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De la necesidad de comunicarse con quienes le rodeaban tomó el ser humano la costumbre de apellidar. Nebrija reconoce la relación entre la palabra con que se llamaba a una persona y el cognomen. Éste venía a ser la forma más eficaz de describir a un individuo con una sola voz. Porque casi todos los apellidos que procedían de esa costumbre retrataban las características físicas de su portador, ayudando a quien lo usaba a imaginar las razones por las cuales se le había dado ese calificativo: no cabe mayor ni mejor empleo de la síntesis. Un solo vocablo reunía virtudes, defectos, cualidades, carencias, lacras o cualquier tipo de puntualización que ayudara no sólo a identificar a una persona sino a evaluarla. Un oficio –orive igual a platero–, la condición o la índole –bueno–, el tono del pelo –rojo, bermejo–, el color de la piel –blanco, negro–, servían para denominar a un hombre o una mujer usando unos amplios límites que podían ir desde el elogio hasta el insulto. Algo similar a lo que sucedía con los motes. Parece que fue entre los trovadores y en la Edad Media cuando nació la palabra mote con el sentido de vocablo ocurrente para hacer gracia (bon mot per rire), aunque lo de la risa no lo tuviera precisamente claro aquel peón de Cozcorrita que aparece en la Vida de Santo Domingo de Silos, al que no le molestaba tanto que le azotasen los moros como que le dijeran «malos motes» del tenor de «perro», «hereje» y «vago». Si mote tuvo otros sentidos, como el de lema caballeresco o composición musical (de ahí motete), ambas acepciones consiguieron menos éxito que la comentada, que vino a ser una especie de epigrama condensado. Si el epigrama, en el fondo, responde al significado de frase acertada que merecería el honor de ser grabada en una placa (recordemos el elogio: «Cómo se expresa esa persona; más que hablar, esculpe...»), tampoco sería equivocada la comparación entre mote y epigrama, ya que el mote terminaba siendo, como el rótulo de una calle, un homenaje popular y público a un individuo o a una familia entera. De motes sabemos mucho los españoles por carácter y por tradición (Marcial, Alcázar, Quevedo, Lope, etc.); ningún pueblo de la Península puede decir «de esta agua no he bebido» ya que la mayor parte de sus habitantes ostentarán, con más o menos orgullo, ese apellido añadido que les distingue del resto.