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Siempre tuve la sensación de que España habría sido menos artística y menos monumental sin la figura y el talento de Jenaro Pérez Villamil. Su peculiar forma de entender el paisaje o las formas arquitectónicas y el singular acierto de colocar al ser humano en sus personales descripciones artísticas de la realidad, hacen de su inmensa obra un legado identificador e identificable. No cabe duda de que esa visión del entorno, esa mirada subjetiva y diferente, fue el resultado de la conjunción entre una mentalidad romántica y una percepción estética del espacio y de las formas que lo ocupaban. El período de influencia del Romanticismo, que abarca casi un siglo –del último cuarto del xviii al último cuarto del XIX– es testigo de muchas tendencias que van desde el Sturm und Drang (tempestad y empuje) alemán –personal y juvenil- hasta el costumbrismo realista, pasando por revoluciones industriales y científicas que hacen del siglo XIX, época en la que el movimiento romántico tiene su auge y decadencia, una centuria inquieta y apasionante. Predominan sin embargo, a lo largo de todo ese tiempo y fundamentalmente en Europa, el gusto por la Edad Media (oscura, legendaria, heroica), el interés por los viajes (aventura, libertad y exotismo) y una tendencia algo morbosa hacia la autocontemplación desde la duda y el pesimismo. La personalidad de Pérez Villamil va más allá de todas esas tendencias y crea un mundo en el que caben las personas y sus obras; los panoramas y el detalle; los cielos abiertos y las nubes tormentosas. Todo ello plasmado sobre distintos soportes cuyas técnicas utiliza magistralmente de modo que, por naturales y perfeccionadas, no estorben nunca a la contemplación estética y placentera del conjunto. Podría decirse que su obra entera es la última tentativa pictórica de mostrar un temperamento, una personalidad distinta y arrolladora, antes de que la fotografía viniera a reducir la realidad en detrimento de la imaginación. El trabajo de Villamil ayudó a desarrollar un sentido estético particular que sirvió a muchas generaciones de españoles y extranjeros para percibir una España diferente, más cercana a la magia y a la fantasía que a la ruinosa realidad que el siglo XIX ofrecía.
El pensamiento griego, al menos desde la época de Protágoras, defendió que el ser humano era la medida de todas las cosas y en cierto modo Villamil demostró en su obra que el individuo era absolutamente necesario para el juego iconográfico de observar y ser observado. Las pequeñas figuras que aparecen en los paisajes y junto a los monumentos de su extensa producción no solo muestran una riqueza y variedad espectacular para el mejor conocimiento de la indumentaria popular sino que al igual que la pulgada, el codo, la braza, el pie y todas las medidas que atañen al cuerpo, esas figuras ayudaban a concebir mejor un mundo en el que los seres humanos y sus monumentales obras se daban la mano y convivían sin conflicto.