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Como vamos a tratar de explicar a través de las siguientes páginas, los museos antropológicos-etnográficos conforman un grupo peculiar dentro del conjunto de centros museísticos. Casi forman un verso suelto junto a instituciones que presumen de larga historia, de artistas reconocidos o de una profunda implicación del público. Al mismo tiempo aglutinan a centros con una variada caracterización. Para definirlos, debe tenerse en cuenta que la antropología estudia a los humanos tanto del pasado como del presente y que su objetivo es la comprensión de la complejidad de las culturas a través de toda la historia humana.
Dada la proliferación de museos no resulta fácil detallar la situación general de estos centros y por ello vamos a reflejar de forma no muy extensa un caso concreto, el de Castilla y León, cuyo estudio ha sido abordado en los últimos años por Luis Grau (Alonso González y Grau 1994, Grau 2015) y Blanca Herrero (Herrero 2014). Este trabajo está estructurado en tres partes. La primera recorre la historia de los museos, se introduce a continuación un apartado que se centra en la delimitación conceptual de los museos dedicados a temas antropológicos y al final se transita por el contexto castellano y leonés dentro de las corrientes museológicas de aproximadamente el último siglo.
1. Historia de los museos antropológicos en Castilla y León dentro del contexto español
Si bien los museos nacen como institución pública en el siglo xix, hay que recordar que con anterioridad existieron numerosas colecciones de eruditos, intelectuales, eclesiásticos y nobles en las que se recopilaron elementos exóticos de carácter antropológico-etnográfico. El descubrimiento de América y los viajes hacia el Oriente sirvieron para abrir un nuevo campo donde destacaban armas, ídolos y obras de artesanía, si bien como objetos llamativos y admirables pero poco comprendidos. Ahí están las colecciones españolas de Felipe II, los Mendoza-Infantado, los Benavente, los Alba de Aliste o Juan de Lastanosa, que incluían una buena muestras de los productos indianos (Bolaños 2008: 86-87).
Con posterioridad se sucede un periodo donde estas colecciones se decantan más por lo artístico, lo arqueológico, lo histórico, lo natural y lo científico, dejando al margen la mayoría de artefactos procedentes de otras culturas. La prueba de su carácter secundario viene a proporcionarla el hecho de que cuando Carlos III constituye el Real Gabinete de Historia Natural, remitirá al mismo las colecciones etnográficas que había recibido de gobernadores y expedicionarios desde las tierras americanas y filipinas (ídem: 134-135). No hay que olvidar que las expediciones científicas que desde finales del xviii recorren el mundo en busca del conocimiento del mundo natural, abordan también en mayor o menor medida estudios etnográficos que pretenden profundizar en la naturaleza del hombre y su complejidad.
Así va transcurriendo el tiempo y no será hasta el último tercio del siglo xix cuando se creen los primeros museos etnográficos europeos, como el Dansk Folkemuseum (Copenhague, 1879) y el Musée d’Ethnographie du Trocadéro (París, 1878). Por esas fechas parte de los fondos etnográficos de las colecciones reales españolas se integran en el Museo Arqueológico Nacional. A ello se une la explosión del colonialismo y el uso de las Exposiciones Universales para la exhibición de las culturas de los territorios ocupados. La primera muestra en España fue la barcelonesa de 1888 (treinta y siete años después de la primera celebrada en Londres), si bien aquí no tuvo como colofón la creación de un museo etnográfico –como sí ocurrió en otros casos. En los años siguientes no faltaron exposiciones humanas en Madrid, Valencia y Barcelona, en las que se exhibían las costumbres de diversos pueblos de la mano de sus propios protagonistas, ya fueran Ashanti, esquimales o filipinos (Bolaños 2008: 290-293).
El primer museo español propiamente antropológico fue el fundado por Pedro González Velasco en 1875, comprado después por el Estado y asignado en 1890 al Museo Nacional de Ciencias Naturales como Sección de Antropología. En él se van agrupando colecciones etnográficas procedentes de culturas asiáticas, americanas y africanas.
Desde finales del siglo xix se plantea en distintas ocasiones la posibilidad de impulsar un museo etnográfico dedicado al folklore español, si bien sin llegar a culminar ninguna propuesta. Reales Decretos de 1913 abren la posibilidad de crear museos municipales, lo que se traduce en la aparición de algunos donde se aglutinan elementos arqueológicos, históricos y etnográficos, cuyos ejemplos más relevantes se sitúan en tierras catalanas y valencianas. Castilla y León parece mantenerse al margen de estas primeras iniciativas y no se encuentran más que museos de bellas artes, arqueología y de la iglesia durante el siglo xix e inicios del xx. Determinadas expediciones se ocuparon de recoger materiales etnográficos en, entre otras, tierras americanas, pero todos aquellos fondos terminarían integrando colecciones en las instituciones madrileñas (Rodrigo 2006) y nada había de alcanzar a las ciudades castellanas y leonesas.
Sin embargo, existe un caso excepcional en el Real Colegio de los Agustinos Filipinos de Valladolid. Este centro de formación de misioneros comenzó a construirse en 1759 y desde él salieron más de 3.000 padres hacia el Oriente hasta 1954. Muchos de ellos volvían a su casa madre y traían consigo objetos procedentes de los países donde realizaban su evangelización (Casado y Sierra 1988). La llegada de piezas hubo de tener su mayor auge durante el siglo xix, siendo la mayoría de procedencia filipina, y en 1874 hay referencias a la colocación de la colección en el ala oriental del edificio. En 1887 se reorganiza el museo y hay constancia de que junto a las colecciones etnográficas hay gabinetes de botánica, física y observatorio meteorológico. Consta además la realización de labores de catalogación de la colección y de la colocación de las colecciones en una amplia estantería en 1908, al tiempo que entre 1913 y 1920 llegan importantes piezas chinas. En estos años se da a conocer al público bajo la denominación de «Museo Misional» (ídem: 4-7).
Por otra parte la Exposición Iberoamericana de Sevilla de 1929 contó con un pabellón que concentró las provincias de Castilla la Vieja y León, en el que las diputaciones provinciales presentaron una visión centrada en objetos históricos y artísticos, aunque no faltaron algunos trajes regionales que podrían englobarse dentro de lo costumbrista. Además la Diputación de Valladolid encargó la realización de una película donde se desatacaban, entre otros asuntos, los mercados tradicionales de Medina del Campo y Tordesillas, las procesiones de Semana Santa y la capacidad agrícola de la provincia (con escenas de siega y la trilla); y la sala de Palencia exponía galletas de Aguilar, mantas, sombreros de Villarramiel y chocolates de Dueñas. La mayoría de esos elementos hoy pueden ser considerados fácilmente señas de identidad cultural aunque entonces seguramente tenían una voluntad más cercana a destacar la capacidad industrial. Nada de lo expuesto y presentado tuvo en ningún momento posibilidades de integrarse en museos y pasó fugazmente, a diferencia de lo ocurrido por ejemplo en el caso de Extremadura con el Museo de Cáceres (Valadés 2015).
El avance más significativo en este campo se produce en 1934 cuando se aprueba la creación del Museo del Pueblo Español como laboratorio y seminario de estudio, aunque su inauguración se retrasó hasta 1940. El proyecto de Julio Caro Baroja para transformar el montaje desordenado (parecía «una antigua prendería del Rastro») en un museo al aire libre, al estilo del Skansen de Estocolmo, no pasó del papel (Caro Baroja 1952?). De hecho en este nuevo periodo de la historia española, las directrices políticas marcaron una fuerte exaltación de una cultura popular que pretendía recuperar un pretendido mundo ideal que nunca había existido. El nuevo tipismo definido en este momento conducirá, sobre todo en los años sesenta, al nacimiento de museos locales de la vida campesina y rural.
En estas décadas hay algunos ejemplos de colecciones etnográficas en Castilla y León. Destaca en primer lugar la acumulada por el Marqués de Benavites y San Juan de Piedras Albas (1863-1942) en Ávila. Reunió una serie de objetos variados, como cerámica de Talavera y Puente del Arzobispo, muebles antiguos, armas blancas y de fuego, hierros antiguos, sillas de montar y arreos de caballo, numerosas piezas de arte popular y otras relacionadas con el mundo taurino (Gaya Nuño 1968). Podían verse en su Palacio abulense y, en 1953, tras su muerte, son adquiridos por la Diputación de Ávila y se ordenan en un Museo de Arte Popular y un Museo Taurino.
Los estudios y trabajos de campo etnográficos que cobran un gran auge en determinadas regiones españolas durante el final del siglo xix y la primera mitad del xx, no tienen apenas reflejo en tierras castellanas y leonesas. En los años sesenta los museos provinciales de Salamanca, Segovia y Soria y el Museo de los Caminos de Astorga incluían una sección de Arte Popular o Etnográfica. Junto a ellos, en 1969 Eugenio Fontaneda empieza a exhibir su variopinta colección en el Castillo de Ampudia, en la que se incluyen diversos elementos etnográficos, como los que componen una antigua cocina. En general estos centros intentan mostrar elementos que destacan por su faceta artística o por condensar un pretendido carácter cultural español que refleja una identidad fosilizada en un momento indeterminado del pasado. Los objetos se recogen por la iniciativa de eruditos y personas ilustradas con la intención de rescatar elementos que estaban comenzando a desaparecer.
Además, dentro de la línea antropológica, en 1964 se inaugura el Museo de Arte Oriental de los padres Dominicos de Ávila, en el monasterio de Santo Tomás, originado con piezas procedentes de China, Japón y Vietnam que se expusieron durante los años veinte en el Vaticano y en la Exposición Universal de Barcelona. Sería por tanto un fruto tardío de los Museos Misionales (Sánchez Gómez 2013). En 1966 se inaugura el Museo Municipal de Béjar con el legado de Valeriano Salas, que incluía diversos objetos de Extremo Oriente, y en 1961 comienza su andadura el Museo de Ciencias Naturales de los padres Dominicos en La Virgen del Camino (León), con piezas etnográficas de procedencia americana y filipina. La colección que el padre Belda reúne desde los años sesenta en el convento de los padres Reparadores de Alba de Tormes incluye también, junto a su núcleo de piezas arqueológicas, una serie de objetos procedentes de culturas americanas.
Señala María Bolaños (2008: 402-ss) el auge en los años sesenta de museos que recrean las costumbres populares de una determinada comarca, tratando de destacar sus peculiaridades sobre todo en lo que hace referencia a las labores campesinas. La mayoría de instituciones permanecieron al margen de este movimiento en Castilla y León y parece que también en otras regiones españolas (Fernández de Paz 1997). Un cambio en la dinámica de creación de tales museos lo marca el nacimiento del Museo de Cultura Antigua, inaugurado en Lorenzana a caballo entre los años sesenta y setenta como reflejo de la vida rural de la zona leonesa del Bajo Bernesga.
Su montaje se basa en la recreación de ambientes dentro de una casa tradicional. Entre las peculiaridades de esta iniciativa museística hay que destacar que, bajo la dirección de Blanca Fanjul, es una asociación cultural-recreativa local la que decide su creación dentro de una voluntad de hacer que el pueblo crezca y progrese. Otro punto esencial es que la colección del museo se formó a partir de una decisión arropada colectivamente con las aportaciones que hicieron cuarenta y siete vecinos, junto a otras trece personas de otros lugares (Fanjul 1979).
Estos museos rurales se presentan con una ambigüedad ideológica, mezcla de una idealización del arcaísmo campesino y del rescate de una cultura material camino de la desaparición. Sus instalaciones se erigen sobre los principios de reducido gasto, escasa adecuación museológica y ausencia de personal técnico, que se compensa con el voluntarismo de los vecinos (Bolaños 2008: 403). Su despegue se produce a finales de los setenta y sobre todo en los años ochenta, cuando se establecen, entre otros, los de Bembibre y Prioro, en León, el Piedad Isla en Cervera de Pisuerga (Palencia) y, en Soria, Atauta, Barca, Romanillos de Medinaceli, Alcubilla del Marqués, Valderrueda, Rollamienta y Sarnago. Salvo el Piedad Isla, de iniciativa particular, el resto fue obra de ayuntamientos y asociaciones culturales de cada localidad.
Hoy varios de aquellos museos han desaparecido; unos, como el Museo Yebra (Barrios de Salas, León), al morir su propietario, otros al ir marchándose o muriendo los vecinos que los alumbraron, como algunos sorianos, y hay más que han visto cambios de sede y localidad, como el Museo del Calzado Vibot. Al caso viene revisar el repaso que hacían Alonso González y Grau (1995) hace dos décadas.
Los años setenta traen la renovación de muchos antiguos museos. El Museo Oriental de Valladolid inicia su reforma en 1971 con el almacenamiento de toda su colección a la espera de adecuar convenientemente un espacio de exposición, lo que se logra entre 1978 y 1980. El nuevo montaje, para el que se tomaron como referencia los principales museos europeos, siguió criterios cronológicos, estéticos y didácticos, junto a áreas con recreación de ambientes (Casado y Sierra 1988: 7-11).
También, en el bloque de los museos de cultura popular, en 1971 se funda el Museo de Etnografía Leonesa a iniciativa de la Diputación Provincial, con fondos donados en 1966 por el erudito Julio Carro, aunque ocupaba una sola sala y debió de permanecer abierto apenas unos pocos años con esta configuración.
Este muestrario es relativamente escueto, pero la aparición de nuevos museos se dispara durante los años noventa, correspondiendo a la voluntad de instancias políticas, en general ayuntamientos y diputaciones. Es un fenómeno que manifiesta cierto retraso en Castilla y León frente al resto del mundo occidental, donde se inicia en los años ochenta –en España coincidiendo con la recuperación de la democracia y el nacimiento de las autonomías–. La nueva remesa de centros se beneficia de una mayor inversión económica, a menudo con el recurso a financiación procedente de la Unión Europea, y la presencia de principios museológicos y antropológicos en los planteamientos fundacionales. Por poner algún ejemplo, cabe destacar la labor de la Diputación de León, junto a la etnógrafa Concha Casado, de la que surgieron el Alfar-Museo de Jiménez de Jamuz (1994), el Batán-Museo de Val de San Lorenzo (1998), el Museo de la Cabrera en Encinedo (1998) y el Museo de la Arriería Maragata en Santiago Millas (1999). Esta actividad fue unida además a la recuperación de la arquitectura tradicional y de oficios que se abandonaban, despertando el interés de los vecinos y fomentando su participación en las iniciativas. Otro ejemplo significativo lo depara el Centro Etnográfico inaugurado en 1991 en Urueña (Valladolid), dirigido por el músico y etnógrafo Joaquín Díaz.
La relación de los nuevos museos con el desarrollo de las autonomías no resulta aquí convincente, dado que vienen a surgir de la mano de diputaciones y ayuntamientos y, algo después, gracias a los fondos europeos. La primera década de vida de la Comunidad de Castilla y León se mantuvo en buena medida al margen de la Etnología y se manifestó tan sólo en la efímera creación de un Centro de Estudios Etnológicos de la Consejería de Educación y Cultura entre 1984 y 1986, del que se encargó Luis Díaz (Díaz Viana 1986 y 1988). Sólo a partir de 1992 la Consejería de Cultura y Turismo convocó subvenciones para realizar trabajos de documentación y estudio etnográficos (y durante seis años, ya que no hubo convocatorias después de 1997). La creación en 1995 de una plaza de personal laboral con la categoría de Titulado Superior Etnólogo dentro de la Consejería de Cultura y Turismo también ha tenido escasa incidencia en el panorama museístico regional (el procedimiento se resolvió en julio de 1996). También en estos años se renuevan algunos museos provinciales con sus secciones de Etnología, como el Museo de Ávila en 1986.
Entre los centros surgidos a partir de los años noventa no faltan los museos –más bien colecciones visitables– nacidos del interés de determinadas personas por conservar los restos de una cultura que habían vivido y estaba desapareciendo. Casi afectados por una especie de síndrome de Diógenes, personas hoy ya ancianas han ido reuniendo numerosos objetos, apenas documentados ni registrados, que se muestran a turistas y curiosos colocados de forma excesiva, entre la aglomeración y la saturación –aunque sin llegar al hacinamiento– generalmente en sus casas o en otros espacios de su propiedad. Entre las localidades donde pueden encontrarse, citaremos sólo Carracedo del Monasterio (León), Frómista (Palencia) y Cogeces del Monte (Valladolid). No es fácil saber qué ocurrirá con estos objetos dentro de una década o poco más, cuando sus dueños mueran. La desaparición amenaza también a los museos surgidos con el respaldo de las pequeñas instituciones, como el Museo de la Pizarra nacido en los años noventa de la mano del ayuntamiento de Puente de Domingo Flórez y cerrado desde hace casi diez años.
La mayoría de museos siguieron la línea general de reflejar la vida cotidiana rural de tiempos pasados (vivienda, labores y oficios suelen ser el núcleo de sus exposiciones), aunque algunos adoptaron un enfoque monográfico. Entre estos últimos no faltan los que son obra de coleccionistas dedicados a recoger objetos concretos de la artesanía nacional, como el Museo del Cántaro (Bayubas de Abajo, de mediados de los años noventa), el Museo y Centro Didáctico del Encaje (Tordesillas, 1999), el Museo del Botijo (Toral de los Guzmanes, 2001), el Museo del Cántaro (Valoria la Buena, 2005) y el Museo del Orinal (Ciudad Rodrigo, 2006). También aparecen museos taurinos en Salamanca (1993), Valdestillas (2001) y Valladolid (2007), dedicados al vino en Peñafiel (1999), Aranda de Duero (2003), Mucientes (2004) y Cacabelos (2014), a la miel en Sagallos (2016), al aceite en San Felices de los Gallegos (2002), al pan en Mayorga de Campos (2009) y al queso en Villalón (2010). Algunos centros se ocupan de otros aspectos de la cultura como el Museo de los Juegos Tradicionales (Aranda de Duero, 2013) o el Museo de la Música Luis Delgado (Urueña, 2002). En el mismo bloque se incluyen el Museo de los Pastores (Oncala, 1996), el Museo del Pastor (Los Barrios de Luna, 1997), el Museo del Pastor (Montealegre de Campos, 2004) y el Museo de la Trashumancia (Navalonguilla, 2013). Otros podrían ser los dedicados a la cerámica, como el de Aranda de Duero (2004) y el de Muelas del Pan (2008), a la cantería, como el de San Felices de los Gallegos (2010) y a la resina en Oña (1996), Navas de Oro (2013) y Traspinedo (2014). Existe un número tan elevado de museos que no podemos pretender ser exhaustivos.
En realidad no existe en Castilla y León un registro minucioso de todos los museos, colecciones y centros de interpretación existentes. Ello es así en primer lugar porque las instituciones que los crean, por más que en su mayoría sean las administraciones locales –a veces con financiación pública de las diputaciones y de la administración regional–, no solicitan su reconocimiento oficial. La segunda razón es que la administración regional, encargada de supervisar el registro de museos, se ve actualmente desbordada por la cantidad de centros que se siguen inaugurando (o de los que se anuncia su próxima creación) y no es capaz de supervisarlos y comprobar si cumplen los requisitos técnicos establecidos legalmente en la Ley 2/2014, de 28 de marzo, de Centros Museísticos de Castilla y León. Y mucho menos alcanza a realizar labores de asesoría para colaborar con ellos en la elaboración de sus fundamentos museológicos dentro de esquemas y principios técnicos adecuados.
Junto a iniciativas municipales, aparecen en la última década museos nacidos de la voluntad de empresas agrícolas, como el Museo Apícola «Fernández» (Arapiles, 2004), el Museo del Vino «Emina» (Valbuena de Duero, 2006), el Museo del Vino «Pagos del Rey» (Morales de Toro, 2014), el Aula-Museo de la Miel «La Picorea» (La Carrera, 2015) y el Museo del Queso «Chillón» (Toro, 2016). En estos casos queda claro que se está ante centros de interpretación, más que museos, orientados hacia el turismo con una clara intención de incrementar las ventas y, al mismo tiempo, servir a la promoción publicitaria de la empresa.
Una vertiente que desarrolla los antiguos museos de la vida rural y que reconstruyen ambientes dentro de antiguas casas, se encuentra plasmada en la Casa Museo de la Ribera (Peñafiel, 1999). Aquí la escenografía museográfica sirve para el desarrollo, por parte de un grupo de actores, de una representación de las actividades que tuvieron lugar en la casa a inicios del siglo xx, al tiempo que se interactúa y se hace participar a los visitantes. Existen otras casas ancladas en épocas pasadas, como el Museo Sierra Pambley (León, 2006) en un contexto urbano y burgués.
Muchos de estos museos han surgido impulsados por la idea de atraer turistas hacia las localidades, si bien eso ha resultado una falacia, por no decir un engaño. La realidad, como comentaremos algo más abajo, es que este tipo de centros atrae a un número muy escaso de visitantes. Se hacen necesarias para su éxito una buena propaganda y la disponibilidad de medios para organizar actividades regularmente. En su origen subyace a menudo la oportunidad de crear infraestructuras culturales que dotan de cierto relumbrón a los políticos que las promueven, gracias al respaldo social que reciben de los vecinos en las localidades donde se ubican. Por otra parte, mientras en sus inicios los museos locales surgían de iniciativas de particulares y asociaciones, y aún lo hacen algunos, los promovidos por las administraciones se dejan generalmente en manos de empresas especializadas en el montaje expositivo. Lo malo es que muchas saben de diseño, pero no de museología.
Todo ello reduce estos centros a espacios con la mera función de exposición abierta, sin que se desarrollen iniciativas de conservación o documentación del Patrimonio Cultural, y sin participación de las comunidades donde se enclavan, más allá de intervención de los representantes políticos. De hecho no resulta extraña la existencia de alcaldes volcados en crear museos que, pocos años después y tras el cambio de gobierno local, quedan olvidados y terminan cerrados. Uno de los casos más flagrantes puede ser el Museo del Toro (Valladolid, 2007-2016), pero podría sumarse también el Museo Oriental (Salamanca, 2006-2010). Otros no se llegan a cerrar, pero quedan constreñidos por un horario que, pese a contemplar la apertura durante la mayoría de días del año, depende por completo de la reserva previa de la visita a través de llamadas telefónicas al ayuntamiento o a la persona responsable del centro. De éstos algunos durante los meses de verano pueden contar con un horario de apertura fija gracias a la contratación de personal estacional para las oficinas de turismo, que sirven al mismo tiempo para otros menesteres municipales.
Dentro de la corriente de institucionalización de la etnografía se ha originado un puñado de museos destacados. El más notable es el Museo Etnográfico de Castilla y León, creado por la Junta de Castilla y León con carácter regional[1] en 2002 (aunque su exposición permanente y su equipo técnico se demoraron hasta 2004). En la creación de este gran museo regional cabe echar en falta la definición de un proyecto paralelo que respaldase la voluntad investigadora en este campo, algo que sin embargo estuvo en la idea inicial del centro. En 2003 y 2004 diversas noticias recogían la propuesta de incluir en el museo un Instituto de investigación con expertos del ámbito universitario (Bellido 2008). Y es que la política y el azar influyen mucho en los museos. Mientras Caja España negociaba con la Junta de Castilla y León la creación de este museo, en 1997 su hermana Caja Duero liquidó una parte de su impuesto de sociedades con la dación en pago de una colección de trajes y joyas de la bailarina Elvira Lucena, en la que destacaba un traje de vistas de La Alberca (Carretero 2002), que terminó en el Museo del Traje, fuera de Castilla y León.
Otros centros especialmente relevantes son el Museo Etnográfico Provincial de León que inauguró una nueva sede en Mansilla de las Mulas en 2008 y el Museo Provincial del Traje Popular, de la Diputación Provincial de Soria, abierto en Morón de Almazán en 2012. Todos estos son museos atractivos, con instalaciones modernas, personal técnico y programación de numerosas actividades. Como único nuevo museo dedicado a culturas extra-europeas hay que citar el Museo de Arte Africano que la Universidad de Valladolid ha creado en 2004 gracias a la cesión de la colección de la Fundación Alberto Jiménez-Arellano Alonso.
En cualquier caso, el papel del museo como definidor de la identidad cultural ha quedado relegado, sin variar en gran medida con lo que se hacía hace medio siglo, a una imagen fosilizada de una pretendida cultura tradicional campesina. La mayoría de museos continúan enfrascados en mostrar los restos de un modo de vida que –según se empeñan en insistir– marcó los pasos de nuestros antepasados desde un tiempo remoto, iniciado quizás en época medieval, hasta la llegada de la «modernidad» a mediados del siglo xx.
2. Dicotomía museos antropológicos-museos etnográficos
Desde la aparición de los museos, y aún del coleccionismo (con sus gabinetes de curiosidades o wunderkammern), la recogida de objetos exóticos ha jugado un papel fundamental. Quizás esta relevancia de lo que procedía de tierras lejanas y poco conocidas propició que, junto a los científicos y artísticos, los museos antropológicos fueran una de las primeras categorías museológicas en ser reconocidas. Sin embargo, desde los comienzos hubo una fuerte separación entre lo que antropológicamente se entendía como referente a las culturas primitivas que aludían a «los otros» y aquello de lo que se ocupaba de las culturas «folklóricas», más cercanas a las sociedades donde entonces se fundaban los museos. Las manifestaciones de las segundas tardaron algo más en entrar en los museos.
En España tenemos un ejemplo que deja bien manifiesta esta realidad. Mientras el Museo Anatómico era inaugurado en abril de 1875, para convertirse unos años después en Museo Antropológico, el Museo del Pueblo Español no se creaba hasta julio de 1934. Es relevante señalar que el segundo surgía con una concepción bien distinta a la del primero, como correspondía a la imagen que se tenía entonces del «folklore y las artes populares». Según se explica en el decreto de su creación, este museo había de recoger «las obras, actividades y datos del saber, del sentir y el actuar de la masa anónima popular, perdurable y sostenedora, a través del tiempo, de la estirpe y tradiciones nacionales, en sus variadas manifestaciones regionales y locales en que la raza y el pueblo, como elemento espiritual y físico, han ido formando nuestra personalidad técnica y cultural» (Gaceta de Madrid, 28 de julio de 1934). Este museo, como otros europeos, pretendía potenciar el «conocimiento de lo castizo y original», según se indica algo más adelante, y había de servir para estudiar la cultura material, los datos folklóricos del saber y la cultura espiritual en sus manifestaciones nacionales, regionales y locales (artículo 1).
Esta dicotomía que podía tener sentido dentro del pensamiento antropológico desde una concepción evolucionista, dejó de tener sentido a partir de las primeras décadas del siglo xx con la irrupción del funcionalismo y el posterior desarrollo de otras corrientes de pensamiento (Carretero 1994). En realidad ambos modelos de museos tienen como finalidad la representación de culturas, más allá del exotismo o su cercanía. La pérdida de vigencia del Etnocentrismo, la independencia de los pueblos africanos y asiáticos a mediados del siglo xx y la llegada de nuevas perspectivas para contemplar el estudio de las culturas han permitido replantearse la definición de los museos antropológicos.
El nacimiento de los ecomuseos y los museos de comunidad a comienzos de los años 1970’s representa un sustancial cambio para los museos centrados en el ámbito rural de los países más desarrollados. Por más que su inicio tiene más que ver con el hombre en general que con las comunidades occidentales rurales, establece una nueva relación de las poblaciones con el medio donde se asientan, con su historia y sus recursos. Se descubre que las instituciones museísticas pueden ofrecer a las personas la posibilidad de expresar de forma autónoma la concepción que tienen de sus propias identidades, de su cultura y de su realidad social. A partir de concepciones normativas establecidas desde las universidades y por una élite erudita se dio paso a otras voces y otros enfoques alejados de los ámbitos académicos, pero igualmente válidos y dotados de una legitimidad cultural.
Pero no es un movimiento limitado a los ecomuseos. Llega a transcender este ámbito y alcanza a todos los museos etnográficos. Así en Francia Jean Cuisenier reconoce un gran desarrollo de estos centros durante los años setenta y después: se crearon multitud de nuevos museos, se desarrollaron las instalaciones de los ya existentes y se multiplicó el público que acudía a ellos, inmersos en una nueva mentalidad que hacía apreciar de otro modo lo que estas instituciones ofrecían (Cuisenier 1987). La clave de este desarrollo reside en que se trata de museos que hablan del común de las gentes, lo que les permite reconocerse en ellos y encontrar los fundamentos de una identidad que seguramente creían perdida.
Actualmente no parece muy pertinente continuar manteniendo la separación conceptual entre museos de culturas «primitivas» y museos de culturas «tradicionales», puesto que los tiempos en que esta separación tenía cierto sentido han pasado ya hace décadas (Fernández de Paz 1997). En realidad ambos grupos deberían centrarse en exponer bajo la misma concepción de ofrecer una visión de culturas y de grupos humanos, por más que estén diferenciados de modo circunstancial por un elemento secundario, esto es, su localización geográfica. El panorama museístico moderno ha complicado enormemente el espectro de temáticas y enfoques hasta el punto de que en este campo existen centros dedicados a multitud de actividades artesanas o semi-industriales, manifestaciones culturales, casas-museos, ecomuseos, museos locales y museos con enfoques transversales que transcienden el espacio y el tiempo para analizar determinadas facetas de la vida humana.
En buena medida fue la visión de la disciplina en las universidades lo que determinó hace más de un siglo la separación pueblos exóticos-mundo rural europeo, y menos el que un país fuera colonizador o no (Feest 1994)). Hoy la situación ha cambiado. Si profundizamos en el enfoque académico que recibe actualmente la antropología no debe sorprendernos constatar que los estudios abarcan un amplio espectro de prácticas culturales independientemente del lugar donde se desarrollen. En el Plan de estudios del grado de Antropología Social y Cultural de la Universitat Autònoma de Barcelona, por señalar un ejemplo concreto, se indica que la pretensión de estos estudios es «conocer la variabilidad transcultural de los sistemas socioculturales» y que la especialidad es «indispensable para el estudio de cuestiones como las desigualdades y las identidades étnicas, de clase, de género o de edad; las variaciones culturales en interacciones y flujos sociales, el funcionamiento de organizaciones, el análisis de manifestaciones complejas de la cultura popular y tradicional, o las situaciones de cambio inducido que requieren de una acción especializada para atender a la diversidad cultural»[2].
Buena parte de los museos antropológicos parecen haberse fosilizado dentro de esquemas anticuados, y ello ha acentuado el distanciamiento entre museos y especialistas universitarios. Los museos parecen haberse convertido en almacenes de objetos mientras los antropólogos profundizan en aspectos culturales más intangibles, como estructuras sociales, parentesco, creencias, relaciones de género o comportamientos (Romero de Tejada 2000). Sin embargo, no todo es culpa de los museos. Desde la universidad se viene fomentando el contacto con las comunidades vivas y con su situación presente, potenciando el trabajo de campo con las gentes y renunciando a casi cualquier consideración sobre su historia, las circunstancias que lo forjaron y sus manifestaciones materiales. Los museos están abiertos a los investigadores, pero éstos concentran su mirada en otros ámbitos.
El problema reside en tratar de reconocer hoy un museo antropológico de entidad en España, como señala Fernández de Paz (2015: 2), más allá de los muchos museos locales y unos pocos provinciales o regionales, que refleje las identidades culturales y los asuntos que afectan a la sociedad actual. La clave no se encuentra en una mera declaración de intenciones en la voluntad de quienes gestionan los museos[3]. En realidad, desde el punto de vista de la entidad y la relevancia de cada uno de estos centros, existe un lastre que determina que algunos obtengan un mayor peso y reconocimiento social. No todos son iguales y varios son los factores que marcan las diferencias.
Para empezar hay museos con un respaldo oficial o institucional que les dota de mejores presupuestos y plantillas técnicas, lo que les otorga una posición prominente y mayor visibilidad. Los primeros son los Museos Nacionales, papel que en España correspondería al Museo Nacional de Antropología y al Museo del Traje.CIPE. En otro extremo están los museos locales, algunos gestionados por asociaciones y la mayoría sostenidos por las administraciones locales.
Otro factor diferenciador de los museos está marcado por dónde se encuentra el origen de las colecciones. Las primeras estaban fuertemente arraigadas al pasado colonial de los grandes países occidentales, mientras hoy es más habitual que se recurra a compras y diversas campañas de recolección que pueden asociarse a la actuación de instituciones culturales o proyectos de investigación, pero que también se vinculan a la captación de donaciones y depósitos realizados por individuos particulares de forma desinteresada.
Pese a toda esta diversidad, como señalaba Andrés Carretero (1994), la mayoría de museos etnológicos siguen aún inmersos en una vocación estética, en el sentido de que se presentan objetos de uso cotidiano con una voluntad estética y sentimental que antes no tenían y se les dota de una pretendida calidad de símbolo de identidad. Este modelo de discurso expositivo no tiene por qué ser causa de la exclusión de determinados museos del ámbito temático de la antropología, puesto que generalmente es el tipo de colecciones lo que define hoy su clasificación. De otro modo muchos de estos museos habrían de incrustarse, de mejor o peor modo, en tipologías como bellas artes, historia y técnica.
Ya a finales del siglo xix, Franz Boas estableció que etnología y antropología eran parte de la misma ciencia. Señalaba que la diferencia reside en que la primera se centra en la influencia de las personas sobre su entorno y las relaciones entre los individuos, mientras que la segunda investiga las leyes y la historia del desarrollo del carácter humano (Boas 1887). En puridad, dado que ningún museo habla del conjunto de la Humanidad –quizás el Museo del Hombre en París durante el siglo xx–, sino sólo de una o varias culturas (en este caso generalmente remarcando las diferencias y no las semejanzas), habría que decir que en el ámbito de los museos todo es etnología. Sin embargo, aunque ambos vocablos son válidos y dado que actualmente el término etnología suele recibir una consideración menor, considero que resulta mejor el empleo de museo antropológico.
Para vislumbrar unas pautas generales sobre la situación actual de estos museos, la Estadística de Museos y Colecciones Museográficas 2016 del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte nos proporciona datos de interés con los que establecer su caracterización.
En primer lugar la Estadística de 2016 muestra que son los museos de etnografía y antropología los más numerosos por tipología, pues representan un 17,4% del total de los de España. Dentro de Castilla y León este tipo reúne 35 centros, lo que representa el 17,8%, en línea con la media nacional. Por titularidad, en España los museos antropológicos-etnográficos son mayoritariamente de titularidad pública (72,9%) y en especial de las administraciones locales (63,3%).
Pese a la aparente relevancia de los museos de esta temática, queremos resaltar un dato en relación con la temática de los fondos de las colecciones estables de todos los museos. En el conjunto de España, los fondos de etnografía y antropología representan sólo el 10,8% del total (tras fondos de ciencias naturales y de arqueología), mientras que en Castilla y León se quedan casi en la mitad (5,9%), muy por detrás de los clasificados en los ámbitos del arte y arqueología. Tampoco son los museos más visitados y, a nivel nacional en cifras totales de visitantes, quedan por detrás de los bellas artes, arte contemporáneo, arqueología, historia y ciencia y tecnología. Curiosamente, en el número de visitantes por museo ocupan el último lugar: 9.059 por museo frente a los primeros puestos de los dedicados al arte contemporáneo (83.140) y a las bellas artes (71.172).
En cuanto al personal, se sitúan de nuevo en el peor puesto, con una media de 4,2 personas por museo frente a la mejor dotación de los museos de arte contemporáneo (16,1) y ciencias naturales e historia natural (13,5). Y respecto al tipo de jornada de trabajo tienen los peores datos en la relación jornada completa-jornada parcial con 54,3-45,7 frente a la media nacional de 71,9-28,1. También son el tipo de museos que más sobresale por número de trabajadores no remunerados (10,3%) y voluntarios (14,9%) en el conjunto de España. Tales datos generales son ilustrativos de que pese a la apariencia de que estos museos son un elemento de peso en el conjunto de instituciones, existe una gran precariedad y escasez de medios en ellos.
3. Museología antropológica actual
La obra de María Bolaños (2002) con los textos señeros de la museología del siglo xx muestra bien cómo nos hemos ido acercando a la situación presente. Una gran renovación museográfica de los museos de antropología se produjo en la década de 1930, como reflejó en 1938 Robert Goldwater, director del Museum of Primitive Art, de Nueva York. Del amontonamiento y la exhibición documental se pasó a incluir una parte importante del museo donde se destacaba la estética de las piezas junto a otras zonas donde primaba la información cultural y funcional (Goldwater 1938).
En este sentido hay que cuestionarse muchas de las formas de mostrar las culturas en los museos. Como señala André Desvallées (1994), las colecciones no deben tener un límite cronológico –puesto que nos encontramos en muchos casos ante culturas vivas–, no hay que limitarse sólo a lo que reúne unas cualidades estéticas sino que debe atenderse a aspectos materiales, sociales y espirituales, y tampoco hay que fijar el límite en su valor como testimonio de identidad. Además no hay que poner límites espaciales ni cabe considerar a cada pueblo como entes aislados cuando muchos individuos viven en ambientes donde comparten espacios con personas de diferentes procedencias y culturas.
Hacia 1960, Jean Gabus, director del Musée d’Ethnographie de Neuchâtel, legitima unas pautas museográficas donde se destaca que los objetos deben transcender y superar su ordenamiento cultural y la transmisión de información sobre el medio, la técnica, el nivel de vida, la economía, la organización social, la religión, la historia y su estética. Junto ello deben ser capaces de hacer llegar una emoción al observador, para lo que se pone de relieve el valor de los objetos como símbolos que van ligados a interpretaciones culturales (Gabus 1965).
Fundamentos como éstos pueden ser reconocidos en renovaciones de montajes expositivos como el realizado en el Museo de América cuando se inauguró en 1994 sobre cinco áreas temáticas tituladas el conocimiento de América, geografía y paisaje, la sociedad, la religión y la comunicación. En la misma línea entraría la sala de América del Museo Nacional de Antropología en 2005, cuando se pasó de un criterio «geográfico», que se centraba en unos pocos grupos étnicos de todo el continente, a un criterio «temático», en el que se reflejaban manifestaciones de todo el continente en torno a cinco grandes ámbitos: economía y subsistencia, vivienda y menaje doméstico, indumentaria y técnicas de manufactura, actividades lúdicas y creencias y ritos (Mateos 2006).
El Museo Etnográfico de Castilla y León también adoptó un enfoque temático al ser inaugurado en 2004 y divide su discurso en cinco secciones[4]:
1. el espacio y el entorno: «el estudio de la vida cotidiana, el trabajo, la producción, los oficios y el hábitat. […] se mostrará al visitante el lugar donde el Hombre lleva a cabo su existencia y la manera que tiene de solucionar los problemas derivados con otros individuos, con los animales y con la naturaleza»,
2. el tiempo y los ritos: «la vida tradicional desde la perspectiva temporal. […] se analiza cuándo se realizan las actividades vitales, productivas y festivas: el curso del año traducido en fiestas y celebraciones, el ciclo vital y los rituales que tienen al tiempo como testigo»,
3. la forma y el diseño: «se expone una extraordinaria selección de objetos decorados, así como el proceso de creación estética de los mismos y su función práctica y simbólica. […] qué imagina, crea y desarrolla el Hombre; la estética, el adorno y la forma como resultados de una expresión artística que finalmente llega a ser identitaria para un individuo o un colectivo»,
4. el alma y el cuerpo: «la correspondencia entre lo material y lo espiritual […] cómo se ha comportado y cómo ha pensado el ser humano a través de las generaciones: sus creencias, su educación, sus normas de convivencia y de intercambio, el lenguaje y la evolución de la cultura» y,
5. como tema monográfico, el barro –símbolo y función–: «muestra la relación del hombre con el barro, desde la mitología y el símbolo hasta la arquitectura, pasando por la producción, los oficios vinculados a la arcilla y el uso de este material en la vida cotidiana».
A principios de la década de 1970 se arraiga un nuevo modelo de museo, el ecomuseo. Su rasgo principal venía dado por la necesidad de que sirviera como espejo de una comunidad que ha de reconocerse en el museo. El museo, con la ayuda de expertos y administraciones, indaga en la continuidad con las generaciones pasadas y permite una mejor comprensión de la realidad actual (Rivière 1985). Este planteamiento guarda relación con las primeras voces que reconocen el papel de los países recién independizados en la musealización de su patrimonio cultural. El discurso de Stanislas Adotevi remarca que los museos con piezas africanas no muestran los ritos, la herencia y la personalidad de las gentes de África, sino de los europeos burgueses cultos (Adotevi 1972).
Al hilo de esta nueva visión de los museos etnográficos, se ha empezado a dar protagonismo a los pueblos indígenas para que decidan cuál ha de ser el papel de los restos culturales que se custodian en los museos desde hace décadas. En Canadá la Asamblea de las Naciones Indígenas y la Asociación de Museos Canadienses establecieron en 1992 unos principios para reconocer el deseo y el derecho de las Naciones Indígenas en la investigación, documentación, presentación, promoción y educación que atañe a su cultura indígena dentro de un marco ético (VV.AA. 1992). Se señala en este documento que los objetos representan valores culturales y para su interpretación pública es obligado contar con la implicación de los pueblos indígenas. Se ponía además en pie la posibilidad de que los aborígenes recuperaran y dispusieran de los restos humanos, los objetos sagrados o procedentes de enterramientos que fueran importantes para ellos.
En Castilla y León y en España la mayoría de museos antropológicos se centran en las sociedades rurales que existieron hasta hace aproximadamente un siglo, ignorando su desarrollo posterior. Se trata de centros que, como ha señalado Xosé Carlos Sierra (2015), surgen en un contexto de rápido cambio social en el que en unas pocas décadas se ha pasado de sociedades mayoritariamente rurales al abandono del ámbito campesino y al actual cuestionamiento de su pervivencia económica y social. Por más que estos museos se ubiquen dentro de su ámbito espacial y con colecciones generalmente donadas por sus propietarios, parece difícil dar la voz y el protagonismo a las gentes que podemos identificar como los continuadores actuales de estas sociedades que estaban, y siguen, en trance de cambio o desaparición.
Salvo en el caso de determinadas fiestas religiosas, en las que los símbolos se han mantenido vigentes[5], los objetos que se muestran en los museos han perdido la comprensión y el sentido para sus herederos y a lo sumo se han convertido en el recuerdo de las historias de los abuelos. Apenas pueden actualizarse los relatos que generan esos objetos, cada vez más lejanos, y ya existen casos en los que se recurre al trabajo teatral para escenificar un modo de vida perdido y ahora estereotipado. Cabría pensar si museos como la Casa de la Ribera, en Peñafiel, no han hecho más que volver a las exhibiciones de las Exposiciones Universales, con la salvedad de sustituir a los indígenas originales por un grupo de actores voluntariosos y con su papel bien estudiado. Tampoco el Ecomuseo de Tordehumos (Valladolid) logra la integración con el territorio y las gentes, por más que su denominación pueda llevar a equívoco.
En realidad la mayoría de museos ubicados en el ámbito rural han optado predominantemente por montajes asociados a una visión romántica de la tradición perdida, reconstruyendo espacios y ambientes temáticos en locales reducidos donde los objetos se apiñan hasta la saturación, alejados de su configuración original (Alonso Ponga 2008). Junto a este enfoque, algunas piezas se destacan desde el punto de vista estético por sus valores artísticos, como objetos tallados y bordados. Además no faltan montajes que prefieren seguir un afán clasificatorio y tipológico y, por ejemplo, acumulan numerosas variantes de cántaros, botijos o marcas de ganado. Como sostiene Fernández de Paz (1997) estos centros que se han dedicado básicamente a recolectar y mostrar grupos de objeto en desuso apenas cumplen con las funciones que cabría esperar de un museo y, a pesar de toda la buena voluntad de sus artífices, se reducen a una especie de almacenes visitables.
En esta misma línea interpretativa que detalla el mundo rural hasta aproximadamente 1900 se incluiría el Museo Etnográfico de León, por más que su propuesta expositiva y sus actividades le den un mayor atractivo y empaque. La sucesión de salas del museo va desgranando los temas clásicos de los museos etnográficos tradicionales: agricultura, casa, arquitectura tradicional, medios de transporte, producción de alimentos, producción textil, alfarería, pastoreo, herrerías, madera, comunidades urbanas, religiosidad popular, medicina, indumentaria y joyería, arte popular, ciclo vital, ciclo festivo y organización y gobierno[6].
El otro lado del papel de los indígenas, con mayor implicación, lo deparan ejemplos como el del Museo de Arte Africano de la Universidad de Valladolid o el del Museo de Ávila. En el primero una parte de su colección, expuesta desde 2012 bajo la denominación de «Reino de Oku», ha llegado procedente de Camerún cedida a la Fundación Jiménez-Arellano Alonso «para la promoción de los valores culturales y artísticos» del reino de Oku en Europa (Cachafeiro 2013). Tras un periodo de negociaciones iniciado en 2006, el monarca (máxima autoridad política, judicial y religiosa) permitió la selección de un importante conjunto de objetos ceremoniales para su exhibición en este museo, al tiempo que los artesanos locales renovaron las máscaras, muebles y otros objetos ceremoniales que ahora siguen usándose. El caso del Museo de Ávila es parecido. Aquí los disfraces que se utilizan en las mascaradas de invierno tradicionales de varios pueblos de la provincia han sido también replicados, si bien han sido los nuevos atuendos los que se han donado al museo mientras los originales se mantienen en uso en cada localidad.
Y sin embargo, estos dos ejemplos son excepcionales porque forman parte de un patrimonio vivo y en uso, mientras que en el grueso de los museos antropológicos los objetos pertenecen a sociedades donde éstos han perdido ya su valor de uso e incluso su comprensión. Su papel cultural se ha difuminado y sólo queda un cierto pintoresquismo y un valor histórico.
Volviendo la mirada al pasado, muchos objetos traídos de fuera de Europa entre los siglos xvii y xix e incorporados entonces a colecciones y museos parecen corresponder a regalos y ventas no forzadas, si bien el recurso al saqueo de lugares arqueológicos está dotando actualmente de un carácter negativo a este coleccionismo, que ha llegado también a tierras castellanas (Costa 2005). Muy cerca de la recogida decimonónica de objetos exóticos podría colocarse el procedimiento seguido en algunos de los museos de Castilla y León, cuyas colecciones dependieron de las compras que determinados individuos realizaron generalmente a chamarileros y anticuarios que recorrían los pueblos recogiendo trastos viejos entre los años cincuenta y ochenta del siglo xx. En estos años se formarían buena parte de las colecciones de Julio Carro en León, Eugenio Fontaneda en Palencia y entraron destacadas piezas al Museo Numantino de Soria de la mano de Teógenes Ortego y en el Museo de Salamanca gracias a César Morán. La actual potenciación de las donaciones por parte de los propietarios a los pequeños museos rurales y también al museo regional[7] viene suavizando el origen erudito de las colecciones de muchos de ellos y les dota de una mayor integración en su contexto cultural, ya que existe una posibilidad de conocer el origen de las piezas mejor de lo que se hacía en tiempos pasados.
Desde los años setenta también está claro que la pretendida objetividad de las exposiciones donde se acumulaban objetos, agrupados por criterios estéticos, funcionales, culturales, recreando ambientes o por otras líneas temáticas, con cartelas que aportaban unos escuetos datos técnicos, no es más que una apariencia. La imparcialidad no se encuentra ahí desde el momento en que los objetos son seleccionados entre muchos que se pueden encontrar en el momento de la recolección en el campo y después se produce una nueva selección a la hora de elegir los que van a presentarse en las salas del museo. Hoy nadie puede negar que todos los elementos museables son testimonio de una realidad compleja y multiforme (Desvallées 1994). En parte esa realidad puede recuperarse con la contextualización, pero ésta no debe limitarse a un grupo de objetos, sino que debería estar acompañada de personas, gestos, sonidos y relatos. La exposición «Into the Heart of Africa» organizada en el Royal Ontario Museum en 1989-1990 fue un claro testimonio de cómo reflejar diferentes visiones de una misma realidad antropológica, recurriendo sólo a perspectivas del mundo occidental –aunque recibió una fuerte crítica por destacar aspectos como el colonialismo, la apropiación y la explotación de los pueblos indígenas– (Schildkrout 1991).
Muchos de los pequeños museos rurales han pretendido ofrecer una contextualización de sus colecciones, si bien la plasmación ha conducido en muchos casos a sobresaturar de objetos los lugares donde originalmente se guardaban durante el tiempo que no se utilizaban. Más raro es que se coloquen en los espacios de uso y con similar disposición a la que tenían cuando eran manejados. Y lo corriente es que la mayoría de objetos de los museos se ofrezcan como entes fosilizados acompañados, a lo sumo, de un breve texto explicativo o una antigua foto. Muy infrecuente resulta la colocación de vídeos con muestras de la utilización de los objetos o con testimonios de personas que los usaron; y sólo excepcionalmente (generalmente en eventos ocasionales) se llega a presentar la utilización en vivo de alguno de los objetos expuestos (u otros similares) por parte de artesanos y otros «oficiantes» actuales.
La implicación de las comunidades se desarrolla a través de conciertos, recreaciones de actos festivos, talleres y jornadas técnicas en el Museo Nacional de Antropología (Sáez Lara 2016). Aunque no es frecuente tal concentración de actividades en la mayoría de museos, se pueden encontrar algunas en museos de Castilla y León, siendo el Museo Etnográfico de Castilla y León el que aglutina un mayor número. En este punto, junto a talleres dedicados a tradición oral, fiestas, instrumentos musicales, fotografía etnográfica o joyería y conciertos y cuentacuentos, se convocan actividades como las sesiones de baile (swing y tango) que parecen más propias de un «centro cívico».
En el otro lado, alejado de la realidad de una sociedad, se podría considerar el Museo de la Siderurgia y la Minería de Castilla y León. Por más que en sus fundamentos el museo declare la voluntad de «rendir un homenaje a un grupo de hombres y mujeres que hizo posible la instauración en estas tierras de la primera industria siderúrgica de España» y de destacar que «desde entonces y hasta 1991, la economía del valle se basó en las explotaciones mineras, cuyas actividades y memoria se recoge en el museo, a la vez que los usos y costumbres de las gentes del valle»[8], la realidad del montaje queda algo lejos de tales metas. La exposición se centra en la historia de la comarca y en los aspectos técnicos de la explotación pero, como ha destacado Grau (2015), nada relata sobre la vida de los mineros, el desmantelamiento de las minas y el declive que esto generó allí. Y ello por más que el museo desarrolle un proyecto de documentación denominado «Memoria oral de la Minería» que recoge testimonios de los mayores de la comarca que dan a conocer cómo era la vida cuando las minas funcionaban[9].
Otra opción es que el técnico o el comisario construya un nuevo relato y para ello hay que tener conciencia de que cada objeto puede contar varias historias. Desde el momento en que las piezas de un museo han abandonado el tiempo y el lugar donde se crearon o usaron, el museo se convierte en un mediador que los interpreta en un nuevo tiempo y lugar (Lattanzi 2008). Ningún objeto tiene un único uso ni es considerado por todos los individuos del mismo modo, pudiendo llegarse a proponer una museografía de ruptura basada en planteamientos excepcionales y más en la oposición y el diálogo, con varios niveles de lectura, que en la mera contextualización y asociación (Hainard 1984). La línea argumental del conservador-comisario cobra así relevancia y le dota de un papel de control subjetivo que queda de manifiesto con claridad (Durrans 1994). Una opción podría ser la comparación entre diferentes sociedades o grupos culturales a través de ejemplos convenientemente contextualizados, con un contraste que puede generarse entre elementos distanciados en el tiempo igual que en el espacio, pero también entre diferentes creencias o perfiles sociales (Romero de Tejada 2000). En cualquier caso el museo ha de ser consciente de sus tensiones y contradicciones para formular permanentemente nuevos problemas y proyectos e imaginar modos para intervenciones más estimulantes (Brito 2008).
Un aspecto significativo en la antropología actual es la representación de las identidades. Sin embargo, mientras los pequeños museos locales y comarcales parecen lograr con cierta facilidad este objetivo (aunque sean identidades fosilizadas y trasnochadas generalmente), los museos nacionales o regionales tienen difícil adoptar el papel de caracterizadores de identidades de las gentes del lugar donde se ubican. A pequeña escala, el Museo del Pueblo de Asturias, conserva y da a conocer la memoria del pueblo asturiano a través de mostrar la diversidad de un pueblo con diferentes grupos y clases sociales, lo que realiza esencialmente en sus exposiciones temporales (López Álvarez 2008). Para Extremadura, su proyecto «Museos de Identidad» aúna centros de variada temática en torno a procesos productivos y rituales (empalao, auroros, granito, alfarería, corcho, minería, ferrocarril, cereza, queso, turrón, pimentón, la octava del Corpus, arquitectura popular), otros generalistas de ámbito local y varios arqueológicos. Entre las grandes instituciones, el Nacional de Antropología está centrado en identidades de fuera de España y el del Traje se ha volcado en una faceta muy puntual de la identidad.
En el caso del Museo Etnográfico de Castilla y León, sus contenidos no se formalizan en un perfil distintivo de la región –o regiones dentro de ella– ni contrastan la realidad expuesta con otras distintas (Grau 2015). Como dice Roige (2015), puede que resulte difícil explicar la complejidad de un contexto con identidades cambiantes en unas sociedades complejas y permeables, o puede que no exista voluntad de hacerlo por parte de las instancias políticas que gestionan los museos.
Xosé Carlos Sierra (2015) ha puesto de manifiesto la importancia de recuperar la imagen que de la identidad gallega han dado los artistas desde finales del siglo xix a la actualidad. Poco se ha hecho en este sentido en Castilla y León, más allá de la organización puntual de exposiciones dedicadas a pintores del paisaje y el paisanaje (Ignacio Zuloaga, Sorolla, Guido Caprotti, García Lesmes, Díaz Caneja, Delhi Tejero, Castilviejo, Vela Zanetti, los integrantes del grupo Simancas o Manuel Sierra) o al ceramista Daniel Zuloaga, si bien nunca se han ligado a enfoques antropológicos. No obstante, no queremos dejar de aludir aquí a la existencia de una muestra de arte popular con una fuerte base de identidad en la exposición de exvotos pictóricos dedicados al Cristo de las Batallas de Toro (Zamora) entre los siglos xviii y xx, que se pueden ver en la sacristía de la iglesia de San Sebastián de los Caballeros y que fueron incluidos en una exposición temporal del Museo Etnográfico de Castilla y León en 2008 (Domínguez 2008).
Por otra parte, desde hace algo más de una década se viene dando un especial realce al patrimonio inmaterial, que afecta de lleno a lo antropológico. Este tipo de manifestación cultural está alcanzando un importante valor también en los museos, pero para muchos de ellos no es fácil desarrollar esta faceta en la que la recogida de testimonios orales, visuales y audiovisuales resulta fundamental. Las antiguas recogidas de materiales etnográficos no solían disponer de medios para registrar estos documentos, más allá de algunas fotos. Y aún los museos actuales siguen confiando en el poder de los objetos para transmitir información por si mismos a los visitantes sin recurrir a materiales complementarios ni a su contextualización (Fernández de Paz 2004).
Para Richard Kurin (2007) no es suficiente con el registro en audio o audiovisual de una canción o la realización de una actividad, sino que el valor patrimonial inmaterial se concentra en la propia gente que desarrolla ese acto y que lo entiende como parte de su identidad cultural. Ni siquiera sería suficiente una recreación por eruditos, artistas o individuos de una comunidad distinta. Lo fundamental es que la manifestación cultural se mantenga dentro de la comunidad que la siente como suya y que de este modo se asegure la transmisión a la siguiente generación. Lamentablemente en muchos casos se ha roto el vínculo cultural que se mantenía de generación en generación y los actuales herederos de testimonios materiales e inmateriales no conservan hacia ellos la misma consideración que tuvieron en el pasado; y en algunos casos han llegado a perder toda conexión con ellos. Por eso sigue siendo relevante la conservación de registros grabados. Sobre la aplicación de audiovisuales e historias orales a las exposiciones, los museos extranjeros nos llevan una gran ventaja (Alonso Pajuelo 2012), aunque no faltan en centros como el Museo Nacional de Antropología (Soguero y Azcona 2012).
Quizás uno de los pocos museos que pueden considerarse vivos e imbricados en el patrimonio que muestran sea el Alfar-Museo de Jiménez de Jamuz, un auténtico alfar con todas sus instalaciones. Desde su creación, este centro cuenta con un alfarero[10] que trabaja siguiendo los métodos tradicionales, que enseña y explica a los visitantes. El único elemento de museología tradicional es una amplia vitrina que, junto al portalón de entrada, contiene una variada muestra de antiguos cacharros producidos en la localidad. Hay que tener presente que en esta localidad continúan activos cuatro alfares tradicionales y que es una de las tres únicas Zonas de Interés Artesanal de Castilla y León[11].
En Castilla y León quizás el museo que, desde hace décadas, más se ha centrado en el patrimonio inmaterial es la Fundación Joaquín Díaz. Su museo de instrumentos musicales no es más que una faceta que va unida a un importante archivo fonográfico y documental. Este centro aglutina vídeos documentales y comerciales de tema etnográfico y más de catorce mil soportes sonoros, cuyo inicio se encuentra en grabaciones realizadas en los años sesenta por Joaquín Díaz y que suma discos, casetes y CD’s de tipo comercial registrados por grupos de música tradicional de la región y de todo el mundo[12]. Parte de las grabaciones pueden escucharse en una página web denominada Archivo de la Tradición Oral realizada en colaboración con el Museo Etnográfico de Castilla y León[13].
Junto al ejemplo veterano de Joaquín Díaz habría que aludir al trabajo que, desde la Diputación de Soria y el Museo Provincial del Traje Popular, realiza Enrique Borobio Crespo en la recogida de información sobre indumentaria, joyas, canciones y tradiciones, en muchos casos documentada a través de la grabación audiovisual.
No obstante, la implicación directa de los museos en la continuidad de las manifestaciones culturales y la aplicación de su papel como garante de su imbricación vital en las comunidades castellanas y leonesas no están suficientemente desarrolladas. Más bien, al contrario, muchos museos han servido para que los individuos que pertenecen a esas comunidades acudan a ellos como símbolo de una cultura del pasado, un testimonio fósil de lo que fue y se ha ido. A lo sumo, a través de recreaciones y representaciones ocasionales, se han convertido en un mero recurso turístico. Se enseñan esas manifestaciones o se acude a estos museos con el orgullo con el que se visitan los museos de historia o de bellas artes, reflejo de grandes cosas del pasado, no del presente. Como sostiene Fernández de Paz (2015), frente a la exhibición de las artesanías del pasado, raramente se encuentran en estos museos explicaciones sobre cómo son los artesanos actuales, y si han sabido adaptarse cambiando sus instrumentos y técnicas de fabricación, las morfologías o las decoraciones y cuáles son sus nuevos mercados.
En cierto sentido los museos antropológicos se han venido revistiendo de un aura ceremonial. En el caso de las pequeñas instituciones rurales su valor para producir un contenido simbólico y un vínculo social entre los individuos les dota de fuerza integradora a través de un discurso persuasivo (Sánchez del Olmo 2016) que, en este contexto, hace uso de rasgos tomados de la sociedad tradicional. Museos así dan forma tangible a lo que es una comunidad imaginada sustentada sobre una aparente verdad histórica construida gracias a un control retórico. Estos instrumentos hacen surgir un espacio de legitimación y de construcción social que sin embargo se sustenta en una experiencia basada en el recuerdo y no en la acción. El procedimiento crea un vínculo con una realidad que tiene más de ficticio que de transmisión generacional.
¿Qué elementos definen hoy la identidad de las comunidades en Castilla y León? No resulta un tema sencillo. En el ámbito rural, por una parte, están los símbolos religiosos –como imágenes de santos patrones–, las enseñas de carácter local –como los pendones del área del antiguo reino de León–, determinadas fiestas, algunos bailes y comidas y otros elementos puntuales. En el ámbito urbano los signos de identidad son más dispersos aún. En definitiva, mucho se ha perdido por el camino. Atrás han quedado relatos transmitidos oralmente, tierras que trabajar o un lugar que haya pertenecido a los antepasados y al que volver. Hoy pocos episodios unen las voluntades de los grupos humanos de esta comunidad autónoma.
Poco peso suelen cobrar los museos dentro de las actividades y ceremonias que conservan algún resto de identidad, ya que los escasos objetos asociados a ellas acostumbran a encontrarse en manos de ayuntamientos, iglesias y santuarios. Quizás una excepción la proporcionen los pasos procesionales de la Semana Santa, para los que en localidades como Zamora o Medina de Rioseco sendas asociaciones han creado espacios donde conservar y exhibir todo lo relativo a las procesiones. Por más que su carácter les acerque más a museos de Bellas Artes (el caso de los pasos conservados en el Museo Nacional de Escultura, en Valladolid, es paradigmático al respecto), no faltan junto a las esculturas otros objetos relativos a las cofradías (estandartes, varales, túnicas, medallas, cornetas, carracas, libros, etcétera) e incluso vídeos con el desarrollo de las procesiones (Fernández 2003: 398-400). Este sí es un patrimonio vivo, que anualmente sale del espacio del museo y recupera una función que moviliza a los vecinos, recuperando una antigua tradición que se renueva año tras años y va evolucionando con el paso del tiempo.
En definitiva, faltan referentes, las situaciones son muy cambiantes, se han roto los lazos y la continuidad con los antepasados. Peor aún, los símbolos que pretendidamente crean unidad regional son promovidos desde instancias políticas como elemento propagandístico (alimentos «Tierra de Sabor», «el museo más grande del mundo» o «¡Castilla y León es vida!»).
Los elementos más arraigados de identidad se concentran en el ámbito local, quedando la circunscripción regional como un aparatoso simulacro de carácter administrativo que concentra un escaso valor anímico. Los museos quedan así como un reducto para turistas y locales más que para las gentes del territorio regional. En este sentido se hace imprescindible indagar en cuáles son los valores «autonómicos» –si es que los hay– para la gente de esta Comunidad, lo que consideran que les representa y les identifica. Sólo de ese modo se podrá dar sentido real a estos museos antropológicos y asegurar la implicación de las personas en su desarrollo.
4. Reflexiones finales
Todas estas consideraciones pueden resultar fáciles de realizar desde un despacho, pero su plasmación en la renovación de los museos es otro cantar. Si la mayoría de los pequeños museos no tienen más personal que alguien encargado de administrar y gestionar el centro y una persona que atiende las visitas, no puede pedírseles una reformulación museológica. Incluso museos que inicialmente contaban con montajes originales y arriesgados, suelen quedar fosilizados sin posibilidades de renovación y resultan desfasados en unos años.
No muchos museos disponen de personal técnico volcado en sus instituciones. Generalmente se olvida que un museo no se reduce a una colección y una exposición; en ellos el factor humano –antropólogos y museólogos– es fundamental desde la recolección de objetos a la exposición, pero pasando además por la implicación de los grupos humanos que refleja y sobre los que interviene de una forma u otra. La adaptación a la actualidad debería ser fundamental en museos de carácter social y cultural, como los antropológicos.
La implicación de las comunidades tiene su máxima expresión en la donación de multitud de objetos que, lejos de ser parte viva de las mismas, generalmente permanecían arrumbados en desvanes, cuadras y leñeras. La voluntariedad de los vecinos del lugar donde se ubican estos museos y el interés de los ayuntamientos quedan en buena medida lastrados por un espíritu nostálgico que obstaculiza cualquier consideración desde el presente. En cualquier caso si las personas que hace un siglo utilizaban esos objetos en su vida cotidiana acudieran hoy a uno de estos museos no serían capaces de verse representadas en ellos; ni siquiera alcanzarían a verlo como una simulación poética de sí mismos.
No se logra a través de estos museos un desarrollo sociocultural de las comunidades reflejadas en ellos y el activismo tampoco llega a movilizarlos, quizás porque se trate de grupos en su mayoría envejecidos y asentados en cierto estatismo. Además de que sus preocupaciones tienden más a la urgencia de temas económicos y de disponibilidad de servicios sociales que a intereses culturales y de identidad.
Por otra parte sin equipos de antropólogos en las universidades de la región o en otros centros de investigación (apenas hay unas pocas figuras destacadas que trabajan de forma individual), resulta imposible la modernización de unos planteamientos teóricos claramente desfasados. Ello tiene su consecuencia en la extensión de unos museos nacidos de una visión en buena medida estancada desde hace medio siglo. No reflejan la realidad social actual, sus cambios recientes y sus conflictos tan alejados de lo que ocurría hace un siglo. No tiene cabida la agricultura y la ganadería actuales, cada vez con menos peso económico, en las que se busca la rentabilidad a través de nuevos cultivos y en la que nada hay de autarquía y se depende de ayudas facilitadas a través de la Política Agraria Común de la Unión Europea. Las artesanías quedan como un fenómeno residual y apenas protegido más allá de la organización de periódicas ferias monográficas. Al mismo tiempo la recuperación del patrimonio industrial se reduce a mostrar aspectos técnicos de los molinos harineros mientras se relegan azucareras, fábricas de cerámica, fundiciones, fábricas de maquinaria agrícola e instalaciones ferroviarias y mineras, por ejemplo, y suele olvidarse todo lo relativo al ámbito urbano.
El panorama es complejo y exige un fuerte cuestionamiento de lo hecho hasta ahora, pero para ello es imprescindible contar con las comunidades implicadas y con las administraciones que disponen de los medios para financiar cada actuación. Habrá que ver qué depara el futuro.
BIBLIOGRAFÍA
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NOTAS
[1] La gestación de este museo se inicia en los años ochenta a partir de la adquisición de objetos procedentes de la provincia de Zamora, al ser una iniciativa de la Caja de Ahorros Provincial de Zamora (luego se fusionó con otras entidades en la Caja España, después unida a Caja Duero y ahora absorbida por Unicaja, de Málaga). Posteriormente se ha ido ampliando el ámbito territorial cubierto por sus colecciones a toda la Comunidad Autónoma, pero aún quedan extensos espacios infrarrepresentados, sobre todo en la zona oriental, como Valladolid, Segovia o Soria.
[2]<http://www.uab.cat/web/estudiar/listado-de-grados/informacion-general/antropologia-social-y-cultural-1216708258897.html?param1=1217399695080> Consulta: 31/05/2018
[3] Por ejemplo, el Museo Nacional de Antropología recoge entre sus tareas «recoger y estudiar las nuevas formas culturales que están surgiendo» y «permitir al público relacionarse, por medio de los objetos, los usos y costumbres de otros pueblos, con aquellos otros que estén más cercanos a su propio entorno cultural» (Real Decreto 119/2004, de 23 de enero, por el que se reorganiza el Museo Nacional de Antropología).
[4]<http://www.museo-etnografico.com/areas.php?id=207> Consulta: 31/05/2018
[5] En algunas celebraciones con pretensiones de recuperación de actividades hoy perdidas, como la recogida de la cosecha de cereal, la matanza del cerdo, la elaboración tradicional del vino o el aceite, nos encontramos con una intención más de tipo turístico que de reforzar símbolos de identidad local.
[6]< http://www.etnoleon.com> Consulta: 31/05/2018
[7] Entre 2003 y 2017 se han donado al Museo Etnográfico de Castilla y León más de 1.250 referencias (que incluyen un número mucho más elevado de objetos, libros y fotografías). Se puede encontrar el listado en el Boletín Oficial de las Cortes de Castilla y León de 4 de abril de 2018. <http://sirdoc.ccyl.es/sirdoc/PDF/PUBLOFI/BO/CCL/9L/BOCCL0900395/BOCCL-09-024870.pdf> Consulta: 31/05/2018
[8]< http://www.museosm.com/inicio.html> Consulta: 31/05/2018
[9] El proyecto se inició en 2011 con la grabación audiovisual de entrevistas a los antiguos trabajadores.
[10] El primero que se ocupó del alfar, Martín Cordero, fue maestro de varios jóvenes y cuando murió en 2007, el último de sus alumnos, Jaime Argüello, le reemplazó en el puesto.
[11] Resolución de 27 de julio de 2017, de la Dirección General de Comercio y Consumo (BOCyL de 11 de agosto de 2017).
[12]<https://funjdiaz.net/fono0.php> Consulta: 31/05/ 2018
[13]<http://museo-etnografico.com/antropofonias.php> Consulta: 31/05/ 2018