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I.
Definida como «Perturbación atmosférica violenta acompañada de aparato eléctrico y viento fuerte, lluvia, nieve o granizo»[1], la tormenta siempre ha sido considerada como un elemento capaz de aniquilar en un instante las economías de supervivencia y, por ello, llenar de zozobra a los hombres de nuestros pueblos. Este temor, al menos en el mundo rural, ha sido mayor en cuanto mayor ha sido igualmente el desconocimiento de las causas que originan las tormentas, casi siempre consideradas de tipo sobrenatural.
Siguiendo el pensamiento heredado de la Edad Media, gran parte de las tormentas proceden directamente de la mano de Dios, que pretende castigar a los hombres por sus faltas cometidas, al tiempo de procurar el arrepentimiento de los pecadores, ya sea directamente o haciendo que se materialice su cólera por medio de ángeles, vírgenes o santos. Pero en ocasiones son las fuerzas maléficas (demonios, brujas...) las fraguadoras de las tempestades o conductoras de las mismas, aunque contando para ello con la permisividad del mismo Dios. Esta permisividad divina es la que pone en manos de las almas que ya se han salvado la facultad de provocar la tempestad como un suplicio para conseguir la remisión de las culpas de las ánimas que aún siguen vagando:
Las tormentas las mandan las otras ánimas, las que ya están arriba, pa que sufran y se atormentin las ánimas que están abaju, y cuandu ya se hayan atormentáu y hayan sufríu de lo lindu, antonci ya podrán subí p’arriba[2].
El Dios colérico y justiciero no siempre nos ofrece la tormenta como castigo, sino como un instrumento de poder capaz de frenar la propia destrucción de los hombres. Un ejemplo conocido, al decir de un viejo cronicón (Figura 1), es el que responde a la mítica Batalla de los Rayos, en la que murieron hasta 80.000 hombres y que tuvo por marco la actual Extremadura:
Desde q. se pobló España hasta el siglo presente siêpre los Españoles era[n] brauos, espantosos y terribles, aora la fé y justicia; y el obedecer a vn Principe corrige este natural belicoso y terrible. Que mayor terribilidad y furor, q[ue] la de los Españoles de Estremadura, q[ue] viuia[n] junto al rio Guadiana mas de quatrocientos años antes q[ue] Christo naciesse; sobre el repartir los pastos, se dieron vna batalla campal, en la qual hasta las mugeres pelearon armadas, acompañando a su padres y maridos. Murieron ochenta mil hombres, continuando la batalla con tan grande porfia, que para impedir Dios no pereciesse del todo nación ta[n] terrible, embió truenos, relámpagos y rayos, q[ue] obligasen a retirar los exercitos[3].
En otros momentos Dios toma, como no podía ser de otra manera, un claro partido, y fragua la tempestad con el claro deseo de aniquilar a las tropas que luchan contra los cristianos. Para que su golpe sea más certero envía al apóstol Santiago al mando de la destructora tempestad. Así lo aseguran en Marchagaz, donde en su iglesia, titulada de Santiago, se venera una imagen del apóstol sobre un caballo, cuyas patas delanteras pisan dos cabezas de agarenos. En las estribaciones de la Sierra de Santa Bárbara, en cuya falda se asienta el pueblo, se desarrolló una cruenta batalla entre moros y cristiano por la toma del castillo de Palomero. Como éstos se vieran malparados, Dios propició una tormenta y en medio de ella apareció Santiago, montado en el consiguiente caballo blanco, lanzando con su espada unos certeros rayos que fulminaban a los enemigos. Fue así como la contienda se decantó a favor de los cristianos, que de inmediato se enseñorearon de la fortaleza.
El Dios abstracto se concretiza en Extremadura, para convertirse en el Hijo, el Cristo que bajo diferentes advocaciones fragua la tempestad para castigar pecados individuales, aunque en ocasiones sus efectos recaigan sobre la colectividad, que ve alterada su vida y dañadas sus haciendas. Así sucede en una localidad del Valle del Jerte, donde uno de los cristos que allí se veneran recibe tal humillación que lo «obliga» a manifestar su poder en forma de tormenta:
Cuentan en Valdastillas que durante unos Carnavales sacaron al Cristo de la Iglesia, no al de la ermita, en procesión de rogativa de aguas. Al pasar delante de una cuadrilla carnavalesca comentaron los juerguistas:
-Sí, os creéis que va a llover porque saquéis al Cristo ese en procesión. Estáis apañaos...
Al día siguiente, de mañana, se armó una tormenta sobrecogedora. Dos álamos frondosos que se alzaban junto a la iglesia cayeron al suelo y otro álamo quedó fulminado por un rayo. La gente echó las culpas a los del Carnaval, quienes se arrepintieron de lo que habían dicho[4].
Sin embargo, el Cristo del Humilladero, de Garrovillas (Figura 2), hace blanco de sus iras únicamente a aquellas personas que alardearon de su maldad, especialmente dirigidas hacia la imagen o hacia la ermita que le sirve de cobijo. Cuenta la leyenda que Chaleca, nombre con el que se conocía a un oficial garrovillano que había servido en los Tercios de Flandes, tuvo la osadía de arrancar una de las rejas del santuario. Al instante se levantó una tormenta y uno de los rayos fulminó al militar, teniendo aún el cuerpo del delito en sus manos. Tal hecho es recordado en una de las cantinelas que se entonan en el pueblo:
Chaleca, Chaleca teme
a la ira del Señor;
tu padre quitó la reja.
cayó un rayo y lo mató[5].
Por otro lado, aunque no deja de ser impetrado para la lluvia, existe la creencia de que la ira de este Cristo del Humilladero se manifiesta en forma de una terrible tempestad cada vez que los devotos tratan de mover la imagen, razón por la que nunca debe salir a la calle. Tal creencia halla su razón de ser en una leyenda que refiere el robo de la talla. Los ladrones, que actuaron amparados por las sombras de la noche, se vieron sorprendidos por una tormenta que los llenó de pavor y les movió al arrepentimiento, devolviendo de manera inmediata la imagen a su altar[6].
Creencias semejantes, tal vez motivadas por relatos de esta índole, se ciñen en torno al Cristo de la Peña, de Casar de Cáceres, y al Cristo de Deleitosa. Ambos solían mantenerse ocultos por sendas cortinas, diciéndose acerca del primero que el simple hecho de correrlas desencadenaría sobre el pueblo grandes tormentas[7].
Idénticos resultados hallamos en relación con Nuestra Señora del Valle, una imagen del siglo xvii que ocupa una alta hornacina del retablo mayor de la iglesia puesta bajo su advocación en Villafranca de los Barros. Advierten en el pueblo que «a la Virgen del Valle no hay que tocarla», ya que de obviarse tal advertencia se tiene la seguridad de que se desencadenarían unas tempestades como nunca se vieron.
No siempre el castigo, que llega en forma de rayo exterminador, se produce de manera inmediata. En Navalmoral de la Mata un individuo muere por una exhalación y los vecinos ven en ello las consecuencias de haber arrancado algunos años antes una cruz que se levantaba a la entrada del pueblo. En Trujillo es un niño el que orina una mañana sobre una tumba en el cementerio y por la tarde es fulminado por un rayo. Indudablemente los vecinos encuentran una clara relación. En Mohedas de Granadilla dos campesinos se refugian en una ermita semiabandonada y utilizan sus deteriorados retablos para encender un fuego en el que secarse las ropas que les había empapado la tormenta. Cuando regresan al pueblo se encuentran que sus casas han sido alcanzadas por sendos rayos y las han convertido en ruina. En Ahigal un hombre se burla de quienes asisten a la procesión del Corpus Christi y se marcha al campo a trabajar. Por la tarde, cuando vuelve, se ve obligado a refugiarse en un ventorro junto al río Alagón para ponerse a salvo de la tormenta que acaba de formarse. Pero ello no impide que un rayo penetre en la venta y le arranque de cuajo un borceguí. Otro vecino de la misma localidad vio impotente cómo un rayo le quemaba todas las hacinas acumuladas en la era, mientras que en la iglesia se celebraba la misa en honor de Santa Marina. No había cumplido con el precepto de descansar el día de la patrona.
En el mismo sentido de los anteriores sucesos se orienta un popular romance, Los pobres de la ermita, donde se refiere cómo dos menesterosos que duermen a la puerta de un humilladero de Helechosa son vilipendiados por unos obreros que los sorprenden. El castigo en forma de tormenta aniquiladora tardará poco en llegar:
Un mozo llamado Antonio
cogió y les tiró una piedra,
y uno de los pobres dijo:
-Dios te dé lo que merezcas;
del cielo caiga el castigo,
si no le hay en la tierra,
a los hombres atrevidos
que a los pobres apedrean.
Se miran unos a otros
y nada se contestaron,
y entre gritos y algazaras
por el camino marcharon.
Y a la hora de la siesta se formó una horrible tempestad, que inmediatamente el pueblo consideró como la directa consecuencia de la falta cometida:
Ya que cesó la tormenta,
los obreros se encontraban
todos cubiertos de barro,
y hasta la misma garganta.
Y uno que tenía algo de vida
pronunciaba estas palabras:
-Hoy estamos castigados
por la majestad divina,
por haber apedreado
a los pobres de la ermita[8].
Esta individualización del castigo divino se patentiza en el conocido romance, muy escuchado por tierras extremeñas, bajo el título de El Milagro del Trigo. El Señor manda la tormenta para que haga estragos sobre las tierras del labrador que ha mentido a la Sagrada Familia en su marcha hacia Egipto:
La Virgen va caminando
por un estrecho camino
y San José va delante
vestido de peregrino;
al Niño le llevan
con mucho cuidado
porque el Rey Herodes
quiere degollarlo.
Siguieron más adelante
y a un labrador que allí vieron
le ha preguntado la Virgen:
-Labrador, ¿qué estás haciendo?
Y el labrador dice:
-Señora, sembrando
un poco de piedra
para el otro año.
Tan grande la tempestad
que el Señor mandó de piedra
que parecía lo aquello
lo mismito que una sierra,
y el labrador dice:
-Este es el castigo,
por ser mal hablado
está bien merecido[9].
Esta condena que sufre un infractor concreto se observa nítidamente en una leyenda que tiene por marco los picos de Jálama, en la cacereña Sierra de Gata. Por aquellas cumbres se alzaba el pequeño santuario de San Casiano, atendido por un viejo ermitaño que en su juventud se había retirado a estos parajes para expirar sus pecados. A pesar de su pobreza y de subsistir gracias a las limosnas, que recababa por los pueblos de los contornos, no faltaban quienes lo suponían dueño de una gran fortuna monetaria. Por este motivo dos forajidos intentaron robarle el supuesto tesoro que guardaba en el tronco de un árbol. Y ambos cayeron fulminados cuando introducían las manos en el escondite[10].
También el intento de apoderarse de riquezas ajenas, aunque permanezcan ocultas para sus legítimos dueños, acarreó el consiguiente castigo de quienes creían haberse topado con la fortuna. Así sucedió en los parajes de la Fuente del Rey, en el camino que conduce de Coria a Gata. Junto a este manantial un abuelo, un padre y un nieto descubrieron la cabeza de un moro grabada en la peña y un tubo de lata que contenía el consiguiente pergamino con la inscripción de rigor: «A donde mira el moro está el tesoro». Cuando afanosamente se ocupaban en la localización de enunciado tesoro, un rayo acabó con sus vidas[11].
Un romance recogido Caminomorisco presenta la figura del pastor resignado a sufrir el mal que se le acerca en forma de tormenta, poniendo a Dios y a la Virgen como jueces de sus posibles pecados:
Careaba un pastorcito
a su ganado una tarde,
vio venir a una nube,
de forma que piedra trae.
-¡Poderoso Dios del cielo
y su santísima madre,
que pague quien culpa tenga,
quien no la tenga se salve!
Si yo fuera el pecador,
o mi ganado el culpable,
paguemos dambos los dos
antes que acabe la tarde,
si la culpa no tenemos,
se arretire pa otra parte.
Las nubes, como obedientes,
se iban pa la otra parte.
Se lo mandó Dios del cielo
y su santísima madre[12].
En el año 1990 una tormenta descuajó un roble centenario que se alzaba frente al atrio de la ermita del Cristo de la Victoria, de Valdastillas (Figura 3), desde hacía doscientos años[13]. Se le consideraba un árbol sagrado. Curiosamente florecía en invierno, un mes antes que los robles que crecían en su entorno.
Su leña era considerada incombustible y si alguien arrojaba una piedra al roble bendito de la Ermita, la piedra era devuelta contra el que la lanzó. Continúa la leyenda narrando los diversos intentos, por parte de forasteros, para apear este ejemplar, que era inmune a los hachazos[14].
Era indudable que el árbol gozaba de la protección del Cristo de la Victoria. Por ello su desaparición fue considerada como un castigo divino, por lo que no es difícil, cuando los vecinos se refieren a esta tragedia, escuchar expresiones muy reveladoras: «Si esto pasó, es que algo hicimos mal», «A lo mejor es que el Cristo nos castigó de esa manera, que es que no somos tan buenos».
II.
Este temor a los escarmientos por parte de Dios hace que sean muchos, cuando la tormenta se presenta, los que les dirijan la súplica pidiéndole compasión. Muy popular es ésta en toda Extremadura:
Aplaca, Señor, tu ira,
tu justicia y tu rigor.
¡Dulce Jesús de mi vida!
¡Misericordia, Señor!
Puesto que llegado el momento nunca sobran los rezos, bueno recurrir a la consabida oración, que, para que surta el efecto deseado, ha de repetirse nueve veces, aunque siempre después de los correspondientes Padrenuestro y Avemaría:
Santo Dios,
Santo fuerte,
Santo inmortal,
líbranos, Señor, de todo mal.
Santo, Santo, Santo,
Señor Dios de los ejércitos,
llenos están el cielo y la tierra
de las grandezas de tu gloria.
Gloria al Padre,
gloria al Hijo,
gloria al Espíritu Santo.
Como broche de la anterior invocación encontramos el conocido trisagio, muy recurrido por las tierras extremeñas, una larga plegaria rimada, con el estribillo de rigor, y que los devocionarios al uso intitulan como Gozos a la Santísima Trinidad, de la que entresacamos algunos de sus versos:
Dios Uno y Trino, a quien tanto
Ángeles y Serafines
Arcángeles. Querubines,
dicen: Santo, Santo, Santo.
Oh misteriosa deidad
de una esencia y tres personas,
pues que piadosa perdonas,
nuestra miseria y maldad,
oye con benignidad
este fervoroso canto.
Ángeles y Serafines,
Arcángeles y querubines
dicen: Santo, Santo, Santo.
Este Trisagio glorioso
voz del coro Celestial
contra el poder infernal
es auxilio poderoso,
y en este mar proceloso,
puerto en que cesa el quebranto.
Ángeles y Serafines…
De la muerte repentina
del rayo exterminador,
de la peste y del temblor,
libra esta oración divina;
ella la mente ilumina
y disipa nuestro llanto.
Ángeles y Serafines…
Es el iris que se ostenta
precursor de la bonanza,
es áncora de esperanza
en la desecha tormenta,
es la brújula que orienta
al tender la noche el manto.
Ángeles y Serafines…
En ocasiones el rayo no tiene una razón punitiva, sino más bien disuasoria, como se pone de manifiesto a través de la biografía de don Juan de Sotomayor y Zúñiga, segundo conde de Belalcázar (Figura 4). Este joven, que llevaba una vida disoluta, empleaba parte de su tiempo en el ejercicio cinegético. Un día, yendo de caza, se vio sorprendido por una tormenta en las proximidades de la localidad pacense de Herrera del Duque:
(...) de repente se enojó ceñudo el cielo, levantáronse oscuras y densas nubes, encapotó el sol sus luces, quedando el día reducido á tinieblas de la noche. Soplaban los vientos furiosos y encontrados. Empezaron los truenos á resonar en las nubes con temerosos estruendos; despedían contínnos y pavorosos relámpagos. Deshacíanse las nubes en fuertes aguaceros, y en borrascosos granizos; rompianse con horribles rayos; y parecia que desnuda la espada de la divina justicia, queria con sus iras asolar los montes y destruir á los que en ellos estaban.
Los criados y monteros atónitos, confusos y horrorizados, procuraron buscar algun asilo, amparados de los árboles; solo el conde no pudo tan apriesa retirarse. Y estando apartado de los suyos, oyó asombrado un ruidoso trueno, vió aterrado un espantoso relámpago, y al mismo tiempo cayó junto á él un rayo tan furioso y formidable, que abrasó el cercano monte, y le derribó del caballo, dejándolos, aunque del todo ilesos, privados de los sentidos, y descaecidos de las fuerzas naturales, pasando muy buen espacio del tiempo antes que pudiesen volver en si y reforzarse…
Volvió en sí, y milagrosamente confortado en las naturales fuerzas, reparó que toda la circunferencia en que estaba, la habia abrasado el fuego que habia despedido el rayo, con tal voracidad, que no perdonó ni á.la más débil yerba, ni á la más robusta planta; y solo dejó intactos á él y al caballo, como si estuvieran muy distantes. Admiró el prodigio, conoció el beneficio, ponderó la obligacion, y se confesó incapaz de poder satisfacer tanto crédito, si Dios no le daba un todo para corresponder y pagarle. Entró con la consideracion dentro de sí mismo, y con la luz clarísima de la gracia, se despejó su vista, conociendo con eficaz desengaño su ruin correspondencia á beneficios tantos[15].
Este hecho supondría un cambio radical en su vida, ya que a los pocos días entraba como religioso en el monasterio de Guadalupe, tomando el nombre de Fray Juan de Puebla de Alcocer y llegando con posterioridad a ser el fundador de la Santa Provincia de los Ángeles, de la Orden Franciscana[16].
Muchas veces la tormenta aparece con la única intención que obligar al cumplimiento de las viejas costumbres o impedir sus transgresiones. Así sucedió en Castañar de Ibor, en relación con su milagroso Cristo de Avellaneda. Como el cura quisiera romper con la tradición de sacarlo procesionalmente por un itinerario distinto al de siempre, contraviniendo la opinión de los vecinos, apenas habían andado unos metros cuando se preparó una tormenta que obligó a los devotos a refugiarse en la iglesia. El sacerdote desistió de su empeño y la tempestad se esfumó en un instante.
No es el anterior el único caso. Conocido es cómo el concejo de Jarandilla se había obligado por voto a ofrecer cada año dos arrobas de cera a Nuestra Señora de Sopetrán, cuyo monasterio se alza en las proximidades de Hita, en la provincia de Guadalajara. Tal actuación se debió al hecho de que esta Virgen, allá por la segunda mitad del siglo xiv, libró a la localidad verata de una plaga de langosta. Así lo vinieron haciendo hasta que un año creyeron oportuno no cumplir el viejo voto, y en la fecha en la que aquél debió hacerse patente cayó un pedrisco que destruyó toda la cosecha. La tormenta fue considerada como el castigo divino por el incumplimiento de la ancestral promesa. Lógicamente el voto volvió a cumplirse a rajatabla hasta que la localidad de Jarandilla optó por erigir una ermita a la citada Virgen de Sopetrán[17].
También la tormenta se convierte en juzgadora de actuaciones, como refleja uno de los exvotos pictóricos, conocido como el Milagro del Aceite, que se conserva en la ermita de Nuestra Señora del Ara, en Fuente del Arco. El hecho acaeció en el año 1722. El mayordomo estaba obligado a entregar mensualmente al santero una cuartilla de aceite, que éste empleaba para su manutención y para la lámpara de la Virgen. Pero en una ocasión el camarero del santuario, dueño de un cortijo de las proximidades, se negó a cumplir con la manda. De manera inmediata se originó una tormenta y la tromba de agua inundó las bodegas del cortijo, derramando todo el aceite que contenían las tinajas. Pesada la tempestad recogieron el aceite que flotaba sobre el agua, faltado para llenar las tinajas aquella cantidad que el mayordomo se había negado a entregar al ermitaño[18].
En el año 1684 Frey Diego Bezerra Valcárcel, prior de Magacela, instituye una fiesta en honor de San Aquila y Santa Priscila, un matrimonio natural de Éfeso que arriba a la Bética en compañía de San Pablo. Tras pasar por Mérida, llegan a Magacela, donde son martirizados en el año 95. El prior, dando pábulo a unas supuestas visiones, asegura que los restos se hallan dentro de una charca en las proximidades de la localidad, razón por la que manda desecarla. Antes de obtener resultados satisfactorios, que no serían otros que el hallazgo del sepulcro con los restos de los santos, se produce una tormenta que anega la laguna. La tempestad es interpretada por el prior como un claro deseo del cielo para que no se toquen los huesos de los mártires, que desde ahora serán conocidos como los Santitos de Magacela[19].
Son cuantiosas las leyendas que hablan del intento de llevarse al convento de Guadalupe los restos de los Santos Fulgencio y Florentina que, escondidos en la Sierra de las Villuercas en tiempos de la reconquista, fueron hallados por un labrador de Berzocana en el año 1223 (Figura 5). Algunos documentos recogen declaraciones de los vecinos sobre los milagros que impedían el que los frailes guadalupenses consiguieran su objetivo: cuantas veces trataron de llevárselos, ya puestos en camino, el día se tornaba noche y las reliquias de los santos reaparecían dentro de la iglesia[20]. Sin embargo, en el pueblo se mantiene una tradición acerca de cómo los frailes del convento de Guadalupe acabaron desistiendo de su empeño. Una comisión del prior llegó a Berzocana y una vez tomadas las arcas de las reliquias, cuando aún se encontraban en la iglesia se preparó una tormenta que duró varios días y no cesó hasta que los frailes reconocieron que la tempestad era la prueba por la que los santos manifestaban su deseo de permanecer en el lugar en que fueron hallados.
III.
En Extremadura, al igual que en gran parte de Europa, encontramos relatos del mendigo o peregrino que camina de pueblo en pueblo premiando con buenas cosechas y aumento de los ganados o castigando con grandes tempestades, dependiendo del grado de caridad que la gente muestra hacia él. Tales prácticas perniciosas no escaparon a la antigua legislación. A modo de ejemplo citamos el concilio franco celebrado en el año 801, bajo el reinado de Carlomagno, donde se dispone que «A los que hacen tempestades... no se debe matar, sino prender, a ver si así se arrepienten...»[21].
Por lo que respecta al suelo hispano será la Lex Gothica o Fuero Juzgo la que ponga de relieve este delito, especificando las penas que conlleva:
Los proviceros, o los que fazen caer la piedra en las vinas o en las mieses…, estos atales que quier que el juez o so merino les podiera fallar o provar, faganles dar a cada uno CC azotes, e sennálelos na fronte layda mientre, e fagalos andar por diez villas en derredor de la cibdat, que los otros que los vieren sean espantador por la pena destos. E porque non ayan poder de fazer tal cosa dali adelantre, el juez los meta en algun logar o bivan, e que non puedan empezer a los otros omnes, o los enbie al rey que faga dellos lo que quisiere. E los que tomaren conseio con ellos reciban CC azotes cada uno dellos; ca non deven seer sin pena los que por semeiante culpa son culpados[22].
Riomalo de Arriba es arrasado por una tormenta, salvándose solamente la familia de la tía Lominada. Esta, aconsejada por el peregrino, se refugió en la cueva de Valdecerezo antes de que enviara la tempestad en castigo por haber sufrido todo tipo de vejaciones del resto del vecindario (Figura 6). Otra tormenta aniquila en Cambrón el rebaño de un pastor que le negó al susodicho peregrino una alcuza de leche[23]. La Cebaílla era una alquería próxima a esta última localidad cuya desaparición se achaca a una tormenta que fraguó una mendiga que no fue socorrida con limosnas.
En ocasiones este peregrino o menesteroso es la encarnación del propio Cristo. Así sucede en Portezuelo, a donde el vagabundo acude en busca de un trozo de pan, limosna que le niegan todas las mujeres reunidas en un horno. Sólo una anciana le ofrece posteriormente el único mendrugo que posee. Al entregárselo descubre que el pobre es el mismo Cristo, ya que ve en sus manos las heridas de los clavos. Aquella noche una tormenta desbarata totalmente el horno, lo que se considera un castigo en respuesta a la falta de caridad de las mujeres. Por el contrario la anciana verá que a partir de aquel día el más ínfimo trozo de masa que coloque en su fogón crecerá hasta formarse en un pan de grandes proporciones.
En la vecina localidad de Torrejoncillo el Cristo caminante una noche de invierno solicita cobijo en una de las aceñas del Alagón. El molinero se la niega alegando que no hay espacio. El peregrino se marcha hacia otro molino de las proximidades, donde se le agasaja con cena, lumbre y posada. Esa misma noche una riada causada por una tormenta destruye el primero de los molinos. Y el molinero caritativo no llegó ni a enterarse de la crecida.
En Ahigal la leyenda se hace patente en los mismos términos referidos. El peregrino es Cristo que hace justicia premiando a los buenos y castigando con los rigores de la tempestad a los faltos de compasión:
Contaban que un pobre peregrino apareció por aquí una tarde lluviosa de inverno. Nadie sabía de dónde venía ni a dónde se encaminaba. Vestía una mísera capa de sayal y calzaba unos borceguíes tan raídos que dejaban al descubierto sus dedos amoratados. Las manos y la cara las tenía cubiertas de horripilantes llagas.
La gente había oído hablar de la peste que hacía estragos en lugares alejados y en este hombre se vislumbraba la imagen de la epidemia. Tocarlo, acercarse a él o respirar su aliento podía suponer el contagio y la muerte. Las puertas se cerraron, nadie se atrevió a socorrerlo con una limosna que pedía por el amor de Dios.
En un extremo del pueblo vivía una mísera familia, que, por no tener casi nada que llevarse a la boca, conocía bien el significado de la pobreza. La conformaban un matrimonio y tres hijas pequeñas. Hasta allí fue el peregrino, cruzando los barrizales y soportando el intenso aguacero. Le abrieron el cobertizo que tenían por morada, lo sentaron al fuego, le secaron las ropas, le lavaron las llagas, con él compartieron un mendrugo de pan que guardaban para la cena y le cedieron un lecho junto a la lumbre. Pero el pobre peregrino rehusó aquel cobijo. Tras aconsejarle que también ellos abandonaran el hogar y acudiesen a pasar la noche en el portal de la iglesia, añadió:
-Debo proseguir mi camino.
De inmediato salió de la calle. Al instante lo hizo la familia, que se sorprendió al no ver al extraño visitante. Lo llamaron, pero sus voces las apagaba el chapoteo del agua en los charcos que ya anegaban las calles. Haciendo caso a la recomendación, la acogedora familia ascendió hasta la iglesia, para resguardarse en el viejo portal. Esa noche cayó un auténtico diluvio.
Con las primeras luces del alba se evidenció la tragedia. El arroyo del Cristo se había desbordado, había anegado todos a su paso y había sembrado de escombros y cadáveres ese barrio por el que se extendía el primitivo pueblo de Ahigal.
Y contaban que junto con la familia que se mostró caritativa con el pobre peregrino muy pocos fueron los que sobrevivieron a la riada. Y, por último, contaban, y aún cuentan, que el pobre peregrino era la encarnación de Jesucristo, que vino a comprobar por sí mismo la maldad de los hombres. Y quienes esto cuentan lo mismo tienen razón.
IV.
Con cierta frecuencia se ha considerado en Extremadura al demonio como el verdadero causante de las tormentas que asolan las haciendas o, al menos, como conductor de las mismas, aunque, como señalamos anteriormente, con el beneplácito del mismo Dios[24]. De esta manera el demonio se convierte en el medio del que la divinidad se vale para descargar su ira, como se pone de manifiesto en esta información de Descargamaría:
Nos acordamos de Santa Bárbara cuando truena. El otro tiempo ni de Dios. Como no se reza ni la gente es buena, Dios tiene que cansarse de darnos la sopa boba sin cambio de un Padrenuestro y un Gloria. Nadie se acuerda de mí..., pos voy a que os acordéis; os vais a enterar. Entonces deja las manos libres al demonio, y tormenta que te crió. ¡Vaya que sí se reza! A Santa Bárbara, a la Virgen del Carmen, al Espíritu Santo si se precisa... A rezar como descosíos[25].
Muy explícita es la leyenda recogida en una de las localidades de Las Tierras de Granadilla en la que el sacristán, que ha subido al campanario para alejar con sus tañidos la tormenta, se enfrenta a una figura espectral que identifica con el demonio:
Era consciente el sacristán que una vez arriba de inmediato había de asir las cadenas que pendían de los badajos para iniciar el repique. Conocía que su antecesor, ya alcanzado el campanil, se detuvo un instante porque un relámpago lo había cegado. Al segundo lo achicharró un rayó que se coló por la ventana. Estaba convencido que en lo alto las campanas eran las únicas defensas contra el ente diabólico que regía los destinos de la tormenta, que él allí se convertía en su mayor enemigo.
Nadie había conocido una tempestad como la de aquel atardecer. El viento huracanado, el aguacero, los relámpagos, los truenos y los rayos alcanzaban proporciones dantescas, y el sacristán sentía como una fuerza en espiral quería levantarlo del suelo. Cerró los ojos y siguió tocando, aunque convencido que los ecos de los bronces los apagaban los sonidos de la tormenta. Y al ritmo de los impulsos de sus brazos recitaba en alto una y otra vez las rítmicas jaculatorias.
De pronto escuchó el más ensordecedor de los truenos, seguido de un rayo que impactó en la veleta de la torre, a poco más de tres metros de su cabeza. Sintió un pánico tremendo y abrió los ojos. Fue entonces cuando vio a su lado, apoyando las manos en los dinteles de la ventana, una aterradora figura espectral, con el rostro tiznado, vistiendo una capa parda y un sombrero de copa, que lo miraba con las cuencas inyectadas de fuego. De pronto se dejó envolver por la negra nube, al tiempo de emitir unas fuertes voces lúgubres cuyos ecos se extendieron por todas las calles del pueblo:
-¡Malditas campanas! ¡Otra vez me hacéis huir!
La tempestad amainó, las campanas quedaron en silencio y el sacristán descendió pálido como la cera. Al cura, que lo esperaba en la iglesia, le contó aterrorizado cuanto acababa de vivir. Pero no se sorprendió mínimamente. Sabía que otros sacristanes anteriores también se habían enfrentado con el diabólico genio fraguador de las tormentas[26].
En la misma localidad, un joven, como cada noche de viernes, abandonaba la faena de la trilla, para cumplir con lo que él consideraba un sagrado deber. Y así se despidió de los trilliques: «Me voy a ver a la mi novia, manque el demonio me se ponga delantre». En el trayecto una tormenta le sorprendió por los parajes de Mingulobito. En medio de una sinfonía de lluvia y truenos se produjo una gran exhalación conducida por alguien que se interpuso en su camino.
¡Era el demonio! El mozo intentó correr hacia adelante, pero el satánico ser le interrumpió el paso… Al amanecer encontraron al galán tendido en el suelo, sin sentido, exhausto y totalmente chamuscado. El médico que lo atendió, tras un primer reconocimiento, afirmó… que la medicina poco tenía que resolver ante los males producidos por elementos diabólicos[27].
Estas creencias relativas al demonio como artífice o conductor de tempestades están profundamente arraigadas en un pueblo desconocedor en cierta manera de las causas naturales que las provocan, y concuerdan con la opinión que acerca de los poderes satánicos enumeraba fray Martín de Torrecilla en el siglo xvi:
Pueden excitar tempestades, granizos, vientos, truenas y terremotos (…) llevar las tempestades de unas partes a otras, causar inundaciones, incendios, ruinas de edificios, arrancar sembrados, y trasplantarlos de un lugar a otro en brevísimo e imperceptible tiempo, y lo mismo de los árboles, y de toda una arboleda, o un huerto[28].
Sin embargo, por las tierras extremeñas se tiene el pleno convencimiento de que sólo en alguna que otra nube tempestuosa se encuentran las manos de las milicias diabólicas, coincidiendo con lo que ya apuntara en su momento el maestro Pedro Ciruelo (Figura 7):
(…) queremos avisar a todos los hombres de buen seso y buenos christianos que tengan por cierto que, de cient mil nublados que vean venir sobre su tierra, apenas en uno dellos vienen diablos, porque todos ellos vienen por curso natural de sus causas corporales que engendran aquellas nuves y aguas y granizos en el ayre de los vapores que suben de las tierras y de la mar y de los ríos. Y los ángeles buenos y malos no tienen virtud natural para los engendrar y, aunque después que son engendrados, los nublados tengan los demonios poder para los llevar de un cabo a otro por los ayres, mas aquello no lo permite Dios, sino muy poquíssimas vezes…
Y dado caso que por nuestros pecados alguna vez, a cabo de muchos años, permita Dios que los diablos trayan nublados y tempestades a nuestra tierra, aquello es por maleficio de algún nigromántico que haze cerco e invoca los diablos para hazer mal y daño en algún lugar. Y aun algunas vezes lo hazen los diablos por mandado de Dios, que está ayrado contra algún pueblo y embía sobre él aquellos alguaziles del infierno para lo castigar en los fructos de la tierra, porque le han offendido en grandes pecados, especialmente en los pecados contra el primero mandamiento que tocan a Dios en la honra[29].
Por lo general en los casos donde se constata la presencia de entes diabólicos la acción de la tormenta se encamina tanto a castigar los bienes humanos como a la destrucción de los símbolos sagrados y a infundir el temor en las almas devotas. Así ocurrió en Peraleda de San Román. Me contó un anciano haber escuchado a sus antepasados que tres rayos producidos por una tormenta descuajaron otras tantas cruces del Calvario (Figura 8).
Todo se hubiera tenido por un común accidente meteorológico si tras las exhalaciones no se hubieran escuchado sonoras carcajadas que provenían del mismo foco de la nube, carcajadas que supusieron emitidas por las hordas luciferinas. Del mismo modo se cuenta que un rayo dirigido por Satanás convirtió en ruinas la ermita de Santa Ana, en término de Portezuelo. Dicen que idéntico final tuvo el oratorio de Dios Padre que se alzaba en la cúspide de la sierra de este nombre, en Santa Cruz de Paniagua.
Dos leyendas semejantes se ciñen en torno a los conventos de Nuestra Señora de los Ángeles, en término de Robledillo de Gata, y de San Marcos, sito en la ladera de la Sierra de Santa Bárbara. Estos lugares de desierto, pequeños habitáculos de los franciscanos descalzos de la provincia de San Gabriel, durante siglos sufrieron continuas tempestades con las que el demonio trataba de minar el ánimo de sus pobres moradores. Tras la desamortización y el consiguiente abandono de estos montes sagrados, las tormentas se redujeron considerablemente puesto que ya no había almas piadosas contra las que las fuerzas maléficas tuvieran que descargar su inquina[30].
Un demonio igualmente es el que controla una tormenta que el día de la fiesta de Nuestra Señora de Altagracia se forma de manera inesperada en torno a la ermita, en tierras de Garrovillas. La lluvia torrencial, acompañada de truenos y de relámpagos, llenan de pánico a los romeros, que tratan de refugiarse en el santuario. Sólo el ermitaño es capaz de hacerle frente a la tempestad y de recitar el correspondiente conjuro. Al instante la nube se convierte en una bola luminosa y se produce una deflagración. La milagrosa desaparición de la tormenta no impidió que se extendiera un intenso olor a azufre, lo que evidenciaba su origen diabólico.
Aún hoy se le sigue explicando con cierta convicción a los niños que la tormenta surge «cuando luchan los ángeles buenos y los diablos» o que los truenos son los ruidos que producen las «cadenas que arrastran los demonios por el infierno al il de un lao pa otro»[31].
V.
También las brujas gozan de la prerrogativa de fraguar tempestades, aunque ello lo consigan con la inestimable ayuda de las fuerzas satánicas. Es el caso de las brujas remolineras, aquellas que aprovechan un torbellino para lograr la suficiente verticalidad que las lleve hasta una nube, de manera que puedan introducirse en ella y provocar la consiguiente tormenta. Pero más que de formar tormentas, las brujas extremeñas lo que hacen en mayor medida es dirigirlas a su antojo contra los bienes o contra las personas a las que tienen aversión[32].
Ya sea por influencia brujeril o fruto del poder del demonio el hecho es que a estas tormentas por ellos dirigidas y controladas, en ocasiones, las acompañan otros elementos que pueden ser incluso más temidos que la propia tempestad. Así nos encontramos la creencia de que el lobo, considerado como un ser diabólico, acentúa su presencia y su fiereza cuando más persistentes resultan los truenos y los rayos. La cabra cabracha, ser fabuloso que logró despoblar el enclave de La Corchuela en los parajes de Monfragüe[33], aunque su acción la reservara para más tarde, dejaba oír sus aterradores balidos confundidos con los truenos. Dicen que la Tarasca de Badajoz[34], devoradora de hombres, recuperaba su ánimo al compás de las tormentas y mostraba su instinto sanguinario cuando tocaba a su fin, amparada en la oscuridad de la noche. Y hasta algún autor[35] describe su aspecto:
… animal selvático y montaraz, una especie de dragón con seis cortas patas parecidas a las de un oso, un torso similar al de un buey, con un caparazón de tortuga a su espalda y una escamosa cola que terminaba en el aguijón de un escorpión.
La leyenda de esta tarasca participa del mismo arquetipo de otras muchas que subsisten dentro y fuera de la Península, vinculadas a algún río: Tarasca de Tarascón, al Ródano; Grouille, de Metz, al Mosela; Dragón de San Marcel, en París, al Sena; Tarasca de Redondela, al Alvedosa; y Tarasca de Badajoz, al Rivillas. Ya en la Europa medieval las crecidas de los ríos fueron representadas como figuras monstruosas (serpientes, arpías, dragones) y subyugadas por una fuerza divina dominadora de la tempestad[36]. Nada tiene de sorprendente que estas representaciones, y así sucedía también en Badajoz, desfilaran o desfilan en las procesiones del Corpus Christi como una alegoría de que la Eucaristía, símil del Sol, puso fin a las tormentas que en un momento asolaron esos lugares.
En Alía las brujas siempre aprovecharon la noche de San Juan para recoger la flor del helecho, esa flor que las hace invisibles y que, al mismo tiempo, utilizan para atraer o alejar el granizo, según se restrieguen con ella la mano por el derecho o por el revés[37]. Este poder controlador que las brujas ejercen sobre las tormentas las lleva a hacerlas descargar donde les place:
De este modo la tormenta hace puré la huerta del hombre que no cumplió con ella. El rayo quema la era del que la despechó o arranca de cuajo los árboles de cualquiera, ya por su propia voluntad, ya por encargo de un tercero... Indudablemente los huertos de las brujas quedan libres de los malos temporales y, dicen algunos, ello se debe a que miden sus propiedades con metro de trenzas. Pero este metro ha de gozar de una especial característica: fabricarse con pelos de niñas muertas[38].
Por los pueblos de la Transierra se hacen lenguas de algunos brujos que se movían por aquellos lares. Una de sus ocupaciones consistía en atar y desatar un cordón, dependiendo de si quería formar o deshacer una tormenta, sin tampoco obviar de recurrir a las invocaciones. Todo dependía de las atenciones que recibieran de sus afectados. Contra este tipo de actuaciones maléficas ya en su momento dictaminó la legislación, condenando a sus promotores, entre otras penas a «andar durante años a cuatro patas o caminar desnudos en las procesiones»[39].
Esta supuesta maldad de las brujas, que el pueblo acabó creyendo a pie juntillas, ya fue rebatida en su momento, entre otros, por el jesuita Pere Gil i Estalella, que a principios del siglo xvii las consideró como los chivos expiatorios de las adversidades meteorológicas de los campesinos:
… comúnmente los pueblos y gentes digan contra las brujas, que hacen infinitos males, y que merecen mil muertes, y así los jueces se inclinan a mandar ahorcarlas. Porque como son pobres, desamparadas, cortas de juicio, ignorantes en la fe y religión cristiana, y observancia de los mandamientos y buenas costumbres, ninguno aboga por ellas. Algunos jueces proceden a castigarlas con pena de muerte, sólo por haber sido convencidos por testigos, de que ellas han causado en tales días tempestades de truenos, rayos y piedra, en tales términos, o distritos de tales ciudades y villas…[40].
Ligeramente emparentado con la bruja extremeña encontramos la figura del escolaiti, nombre por el que conocen en la alquería hurdana de Aceitunilla a unos auténticos «amos de las nubes», a las que conducen a su antojo[41]. En otros puntos de la geografía cacereña, como es el caso de Galisteo, el nubero es un ser innominado, «un bicho», que pervive mientras dura la tormenta que controla desde su interior:
En las nubes del verano viene un mal bicho y ése es el bicho que conduce los rayos y los truenos... Cuando la tormenta se acaba, el bicho desaparece, se muere[42].
En el mismo saco de los seres propiciadores de las tempestades entran en Las Hurdes los mulachinis del cielu. Se trata de seres de diminuto tamaños, provistos de un solo ojo, que se pasean en el núcleo de la tormenta y cuyo entretenimiento es fabricar rayos a punta de cincel y de lanzarlos certeramente. No faltan quienes señalan que son los mulachinis afiladores que ejecutan su oficio en el interior de las nubes, siendo por consiguiente los rayos aquellas chispas que desprende la muela[43].
Por la misma comarca el duendi entignáu se convierte en auténtico hacedor de rayos. Se trata de un ser «descomunal y gigantesco que, en forma humana, vestido de levita y chistera»[44]. Lleva el rostro completamente tiznado y su altura sobrepasa las crestas de los montes más elevados de Las Hurdes. Su principal ocupación es prender una yesca con la que enciende las cachimbas de los pastores, al tiempo de proteger a éstos de la malévola chancalera, una aviesa mujer de aspecto zoomorfo, que teme al entignáu como al mismo demonio. Mas cuando el duende se enfada lanza a lo alto la pernala (pedernal) y el deslabón (eslabón) con tal furia que al chocar producen los rayos y los relámpagos. Por su parte, los truenos no son otra cosa que los sonidos que arranca a un enorme tamboril que siempre lleva consigo. Al mismo tiempo puede conducir las nubes de un lugar a otro abanicándolas con el ala de su sombrero de copa[45].
El zancarrón es otro de los personajes míticos extremeños que cabe incluir entre los nuberos, puesto que no en vano «tiene poder sobre las tormentas, el pedrisco, la lluvia y en general sobre todos los fenómenos atmosféricos»[46]. Algo semejante sucede con el numen o genius loci personificado en la Serrana de la Vera, emparentado con otros mitos peninsulares, que se adscribe al espacio geográfico de la Sierra de Tormantos, en la comarca de la que toma su nombre (Figura 9). Se trata de un ser vinculado al rayo y a la tormenta, y entre cuyos atributos está el de fraguar tempestades[47]. Así se interpretan los versos de inspiración que Vélez de Guevara pone en boca de Pascuala:
... y el cura
como ñublo te conjura
a la puerta de la ygrexa[48].
Junto al conjuro del clero nos topamos con la actuación del sacristán de Garganta la Olla que, mediante el encendido de velas, trata de contrarrestar los efectos de la tormenta que a su capricho controla la Serrana:
...cada vez que nuevas dan
de tu condición ingrata,
descomulgándote, mata
candelas el sacristán[49].
Por la comarca de los Ibores, aunque no se trate de un generador de tempestades, es un mítico nubero el que transporta los nublados de uno a otros lugares, valiéndose para ello de un inmenso carro lleno de piedras[50]. El movimiento de la carga por los continuos vaivenes nos llega en forma de truenos, mientras que los rayos devienen de las chispas que saltan por los roces sobre el suelo de las herraduras de las mulas de tiro y de las llantas de hierro. La llegada de cada rayo a la tierra viene acompañado por una de las piedras caídas del carro[51].
Pero existen en Extremadura seres que, aunque no míticos, sí están envueltos en un halo de misterio, y a los que también se les hace causantes de tempestades. Tal es el caso de los lañadores (alañaoris), cuyo trabajo ha consistido tanto en arreglar varillas de paraguas como en poner lañas o estañar todo tipo de vasijas. Era tradición que la venida a los pueblos cacereños de estos profesionales ambulantes coincidía con lluvias torrenciales. Y se ha tenido por seguro que los propios lañadores, mediante los correspondientes conjuros, provocaban esas tempestades con el objeto de recordar al vecindario que acababan de llegar quienes daban solución a la avería de sus paraguas.
No un conjuro, sino una simple maldición es la que puede usar una gitana, valiéndose de ciertas atribuciones que en nada difieren de las propiamente brujeriles, para formar una nube tempestuosa en el tiempo y lugar que ella desee. De tales poderes hizo gala, según recoge la leyenda, una gitana de Zafra. En el castillo del conde de esta localidad, Mendo Méndez de Peláez, fluía una fuente, la única que manaba en todo el contorno en un año de extrema sequía (Figura 10). Don Mendo había prohibido que nadie del pueblo se proveyera del agua de su fortaleza, lo que no impidió que una gitana burlara la vigilancia y lograra llenar el cántaro. Pero al salir fue sorprendida y presentada al conde, que mandó romperle el botijo y azotarla para que sirviera de escarmiento a todos los súbditos. De nada sirvieron los ruegos de la gitana ni que le explicara que la causa de su latrocinio se debía a la necesidad de dar un poco de agua a su anciana madre que moría abrasada por la fiebre. Maltrecha por el castigo, la gitana abandonó el castillo, mas no sin antes encararse con el conde e indicarle que moriría en una semana y que ese día su boca tragaría más agua que la que a ella se le había negado.
La maldición se cumplió. Siete días más tarde, como indicara la gitana, don Mendo Méndez, al que los vecinos conocían por el apelativo de Bigotes, había fallecido. En el instante del óbito se produjo una tempestad como nunca se recordaba. Las aguas inundaron el castillo y se llevaron flotando el ataúd del conde, que acabó perdiéndose en la riada. En recuerdo de tal acontecimiento se conservaron los oportunos dichos: «Llueve más que cuando enterraron a Zafra» y «Cae más agua que cuando enterraron al Bigotes, que la caja era de bronce y fue nadando hasta el cementerio»[52].
Reflejos de la maldición con perversas intenciones, capaces de propiciar la tempestad, la encontramos en numerosas frases imprecatorias del tipo de «¡Mil rayos te partan!» o «¡Cien mil rayos te abrasen las tripas!»[53]. También el cancionero popular incide en la misma cuestión:
Mi suegra, la tía pescueza,
del cielo le caiga un rayo,
que la caiga en la cocina
y la rompa los cacharros[54].
Idéntica maldición se constata en el romance de El caballero don Marcos, según vemos en las versiones de Piornal y Fuenlabrada de los Montes. Don Marcos increpa a su mujer por no haberle dado el heredero deseado:
Estando el conde cenando
con sus hijas alredor,
y a la pobre condesita
una maldición le echó:
-Que te caigan siete rayos
en medio del corazón,
que has tenido siete hembras
y en medio ningún varón[55].
En la comarca de Las Hurdes nos topamos la figura mítica de los escolaris de las serpientis, auténticos encantadores de las también míticas culebras de la comarca. En sus ausencias, los escolaris encargan a los pastores el cuidado del rebaño de reptiles, al que alimentará con la leche de las cabras. Saben los pastores que cualquier serpiente que no se sienta bien atendida puede formar una tormenta capaz de aniquilarle todo el hato[56].
Por el valle hurdano del Malvellido una leyenda refiere cómo una enorme culebra, aunque de manera indirecta, es la causante de una tempestad cuyas huellas aún son visibles en las proximidades de Martilandrán:
Un rico propietario, poseedor de una hermosa vaca, empezó a comprobar que su animal presentaba la ubre escuálida y seca, cuando fechas atrás sus tetas habían sido todo un símbolo de la abundancia. Intentó buscar las razones de aquella anormalidad y para ello optó por el simple y llano método de vigilar a la vaca. Luego de una paciente pesquisa pudo observar que, cada atardecer, una gigantesca serpiente reptaba por los riscales y sigilosamente se acercaba hasta el tranquilo animal y, trepándole por las patas, le mamaba con avidez. El asustado vaquero, incapaz de enfrentarse a la monstruosa culebra, hubo de urgir una treta. Fabricó un ungüento, en el que no faltaba la pólvora, y con él restregó toda la ubre del cornúpeta. Volvió la serpiente como cada jornada a la cata de su preciado alimento y lo engulló ávidamente como era su costumbre. Con la leche tragó el ungüento. El efecto de la pócima no se hizo esperar. Al instante el reptil se hinchó cual si fuera una pelota, siendo incapaz la piel de sujetar la presión de sus entrañas. Aquel monstruoso cuerpo explotó, voló por los aires, formándose de él la más negra nube que conocieron los siglos, que descargó sobre tal punto un aguacero que arrastró hasta las profundidades del valle del Malvellido parte de la ladera. La impresionante tormenta configuró el socavón que aún hoy se contempla[57].
Entre los seres míticos potenciadores de las tempestades encontramos en la Alta Extremadura a Febrero. De él se cuenta en Cáceres que fue un joven rijoso, al que su madre castró luego de emborracharlo para que no siguiera deshonrando a las mozas cuando iban o venían camino de los lavaderos. Esta pérdida de la virilidad jamás la perdonaría a su progenitora, sobre la que volcaba su odio en forma de tormenta cuando menos lo esperaba. El refranero es reiterativo sobre el particular: «Febrerito, febrerillo, pillo, pillón, me regala solito, aluego turbión», «Febrerillo el loco sacó su madre al sol y aluego la apedreó»[58], «Febrerillo loco, que engañó a su madre en el lavadero»...
Harta su madre de tales afrentas y vengativas las mozas por los desafueros sexuales que hubieron de soportar deciden apresarlo, mostrarlo a la pública vergüenza paseándolo en un burro y, más tarde, chamuscarlo en la hoguera. En recuerdo de aquella justicia cada martes de carnaval las lavanderas cacereñas, hoy suplantadas por toda clase de mujeres, llevan en volantas un pelele, representación del viejo febrero, montado sobre un jumento para ser quemado en la plaza mayor.
En el Valle del Jerte, concretamente en Cabrero, se cuentan otros pormenores sobre el febrero hacedor de tempestades, aunque sin olvidar personalizarlo:
Febrero se estaba portando muy mal, como casi siempre. Dejaba caer lluvia, nieve y hacía demasiado frío. Su madre, la pobre, no podía lavar el hato de ropa tan siquiera. Por eso, le rogó un día a su loco hijo que le diera una tregua para hacer la colada y poder lavarse ella también el cuerpo. Febrero aceptó. A1 día siguiente amaneció un día espléndido, soleado, sin nada de frío. La madre, tan contenta, se fue al lavadero. Primero lavó el hato de ropa y lo tendió al soleo. Luego se desnudó y se puso a lavarse ella. Cuando más tranquila se encontraba, empezaron a caer granizos con gran furia y la triste madre tuvo que salir corriendo a refugiarse, maldiciendo a su hijo incumplidor[59].
Tal vez por su proximidad en el calendario los atributos de febrero fueron a parar también a las espaldas del San Sebastián, un santo muy venerado en toda Extremadura. Esto es lo que deja entrever una popular copla de la pacense localidad de Orellana la Vieja:
San Sebastián, mozo galán,
saca a las mozas a pasear
y cuando están en el campo
las mete en casa a pedrás[60].
Desde este prisma nada tiene de extraño que las festividades del inicio del mes de febrero hayan sido consideradas como aptas para el conjuro de las tormentas. Así nos encontramos que el día primero, fiesta de Santa Brígida, fue costumbre, el tocar las campanas con el objeto de verse libre de los malos temporales a lo largo de todo el año, costumbre que hasta tiempos recientes ha pervivido en lugares como Caminomorisco o Aldeanueva del Camino. Por su parte, las velas que se bendicen el día de la Candelaria en muchas iglesias extremeñas o se llevan en la procesión cumplen con la función de alejar o deshacer las tormentas. Las campanas que los quintos hacían sonar en San Blas o que las mujeres repicaban el día de Santa Águeda, como ocurría en Cerezo, buscaban igualmente que las nubes tempestuosas se alejaran de sus términos municipales.
Al igual que en Extremadura, el recurrir a Santa Águeda como defensora de las tempestades debió gozar de amplia popularidad en buena parte de la Península, participando de ciertas prácticas, como es el toque de las campanas, a las que se intenta poner freno. En este sentido, sobre tal particular, ordena el sínodo celebrado en Zaragoza en el año 1697:
En ninguna Iglesia de nuestro Arzobispado se toquen las campanas la noche de Santa Águeda, so color supersticioso y observancia vana, que en aquella se forman o engendran los nublados, so pena de cinquenta reales irremisiblemente executadores, y aplicadores en obras pias a nuestro arbítrio, a los curas que lo consintieren; y de la misma pena incurren los que sin permiso se atreviesen a tocarlas[61].
[1] REAL ACADEMIA ESPAÑOLA: Diccionario de la lengua española. 23ª edición. Espasa. Madrid, 2014.
[2] BARROSO GUTIÉRREZ, Félix: «La ‘Hurdanización’ de una leyenda con trasfondo clásico: El Peregrinu», en Revista de Folklore, núm. 245 (Valladolid, 2001), pág. 156.
[3] FERNÁNDEZ, Fray Alonso: Historia y Anales de la ciudad y obispado de Plasencia, refieren vidas de sus obispos y varones señalados en santidad, dignidad, letras y armas. Fundaciones de sus conventos y de otras obras pías y servicios importantes hechos a los reyes. Madrid, Juan González, 1627, págs. 26-27.
[4] FLORES DEL MANZANO, Fernando: La vida tradicional en el Valle del Jerte. Asamblea de Extremadura. Mérida, 1992. Editora Regional de Extremadura. Mérida, 1998, pág. 300
[5] MARCOS DE SANDE, Moisés. «Del folklore Garrovillano: usos y costumbres», en Revista de Estudios Extremeños, t. 4 (Badajoz, 1945), págs. 447-460.
[6] Narrada por Gonzalo Bravo, natural de Garrovillas y cura párroco de Guijo de Granadilla.
[7] HURTADO, Publio: Supersticiones extremeñas. Cáceres, 1902, págs. 110 y 119.
[8] GUERRA IGLESIAS, R. y DIAZ IGLESIAS, S.: «Romancero de Piornal», en Saber Popular. Revista Extremeña de Folklore, 13. Federación Extremeña de Folklore. (Fregenal de la Sierra, 1999), págs. 65-67.
[9] Una versión del romance ha sido recogida en Guadalupe por VEGARA JIMÉNEZ, F. y FRAILE GIL, J. M.: «El Milagro del Trigo, un tema apócrifo», en Revista de Folklore, núm. 44 (Valladolid, 1984), págs. 49-50.
[10] CARRASCO MONTERO, Gregorio: «Leyenda en las cumbres», en Revista Alcántara, números 105-106-107 (Cáceres, 1956), págs. 58-62. Tal leyenda la recogió el autor de los escrito inéditos titulados «Cuadernos manuscritos Jálama», del reverendo D. Manuel Sousa Bustillo.
[11] CAMISÓN, Juan J.: El corazón y la espada (Leyendas de la Torre). Cáceres, 1999, págs. 251-252.
[12] BARROSO GUTIÉRREZ, Félix: «La ‘Hurdanización’ de una leyenda con trasfondo clásico: El Peregrinu», págs. 155-156. Versiones de este romance se conservan en los núcleos de Azabal y La Huerta.
[13] SENDÍN BLÁZQUEZ, José: La Región Serrana. Caja Salamanca y Soria. Colección Temas Locales. Plasencia, 1994, pág. 381. FLORES DEL MANZANO, Fernando: Mitos y leyendas de tradición oral en la Alta Extremadura. Editora Regional de Extremadura. Gráficas Romero. Jaraíz, 1998, pág. 68.
[14] GIL CHAMORRO, Alberto: Árboles singulares de Extremadura. Consejería de Agricultura y Medio Ambiente. Badajoz, 2002, pág. 28.
[15]Epitome historial de la vida admirable y virtudes heroycas del esclarecido principe, famoso varónón y exemplar religioso, el venerable Padre Fr. Juan de la Puebla (Antes Don Juan de Sotomayor y Zúñiga, conde segundo de Belcalcázar) fundador de la Santa Provincia de los Angeles de la Regular y reformada observancia de órden de N. S. P. S. Francisco. Escrito ponderado por el R. P. fray Juan Tirado, predicador Jubilado, dos veces secretario de dicha Santa provincia, ex-definidor y su chronista.- Dedicalo el Excmo. Sr. Duque de Béjar (á quien le ofreció su autor) á la magestad católica del Rey N. S. D, Felipe V. (En Madrid, por Tomás Rodriguez, año de MDCCXXIV. Cit. BARRANTES, Vicente: Aparato bibliográfico para la Historia de Extremadura, III. Madrid, 1877, págs. 52-56.
[16] HURTADO, Publio: Supersticiones extremeñas, págs. 63-64. OTERO, José María: «Fray Juan de la Puebla de Alcocer», en Alminar, 20 (Badajoz, 1980), pág. 10.
[17] SENDIN BLÁZQUEZ, José: Extremadura, leyendas religiosas. Córdoba, 2006, págs. 135-136.
[18] TEJADA VIZUETE, Francisco: «Pintura Popular Bajoextremeña», en Saber Popular. Revista Extremeña de Folklore, 1. Federación Extremeña de Folklore (Fregenal de la Sierra, 1987), págs. 74 y 79. RUIZ MATEOS, Aurora, PÉREZ MONZON, Olga, PÉREZ CARRASCO, Francisco Javier y FRONTON SIMON, Isabel M.: Arte y religiosidad popular. Las Ermitas en la Baja Extremadura (s. xv-xvi). Diputación Provincial de Badajoz. Badajoz, 1995, pág. 177, nota.
[19]Santos de la villa de Magazela. Vida y patrocinio de los ilustres mártires de Jesuchristo nuestro Señor San Aquila y Santa Priscila su esposa. Patronos, y naturales de el Priorato de Magazela de la órden de Alcántara, partido de la Serena, desde el año de1684. Escrito por el Ilustrisimo Señor Frey D. Dieqo Bezerra Valcarce, Prior de Magazela, y provincia de la Serena, del Consejo de S. M., religioso de la órden de Alcántara, Juez conservador del Real Monasterio de N. S. de Guadalupe, Catedrático de Código volúmen, y Digesto viejo de la Universidad de Salamanca. Cit. BARRANTES, Vicente: Aparato bibliográfico para la Historia de Extremadura, II, Madrid, 1876, págs. 385-389. RAMÍREZ, Enrique y Soledad: «Una bella leyenda: Los ‘Santitos’ de Magacela», en Alminar, 22 (Badajoz, 1981), pág. 29. VICIOSO CORRALIZA, José, «El Palacio. Villanueva de la Serena», en Revista de Estudios Extremeños, XXXIX, III, (Badajoz,1983), págs. 471-476.
[20]Libro que contiene / los ynstrumentos auten / ticos de la aparición vida / y milagros que han obrado / los gloriosos cuerpos de los seño / res San Fulgencio y Santa Flo / rentina. Patrones de este Obispa / do de Plasencia. Compulsose / de Orden y mandato del señor Licenciado / Don Alonso Moreno Montes Cura / Rector de esta yglesia de Señor / San Juan Baptista. Año de 1719. (Berzocana. Archivo parroquial. Códice en 104 hojas manuscritas. 0’31 x 0’22 metros). Fueron ordenadas por los Obispos placentinos D. Pedro Ponce de León y D. Juan Ochoa de Salazar, que abarcan desde 1572 al 93. Cit. HERNÁNDEZ DÍAZ, José: Berzocana de San Fulgencio: sus reliquias y la Iglesia Parroquial. Institución Cultural El Brocense. Cáceres, 1980, págs. 16-17.
[21]Capitularia regum Francorum. Ed. Steph. Baluzio, I (París, 1773), pág. 428.
[22]Fuero Juzgo. Ed. Real Acad. Esp. Madrid, 1815, II, Lib. VI, Ley IV: «De los encantadores, provizeros e de los que los conseian». Cit. CABAL, Constantino: Mitología Ibérica. Supersticiones, cuentos y leyendas de la vieja España. Grupo Editorial Asturiano. Oviedo, 1993, pág. 256.
[23] BARROSO GUTIÉRREZ, Félix: «La ‘Hurdanización’ de una leyenda con trasfondo clásico: El Peregrinu», págs. 147-160.
[24] En diferentes puntos de Extremadura el fuego producido por el rayo se consideraba enviado por los demonios y paara apagarlo bastaba con asperjarlo con agua bendita.
[25] DOMÍNGUEZ MORENO, José María: «Las campanas en la provincia de Cáceres: Simbolismo de identidad y agregación», en Revista de Folklore, núm. 96 (Valladolid, 1988), pág. 191.
[26] DOMÍNGUEZ MORENO, José María: «El genio de la tormenta», en Leyendas de Ahigal. (En prensa). GARCÍA, Chonita: «Malditas campanas», en Ahigal. Revista Cultural, 61 (Ahigal, Abril-Junio, 2015, págs. 35-36.
[27] GARCIA Y GARCÍA, Segundo: Flores de mi tierra. Historia, costumbres y leyendas de Ahigal. Publicaciones del Departamiento de Seminarios de la Jefatura Provincial del Movimiento. Cáceres, 1955. El autor lo señala como un hecho real acaecido en el primer tercio del pasado siglo.
[28]Suma de todas las materias morales, arregladas a las condenaciones pontificias, tomo I, 2ª impresión, Madrid, 1696, págs. 225 y 226. Cit. SANCHEZ LORA; José Luis: «Claves mágicas de la religiosidad barroca», en Religiosidad Popular. Vol. 2, Barcelona, 1989, pág. 126.
[29] CIRUELO, Pedro: Reprovación de las supersticiones y hechizerías. (1583). Diputación de Salamanca. Salamanca, 2003. Edición, introducción y notas de José Hierros Ingelmo. Págs. 155-156.
[30] Desde una concepción primitiva no de otra forma se hubiera interpretado lo vivido por el dominico Alberto COLUGA en el convento de la Peña de Francia, en los límites de Extremadura, a mediados del siglo XX: «Un día fuimos testigos de una de estas tormentas, de la cual era el centro la Peña, que aparecía cargada de electricidad. Era la media tarde, y el cielo estaba despejado, al menos en el cenit. Los pararrayos silbaban, enviando fluido a las nubes. Los cabellos de las personas se erizaban como si estuvieran bajo la acción de una potente máquina electrostática. Los dedos levantados en alto se convertían en pararrayos, lo mismo que las esquinas del edificio y todos los cuerpos terminados en punta. Las piedras adquirían el sonido característico de las descargas lentas en las corrientes de alta frecuencia. Todo el risco estaba convertido en gigantesco pararrayos de la llanura...». (Santuario de la Peña de Francia. Historia. Segunda edición corregida y aumentada. Salamanca, 1968. Pág. 11).
[31] Aunque también hay otras causas menos demoniacas. Están muy extendidas las opiniones que relacionan las tronadas con los cambios de muebles que los ángeles realizan en el cielo; con el hecho de que la Virgen y San José se pelean y «se tiran los cacharros»; con que «viene tío Roque tocando el tamboril»; con que los angelitos están atizando las brasas y encendiendo el mechero de pedernal; y con el ruido que hacen los carros cargados de piedras que circulan entre las nubes. FLORES DEL MANZANO, Fernando: Mitos y leyendas de tradición oral en la Alta Extremadura, pág. 46.
[32] Es opinión bastante general que de las nubes que dirigen las brujas caen sapos confundidos con las gotas de agua. Los batracios son compañeros inseparables de estas mujeres en su deambular por las alturas.
[33] DOMÍNGUEZ MORENO, José María: «Despoblados extremeños: mitos y leyendas», en Revista de folklore, núm. 342 (Valladolid, 2009), pág. 184.
[34] MARTOS NÚÑEZ, Eloy y PORCAR SARAVIA, C.: «Tradiciones de serpientes, dragones y aguas: La Tarasca en Extremadura y Portugal», en La casa encantada. Estudios sobre cuentos, mitos y leyendas de España y Portugal. (Coord.: Martos Núñez, Eloy, y Sousa Trindade, Vitor Mnuel de). Editora Regional de Extremadura. Mérida, 1997, pág. 198-199.
[35] MONTERO MONTERO, Pedro: «La Tarasca o la fuente de los alunados», en Revista de la AECAB (Badajoz, Indugrafic, junio 2006)
[36] BOUZA-BREY TRILLO, Fermín: «Los mitos del agua en el noroeste hispánico», en Etnografía y Folklore de Galicia, 1. Ediciones Serais de Galicia. Madrid, 1982, págs. 223-224.
[37] HURTADO, Publio: Supersticiones extremeñas, pág. 120.
[38] Revista Ahigal. Octubre-Dieciembre, 2010.
[39] CALLEJO CABO, Jesús: Gnomos. Guía de los seres mágicos de España. Editorial EDAF. Madrid, 1996, pág. 244.
[40] «Memorial que P. Gil, rector del collegio de los jesuitas, dio al duque de Alburquerque, en defensa de las brujas, el año 1619». Biblioteca Universitaria de Barcelona. 1008-10. Tomo I. Fr. Gaspar Vicens. Miscelánea político-eclesiástica. Fols. 335-337). Cit. Rodríguez Arévalo, Manuel: «Religiosidad popular con las tormentas: el caso de Cabra del Santo Cristo», en Sumuntán, Anuario de Estudio sobre Sierra Mágina, nª 30 (2012), pág. 54.
[41]El Correo Jurdano, 26 (Junio, 2002), p. 30. (Informante: Antonio Martín Martín).
[42] Galisteo. DOMÍNGUEZ MORENO, José María: «Las campanas en la provincia de Cáceres: Símbolo de identidad y agregación», pág. 191.
[43] Con los nombres de amolachín o amolanchín son conocidos los afiladores en buena parte del norte de la provincia de Cáceres, y su presencia se considera augurio de lluvias o de temporales.
[44] GÓMEZ, T.: «La Verdad sobre Las Hurdes, I y II», en El Adelanto (Salamanca, 20 y 22 de Junio de 1922).
[45] BARROSO GUTIÉRREZ, Félix: «Las Hurdes: Una jornada festiva», en Revista de Folklore, núm. 179 (Valladolid, 1995), pág. 170.
[46] MARTÍN SÁNCHEZ, Manuel: Seres míticos y personajes fantásticos españoles. Edaf, Barcelona, 2002, pág. 312.
[47] DOMÍNGUEZ MORENO, José María: «El mito de la Serrana de la Vera», en Revista de Folklore, núm. 52 (Valladolid, 1985), págs. 111-120. CARO BAROJA, Julio: «¿Es de origen mítico la ‘leyenda’ de la Serrana de la Vera?», en Revista de Dialectología y Tradiciones Populare, Madrid, CSIC, 1946, vol. II, pág. 568-572.
[48] VÉLEZ DE GUEVARA, Luis: «La Serrana de la Vera», en Teatro Antiguo Español. Textos y Estudios, Madrid, 1916, Vv. 2707.2709
[49] VÉLEZ DE GUEVARA, Luis: «La Serrana de la Vera», Vv. 2710-2713.
[50] La presencia del carro como representación de la tempestad ya fue conocida en el mundo antiguo, como ponen en evidencia algunas figuraciones rupestres y el arte prerromano. Muy significativo es el carro votivo de Almorchón (Badajoz), del siglo vii-vi a. C. En él marcha un jinete con una lanza en alto, que hace suponer que es símbolo del rayo. BLÁZQUEZ, José María: Diccionario de las Religiones Prerromanas de Hispania. Ediciones Istmo. Madrid, 1975, pág. 54.
[51] Creencias de esta índole se encuentran igualmente en buena parte de la Península Ibérica. GARCÍA CASTRO, Juan Antonio: «Mitos y creencias de origen prehistórico: Las Piedras de Rayo», en Espacio, Tiempo y Forma, Serie I, Prehistoria, t. I, 1988, pág. 436. En algunas zonas castellanas creen que el trueno es el carro de Dios. CORTÉS VÁZQUEZ, Luis: «Ganadería y pastoreo en Berrocal de Huebra (Salamanca)», en Revista de Dialectología y Tradiciones Populares, VIII, cuaderno 4 (Madrid, 1952). (Reeditado en Obras Dispersas de Etnografía. Centro de Cultura Tradicional, Diputación Provincial de Salamanca. Salamanca, 1996. Pág. 460
[52] Leyendas semejantes se se enmarcan en otros puntos de las provincias extremeñas. Generalmente es una pobre la que llega sedienta y el ricachón del pueblo le niega un vaso de agua.
[53] ALBIÑANA SANZ, José María: Confinado en Las Hurdes (Una víctima de la Inquisición Republicana). Madrid, 1933. Pág. 94.
[54] Cabezuela. FLORES DEL MANZANO, Fernando: Cancionero del Valle del Jerte. Cultural Valxeritense. Jaraiz de la Vera, 1996, pág. 134.
[55] GIL, Bonifacio: Cancionero Popular de Extremadura, II. Excma. Diputación. Badajoz, 1984 (Segunda Edición), pág. 37. GUERRA IGLESIAS, Rosario y DÍAZ IGLESIAS, Sebastián: «Romancero de Piornal», pág. 45.
[56] FLORES DEL MANZANO, Fernando: Mitos y leyendas de tradición oral en la Alta Extremadura, pág. 227.
[57] DOMINGUEZ MORENO, José María: «Una leyenda mítica hurdana: la vaca vence a la sierpe», en Revista de Folklore, núm. 141 (Valladolid, 1992), pág. 75.
[58] GARCÍA PLATA DE OSMA, Rafael: «Invierno Popular. Apuntes recogidos en Alcuéscar», en Revista de Extremadura. Cáceres, 1900. Vol. II, pág. 117.
[59] FLORES DEL MANZANO, Fernando: Mitos y leyendas de tradición oral en la Alta Extremadura, pág. 54.
[60] Fundación Santa María: El Folklore de Orellana. Madrid. Offseti. Cit. MAJADA NIELA, José Luis: Ser quinto en Extremadura (folklore, historia, antropología). Madrid, 1991, pág. 109.
[61] Constituciones synodales del Arzobispado de Zaragoza. Zaragoza, 1698, p. 172 (Libr. III, tit. 12 De Sortilegiis). Cit. GELABERTÓ VILAGRAN, Martín: «Tempestades y conjuros de las fuerzas naturales. Aspectos mágico-religiosos de la cultura en la Alta Edad Moderna», en Manuscrits. : revista d’història moderna, nº 9 (Barcelona, Enero 1991), pág. 333.