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Desde hace milenios, el ser humano ha preparado carbón vegetal para diversos usos, desde su aplicación como colorante en algunas pinturas paleolíticas, hasta combustible para hornos de reducción de minerales destinados a fines metalúrgicos, o como fuente de energía de uso doméstico para calentar los hogares. Prueba de ello la encontramos, por ejemplo, en el yacimiento arqueológico de Los Barruecos (Malpartida de Cáceres, Cáceres), datado entre el sexto y el quinto milenio antes de Cristo. En él se halló una gran cantidad de carbón vegetal dentro de una fosa horadada en la tierra, y destinada a calentar los alimentos por gentes que habitaron ese lugar en el Neolítico Antiguo. En épocas posteriores, también se ha documentado su uso como fuente primaria de energía por toda la Península Ibérica, desde los inicios de la metalurgia en el Calcolítico y la Edad del Bronce hasta la Edad del Hierro y, en épocas más recientes, con fines metalúrgicos, tanto en hornos de fundición como en vasijas a modo de contenedores usadas para reducir los minerales de cobre y obtener así el metal.
Durante la Edad Media, se hace palpable la importancia de nuestros bosques y montes como fuente de recursos y materias primas, cuya defensa queda evidenciada a través de los principales códigos y leyes de esa época. En el código de Alarico (506), en el Fuero Juzgo (654), en los distintos Fueros escritos entre los siglos xi al xiii, y posteriores, aparece regulado el uso de los bosques, penando con multas muy altas a aquellos que cortasen o descortezasen algunos tipos de árboles o a quienes utilizasen su leña sin permiso. En el Código de las Siete Partidas (siglo xiv) se penaba hasta con la muerte a quien infringiera un grave daño al quemar el monte.
Pero no será hasta la Edad Moderna cuando comience una creciente regulación estatal en los ámbitos forestales y surja entonces una verdadera política forestal, cuya preocupación estará marcada por el abastecimiento de energía a la Corte. La gestión forestal y la regulación del uso del monte generaron toda una gran normativa empeñada en llevar a cabo una explotación racional de los recursos a través de ordenanzas e instrucciones de marcado carácter sancionador, mostrando con ello su escaso cumplimiento.
El carbón en el señorío de Buitrago durante el siglo xvi
La práctica del carboneo en la zona de la actual Sierra Norte de Madrid, está documentada desde el siglo xvi a través de diversas ordenanzas aprobadas por el Duque del Infantado, titular del señorío de Buitrago. Las Ordenanzas para la Conservación de Montes (1567), reglamentaron dicha práctica e incluso en las ordenanzas de otros pueblos, la prohibieron, como las de Braojos (1566), en la que se multaba a los vecinos con 1.000 maravedíes (mrs.). en caso de que hicieran hoya para hacer carbón. En las Ordenanzas de Villa y Tierra de Buitrago (1562) se restringía la tala de determinadas especies de árboles con duras penas a los infractores, prohibiendo incluso subir a la sierra en invierno a por leña y cortarla para sacarla fuera de esta jurisdicción. Estas ordenanzas preservaron los montes comunes que se extendían por toda la comarca, entre los lugares de Braojos, Gascones, Villavieja, Prádena, Horcajo, Horcajuelo, La Nava, Madarcos, Montejo, El Cuadrón y Garganta. En dicha normativa se vetó durante diez años la poda y la tala para que sus montes pudieran crecer sin peligro. Pero ¿por qué estas restricciones? sin duda alguna la explicación la encontraremos en el valor ganadero de todo este territorio como quedó reflejado en la parte expositiva de esta ordenanza:
…es notorio lo principal que al bien común de la dicha villa y tierra conviene es la cría y conservación de los montes porque la tierra es más conveniente para ganados que para panes ni viñas y si no hay montes quítase la cría del ganado.
Esta zona conocida hoy como la Sierra Norte de Madrid, se subdivide en la actualidad en varias subcomarcas: Sierra de La Cabrera, Valle del Jarama, Valle del Lozoya, y Sierra del Rincón, pero no siempre estuvo configurada como ahora la conocemos. Constituida desde un principio como zona de repoblación en el siglo xi por Alfonso VI, pasó en época temprana (1358) a manos del Duque del Infantado, quien debió ver en ella el alto potencial ganadero que ya tenía la zona, y a la que se dedicaban sus habitantes. Fue entonces cuando se erigió en comunidad de villa y tierra, englobando 31 pueblos y actuando Buitrago como cabeza de la comarca hasta el siglo xix, cuando pasó a ser parte de la provincia de Madrid, junto con los pueblos del Sexmo de Lozoya, que hasta entonces habían pertenecido a Segovia: Lozoya, Canencia, Alameda del Valle, Oteruelo del Valle, Pinilla del Valle y Rascafría. A la Tierra de Buitrago se vinculó un amplio territorio cuya población se veía beneficiada del uso común de los montes comunales como pastos, permitiendo la transterminancia y el desarrollo de una economía centrada, principalmente, en la explotación ganadera ovina.
La importancia que tenía esta actividad en la zona se plasma en que de las 40.000 hectáreas que poseía la Tierra de Buitrago en 1752, sólo el 25% estaban destinadas a labores agrícolas, el resto, al sostenimiento de la principal fuente de riqueza: la ganadería ovina, la cual se encontraba en manos de una élite local, encabezada por el Duque del Infantado, controlando así la principal actividad laboral y fuente de grandes beneficios al exportar la lana obtenida fuera de la comarca.
El terreno del que se alimentaba el ganado, era sobre todo de carácter comunal, y principalmente de propiedad concejil (más del 50%), el resto estaba repartido entre particulares y eclesiásticos. En este sentido, el objetivo de la legislación surgida entonces (Ordenanzas), era el de preservar el uso de las tierras comunales y de los montes, en beneficio sobre todo de esa cabaña ganadera. Y, al ser de propiedad comunal, el mantenimiento y cuidado de los montes corrían a cargo de los Concejos. Bien por iniciativa de ellos, o por la del propio Duque, se iniciaba el proceso de creación o rectificación de las ordenanzas. Hasta catorce individuos participaban directamente en el proceso ordenancista, de los cuales seis, al menos, eran elegidos por el propio Duque, quien al final tenía la última palabra, aprobándolas o denegándolas.
Quien, por tanto, mayor interés tenía en preservar los montes era la oligarquía ganadera que necesitaba de los recursos que le ofrecían las dehesas y pastos comunales para alimentar y cobijar su ganado, convirtiéndose en los principales beneficiarios de ese ordenamiento jurídico, y mostrando mayor interés en la aplicación de las leyes, a pesar de que, en muchos casos, no eran residentes en la zona.
Particularmente, en las Ordenanzas de 1567 se desautorizaba la práctica del carboneo, ya que atentaba directamente contra el producto del que su ganado se beneficiaba, bosques y montes, provocando su desaparición. Únicamente les estaba permitido, a los vecinos de la comarca, sacar leña de roble procedente de los montes comunales, estando prohibida la tala y la comercialización de la encina y del fresno, especies que servían de alimento y cobijo del ganado. Estaba prohibido hacer carbón de encina, de roble o brezo para sacarlo fuera de la jurisdicción —principalmente hacia Madrid—, bajo multa de 1.000 mrs. y la pérdida del carbón. La multa se duplicaba si la quema o el carbón se hacía en los brezales de la Villa y Tierra de Buitrago. El uso del carbón solo estaba permitido para la industria de la Comarca: tanto en los obrajes de paño como en las herrerías. La obtención de corteza también estaba prohibida (5.000 mrs. de multa), salvo para los zapateros, pero solo si era de encina o de acebo.
Las Ordenanzas también multaban el hacer fuego en los montes comunes con 2.000 mrs. más el daño que hiciese al común: por cada encina 2.000 mrs. y por cada roble 600 mrs. A los pastores, se les prohibía llevar hachas o destrales en los carrascales y tan solo se les permitía portar un cuchillo o puñal para cortar leña para calentarse. El objetivo de dicha regulación era evitar la rápida deforestación de los lugares del señorío, pero también se cortaba de raíz con una posible salida económica de sus habitantes.
La normativa no fue siempre respetada por los vecinos, sobre todo porque el resto de la población, que rayaba en la mera subsistencia, no se beneficiaba económicamente de esa gran cabaña ganadera, y como se ha mencionado antes, el aprovechamientos de los montes y bosques podría ser una importante fuente de ingresos para los más vulnerables. Por esta razón, y en previsión del posible furtivismo, en estas mismas Ordenanzas, se creó la figura del Guarda Mayor —elegido directamente por el Duque del Infantado—, y la de los Monteros (en número de 8 a 25), para vigilar los terrenos comunales, cuyas funciones y atribuciones aparecen reguladas en el mismo documento.
Por otro lado, las condiciones climatológicas en este período sufrieron un empeoramiento, en las que duros inviernos con intensas nevadas y heladas entre los años 1561 a 1575 y de 1583 a 1587, provocaron una degradación de las masas forestales naturales y un incremento del consumo de madera, leña y carbón por parte de la población para poder afrontar esas duras condiciones. La caza y la pesca también se vieron afectadas y sufrieron una grave disminución. Como consecuencia de este deterioro general de la zona, durante la segunda mitad del siglo xvi, se promulga una amplia normativa en la comarca de Buitrago, para regular el uso de las tierras comunales y el de los montes, así como de la caza y de la pesca, que quedaba vedada para toda la población a lo largo del río Lozoya. A finales de siglo, coincidiendo con un riguroso invierno en Buitrago, de mucho viento y hielo intenso, se promulgaron unas nuevas Ordenanzas de Villa y Tierra en 1583, mucho más duras, surgidas para conservar y preservar los bosques y sobre todo aquellos árboles que tuvieran utilidad para la ganadería, en los que solo se permitía a los vecinos la corta de leña verde o seca en los montes comunes de la villa, y los que tuviesen licencia para talar lo harían sobre un máximo número de ejemplares de las dehesas y de una determinada medida. Se imponían además, nuevos turnos de vedamiento que iban entre los ocho y los veinte años, dependiendo del tipo de árbol, para dejarlos crecer. La corta para hacer carbón seguía prohibida, y la multa, si se hacía y se sacaba fuera de la jurisdicción, había aumentado considerablemente: diez mil mrs.
Estos periodos de frío intenso se han identificado en los últimos años por los climatólogos, como una «Pequeña Edad del Hielo» que tuvo lugar entre 1550 y 1850, caracterizada por periodos muy fríos, donde la nieve y el hielo se mostraron con toda crudeza, en los que además la actividad solar disminuyó y hubo un aumento de la actividad volcánica a nivel global. Esta variabilidad climática fue catastrófica ya que a esos severos períodos de frío le siguieron periodos de sequía para terminar con granizos, lluvias intensas y un descenso rápido de las temperaturas. Todo ello provocó la degradación de los bosques y el aumento de la presión humana materializado en la tala de árboles para conseguir leña y hacer carbón vegetal con el que calentar sus hogares y cocinar los alimentos.
En 1580, Madrid quedó casi despoblado a consecuencia de los estragos del catarro contagioso que por entonces asoló toda la Península, sin duda alguna provocado por estos periodos de frío gélido. Así se manifestó en la obra Madrid en la mano o el amigo del forastero (1850).
La legislación que a partir de entonces va apareciendo tanto en la comarca de Buitrago como desde la Corte en Madrid, coincidirá con los picos más intensos de frío invernal. Su reiteración no muestra más que, por un lado, el incumplimiento de tales ordenanzas por parte de la población, que necesitaba ante todo sobrevivir a esos duros y largos inviernos y, por el otro, solucionar desde la Corte el problema del abastecimiento de combustible a la Villa de Madrid, asegurando la estabilidad social y el orden público en la Corte.
Madrid comienza a demandar carbón
A pesar de toda la normativa publicada en el señorío de Buitrago preservando sus bosques y sus montes, y de las inclemencias que tuvieron que soportar, aún les quedaba por sufrir un acontecimiento mayor que les afectaría sin duda alguna: el establecimiento de la Corte en 1561 en Madrid. Este hecho, generó un importante crecimiento urbano provocando un incremento de las necesidades energéticas que impactarían directamente en los montes de esta zona, al igual que en todo el territorio cercano a la Villa y Corte. El área de suministro de leña y de carbón vegetal que antes de esta fecha abarcaba la Tierra de Madrid (unos 1.500 Km2), necesitó un terreno más extenso que se denominó la «comarca de Madrid» durante el siglo xvi. Dicha comarca comprendía la práctica totalidad de la actual Comunidad Autónoma de Madrid, la mitad occidental de la provincia de Guadalajara, el norte de Toledo y una parte de la provincia abulense, abarcando una superficie aproximada de 15.000 km2, y cuyo radio podía llegar hasta los 50 kilómetros (km), extensión que no paró de crecer durante los siglos posteriores, a medida que lo hacía la población que residía en la Corte. A mediados del siglo xviii la ciudad llegó a necesitar unas 30.000 Toneladas métricas (Tm) de carbón vegetal y otras 18.000 Tm de leña. Según Hernando Ortego, el consumo llegó a ser de 3 kilogramos (kg) de leña por persona y día, lo que suponía abarcar una superficie de producción forestal que rondaba los 70.000 km2, superando un radio de transporte de aproximadamente 150 km.
Esta demanda en auge generó una política forestal plasmada a su vez en una normativa específica y en un nuevo sistema de gestión de los montes llevado a cabo por empresarios privados, conocidos como obligados, que garantizaran tanto el suministro de leña como el de carbón vegetal a la ciudad de Madrid, afectando directamente a los intereses de la Villa y Tierra de Buitrago.
Muestra de esta nueva política es la Pragmática de Zaragoza de 21 de mayo de 1518, en la que se instaba a la creación de nuevos plantíos, asumiendo los habitantes de los lugares el coste entero o parcial de semillas, plantones, etc. Este tipo de cláusula será un recurso empleado en toda la normativa posterior, incluido el siglo xx.
Durante la primera mitad del siglo xvi, los 20.000 habitantes que poseía Madrid se abastecieron con normalidad de las fuentes energéticas procedentes de un área más o menos cercana a la Villa (sotos a orillas de los ríos Manzanares y Jarama, recursos forestales del Real de Manzanares y la compra de carbón vegetal en zonas cercanas). Pero pronto la Tierra de Madrid no fue suficiente para abastecer de combustible la demanda de la ciudad, en la que se había instalado una élite cortesana en aumento y cuyos niveles de consumo eran bastante altos. Además, las obras llevadas a cabo en el Real Alcázar contribuyeron a incrementar el consumo de leña y carbón vegetal para alimentar los hornos de construcción. A dichos factores habrá que añadir las exigencias de la monarquía sobre el monte de El Pardo, para su uso y disfrute cinegético, prevaleciendo frente al beneficio comunal que se había mantenido hasta entonces. De este modo se redujeron los sotos concejiles y se incrementó el furtivismo, única salida para el campesinado pobre de la zona que debía autoabastecerse de leña y carbón.
Todos estos factores, unidos a la presión demográfica, hicieron que junto a la demanda de leña se incrementara también el dinero recaudado por su comercialización, ya que esta se obtenía de terrenos que eran bienes de propios del Concejo madrileño, cuyas propiedades poseía el Concejo exclusivamente, pero los arrendaba o cedía a los vecinos, y para poder sacar la leña, había que pagar al Ayuntamiento. Pero fue tal la demanda que el Ayuntamiento pronto se vio sobrepasado y su gestión desbordada.
Para evitar las prácticas esquilmadoras, el Concejo madrileño, de quien dependía el control de los montes, no dudó en comenzar a tomar medidas; pero en lugar de ampliar la oferta, decidió regular su aprovechamiento, prohibiendo determinadas prácticas como descortezar, hacer fuego, sacar leña con carretas, etc. e imponiendo duras penas a los contraventores. Surgen así las Ordenanzas de 1512, como exigencia de la monarquía para que se realizasen plantíos en la Tierra madrileña, o las Ordenanzas de 1537 para la guarda y conservación de la leña de los montes, ya que los sotos y dehesas más cercanos a la Villa habían sido trágicamente esquilmados (Valderomasa, Cantoblanco, etc. …). Posteriormente, se aprueban las Ordenanzas de 1563 y 1568, elaboradas por el Ayuntamiento de Madrid, orientadas a sancionar las cortas de árboles, vigilar que se cumplieran las normas y regular los usos y derechos comunales en el bosque, complementándose con normas sobre el vedamiento del ganado, algo innovador hasta entonces. Para ello se aplicó un sistema de sanciones a la explotación indebida de las principales especies a proteger: encinas, quejigos, robles, fresnos y álamos, esperando con ello la regeneración de los malogrados bosques.
Observamos que en toda esta legislación creada por el Ayuntamiento de Madrid al igual que en las Ordenanzas para la Conservación de Montes de Buitrago de 1567, se imponían duras penas a la gente más pobre que recogía leña para autoabastecerse, mientras se protegían los derechos comunales vinculados a la explotación ganadera, en general propiedad de la élite económica.
Pero toda esta legislación sancionadora y reiterativa, mostraba una vez más su ineficacia ya que solo se limitó a fijar sanciones pero no logró evitar las prácticas esquilmadoras que sufrían los bosques en el entorno de Madrid, ni mejorar el estado de los montes. Fue entonces cuando el control de los montes pasó a ser regulado por el Estado, bajo el argumento de la escasez de recursos como medio para legitimar el control sobre ellos.
Hacia el último tercio del siglo xvi el problema de la deforestación no había desparecido, ya que además de arrancar indiscriminadamente un gran número de árboles, no se volvían a plantar más. De ahí la imperiosa necesidad de hacer nuevos plantíos en un momento de máxima preocupación por la escasez de combustible que afectó a la Villa del Manzanares y que provocó una subida de los precios.
Como resultado de estas necesidades, surgió la Instrucción de 1574 representando frente a toda la normativa anterior, una gran novedad, por cuanto no establecía una serie de disposiciones y sanciones si no se cumplían las reglas, sino que se trataba de un conjunto de instrucciones para organizar el funcionamiento de la figura del Guarda Mayor, y regular las técnicas para la creación de nuevos plantíos, para la corta de árboles y el aprovechamiento de los montes, además de establecer una serie de medidas para su protección, tanto de los plantíos nuevos como de los montes ya existentes. Con esta nueva Instrucción la administración de los recursos naturales pasaba directamente a ser controlada por el poder real.
La nueva Instrucción enfocó su atención en la conservación y regeneración del monte alto de encina, por estar en una situación de alarmante abandono ya que «tan malo es dejar de plantar como plantar mal». Aunque el tratamiento del monte bajo de encina y roble, cuyo estado era pésimo debido a prácticas esquilmadoras e inadecuadas, también recibió un detallado tratamiento, orientándose fundamentalmente al adecuado aprovechamiento de la leña y del carbón vegetal. Para ello se establecía el turno de corta mínimo para el roble en doce años y en diecisiete para la encina y, el periodo de las cortas, que debían realizarse entre el 1 de octubre y el 31 de marzo. Además, era necesario que se hicieran a mata rasa o corta total, aunque también se podía desmochar (podar un árbol completamente hasta una cierta altura, algo muy habitual en los fresnos), prohibiéndose dejar ramas principales «a horca y pendón».
La nueva legislación ejercía su control y vigilancia sobre la denominada «comarca de Madrid» y abarcaba algunos pueblos pertenecientes a la Tierra de Buitrago, como Gargantilla, La Serna, Buitrago, Horcajo, Horcajuelo y Montejo, y al Sexmo de Lozoya como Canencia y Lozoya, perteneciente a Segovia. Esta era el área estimada necesaria para el suministro de leña y carbón vegetal a la Villa de Madrid, y abarcaba jurisdicciones señoriales que fueron reacias a suministrar combustible, como hemos visto que ocurría en la Tierra de Buitrago, donde se impedía comercializar el carbón fuera de su jurisdicción, y que, a pesar de la nueva normativa, siguió resistiéndose, llegando incluso en 1584 a prohibir completamente la obtención de carbón vegetal procedente de sus montes, a varios particulares que habían comenzado a practicar el carboneo con destino al mercado madrileño, alegando que perjudicaba al pasto de los ganados.
Pese a que esta Instrucción emitida por la Corte comenzó con novedosas disposiciones sobre política forestal, no pudo cumplir las altas expectativas a las que estaba sujeta porque el aparato administrativo era muy insuficiente para aplicarla. Además, la oposición de señoríos, villas y lugares frente a las disposiciones acerca de los terrenos forestales que ordenaba, debió limitar el desarrollo de la figura del Guarda y la aplicación de dicha normativa. Pero gracias a esta oposición y la férrea legislación que el Señorío de Buitrago practicó sobre sus montes, los salvaguardó, al menos durante esta centuria. No corrieron la misma suerte los montes de propiedad real, como Valsaín, Riofrío o El Escorial que fueron gravemente esquilmados en este mismo periodo.
El consumo del carbón durante el siglo xvii
Al comienzo de la siguiente centuria, el crecimiento de la Villa de Madrid volvía a dispararse, llegando a alcanzar en las primeras décadas del siglo xvii los 130.000 habitantes. Esta circunstancia generó el aumento de la demanda y del consumo en todos los productos básicos, como el carbón vegetal del que se estimaron unas 20.000 Tm (1.300.000 arrobas) de este combustible. El incremento de la necesidad hizo que el área de abastecimiento de carbón se duplicara, pasando a ser el radio de unas 20 leguas, unos 110 km aproximadamente.
Por otra parte, los pueblos que se encontraban dentro de ese radio de suministro, sufrían las consecuencias de unos más que rigurosos inviernos, perdiendo las cosechas en varias ocasiones, y con ello, los escasos ingresos que tenían para pagar los impuestos (alcabalas y débitos reales) así como otros gastos, reparaciones de puentes e infraestructuras públicas. Así, Guadalix sufrió en 1609 una tremenda helada por la cual perdió todas sus cosechas; Valdelaguna padeció una intensa tempestad de piedra en 1690, y Pioz en 1601 soportó un duro invierno y un verano con fuertes «apedreos». Todos estos pueblos, junto con otros como por ejemplo San Sebastián de los Reyes, El Molar, etc., vieron incrementadas sus deudas ya que no tenían con qué hacerles frente.
Al rigor climatológico se unió la ya frágil economía de estos pueblos, los virulentos brotes de peste y otras enfermedades que tuvieron que padecer. Estas circunstancias obligaron a los pueblos a talar, cortar y entresacar sus montes, dehesas y sotos para obtener madera y fabricar carbón vegetal con la finalidad de vendérselo a Madrid, para sufragar gastos e impuestos diversos. Es el momento de pedir permiso de corta de monte y su venta para carbón al Consejo de Castilla, que representa el complejo administrativo de la Monarquía, por supuesto respetando y guardando las leyes y las ordenanzas que protegían los bosques, podando siempre «a horca y pendón», al menos eso es lo que aseguraban.
El Consejo de Castilla generalmente estaba interesado en conceder estas licencias, pues era la manera de asegurarse el cobro de las deudas y los atrasos, aunque fuera a costa del deterioro de los montes. La utilización del carbón como medio de pago de impuestos se siguió utilizando después, e incluso en pueblos pertenecientes a señoríos, como lo demuestra el catastro de Ensenada, en el que aparece reflejada dicha práctica en el pueblo de Garganta de los Montes, perteneciente al señorío de Buitrago:
Los montes comunes están en consideración de que su leña hallándose en estado se corta por los procuradores del común para el beneficio del carbón para subvenir con su producto a los gastos que ocasionan la dicha Villa y Tierra de Buitrago, que tienen entre sí Comunidad e igual aprovechamiento.
Pero el aumento continuado de la demanda de leña y la escasez de montes provocaron de nuevo una subida del precio del carbón vegetal. Este hecho impulsó la creación de nuevas ordenanzas en 1670, siendo redactadas por el Ayuntamiento de Madrid. En ellas, se recogen tanto disposiciones normativas y, por ende, sancionadoras, como las actuaciones de los responsables forestales, encaminadas a fomentar plantíos y a la conservación de los montes. Se dictan además medidas oportunas para la protección y su cuidado, así como los mecanismos de vigilancia. Se incluye, además, un nuevo planteamiento para el fomento del plantío de arbolado de ribera para su uso como leña por los vecinos de los pueblos, con el fin de limitar el consumo de encina, utilizada entonces para carbonear con destino al abasto de la Villa de Madrid.
Esta nueva legislación ordena un reconocimiento de los montes de Madrid, con especial hincapié en los de Toledo, Guadalajara, Real de Manzanares y Madrid, indicando las áreas de suministro de leña y de carbón vegetal. Se prohíbe que los montes que han sufrido una mala corta y carboneo terminen siendo tierras de cultivo, y se obliga a que sean restituidos. Se estipula un periodo para las cortas realizadas en monte bajo que van de octubre a finales de marzo y se reduce el turno de corta con respecto a la Instrucción anterior: diez años para el roble (en la Instrucción era de doce años), y quince para las encinas (diecisiete en la anterior), mostrando una intensificación del ciclo del carboneo de los montes, seguramente como resultado de la presión de la demanda que ejerció la ciudad. Se fija el vedamiento de caza por seis años y se estipula que el ganado no entre en los montes cortados. La finalidad de estas Ordenanzas es obtener un monte alto renovado, aunque, de nuevo, a costa de los pueblos de la zona.
Si bien es cierto que esta legislación no representa ninguna innovación con respecto a las anteriores ordenanzas, sí hay que señalar que muestra una cooperación entre el poder central, a cargo del Consejo de Castilla, en la figura de un Superintendente de Montes y Plantíos y, el gobierno municipal, representado por cuatro regidores. Esta comisión se encargó conjuntamente de la vigilancia de montes y plantíos durante varias décadas. Pero a finales del siglo xvii esta comisión quedó anulada y su empresa abandonada hasta el siglo xviii.
Problemas de abastecimiento durante el siglo xviii
De nuevo, las exigencias de una población en claro aumento demográfico y unos nuevos hábitos de consumo -esta vez las chimeneas «a la francesa» utilizadas por un sector de la población con mayor poder adquisitivo, así como las necesidades generadas por las nuevas obras en la edificación del nuevo Palacio Real tras quemarse el antiguo Alcázar en 1734, o la ola de intenso frío, inusual e inesperada, que causó una epidemia de gripe a principios de la centuria en todo el continente europeo, incluida la península-, provocaron un aumento de la demanda de combustible a lo largo de todo el siglo xviii. Una vez más y a pesar de toda la legislación anterior, era tan desastroso el estado de los bosques y tanta la demanda —1.800.000 de arrobas de carbón— (una arroba equivalía a 11,5 Kg) que se hizo necesario dictar unas nuevas ordenanzas para poner remedio a los problemas de abastecimiento de combustible que tenía Madrid. Y así se publicaron el 7 de diciembre de 1748 unas nuevas ordenanzas, dictadas solo unos meses después de las del ramo de montes de Marina, dirigidas a la gestión de los montes costeros, en las que Fernando VI ordenaba realizar nuevos plantíos destinados a la construcción de su flota naval.
Esta nueva Ordenanza, que una vez más surge como preocupación del abastecimiento de combustible a Madrid, destaca por la promoción de la política de plantíos, que recaía bajo la responsabilidad de los corregidores del reino, cada uno en su partido, distrito y lugares de su jurisdicción, así como la dureza de las sanciones establecidas. Los justicias locales prohibieron realizar talas, descepes, y cortas sin licencia expresa. Con posterioridad, en 1762, se nombraron dos «Ministros» o «Jueces de Montes» del Consejo para garantizar su cumplimiento. Uno de estos jueces se encargaba de las 20 leguas del entorno madrileño, el territorio de abasto que más tarde se vio ampliado a 25 leguas (casi 140 km). Para evitar el incumplimiento de las ordenanzas se creó también la Figura de los «Visitadores de montes y plantíos», que obligaba a los pueblos a realizar un inventario de los montes mayores que tenían, su estado y las condiciones del terreno «de modo que se pueda formar juicio de si son leñas de fácil o difícil corta y saca, para preparar y establecer fábrica de carbón». Estas nuevas disposiciones, son fiel reflejo del proceso de declive por el que estaba pasando la gestión forestal en ese momento, apostando por renovar y ampliar la regulación forestal y poder acabar con este problema. Como consecuencia de esta renovación de la política forestal, en 1756 se plantaron cerca de dos millones de árboles y se limpiaron y podaron cuatro millones en la provincia de Madrid y en las villas próximas.
A pesar de que Carlos III por la Real Cédula del 17 de Febrero de 1762, nombró Visitadores de Montes y Plantíos existentes en las veinticinco leguas alrededor de la Corte, y de que una nueva Instrucción fue promulgada en 1785, con el objeto de prohibir la quema de la corteza de encina, del alcornoque y de otros, de la que se extraían taninos vegetales para su uso en las tenerías y fábricas de curtidos, la situación de los bosques y montes del norte de Madrid hacia finales del siglo xviii, no debía ser muy halagüeña cuando en una providencia del Consejo Supremo de Castilla se señalaba «que los montes de Madrid se encuentran en un estado tan decadente que sólo habrá leña para seis u ocho años».
La grave deforestación del siglo xix
Durante el primer tercio del siglo xix, tanto la inestabilidad política como militar imperante, incidieron negativamente en la gestión de los bosques. Sin duda alguna, fueron las desamortizaciones, civil y eclesiástica, ordenadas por el gobierno, las que transformaron el paisaje de la sierra madrileña. Los montes de propiedad pública y los pertenecientes a la Iglesia, se vendieron a particulares que no dudaron en talar los árboles y roturar las tierras para convertirlos en campos de cultivo y, con ello, amortizar rápidamente su inversión.
Otros cambios acechaban, los propios del desarrollo industrial que durante el siglo xix tuvo lugar en la Península, iniciando así la transición hacia la energía fósil por la aparición de nuevos recursos energéticos (el carbón de coque), como de nuevos medios de transporte (el ferrocarril), con consecuencias directas en la gestión de los bosques madrileños. Además, la abolición de la legislación forestal que protegía el sistema de abastecimiento de leña y carbón vegetal a Madrid acabó por eliminar el marco legal que protegía a los montes. Por otro lado, el desarrollo del ferrocarril necesitará de grandes cantidades de madera para realizar su trazado. La combinación de todos estos factores, políticos, sociales y económicos, apoyados por una legislación más permisiva provocaron un amplio proceso de deforestación en toda España.
En 1850, en la obra Madrid en la mano o el amigo del forastero ya se hacía constatar la penosa situación de los bosques que rodeaban a Madrid:
La corte en España reúne bellísimas condiciones naturales de salubridad, no se observa en ella enfermedad alguna que pueda calificarse de endémica, y cuando se hayan poblado de árboles sus cercanías, y la policía urbana se haya perfeccionado en algunos ramos, nada tendrá que envidiar al pueblo más favorecido.
En la segunda mitad del siglo xix, coincidiendo con el descenso del consumo tanto de leña como de carbón vegetal, aparece en el panorama cultural español una corriente de pensamiento, el krausismo, cuyos máximos exponentes fueron Giner de los Ríos, Guzmán de Azcárate y Federico de Castro, entre otros. Creían en la reforma del hombre a través de la educación y, por lo tanto, en el progreso de la sociedad española. Como resultado de esta renovación educativa, cultural y social, se impulsa la conservación de los espacios naturales, tanto para su investigación como para obtener de ellos un uso más racional y sostenible. Surge así el cuerpo y la Escuela de Ingenieros de Montes, cuyo punto de partida será la publicación en 1833 de las Ordenanzas Generales de Montes.
En 1863 y 1877 se promulgaron nuevas leyes forestales, que reflejan la preocupación por el estado de los bosques y su gestión. Esta nueva legislación, irá encaminada a favorecer la conservación de los montes públicos, limitando su aprovechamiento para evitar una sobreexplotación de los mismos, y la reinversión de una parte de ese aprovechamiento en el propio monte para su mantenimiento.
Durante la segunda mitad del siglo, se fomentarán actividades conservacionistas: por ejemplo, la repoblación de los terrenos particulares estableciendo incentivos como los premios en metálico —recurso ya utilizado en 1775 por la Sociedad Matritense de Amigos del País para aquellos que hubieran realizado importantes repoblaciones—; la creación de la Fiesta del Árbol al estilo norteamericano, como fiesta escolar, convirtiéndose en una fiesta cívica encaminada a buscar el apoyo oficial e instruir a los gobernantes en la necesidad de una política orientada a la repoblación forestal de los montes. Esta fiesta promovía la costumbre de plantar un árbol en un día determinado por cada uno de los niños de las escuelas. La primera celebración tuvo lugar el día 26 de marzo de 1896.
Medidas para la conservación de los montes en el siglo xx
Los esfuerzos realizados durante la segunda mitad del siglo xix en materia de conservación del medio natural se verán reforzados a comienzos de esta nueva centuria con la promulgación del Proyecto de Ley de Conservación de Montes y Repoblación Forestal de 1908, con el fin de complementar las labores de reforestación realizadas y cuidar de la riqueza forestal existente, y ofrecer medios adecuados para conservar e impedir la devastación de los montes que ya existían, así como disponer de aquellos terrenos susceptibles de ser repoblados y en manos de particulares sin necesidad de recurrir a la expropiación forzosa.
Una novedad que proponía este proyecto de ley era la creación voluntaria de una sociedad formada por todos aquellos municipios, corporaciones, particulares u otras entidades que estuvieran en las zonas de montes protegidos y que voluntariamente los facilitaran para ser objeto de repoblación. De esta manera, quedaban libres de la expropiación forzosa por parte del Estado y se beneficiarían de otros privilegios, como la exención de la contribución, la percepción de las rentas del suelo anuales, etc. Después, la titularidad de esos terrenos podía o bien regresar a sus dueños originales a cambio de abonar el importe adelantado por el Estado para los trabajos de repoblación o ser vendidos al Estado. El proyecto de ley mantenía vigente la concesión de premios por repoblar; además, el Ministerio de Fomento concedería varios premios de 2.000 a 10.000 pesetas, a modo de subvención para la reforestación, entre las entidades o particulares que mayor obra de repoblación hubiesen realizado.
A pesar de las novedades que este proyecto de ley ofrecía, la prensa de la época recogió la discusión de la que fue objeto en ese momento. Uno de sus detractores el Sr. Zorita Díez, Senador por Valladolid, alegaba que «con las cifras consignadas no se conseguirá repoblar los montes», pedía además que se practicara una exención del pago de contribuciones y de todo tributo a los montes que existían en España, en periodo de repoblación (durante veinte años). No fue el único, varias enmiendas a algunos de sus artículos se discutieron con vehemencia en distintas sesiones en el Senado, hasta que finalmente se aprobó el reglamento que la desarrollaba por Real Decreto el 8 de octubre de 1909.
En 1916, Alfonso XIII consolida la política de conservación al promulgar la primera Ley de Parques Nacionales, que con sus tres únicos artículos, declaraba como Parques Nacionales aquellos «parajes excepcionalmente pintorescos, forestales o agrestes, del territorio nacional» con el objeto de favorecer su acceso por vías de comunicación, de respetar su belleza natural y la riqueza de su fauna y su flora, así como de evitar el deterioro o la desfiguración provocada por el hombre. Las primeras montañas con nombre propio «Covadonga y el valle de Ordesa» fueron declaradas en 1918 Parque Nacional.
Todas estas leyes serán derogadas casi medio siglo después por la Ley de Montes promulgada por Francisco Franco el 8 de junio de 1957. Ya no habrá leyes propias sobre parques naturales, sino que quedaron integradas en esta nueva Ley de Montes y su reglamento de ejecución de 1962.
Para la zona norte de Madrid, se declararon como parques protegidos en 1930 el Parque Natural de la cumbre, circo y lagunas de Peñalara; en 1985 el Parque Regional de la Cuenca Alta del Manzanares, y habrá que esperar hasta 2013 para la declaración del Parque Nacional de la Sierra de Guadarrama (Ley 7/2013, de 25 de junio), en la que ya no solo se trata de bellos o pintorescos paisajes, sino de sistemas naturales. Una característica insólita de esta Ley es que su gestión la detentan tanto la Comunidad Autónoma de Madrid, como la Comunidad Autónoma de Castilla y León, disponiendo para ello de dos directores distintos. Otro hecho relevante es que solo se incluyen en esta Ley las cumbres de las principales montañas, y una pequeña franja correspondiente al «espacio exterior, continuo y colindante», que queda englobada como Zona Periférica de Protección, con un grado de protección menor. Pero la totalidad de los terrenos que conforman los valles del Lozoya en Madrid y del Eresma en Segovia, de una gran riqueza forestal y paisajística, quedan desprotegidos.
La legislación anterior a la década de los años cincuenta del siglo xx tendía, mediante la gestión Estatal, a equilibrar un rendimiento máximo sostenible de los bosques, para asegurar el abastecimiento de los mercados urbanos e industriales y garantizar, por otro lado, su conservación, ya que la sociedad, eminentemente rural, no podía vivir al margen del uso tradicional de los montes. A pesar de los esfuerzos para su conservación, no siempre se pudo preservar el buen estado del conjunto de los montes y al final, tuvo más peso en la balanza su aspecto productivo. Según datos obtenidos de las estadísticas oficiales y ofrecidos por Iñaki Iriarti, cerca del 20% de la superficie arbolada del país pudo desaparecer entre 1850 y 1970. Aun así, en la década de los cuarenta del siglo xx, la legislación existente, se vio reforzada por un sistema de incentivos para la repoblación y la explotación forestal, y como resultado de ello, hoy podemos ver en la sierra madrileña un tupido manto de pinos al pie de casi todas las cumbres. En 1964, esta intensa labor de repoblación había recuperado doce millones de hectáreas, plantándose diecisiete millones de árboles. El Instituto para la Conservación de la Naturaleza (ICONA), creado en 1970, seguiría con esta política, hasta desaparecer en el año 1995, asumiendo sus funciones el Organismo Autónomo Parques Nacionales.
Sin duda alguna, esta política forestal se vio favorecida desde finales del siglo xix por el declive del uso de la leña y del carbón vegetal, siendo desplazados paulatinamente por el carbón mineral primero, y por la electricidad después. Tanto a nivel industrial, ya que era más económico (salvo en los períodos de las grandes guerras), como a nivel doméstico porque nuevas formas de calefacciones y cocinas se fueron generalizando en toda España, en la que ambas admitían como combustible tanto el carbón mineral como el vegetal.
La guerra civil, y la autarquía franquista posterior, iniciaron un periodo de regresión que desembocó en una penuria energética, generando un pequeño auge de los biocombustibles. A partir de la década de los cincuenta del siglo xx, se fue configurando un marco socioeconómico muy distinto en el que un nuevo modelo energético llegaría para quedarse y desbancar a los biocombustibles: el petróleo. A pesar de que la población seguía viviendo del medio rural, y que la política se apoyaba aún en medidas autoritarias y autocráticas, cambios tecnológicos importantes promovidos por la política de industrialización acelerada generaron que gran parte de la población se desconectara del uso de los montes.
De nuevo, en las décadas finales del siglo pasado, la emigración rural combinada con la aparición de otras fuentes energéticas (como la nuclear, el gas natural) y de electricidad procedente de energías renovables (eólica y solar), contribuyeron al descenso de la población rural, y a un abandono de las tierras de cultivo, originando que las superficies forestales volvieran a crecer. Pero este hecho, que a priori parece positivo, ha generado un aumento de la biomasa forestal que en algunos casos puede presentar graves problemas si no se gestiona de manera adecuada.
Situación actual, siglo xxi
En la actualidad, el Tercer Inventario Forestal Nacional, muestra que gracias al Plan Forestal Regional, puesto en marcha en 1999, se ha plantado en la Comunidad Autónoma de Madrid hasta 2007, una superficie equivalente al 54% de su territorio. A pesar de ello, aún queda una gran superficie apta para ser repoblada, principalmente en terrenos de propiedad privada.
Por último, se hace necesario en pleno siglo xxi, crear un modelo educativo y socioeconómico sostenible en el que los bosques formen parte de nuestras vidas, y aunque no vivamos de ellos como antaño, seamos capaces de incorporarlos a nuestro modelo de vida. Quizás un buen ejemplo sea el que organiza desde hace una década el Ayuntamiento de Navalafuente, donde se celebra, como antaño en Madrid, el Día del Árbol, en el que se plantan ejemplares para concienciar y fomentar el respeto a la naturaleza.
No olvidemos que los bosques son un bien a mantener, ya que según un reciente estudio del CSIC, un bosque nos da cinco veces más beneficio que lo que nos cuesta mantenerlo, por tanto, respetémosles, amémosles.
GLOSARIO
Tipos de corta
A mata rasa: Corta total.
Desmochar: Podar un árbol completamente hasta una cierta altura, algo muy habitual en los fresnos.
A horca y pendón: Se dejaban dos ramas principales en los árboles podados para que retoñaran.
Otros términos
Carbón de coque: Carbón procedente de la combustión incompleta o de la destilación de la hulla.
Transterminancia: Variedad de la trashumancia caracterizada por movimientos estacionales de corto recorrido, por lo general inferior a 100 Km, que suelen estar próximos a las explotaciones ganaderas entre las zonas bajas de los valles en el invierno y, los puertos de montaña en el verano.
Trashumancia: Tipo de pastoreo en continuo movimiento, adaptándose en el espacio a zonas de productividad cambiante, pero con asentamientos estacionales fijos y un núcleo principal fijo.
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