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Revista de Folklore número

428



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El furtivismo en los cotos reales

PERIS BARRIO, Alejandro

Publicado en el año 2017 en la Revista de Folklore número 428 - sumario >



Siempre tuvieron los monarcas españoles gran preocupación por la conservación de la caza tan necesaria «para su recreación y entretenimiento» estableciendo períodos de veda, prohibiendo la utilización de cepos, lazos, cebos, etc. Dictaron sobre todo nuestros reyes una serie de disposiciones destinadas a proteger sus cazaderos y prohibiendo no solo cazar en ellos sin licencia, sino también entrar para coger leña, bellotas, etc.

Los Reyes Católicos, por ejemplo, vedaban y prohibían la caza en el bosque de El Pardo por la pragmática de 15 de enero de 1470 y por la cédula real de 30 de abril de 1494 impedían cazar a ningún «caballero, ni escudero, ni otra persona alguna» en una legua alrededor del Lomo del Grullo, en Huelva. Carlos I por la cédula de 20 de julio de 1534 mandó que se guardara la caza en El Pardo, su cazadero favorito, y también la de Aranjuez y Valsaín.

Felipe III por la pragmática de 4 de julio de 1610 mandó que nadie pudiera tener «arcabuces y escopetas de pedernal, ni tirar con perdigones, ni tenerlos, en el contorno de los bosques de El Pardo y Valsaín».

Felipe IV prohibió a todas las personas que vivieran dentro de las cinco leguas alrededor de El Pardo tener perros de presa, alanos, lebreles y dogos.

Felipe V llego a ordenar que se registraran las casas de los vecinos que vivían cerca de El Pardo para ver si tenían perros, hurones, lazos, etc.

Los castigos que se aplicaban a las personas que eran apresadas cazando en los bosques reales fueron la pérdida de los perros e instrumentos utilizados, multas, presidio, destierro, azotes, servicio de galeras, servicio de milicias, trabajo en las minas de Almadén, amputación de una mano o un pie y pena de muerte, dependiendo de la gravedad de la falta o delito cometido.

Solían ahorcarse los perros de furtivos que se apresaban y las redes, cepos, lazos, etc. se quemaban.

Las multas que se imponían a los furtivos eran de 5.000 a 10.000 maravedíes pero podían llegar a ser de 20.000 a los reincidentes. En Valsaín a mediados del siglo xvii se castigaba a los que delinquían por tercera vez con 80.000 maravedíes más cuatro años de prisión.

La pena de prisión la cumplían sobre todo los más necesitados, que no podían pagar las multas. En el reinado de Fernando VI, y quizá posteriormente, se castigó a los reincidentes de caza furtiva a cuatro años de prisión en un regimiento fijo de los presidios de África.

El destierro se aplicaba ya en Cataluña en la Edad Media, según una disposición de Lérida en 1284[1].

Solían tener los destierros una duración de uno a diez años y de tres a diez leguas de distancia del domicilio del infractor o del bosque donde había sido detenido.

La pena de destierro era incumplida con frecuencia por los furtivos condenados a ella, que generalmente volvían a delinquir. Carlos I determinó para los bosques de Aranjuez que si un furtivo penado con la pena de destierro fuera apresado cazando, fuera castigado como si hubiera cazado por tercera vez. Felipe II ordenó en 1586 que los que violasen el destierro fueran condenados a pagar 2.000 maravedíes. De esa cantidad la mitad sería para el juez y el resto para la persona que lo denunciara. Cuatro años más tarde este mismo monarca mandó a los alcaldes de varios pueblos madrileños que no permitieran residir en ellos a condenados a destierro por cazar furtivamente en El Pardo. Las autoridades que no cumplieran esa orden serían castigados con la multa de 10.000 maravedíes.

La pena de azotes se utilizó en España desde tiempos antiguos hasta 1813 en que fue abolida. Podía ejecutarse ante el juez o públicamente. En los delitos de caza furtiva se empleaba la segunda modalidad y era muy temida ya que suponía una afrenta para los condenados, que solían pedir que les fuera conmutada por otras aunque supusieran mayor esfuerzo físico.

A los individuos pertenecientes a la nobleza como no podían recibir penas corporales, se les condenaba a pagar multas o cumplir destierros.

El servicio de galeras fue el castigo establecido por Carlos I para los furtivos reincidentes de Aranjuez: «Qué sirvan en las mías galeras por diez años». Los condenados servían durante ese tiempo como remeros sin percibir sueldo.

Los nobles no podían tampoco recibir este castigo.

La pena de milicias parece ser que se utilizó por primera vez en el reinado de Felipe IV. La Junta de Obras y Bosques para acabar con el creciente furtivismo de esa época, decidió que los individuos que no tuvieran otra ocupación que la caza furtiva, fueran a la guerra para servir una o dos campañas. Su participación en la guerra de Portugal, que tenía lugar entonces, se consideraba muy útil ya que «en menos de dos meses se podrían sacar una buena cantidad de hombres…»[2].

Los condenados eran vestidos y armados con el producto de las multas.

Muchos furtivos pertenecientes a la nobleza fueron condenados a servir en campañas militares con caballos y armas propios.

El trabajo en las minas de azogue de Almadén, a pesar de su dureza, era preferido muchas veces al castigo de azotes por los furtivos condenados. Éstos estaban obligados a extraer el agua que en ellas manaba durante varias horas del día o de la noche y también los empleaban en cargar y descargar los hornos de azogue y en el lavado de este metal.

El cruel castigo de amputar a un furtivo una mano o un pie se aplicó en casos extremos sobre todo en la Edad Media. Una disposición de 1285 en Valencia mandaba castigar con la pérdida de una mano[3].

No menos duras fueron las penas que imponían los nobles a los furtivos apresados en sus grandes cotos de caza. El duque del Infantado, por ejemplo, para proteger la caza en Buitrago y su tierra dio unas ordenanzas mandando fuertes castigos especialmente en el que se llamaba Bosque del Duque, suyo particular. En 1557 a dos personas se les cortó el pie izquierdo y varios vecinos de Torrelaguna fueron condenados unos a la pena de horca y otros a seis años en galeras y azotes, pero afortunadamente fueron indultados en 1588[4].

A pesar de estas fuertes medidas no se pudo evitar el furtivismo. Los furtivos o «cazadores cosarios», como se les denominaba antiguamente, fueron una verdadera pesadilla para nuestros reyes no solo porque afectaba negativamente a su diversión preferida, sino también por lo que tenía de desacato y por los accidentes desgraciados que con frecuencia provocaban los furtivos al enfrentarse con los guardas cuando eran sorprendidos en los bosques reales.

Muchos de los furtivos eran pobres jornaleros a los que la necesidad empujaba, sobre todo en la época de paro agrícola, a entrar en los bosques reales a cazar para mantener a sus familias. Cuando eran detenidos al no poder pagar las multas, eran encarcelados.

Se dedicaban también a la caza furtiva otras personas que estaban en mejor situación económica: artesanos, comerciantes e incluso nobles y clérigos.

Bartolomé Spranguer, perteneciente a la guardia alemana de Felipe II, fue detenido cuando cazaba con lazos en marzo de 1576.

El hijo del conde de Chinchón fue preso y multado a principios del siglo xvii por cazar furtivamente en el soto de Migas Calientes de Madrid.

Varios clérigos de pueblos próximos a El Pardo habían hecho «mucho daño en la caza mayor y menor…contra la decencia y honestidad de su hábito». Se comunicaron los hechos al Arzobispado de Toledo el 20 de agosto de 1561[5].

En los primeros años del reinado de Felipe III fue sorprendido cazando de forma furtiva el Nuncio de Su Santidad[6].

Hubo también muchos furtivos profesionales que vivían exclusivamente de practicar esa actividad y algunos de ellos vendían las piezas cazadas en los mercados de Madrid. Bastantes vecinos de Colmenar Viejo, Fuencarral, Torrelaguna, etc. cazaban a menudo dentro de los límites de la caza de El Pardo. En los primeros años del reinado de Felipe V hubo en pueblos de Toledo como Esquivias, Añover, Yepes, Borox, Mocejón y sobre todo en Ciruelos, una gran cantidad de cazadores furtivos que entraban en los bosques de Aranjuez sin importarles disparar sobre los guardas si intentaban detenerlos. En 1701 mataron al guarda Damián de Mesa. La zona de Morata de Tajuña, según el marqués de Leganés, señor de esa villa, «era comarca bilicosa y de muchos caçadores» en 1635. También hubo bastantes furtivos profesionales en los pueblos situados alrededor de Valsaín y de San Lorenzo de El Escorial.

Hubo épocas en las que el número de furtivos que cazaban en los boques reales fue de tal magnitud, que se temía que en algunos de ellos se extinguiera la caza.

Aprovechando que Felipe II estaba fuera de España a principios de 1556, grupos de personas disfrazadas y formando cuadrillas cazaban con arcabuces y ballestas en El Pardo. Al enterarse el monarca se enfadó más que por las piezas cazadas, por la falta de respeto, por el desacato: «… nos ha desplazido mucho, no tanto por el daño de la caza, quanto por el atrevimiento y desacato que han usado»[7].

Posteriormente ya estando Felipe II en España el problema del furtivismo continuó. En 1569 detuvieron en El Pardo a dos hombres que llevaban siete conejos. Los furtivos desenvainaron sus espadas e hirieron gravemente a un guarda. En esta ocasión el rey ordenó que los dos hombres fueran condenados a muerte no por cazar, sino por resistirse al arresto y atacar al guarda. Fueron además multados con 2.000 ducados y sus mujeres, que también estuvieron cazando con ellos, con 4.000 maravedíes y desterradas de sus pueblos respectivos por dos años[8].

Utilizó también Felipe II la clemencia con muchos furtivos perdonándoles parte y a veces el total de su condena. Los últimos meses del año 1571 fueron muy felices para Felipe II porque el 7 de octubre tuvo lugar la victoria de Lepanto y el 4 de diciembre nació su hijo Fernando, que hubiera sido su sucesor de no haber muerto a los siete años de edad. En ese momento tan oportuno acudieron a él pidiendo perdón nueve furtivos que habían matado dos gamos en Aranjuez y dos vecinos de Villatobas (Toledo) que habían abatido varias piezas en los montes de Ocaña. A todos les perdonó la pena de azotes pero tuvieron que pagar las multas.

En el reinado de Felipe IV el problema del furtivismo se agravó aún más porque el número de los que se dedicaban a esa actividad fue aumentando. Se llegó a temer que la caza en Valsaín se extinguiera y que la del Pardo «muy presto se acabara totalmente».

Se llegó a detener cazando en la Casa de Campo al ayuda de cámara de Felipe IV y le llevaron a prisión por lo que no pudo ir a vestir al monarca. Éste mandó que su criado pagara la multa correspondiente.

El coger bellotas en los cazaderos reales estuvo siempre muy castigado ya que era parte del alimento de los animales que cazaban los monarcas. El 15 de noviembre de 1642, día de san Eugenio, cuando estaba cazando Felipe IV en El Pardo encontró a un pobre hombre recogiendo bellotas. Sintió el rey compasión por él y le permitió que se llevara un saco lleno de ellas. Para conmemorar este hecho la Casa Real autorizó a partir de entonces a los madrileños recoger bellotas todos los años en la romería d san Eugenio.

En el reinado de Carlos III se condenó a un hombre al que cogieron con unas bellotas que había robado en El Pardo, a permanecer en los calabozos de Ceuta tantos años como bellotas llevaba. Pidió perdón el pobre hombre al rey quien no se lo concedió y permaneció seis años preso. Al quedar libre volvió a Madrid y mató al guarda que le había denunciado, pero él fue condenado a la horca[9].

En el siglo xix el problema del furtivismo en los cotos reales se agravó al no considerarse delito sino sólo falta. En el reinado de Isabel II se castigaba a las personas que eran sorprendidas cazando en los cuarteles reservados que tenía la familia real en El Pardo, con una pequeña multa o un día o dos en la cárcel. Por eso aumentó el número de furtivos y disminuyó gravemente la caza «por el escandaloso abuso de una multitud de gentes de mal vivir que están destinados exclusivamente a poner lazos y huronear»[10].

En el reinado de Amadeo I de Saboya los furtivos madrileños preferían la Casa de Campo. En el arroyo Meaques y junto a la tapia había un fresno bajo que facilitaba a los cazadores la entrada a la posesión real. El árbol fue cortado pero había también trozos de tapia caídos por donde entraban muchos furtivos.

En esa época había en la Casa de Campo además de varios miembros de la Guardia Civil, un guarda mayor, cuatro de a caballo y diez de a pie.

Los reyes no pudieron acabar con los furtivos a los que consideraban «personas mal entretenidas». La mayoría de ellos no eran delincuentes, sino simplemente gente pobre que se atrevía a entrar en los cazaderos reales para poder dar de comer a sus familias.



NOTAS

[1] Peláez Albendea. M. J. «Algunas manifestaciones del derecho de caza en Cataluña» (siglos xiii y xiv). La Chasse au Moyen Âge. Junio 1979, página 75.

[2]Archivo General de Palacio. Registro. Cédulas reales, tomo XIII, folio 322.

[3] Peláez Albendea, M. J. Op. Cit. Página 75.

[4] Fernández García, M. Buitrago y su tierra. Madrid 1980, página 213.

[5] Archivo General de Palacio. Registro. Cédulas reales. tomo II, folio 144.

[6] Morán J. y Checa F. Las casas del rey. Madrid 2003, página 31.

[7] Archivo General de Palacio. Registro. Cédulas reales. tomo II, folio 17.

[8] Parker, G. Felipe II. Madrid 1988, páginas 64-65.

[9] Coxe, G. España bajo el reinado de la Casa de Borbón. Madrid 1847, tomo IV, página 408.

[10] Archivo General de Palacio. Reinados. Caja 8657.



El furtivismo en los cotos reales

PERIS BARRIO, Alejandro

Publicado en el año 2017 en la Revista de Folklore número 428.

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