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Tal vez la primera noticia de un bastón como símbolo de poder nos la dan los lacedemonios, aquellos espartanos lacónicos a quienes Jenofonte describió como un pueblo capaz de compaginar la música y la lucha. Acaso fuese Licurgo, el legislador autor de las constituciones que regían la vida espartana, quien ofreciese en normas indescifrables la posibilidad de convivir bajo leyes tan diversas y hasta antitéticas. Recordemos que algunos relatos le suponen el redactor de la Gran Retra, compilación legislativa para la que pidió desesperadamente respeto y obediencia. Hizo prometer a los habitantes de su ciudad que observarían esa normativa hasta que él volviese y tras haberlo conseguido salió de la ciudad y se quitó la vida, convirtiéndose así en el primer personaje legendario a quien su pueblo tuvo que esperar eternamente, como luego sucediera con Carlomagno, con el rey Arturo o con otros jefes a los que la fábula ofreció la posibilidad de volver en cualquier momento de peligro para salvar a su comunidad.
Los lacedemonios tenían un artefacto, al que denominaban «skytale», palabra que encerraba dos significados: por un lado era un «palo», es decir un trozo de madera generalmente cilíndrico al que rodeaba una tira de pergamino enrollada transversalmente de modo que fuese mostrando los símbolos que estaban escritos en esa misma tira, pero por otro lado si el propietario de ese bastón desenrollaba la tira y la enviaba a otra persona solo se podía leer el mensaje encriptado si quien lo recibía tenía un palo del mismo exacto diámetro del anterior. Dado el carácter al tiempo guerrero e intelectual de los lacedemonios no puede extrañar que un bastón de esas características se considerara un símbolo de poder, pues contenía una clave y la información siempre significó supremacía. Los atributos de algunos reyes asirios y babilonios, como Sargón, muestran una iconografía pertinaz y prolongada de mandatarios retratados con su símbolo más evidente. El libro del Exodo, en su capítulo 7, nos narra con detalle el conflicto de poderes entre los hebreos y los egipcios, representados por la vara de Aarón y las varas de los sacerdotes del faraón: la vara de Aarón –esa cortada de un almendro que floreció entre todas las similares y que le eligió por voluntad divina– se convierte en serpiente y se traga a las que los sacerdotes habían transformado también en serpientes con artes imitatorias.
La varita mágica o varita de la virtud que muchos personajes de cuentos y leyendas sostienen en sus manos y gracias a la cual, ayudados de palabras secretas, consiguen fuerza o autoridad sobrenatural, constituye sin duda un eslabón más de una cadena fabulosa que atraviesa la historia de la humanidad y que enlaza un pasado numinoso con un futuro incierto.
Tal vez tenga el mismo sentido –más allá de haber sido elegido por la providencia o por el pueblo– el bastón de mando que ostentan en su mano todavía hoy los alcaldes, los jueces, los generales y muchos otros miembros de la sociedad. Las varas de los mayordomos de las cofradías que todavía existen en pueblos y ciudades de España suponen, aun con dificultades crecientes de interpretación, el mismo significado latente. La información solo es poder cuando quien tiene la vara sabe usarla y maneja los datos correctamente y con criterio.