homínidos llevaron a cabo algún tipo de rito funerario. Así parece evidenciarlo el extraordinario depósito de restos humanos encontrado en la Sima de los Huesos, en los yacimientos de Atapuerca (Burgos). La presencia de 28 individuos introducidos en un pozo de 14 metros de profundidad, acompañados de un bifaz singular (bautizado con el nombre de Excálibur por sus descubridores), primorosamente tallado, cuya presencia solo puede tener un carácter simbólico como pieza de un ajuar funerario, induce a pensar que se trataba de un enterramiento deliberado, y no fruto de la casualidad o de la actividad de depredadores[6]. La presencia de una falange de un dedo meñique de un pie infantil, invalida lo segundo ya que estos huesos son devorados o destruidos por los carnívoros. Por el momento, la Sima de los Huesos es el cementerio más antiguo de la humanidad[7]. La especie homínida a la que se atribuye este rito funerario, tal vez fundacional, es Homo heidelbergensis, antepasado más próximo conocido de Homo neanderthalensis. De este último, la mayoría de los autores no dudan que enterraba a sus muertos practicando sencillos rituales funerarios, pues consideran que las evidencias arqueológicas conocidas son concluyentes al respecto. Disponemos de numerosos ejemplos de enterramiento ritual asociado a neandertales. Tal es el caso del cuerpo de un individuo masculino descubierto en una tumba de la cueva de La Chapelle-aux-Saints, en Francia, de 40.000 años de antigüedad, y que yace acompañado de objetos como una pata de bisonte, huesos de otros animales y diversos útiles líticos. También el enterramiento hallado en la cueva de Kebara en Israel, cuya antigüedad retrocede hasta los 60.000 años, y en el que junto al cuerpo del difunto aparece una quijada de équido. No obstante, el más famoso enterramiento neandertal es el del viejo de Shanidar, en los montes Zagros (actual Irak)[8]. Aquí aparece el cuerpo de un hombre fallecido hace unos 60.000 años, aparentemente dispuesto sobre un lecho vegetal y rodeado de flores, pues el análisis paleopalinológico de los restos revela la presencia de polen de especies vegetales que se encuentran de forma natural en los alrededores, y que además poseen flores vistosas (milenrama, cardos, malva, etc.). Ello sugiere un enterramiento ritual, probablemente no de una persona cualquiera, sino de alguien respetado y venerado (chamán, hechicero, jefe, etc.), dejando claro que el hombre de neandertal disponía ya de una conciencia bien desarrollada y de un pensamiento simbólico que asociaba significados a la muerte. Resulta especialmente llamativo el hecho de acompañar el cadáver del finado con flores, costumbre profundamente arraigada en muchas culturas actuales, entre ellas la nuestra. Algunos autores, no obstante, se muestran cautelosos a la hora de interpretar intenciones funerarias religiosas en los enterramientos neandertales, considerando la posibilidad de que la presencia de polen en el enterramiento de Shanidar se deba a material intrusivo y no a una colocación intencional de flores[9]. Sin embargo, no es hasta la aparición del Homo sapiens moderno cuando el rito funerario comienza a adquirir unos grados de complejidad sin parangón en humanidades anteriores.

Con relación al continente africano, las primeras evidencias de enterramientos son mucho más recientes, en tiempos del Paleolítico Superior y atribuidas todas a Homo sapiens moderno. La sepultura más antigua de África hasta hoy conocida se encontró en Iwo Eleru (Nigeria), correspondiente a un único individuo, fechada hacia el año 12.000 BP[10].

Escatología: Las creencias religiosas sobre las realidades últimas

A lo largo de la historia, y quizás de parte de la prehistoria como acabamos de ver, desde que el ser humano alcanzó la capacidad de reflexionar sobre sí mismo, no ha habido cultura en la que la muerte no haya sido fuente de reflexión o inspiración para todo tipo de creencias. La idea y los significados de la muerte han estado íntimamente vinculados a las creencias religiosas, creándose todo un rico imaginario del que nos hemos servido, los humanos, para esclarecer el sentido de la vida y de su trascendencia. Cada religión ha concebido la muerte de una manera. Desde la derrota y el castigo hasta la liberación y la oportunidad. Evidentemente, poco tienen que ver las escatologías cristiana y budista, por poner dos ejemplos dispares, pero en todas las grandes tradiciones religiosas emerge la afirmación, por medio de distintas imaginaciones, primero de que existe en nosotros algo que se continua consecuentemente a lo largo del tiempo, y segundo, que aun cuando la muerte pueda ser considerada una intrusión e incluso un castigo, no es necesaria como medio de existencia de la vida[11]. La muerte sería pues un paso o proceso de cambio, entre distintas ontologías. El imaginario religioso de la muerte no sería otra cosa que el conjunto de ideas, representaciones, imágenes y conceptos relativos a lo que acontece tras el final de la vida, que los humanos hemos intuido, creído percibir por revelación reflexionando o experimentando.

Aunque inextricablemente unida al fenómeno religioso, la muerte y sus enigmas pueden estudiarse desde diferentes perspectivas y puntos de vista, ya sea desde el campo de la Antropología, de la Psicología, de la Filosofía, de la Sociología o de la Medicina[12]. El afán de la práctica del rito funerario responde en última instancia, y tal vez surgido de forma inconsciente, al anhelo por hallar respuestas a las incertidumbres que plantea el destino al que todos, inexorablemente, estamos abocados, y que en función de nuestras creencias, interpretamos como un punto de partida o un punto final. Cuando el finado es un ser próximo o querido, el sentimiento de desamparo y desasosiego que nos embarga por su pérdida nos induce a la práctica de un homenaje de despedida, que nos ayuda a asimilar la separación, afrontar el duelo y atemperar la inquietud que nos provoca la idea de nuestra propia muerte. Cada cultura ha desarrollado sus propias formas de despedir y honrar a sus muertos. Los ritos funerarios sirven para dominar la emotividad e impedir que la muerte se convierta en una causa de fisión de la comunidad. Son, por tanto, mecanismos culturales que adoptan formas diferentes en cada sociedad. A groso modo, suelen comenzar con la preparación del cadáver y acaban, con la sepultura, aunque no necesariamente, si tenemos en cuenta también otras prácticas como la incineración.

Por tratarse de sociedades ágrafas, el estudio de los ritos funerarios prehistóricos solo puede abordarse a partir del material arqueológico encontrado, lo que no es mucho para poder reconstruir el ceremonial, quedando amplio margen para la conjetura, que se infiere a partir del lugar de enterramiento (sepultura en tierra, en cuevas, asociado a algún tipo de megalito o monumento funerario, etc.) y de la posición (primaria o secundaria, individual o colectiva, etc.) del cadáver y del tipo de ajuar funerario que le acompaña. Tampoco pueden extraerse conclusiones irrefutables a partir de los datos que nos proporciona la etnografía, relativos a sociedades de cazadores-recolectores actuales o históricos, ya que la influencia del contacto cultural con otros pueblos y con el hombre «civilizado» es difícil de discriminar. A partir de la invención de la escritura por los sumerios, se ha podido saber ya con mucha más certeza como eran los ritos funerarios practicados por los distintos pueblos que han habitado la Tierra, desde entonces hasta nuestros días. En todos los casos, derivados de las creencias religiosas de cada uno de ellos. Así cada cultura, con su religión, desde las más primitivas (animismo, totemismo, chamanismo) hasta las más modernas y arraigadas (grandes religiones monoteístas) han construido un imaginario de la muerte, en el que se definen dos espacios claramente diferenciados, uno para los cadáveres y otro para los muertos de acuerdo a unas particulares geografías del más allá.

Empezando por las religiones extintas, las primeras civilizaciones de Mesopotamia (sumerios, acadios, babilonios, asirios) planteaban su ontología desde el lado de la vida[13], resultando negativo todo lo que pudiera ocurrir tras la muerte, pues suponía el fin de la vida que realmente es la que vale. A los muertos solo les quedaba el inframundo, lleno de tinieblas, del que nunca se vuelve. La muerte iguala a todos, desapareciendo con ella todo tipo de privilegios, abocados a un mismo destino. La muerte para los mesopotámicos era el fracaso del hombre en su afán por conseguir la inmortalidad, negada por los dioses. Sin embargo, era conveniente tener buenas relaciones con los difuntos, ya que podían interferir negativa o positivamente en el mundo de los vivos, de ahí que se celebraran rituales funerarios en forma de banquetes.

Los egipcios, en cambio, tenían una visión más optimista de la muerte, concebida como un tránsito a una vida en comunión con los dioses, réplica ideal de la vida terrenal que en el caso del faraón suponía el acceso a un estado de divinidad. Dicho paso no era fácil, por lo que era necesaria una cuidadosa conservación del cuerpo, y para que concluyera con éxito era preceptivo superar un juicio, de modo que la conducta en la vida terrenal era importante. También los egipcios establecían relaciones con sus difuntos mediante ofrendas y ágapes, pues pensaban que éstos seguían en contacto con sus parientes, contribuyendo al mantenimiento de la estructura familiar. Sin embargo, ni la visión egipcia ni la mesopotámica, contemplan una escatología que implique a toda la comunidad en su conjunto, careciendo de un sentido teleológico y quedando todo en el ámbito del propio individuo.

La cosmovisión greco-romana, aunque diferente de la mesopotámica y egipcia, recibió de estas un indiscutible influjo. Así, durante el periodo de Homero y Hesíodo, la concepción de la muerte en Grecia era pesimista, sin esperanza para el alma del muerto, que queda reducida a una imagen descarnada y difusa del fallecido, carente de consciencia y sin ninguna influencia sobre los vivos. Su destino era el Hades, dominio infernal del dios del mismo nombre, donde son torturados aquellos que se atrevieron a desafiar el poder de los dioses. La práctica funeraria habitual era la cremación, cuyo fin era la destrucción del cuerpo y de este modo liberar fácilmente la psique o alma. Solo para los héroes muertos en combate y elegidos por Zeus se reservaba un paraíso, los Campos Elíseos o las Islas de los Bienaventurados. Posteriormente, este espacio amable se amplió a aquellos que se sometieron a los misterios órficos y dionisiacos, que eran una serie de normas morales y rituales, iniciándose una nueva concepción de la muerte más optimista y democrática, en la que la inmortalidad y la transmigración de las almas aportaban una esperanza post mortem. Los ritos greco-romanos relacionados con la muerte cumplían una función social, de respeto a los muertos y de ostentación del estatus, reflejado en el cortejo fúnebre y en el empaque de la sepultura, si bien con respecto a esta última se temía la vecindad de los muertos, de modo que las tumbas se situaban aparte, separadas del dominios de los vivos, siempre fuera de las ciudades, a lo largo de las rutas, como la vía Appia en Roma[14].

En la religión irania de Zarathustra, su escatología se enmarca dentro de una especie de dualismo entre dos espíritus, uno del bien y otro del mal, creados por el dios único Ahura Mazda. Cada ser humano optará, de acuerdo a su libre albedrío, por uno de los dos espíritus, y de ello dependerá lo que le espera después de la muerte, por lo que su visión es optimista por cuanto tras la derrota del espíritu del mal habrá un juicio universal que dará lugar a una nueva cosmogonía en la que los cuerpos se re-crearán y el infierno de los seguidores del espíritu del mal será destruido. Aquí sí podemos hablar de una escatología que va más allá del individuo, pues concierne a toda la creación.

En las culturas precolombinas (azteca, maya e inca), la religión, la vida y la muerte, y por extensión casi todo lo demás, se regían por una cosmogonía cíclica ligada al ciclo solar. Lo mismo que el sol, que sale y se pone todos los días, vivir y morir es un ciclo continuo. Para que el ciclo no se detuviera, era necesario alimentar a los dioses, por medio de sacrificios humanos, que también servían a los intereses del poder, pues estos mitos cosmogónicos convertían a la élite gobernante en divinidades solares. La forma de morir, y no la actitud moral del individuo, es lo que determinará la existencia post mortem. Solo los que hayan tenido una muerte gloriosa saldrán del inframundo, como el sol cada mañana, para llegar a un lugar semejante al terrenal. Por ello, los señores eran enterrados con ricos ajuares y acompañados de sus sirvientes, para que les acompañaran en la otra vida. La escatología inca se mostraba muy interesada en conservar los cuerpos, por lo que se practicaba la momificación, ya que no era tan optimista en cuanto a la re-creación, mientras aztecas y mayas optaban tanto por la inhumación como por la cremación.

Continuando con las grandes religiones actuales, el hinduismo ofrece una visión de la muerte en la que pueden distinguirse dos etapas. Durante el periodo védico, previo a la aparición de la teoría de la reencarnación, la muerte es percibida como algo negativo y desesperanzador. La existencia post mortem es precaria y vinculada a los ciclos naturales. Con la llegada del periodo brahmánico se produce un vuelco en la escatología hindú. La inmortalidad es posible si se realizan convenientemente los rituales del sacrificio. De lo contrario, se padecerá una segunda muerte, que consiste en la vuelta al mundo de los vivos reencarnado. La muerte no se concibe como el final de vida, sino que se encuentra en medio de ella. La reencarnación se concreta según los actos en vida (karma), y la inmortalidad se consigue a través del conocimiento y de la renuncia a los deseos y placeres mundanos. El alma, como individualización del creador único y absoluto (Brahma), es inmortal como él. Las prácticas funerarias cobran en el hinduismo gran importancia, ya que el cuidado de los difuntos es un deber importante de todo hindú. Se considera que la cremación ayuda al alma a librarse del cuerpo tras la muerte.

El budismo también contempla la idea de la reencarnación después de la muerte, pero con una concepción de la noción de alma diferente. Ésta no es algo permanente y esencial de cada uno. La muerte significa el final de un individuo concreto, la disolución de sus partes, pero por medio de las fuerzas morales que ha producido durante su vida, surge un nuevo individuo, heredero de las acciones del difunto. Todos los sucesivos individuos de la serie irán siendo compensados o castigados según las acciones de sus predecesores, de manera automática, sin necesidad de juicio divino. En el Libro Tibetano de los Muertos, que es una especie de guía para morir, se otorga una importancia capital al estado de conciencia que se tenga en el momento de la muerte, pues de ello dependerá que la reencarnación sea de una manera o de otra. El budismo prescinde de la existencia de Dios. La salvación es una auto-salvación que se obtiene siguiendo la recta doctrina de Buda, y consiste en la liberación de la cadena de reencarnaciones para alcanzar un estado libre de todo dolor, el Nirvana.

En el confucionismo, la idea de la muerte no cobra un acento particular, manteniéndose las creencias existentes en China con anterioridad, al respecto. La supervivencia del elemento no corpóreo que domina el lado yang tiene lugar junto a la tablilla sepulcral del fallecido, que sigue siendo objeto de cultos manteniendo cierto contacto con los vivos. No hay ni infierno ni juicio divino tras la muerte. Para el taoísmo, no tiene mucho interés el conocimiento de lo que puede ocurrir tras la muerte, ya que ésta no es otra cosa que la disolución en una masa común de la que se procede, lo contrario de la vida, una vuelta al origen cósmico y natural del que se partió.

Por último, repasemos brevemente la escatología de las tres grandes religiones monoteístas. El judaísmo supone una concepción dual del ser humano, alma y vida, que se disocia al morir. En el antiguo Israel, tras la muerte solo esperaba el inframundo, sombrío y sin vida consciente, como algo inexorable e independiente a la condición moral y religiosa del individuo. El culto a los muertos era ocasional, pues el cadáver era algo impuro, y el único culto pertinente era el debido a Yahvé. Entre el final del dominio persa y el comienzo de la dominación griega, posiblemente surgió la idea de Dios misericordioso y justo, y con ella la creencia en la resurrección de los muertos para los justos, pero no para los impíos, a los que les espera la muerte definitiva. Dios premiará a los primeros con la resurrección corporal en el gozo eterno junto a él, en un reino mesiánico, la Nueva Jerusalén, donde se vivirá la Nueva Alianza.

La escatología islámica comparte con el judaísmo la idea de la resurrección del cuerpo, participando muy fielmente de la literalidad del Corán. Entre el momento de la muerte y la resurrección corporal, que se producirá el día del juicio, transcurrirá un periodo transitorio en el que el cadáver conservará un mínimo de vida, suficiente para responder al interrogatorio de dos ángeles y sentir el gozo o el dolor de un paraíso o un infierno anticipados. En este estado, la separación del cuerpo y del alma es reversible, uniéndose de forma definitiva con la resurrección. El fallo del juicio depende exclusivamente de la voluntad de Dios, de modo que los que han sido fieles a las creencias y doctrinas éticas del Corán serán premiados con un paraíso eterno concebido como lugar de disfrute de los placeres corporales, entre ellos la comida, la bebida y el sexo. Por el contrario, los impíos serán castigados con un infierno concebido como lugar de sufrimiento, donde la comida y la bebida son ardientes y putrefactas, semejando una reminiscencia del inframundo mesopotámico. De acuerdo con esto, la práctica mortuoria coránica exige un riguroso cuidado del cuerpo, que incluye el lavado y enterramiento lo más rápido posible. Debido a la creencia de la resurrección corporal, está prohibida la incineración.

Con el cristianismo, llegamos tal vez a la religión donde la muerte cobra su significado más especial. La escatología cristiana tiene en la Biblia su fuente primaria, sobre todo en el libro del Apocalipsis de San Juan, y su sentido es teleológico. Sus principios más importantes son la muerte y la vida después de la muerte (la resurrección es el pilar de su fe), una geografía del más allá triadica (cielo, infierno y purgatorio), la Parusía o segundo advenimiento de Jesús, la resurrección de los muertos, el Arrebatamiento (los muertos que llevaron una vida cristiana resucitarán y se unirán a los creyentes vivos que irán al encuentro de Dios), la Gran Tribulación (periodo anunciado por Jesús, previo a la Parusía, de calamidades, sufrimientos y padecimientos) el Milenio (durante mil años Cristo volverá para reinar sobre la tierra, antes del último combate contra el mal, del que saldrá victorioso), el fin del mundo, el Juicio Final (donde se decide el destino final de cada uno para toda la eternidad) y la Tierra Nueva del mundo que vendrá.

No obstante, dentro del cristianismo, cada iglesia presenta algunas singularidades propias en la manera de afrontar la muerte, exhibidas en sus ritos funerarios particulares, no pocas veces resultantes de la integración sincrética de creencias y rituales precristianos o autóctonos[15]. Los ritos y tradiciones funerarias comienzan por la última fase de la existencia: los presagios, la agonía y los viáticos. Continúan con la muerte propiamente dicha, el duelo, la comunicación del deceso, el amortajamiento y la preparación del cadáver, el velatorio, la conducción del cuerpo a la iglesia con su cortejo, las exequias, el sepelio, el retorno al hogar y los ágapes funerarios, el luto, y por último las honras, conmemoraciones y recordatorios.

El cristianismo ortodoxo etíope

Aunque Etiopía es un país pluricultural, pluriétnico y políglota, políticamente constituido a modo de estado federal, en el que conviven una panoplia de grupos étnicos (Oromo, Amhara, Tigray, Sidama, Hadiya, Somalíes, Afar, Gurage, Gamo, Welaita, Argoba, Rastafari, Me’en, etc.) y tribus minoritarias (Surma, Mursi, Hamer, Shankilla, etc.), la religión mayoritaria, practicada por más de la mitad de la población, es el cristianismo ortodoxo etíope tawahedo, indiviso en amhárico, en alusión a su cristología monofisita, más que a su unidad eclesiástica. Con 40 millones de practicantes, es la segunda mayor iglesia ortodoxa, tras la de Rusia, con una comunidad clerical muy numerosa. De hecho, las iglesias principales son atendidas por más de cien sacerdotes[16].

Su primer obispo fue un sirio llamado Frumentius, que había sido consagrado por Atanasio de Alejandría, en torno al año 340 d.C. La cabeza de esta iglesia fue nombrada desde Egipto hasta el año 1951, cuando el emperador Hailé Salassiè decretó su emancipación del patriarcado alejandrino. La iglesia ortodoxa etíope pertenece a las conocidas como iglesias ortodoxas no calcedónicas, junto con la armenia, la egipcia, la siria y la india. Se llaman así porque su separación del resto de la cristiandad se produjo al declinar aceptar las decisiones doctrinales del Concilio de Calcedonia (451 d.C.). A veces se llaman también monofisitas, por adoptar el monofisismo como doctrina («sólo una es la naturaleza del verbo encarnado»). Incluso antes de lograr el autogobierno, y a pesar de su relación con el patriarcado de Alejandría, la iglesia de Etiopía siempre estuvo muy aislada del resto de la cristiandad, y practicó un estilo de cristianismo muy particular. Entre sus singularidades está el hecho de haber conservado muchas tradiciones y prácticas del judaísmo recogidas en el Antiguo Testamento, como por ejemplo el mantenimiento del sábado (Sabbath), junto con el domingo, como día de descanso. Según la tradición etíope, el Arca de la Alianza se encuentra depositada en la iglesia de Santa María de Sion, en la ciudad de Axum, a donde fue llevada desde Jerusalén por el emperador Menelik I, hijo del rey Salomón y de la reina de Saba, tras un legendario periplo[17]. En la mayoría de las iglesias del país se conserva una réplica del Arca de la Alianza (tabot). Durante la Edad Media se construyeron numerosas iglesias rupestres excavadas o esculpidas en la roca, destacando el monumental conjunto de Lalibela.

Durante la dictadura comunista de Mengistu (1974-1991), conocida como el «Terror Rojo», la iglesia etíope sufrió un varapalo al confiscársele sus enormes propiedades, si bien finalmente el efecto fue más bien positivo, pues al perder buena parte de su riqueza y sus privilegios, tuvo que abandonar su posición distante y ultramundana por una integración más efectiva en la vida cívica y pública. Como curiosidad, la iglesia ortodoxa etíope cuenta con seguidores en las islas del Caribe. Entre ellos, el más famoso ha sido el cantante jamaicano Bob Marley, que se adhirió al movimiento rastafari[18] y promovió su difusión en la isla, cuando conoció en 1966 al último emperador etíope, Hailè Selassié, con motivo de una visita oficial de éste a Kingston, la capital de Jamaica. En su funeral de estado, celebrado en 1981, se combinaron elementos de la iglesia ortodoxa etíope con los de la tradición rastafari.

La religión ortodoxa etíope es la más antigua del África Subsahariana. Así mismo, la primera mezquita de África fue construida en la provincia de Tigray. Durante siglos, cristianismo e islam han coexistido pacíficamente en Etiopía. Los reyes etíopes dieron cobijo a Mahoma durante su persecución en Arabia, por lo que el profeta declaró a Etiopía territorio exento de la guerra santa. Debido a la amplia expansión del islam por África y por la Península Arábiga, la iglesia cristiana etíope permaneció durante siglos aislada del resto de la cristiandad, lo que le confirió unas características únicas, con notables influencias del judaísmo. Es la única iglesia cristiana que ha rechazado la doctrina de Pablo, según la cual el Antiguo Testamento pierde su carácter vinculante después de la llegada de Cristo. De acuerdo con este enfoque, los preceptos religiosos incluyen normas alimenticias parecidas a las de la ley judaica, así como la circuncisión de los varones al octavo día de vida. La lengua de la liturgia ortodoxa etíope es el amárico en su versión Ge’ez[19]. Carece de conversión estándar al alfabeto latino, por lo que el criterio que emplearemos para transcribir las palabras puede no coincidir con el utilizado por otros autores. Pertenece a la familia de lenguas semíticas, como el hebreo y el árabe. En el interior de las iglesias, los cristianos etíopes se cubren con una tela blanca, a modo de gran bufanda, llamada netella, por encima de su ropaje de calle, como señal de distanciamiento del mundo y de los signos mundanos. Las mujeres y los hombres oran por separado, de acuerdo con la literalidad del Antiguo Testamento en lo concerniente a la adoración del Tabernáculo, aunque en los tiempos actuales hay una tendencia a relajar esta costumbre, si bien no tanto en las áreas rurales. La sombrilla es el símbolo del Espíritu Santo y su uso permite percibir y experimentar su presencia. Cada dignidad eclesiástica (sacerdote principal, sacerdotes asistentes, diáconos, monjes y sacerdotes laicos) tiene su propio atuendo específico.

La mayor parte de las celebraciones litúrgicas tienen lugar al aire libre.

Los días más señalados son la primera Epifanía (7 de enero) que celebra el nacimiento de Jesús, la segunda Epifanía (19 de enero) que celebra el bautismo de Jesús, el Viernes Santo, Pascua o Semana Santa (a fínales de abril), y el Meskel (26 y 27 de septiembre) que durante dos días de festival religioso conmemora el hallazgo de la cruz verdadera. Según la leyenda, en el año 326 d.C. Santa Elena, madre del emperador romano Constantino, encontró la cruz en la que Cristo fue crucificado. No siendo capaz de encontrar el Santo Sepulcro, rezó para obtener ayuda tras lo cual el humo de una hoguera la guio hasta el lugar donde se hallaba enterrada la cruz. Tras el hallazgo, Santa Elena anuncio el acontecimiento encendiendo antorchas. En la Edad Media, el patriarca de Alejandría le regaló al emperador de Etiopía Dawit la mitad de la Veracruz o cruz verdadera para que protegiera a los cristianos coptos. Un fragmento de la Veracruz, de acuerdo con la tradición Etíope, se conserva en la iglesia de Gishen Mariam, a 380 km de Lalibela, la ciudad donde hemos llevado a cabo nuestro trabajo etnográfico, y donde los etíopes celebran esta liturgia desde hace milenios. Durante el Meskel tienen lugar dos acontecimientos principales. El primero es el Demera (manojo de ramas), en el que se encienden hogueras bajo una cruz adornada con flores (las margaritas de Meskel). El patriarca de la Iglesia Ortodoxa Etíope organiza la ceremonia. Tras la bendición de las hogueras, se procede a su encendido comenzando los bailes y cánticos a su alrededor. Los sacerdotes visten sus atuendos característicos al completo. Mientras las hogueras permanecen encendidas, un sentimiento de alegría interior embarga a los fieles congregados alrededor.

También se celebran Pequeños Demera en casas particulares y en pequeñas aldeas. Tras la combustión de las hogueras, es significativa la dirección en la que se desmoronan las astillas y las brasas, pues se interpreta como señal que apunta hacia los lugares donde habrá buenas cosechas o en los que reinará la paz. Como signo de buen fario, se espera que una lluvia ayude al apagado de las hogueras, ya que de producirse es un presagio de que el año venidero será próspero. El día posterior es el Meskel propiamente dicho, celebrado con comida y bebida abundantes, y en el que los fieles acuden al lugar de las hogueras para dibujarse una cruz en la cabeza con las cenizas.

Otra festividad importante, laica y religiosa, es el inicio del nuevo año etíope, que tiene lugar cada día 1 de Meskerem (11 de septiembre), concluida la estación lluviosa, llamado Enkutatash (regalo de joyas). Es un día santo compartido por creyentes de todas las religiones y de casi todas las culturas del país. Supone el final de las lluvias y el comienzo de un periodo de al menos tres meses en los que lucirá el sol. Una vegetación renacida y colorista viste los campos y las montañas. Los jóvenes reciben la bendición de los viejos, con la esperanza de alcanzar sus deseos y proyectos. La forma de celebración varía de una región a otra. Comienza la víspera quemando frente a la casa una especie de árbol de Navidad confeccionado con pequeñas ramas. También se va cociendo el pan tradicional, impregnándose el ambiente de un olor festivo característico. Al día siguiente, tiene lugar el sacrificio de un animal comprado exprofeso, que es objeto de bendición junto con el pan y una cerveza tradicional llamada tella. Todo ello es consumido en una comida especial preparada con el mayor esmero por los adultos. Mientras, los niños llevan a cabo su propia celebración. Pintan a mano estampas de flores y ángeles, que reparten entre los vecinos de puerta en puerta, recibiendo a cambio dinero o injera. Las chicas, por su parte, cantan en grupos vestidas con sus ropas blancas más bonitas, delante de las puertas de las casas de los vecinos.

El rito funerario cristiano ortodoxo etíope

En lo que sigue, vamos a abordar la descripción del rito funerario etíope actual, tal y como se practica en las comunidades rurales, a partir del material empírico que obtuve durante mi trabajo etnográfico llevado a cabo en Etiopía en el año 2015.

Además del rito ortodoxo convencional, con sus peculiaridades locales, existe en el país una enorme variedad de ritos funerarios propios de cada grupo étnico, religioso o cultural. Para algunos grupos tribales, se han llevado a cabo estudios etnográficos donde se analizan sus prácticas mortuorias, como en el caso del entierro ritual colectivo de los Me’en, grupo étnico organizado en grupos de linaje patrilineal, exógamos y practicantes de una agricultura de subsistencia, que habita en zonas de altitud baja y media en las provincias de Shäva Gimira y Biro-Shasha[20]. Tanto en las áreas urbanas como en las zonas rurales, el funeral es un evento con alta significación social, que implica a toda la comunidad.

Incluso dentro del rito cristiano ortodoxo, junto a unas tradiciones funerarias más o menos comunes, conviven otras específicas de cada comunidad. La norma son tres días de luto tras el fallecimiento. El enterramiento tiene lugar el mismo día de la muerte, ofreciéndose una comida especial por parte de la familia y los amigos. Las sepulturas se sitúan en el suelo de la iglesia o en terreno bendecido. A diferencia de la iglesia católica, cuyo rito funerario se centra en interceder para que el difunto pase felizmente el juicio de Dios, en la ortodoxa el eje central es la resurrección, pues se espera que toda la humanidad resucite con Jesús algún día. Vida y muerte son parte de un mismo proceso, entendiendo la muerte como un paso o tránsito para alcanzar un estado superior de existencia. En su geografía del más allá no existe el purgatorio.

Las ceremonias funerarias suelen desarrollarse siguiendo un proceso largo. Justo tras la muerte de un ser querido, se puede expresar abiertamente el dolor mediante el llanto desconsolado y el golpeo del pecho. El anuncio del fallecimiento se comunica a algún vecino o allegado, siempre masculino, que hace de intermediario. Dará a conocer la noticia primero a los más mayores de la comunidad, que a su vez la irán transmitiendo a los parientes más próximos. Esta primera fase del rito tiene lugar siempre por la mañana temprano o a primera hora de la tarde, en todo caso antes de la puesta del sol. Puede ser aceptable que la mala noticia sea puesta en conocimiento de la familia de forma inmediata, pero resulta preferible que sea el intermediario quien lleve a cabo la ingrata misión por sí mismo. Éste es siempre alguien próximo a los afligidos, pero no lo suficientemente allegado para sufrir la pérdida con la misma emotividad. Por ejemplo, si el finado pertenece a la familia de la esposa, el esposo será el primer notificado y él se encargará de transmitir la noticia, primero a los parientes próximos de la esposa y por último a ella misma. En caso de no disponerse de un intermediario adecuado en la familia, el papel lo puede asumir algún miembro distinguido de la comunidad, como un anciano o un líder religioso, ya sea sacerdote laico u ordenado, que acudirá a la casa del fallecido.

A un funeral típico puede asistir una multitud de miles de personas formando una procesión en masa hasta el lugar de enterramiento. Un sacerdote recita oraciones en favor del alma de difunto y un coro canta como muestra de expresión de las últimas condolencias. La norma establece tres días de luto, durante los cuales la familia es presionada para respetarlo a rajatabla, incluso si sus circunstancias no se lo permiten. De hecho, se espera que la familia exprese palpablemente su dolor.

Los llantos y el golpeo del pecho pueden alcanzar una intensidad inusitada en el momento en que el ataúd es cubierto con la tierra. Las mujeres y los ancianos acostumbran a mostrar de la manera más explícita la tristeza y la pena, lo que resulta del todo procedente. Generalmente lloran y gimen a viva voz, pronunciando el nombre del fallecido, golpeándose el pecho y la frente. Pueden incluso llegar a arañarse la cara y a arrancarse mechones de cabello, tirarse al suelo, desmayarse o autolesionarse como manifestación de intenso dolor. Los hombres suelen corear cánticos y alabanzas hacia el muerto. A veces, interviene un coro de hombres portando una fotografía del finado ante cuya visión la gente puede expresar sus emociones. Los varones jóvenes ayudan acicalando las habitaciones, ocupándose de la llegada de los huéspedes, cavando la fosa de enterramiento y preparando el féretro. Si la familia del difunto carece de una casa grande, se habilita una carpa en el exterior o a lo largo de la calle para acomodar a los asistentes. Los vecinos organizan el material necesario para el evento, como sillas, mesas, vajilla y menaje, ropa de cama, etc. Este tipo de colaboración está considerada un deber ético, una responsabilidad social y un orgullo, por lo que no cabe esperar compensación ni remuneración alguna. Los amigos más cercanos y los vecinos también traen comida y bebida para el sustento de los huéspedes, con el objeto de que la afligida familia no tenga que ocuparse de estos menesteres logísticos. Es la comunidad la que asume la responsabilidad del hospedaje y manutención de las personas que acuden a las exequias. En algunas regiones del país existen ciertas asociaciones llamadas edir, formadas por numerosas familias, que se encargan de reunir aportaciones pecuniarias que se entregan a la familia del difunto con el objeto de cubrir los gastos del funeral. Estas asociaciones, cuando son lo suficientemente fuertes, actúan también para ayudar a superar otros infortunios, como enfermedades o pérdidas de propiedad.

En cuanto al atuendo, son preferibles los colores oscuros. Durante el duelo, las mujeres de la familia se afeitan la cabeza y la cubren con una netella negra, evitando maquillarse, vestir ropas llamativas y lucir joyas. Los hombres se dejan crecer largamente la barba y visten ropajes negros durante varias semanas.

En lo que respecta al sepelio, previamente la gente puede reunirse en la iglesia, o debajo de una gran higuera, donde un sacerdote pronunciará unas breves palabras en favor del difunto, para luego en multitudinaria procesión, dirigirse al lugar de enterramiento. Éste tiene lugar el mismo día del fallecimiento. No se contempla la cremación. Cada persona elige su propio lugar de sepultura, disponiendo algunas familias de áreas específicas, donde descansan sus antepasados. El cementerio para los etíopes no tiene un carácter de heterotopía, en el sentido de Foucault, tan marcado como ocurre en otras tradiciones, entendido como paradigma de lugar paralelo, pero separado, destinado a los muertos. Las tumbas no se concentran agrupadas en un recinto cerrado, sino que se sitúan compartiendo el espacio de los vivos, sin obstáculos ni separación física. Tras el óbito, el cuerpo no se toca hasta la llegada de los ancianos y sacerdotes. Posteriormente, se cubre con un sudario blanco de algodón y se introduce en un féretro de madera forrado con telas vivamente coloreadas.

La magnificencia del ritual y la duración del duelo están determinados por factores como la edad del finado y su estatus social y/o económico. Mientras la muerte de un niño puede requerir una ceremonia más sencilla, a la que asisten solo los parientes y vecinos más allegados, el deceso de una persona notable puede implicar unos rituales mucho más prolongados, sobre todo si se trata de un clérigo preeminente, cuyo funeral tiene lugar alrededor de la iglesia con un despliegue escénico asombroso.

En los tres días siguientes al entierro, los miembros de comunidad visitan a la afligida familia, trasmitiéndole sus condolencias y trayéndole comida y bebida. Durante estos días, no se espera que la familia cocine o lleve a cabo ninguna tarea ordinaria, pues para eso están los vecinos y amigos.

En la costumbre de la mayoría ortodoxa etíope, el decimocuarto día tras el fallecimiento marca el final del luto más riguroso, llevándose a cabo un servicio religioso de recordatorio en la iglesia seguido por una comida compartida por toda la comunidad. Si el espacio doméstico es insuficiente, se vuelve a instalar la carpa requiriéndose de nuevo la presencia de los miembros del edir para las tareas de cocina y servicio. Se instala un pequeño altar en la casa con fotografías del difunto, velas y flores. Es habitual que la gente vaya y cuente historias, comparta recuerdos, anime a la familia y les ayude a liberarse de la tristeza para retornar a la vida normal. A los días 40, 80 y 180 de producirse la defunción, se llevan a cabo unas exequias en las que se sacrifica algún animal para ser consumido de forma comunitaria por la propia familia y los vecinos, en la casa de la familia doliente, acompañado de cerveza casera de sorgo, injera (pan etíope) y wat y/o kifto (guisos tradicionales etíopes a base de pollo o cordero con verduras y especias). Todos los miembros de la familia del finado visten atuendos de color negro.

El luto pude durar varias semanas o incluso meses, mientras sigan llegando parientes y conocidos a comunicar sus condolencias. La estancia doliente sigue abierta al menos una semana, continuando las visitas regulares de vecinos que se sientan en esterillas sobre el suelo, junto con los afligidos parientes. Algunos parientes próximos o amigos íntimos pueden permanecer durante toda la noche, para asegurarse de que la familia no se quede sola. Es pertinente que los conocidos permanezcan en completo silencio, sentados, en una atmósfera de recogimiento, al menos durante cincuenta minutos. Luego se acepta la conversación, pero la risa generalmente se considera una ofensa. Lo que importa es la presencia física a la hora de reconocer la pérdida del ser querido. Un sacerdote, un anciano o una persona respetada de la comunidad puede sentarse junto a la familia del difunto y pronunciar unas palabras de consuelo o alguna oración, abandonando después la estancia silenciosamente.

El decurso de las fases del luto ayuda a las familias a aceptar la realidad. Pueden surgir sentimientos de culpa si se desvían de la norma o si no se observa la expresión de dolor que se espera. Aparte de la familia y de la iglesia, la sociedad etíope dispone, como hemos visto, de asociaciones que operan cuando se produce un deceso en la comunidad, sustentadas en la vecindad, los lazos de amistad, la afiliación religiosa u otros nexos de unión. No solo ayudan emocionalmente, sino también logística y económicamente a la hora de soportar las cargas del proceso.

Cuando el fallecimiento se produce fuera de la localidad de residencia, las familias optan por llevar el cuerpo a su comunidad. A menudo tienen que ocuparse del desagradable y costoso traslado.

En la actualidad, y sobre todo en las zonas urbanas, los ritos funerarios tradicionales están cayendo en desuso, dando paso a nuevas formas de duelo. Sin embargo, en muchas zonas rurales los enterramientos se mantienen fieles a la tradición con un grado de fidelidad bastante razonable. Todo ello puede ser debido, en uno u otro caso, a la difícil situación económica, a la limitación de recursos, a la aculturación producida por la influencia occidental, a la emergencia de subculturas o a complejas interacciones entre factores sociales. No obstante, la muerte y sus rituales todavía constituyen una parte del tejido que une a la diversa sociedad etíope.

Agradecimientos

Quiero dejar constancia de mi gratitud a Ermiyas Workye, informante y compañero durante mi trabajo de campo en la ciudad de Lalibela. Sin su colaboración no habría podido llevarse a cabo mi estudio.



NOTAS


[1] BARLEY, N. 2000. Bailando sobre la tumba: 15-16. Editorial Anagrama, Barcelona.

[2] MORRIS, B. 2009. Introducción al estudio antropológico de la religión: 126. Ediciones Paidos Ibérica S.A., Barcelona.

[3] AYALA, F. 1986. Origen y evolución del hombre: 189. Alianza Editorial, Madrid.

[4] SABATER PI, J. 1992. El chimpancé y los orígenes de la cultura: 90-92. Editorial Anthropos, Barcelona.

[5] CARBONELL, E; SALA, R. 2008. Planeta humá: 293. Edicions labutxaca, Barcelona.

[6] CARBONELL, E.; TRISTÁN, R.M. 2017. Atapuerca: 40 años inmersos en el pasado: 230-236. National Geographic, Barcelona.

[7] GÓMEZ, F. 2018. La vuelta al mundo en 80 cementerios: 465-468. Ediciones Luciérnaga, Barcelona.

[8] LEAKEY, R.; LEWIN, R. 2015. Nuestros orígenes. En busca de lo que nos hace humanos: 223-224. Editorial Crítica, Barcelona.

[9] CAVALLI-SFORZA, L. 2015. Quienes somos: 67-69. Editorial Crítica, Barcelona.

[10] ALLSWORTH-JONES, P.; HARVATI, K.; STRINGER, C. 2010. The archaeological context of the Iwo Eleru cranium from Nigeria and preliminary results of new morphometric studies. In Allsworth-Jones, P. (ed.) West African Archaeology New developments, new perpectives: 29-42. BAR, S2164.

[11] BOWKER, J. 1996. Los significados de la muerte: 307-309. Cambridge University Press, Gran Bretaña.

[12] DE LEÓN, J.L. 2007. La muerte y su imaginario en la historia de las religiones: 14-15. Serie Teología, vol. 32. Universidad de Deusto. Bilbao.

[13] LÓPEZ-SANMARTÍN, J. 1993. Mitología y Religión del Oriente Antiguo I. Egipto y Mesopotamia: 474. Ausa, Barcelona.

[14] ARIÈS, P. 2011. El hombre ante la muerte: 41-42. Editorial Taurus, Barcelona.

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[17] SANZ EL0RZA, M. 2016. Las iglesias monolíticas de Lalibela en Etiopía, patrimonio de la Humanidad. Revista de Folklore, 408: 39-63.

[18] Nota del autor: movimiento espiritual que considera que el emperador etíope Hailé Salassiè es la tercera reencarnación de Jah (dios de las religiones judeocristianas), después de Melquisedec y Jesús.

[19] SANZ ELORZA, M. 2017. La alimentación doméstica en Etiopía: el tef y el injera. Revista de Folklore, 430: 62-77.

[20] ABBINK., J. 1992. Funeral as ritual: an analysis of Me’en mortuary rites (Southwest Ethiopia). Africa: Rivista Trimestrale di Studi e documentazione dell’Istituto Italiano per l’Africa e l’Oriente, 47(2): 221-236.



El rito funerario en Etiopía

SANZ ELORZA, Mario

Publicado en el año 2018 en la Revista de Folklore número 442.

Revista de Folklore

Fundación Joaquín Díaz