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I
La bramadera siempre ha fascinado al ser humano. Su origen paleolítico hace de ella uno de los primeros instrumentos musicales. Pese a sus limitaciones técnicas, su uso social y sus valores simbólicos la han convertido en objeto de numerosos estudios científicos. Un juguete, en apariencia (al menos, desde la visión de las contemporáneas sociedades «civilizadas»), ha figurado con prominencia en ritos y ceremonias, especialmente en las de iniciación, administración de justicia, alteración de conciencia o intervención mágica del clima.
Su amplia distribución (especialmente en Oceanía, América, África y Europa), además de su recurrencia en muy diversos ritos iniciáticos, la han convertido en un clásico de la investigación antropológica, desde finales del siglo xix hasta la actualidad. Idónea para el estudio comparativo e intercultural, ya despertaba el interés de señalados pioneros como Frazer, Haddon, Lang, Schmidt, Durkheim o Van Gennep. Ese interés se ha mantenido hasta hoy, tanto desde la propia antropología como desde ámbitos arqueológicos o musicológicos.
Alfred C. Haddon, en las conclusiones de su extenso trabajo dedicado a la bramadera, aseguraba que «este insignificante juguete es quizás el más antiguo, más ampliamente propagado y más sagrado símbolo religioso en el mundo» (Haddon, 1898). Unos años antes, el escritor escocés Andrew Lang mantenía que «estudiar la bramadera es tomar una lección en folklore» (Lang, 1884). Robert H. Lowie, por su parte, se refería a la bramadera como a «un asunto de aparente trivialidad, pero del máximo interés etnográfico» (Lowie, 1961). Marett afirmaba, en 1914, que no debería ser extraña para estudiante alguno en historia de la religión.
En este artículo trataremos diversos aspectos relacionados con su origen. Para ello, seguiremos el rastro de las teorías más relevantes en torno a su aparición histórica, características y usos primigenios.
II
En su tipología más sencilla, la bramadera se compone de dos elementos básicos: una tablilla (también denominada listón, hoja, espátula, etc.) y un cordel que se ata a uno de sus extremos. Para producir el sonido, el intérprete hace que la tablilla rote sobre sí misma en torno a su eje mayor, volteándola por el extremo libre de la cuerda.
El material más común en la construcción de tablillas es la madera, aunque se hayan documentado otros como piedra, hueso, cuerno, marfil, cerámica y, más raramente, metal. Como curiosidad, algunos ejemplares históricos de Papúa Nueva Guinea se manufacturaron con esternón humano (Lewis, 1973). En la isla indonesia de Sumatra llegaron a usarse ciertas partes del cráneo.
Los diseños de cada época y área geográfica tienen sus rasgos peculiares, aunque predomina el modelo ya establecido y optimizado en la prehistoria, es decir, una tablilla plana de geometría ovalada, con mayor estrechez en los extremos que en su parte central. Pueden encontrarse, no obstante, otras morfologías básicas: romboidales, rectangulares, lanceoladas, pisciformes... Los bordes de la tablilla se trabajan rectos o convexos y, a menudo, aparecen dentados (influyendo en su sonoridad y con su correspondiente carga simbólica).
Es común que una de las dos caras se acabe de manera desigual, normalmente a través de talla decorativa. Algunos estudiosos apuntan a que la tablilla mejoraría así su giro, quizá por la variación de resistencia al aire. Se han realizado experimentos que parecen confirmarlo (Grove, 2001). Con todo, las numerosas bramaderas con ambas caras idénticas parecen refutar la necesidad de talla, al menos como elemento optimizador, estructural (Montagu, 2007). En este sentido, son habituales los ornamentos pintados sobre la madera, con los mismos patrones y sin influencia en la rotación.
El sonido final del instrumento varía en función de las dimensiones. Las tablillas más pequeñas producirán frecuencias más altas (agudas), mientras que las de mayor tamaño emitirán zumbidos de menor frecuencia (más graves). Otros factores también determinan la generación de sonido, tales como la velocidad de rotación (a mayor velocidad, mayor frecuencia de la onda sónica) o la propia longitud de la cuerda.
Para fabricar esa cuerda se han usado históricamente los materiales más diversos: fibras vegetales, pelo animal o humano (documentado entre algunos aborígenes australianos), intestino, piel o fibras sintéticas (en los modelos más modernos). Su longitud es variable, aunque suele oscilar entre uno y tres metros.
En ocasiones, la bramadera añade a este diseño básico un tercer elemento: un palo al que se ata el extremo del cordel opuesto al de la tablilla. Opera a modo de mango, favoreciendo la sujeción, y puede tener dimensiones muy varias, normalmente cercanas al metro de longitud. Gracias a su relativa rigidez, funciona como apéndice y extensión del propio brazo, aportando mayor velocidad y radio a la rotación; ello redunda en una mayor vibración y profundidad del sonido. Estudiosos como Pettazzoni nombran a esta bramadera, por motivos obvios, zumbador de látigo.
III
El uso del zumbador se extiende por todo el planeta. Es tan universal que cada cultura humana lo ha conocido en algún momento de su desarrollo. Especialistas como Tranchefort (1985) apuntan que esa misma difusión, global, prueba su carácter primordial, primitivo. George Grove añade en The New Grove Dictionary of Music and Musicians (2001) que, no obstante, se mantiene hoy «confinada a unas pocas localidades muy dispersas» (Sachs, 1929; Hornbostel, p. 270).
Howitt, ya en 1891, reflexionaba sobre la universalidad de aquella bramadera, tocada y tratada de manera similar en áreas muy distantes entre sí a lo largo de todo el globo. Identificaba así uno de los mayores interrogantes de la primera antropología científica. La bramadera se convertiría, desde entonces, en objeto recurrente de análisis para las teorías de supervivencia, ya fuera entre los defensores de la poligénesis o entre los más inclinados hacia la monogénesis (y posterior difusión). Hasta bien entrado el siglo xx, etnógrafos y antropólogos de todo el mundo, animados por ese debate, estudiaron y documentaron cientos de mitologías relacionadas con la bramadera. Trataban de averiguar si se habría originado en un foco concreto, irradiador, o si, por el contrario, se daría en múltiples centros originarios, culturas lejanas y sin contacto posible.
Andrew Lang apostaba por la poligénesis, evidenciada por la amplia distribución de aquellos zumbadores:
Mentes similares, trabajando con medios sencillos hacia fines similares, podrían hacer evolucionar la bramadera y sus místicos usos en cualquier lugar. No hay necesidad de una hipótesis de origen común, o de préstamos, para dar cuenta de este objeto sagrado ampliamente difundido (Lang, 1884).
Sin embargo, un detalle le desconcertaba particularmente: el paralelismo entre la celebración mistérica de la antigua Grecia y los ritos de iniciación «salvajes», coincidentes no solo en el uso de la bramadera, sino en prácticas como la de cubrir a los iniciados con arcilla o sustancias poco higiénicas (estiércol caprino, por ejemplo). Lang nunca llegó a explicárselo: «Tanto los griegos como los salvajes emplean la bramadera, y ambos embadurnan a los iniciados con suciedad o con pintura o arcilla blanca. En cuanto al significado de la última práctica tan poco aria, uno no tiene idea» (1884).
Algunos años después, Haddon (1896) seguía apuntando a una poligénesis diacrónica: en diferentes momentos históricos. La consideración de objeto sagrado en tantas culturas, llegando a la representación o incluso encarnación del dios (casi siempre creador del instrumento y transmisor suyo a los hombres), no haría sino reafirmar su antigüedad.
Autores como Lowie y Lock enunciaban, por el contrario, todo un «complejo cultural del zumbador», rastreable en los ritos mágicos y ceremonias fúnebres e iniciáticas de pueblos «primitivos» de diversas partes del planeta, con un foco común y original de difusión (Ortiz, 1952).
Para Lowie, muy influido por el relativismo cultural de Boas, no se trataba tanto de «si la bramadera se ha inventado una vez o una docena de veces», sino de su operatividad y concreta adaptación en los diferentes grupos y sociedades. Evitaba, de este modo, el acento excesivo en la cuestión del origen, tan recurrente en la época como difícil de precisar. Aun así, interdicciones como aquella femenina de ver o tocar el instrumento, compartida por culturas muy distantes entre sí, parecían reafirmarle en su difusionismo (por matizado o limitado que este fuera):
Ahí está el quid de la cuestión. ¿Por qué los brasileños y los centroaustralianos consideran la muerte para una mujer por ver la bramadera? ¿Por qué esta insistencia puntillosa en mantener oculto a las mujeres este asunto en África occidental y oriental y Oceanía? No conozco ningún principio psicológico que inste a los Ekoi y a los Bororo a apartar a las mujeres del conocimiento sobre bramaderas y hasta que tal principio no sea traído a la luz, no dudo en aceptar la difusión desde un centro común como hipótesis más probable para el origen de la bramadera (1961; cf. Loeb, 1929).
No escapaba Lowie, por tanto, a la influencia de aquellos etnólogos alemanes que veían en su distribución un antiquísimo estrato de la civilización humana (Hauer, 1923; Bormida, 1952).
En América del Sur, el sonido de la bramadera se liga a la serpiente gigante, el poder generativo del falo o las hambrunas. Comparando esos mitos y rituales, Lévi-Strauss estableció una interesante correlación (apoyándose en trabajos previos de Zerries y Massignon). Si el zumbador se usaba tradicionalmente en períodos de ausencia de alimento, en pleno ayuno, era porque representaría y encarnaría una antigua era, aquella en la que hombre y naturaleza permanecerían en estrecho contacto, antes de la invención del fuego, cuando el alimento se consumía crudo o calentado por el sol (Jones, 2005). El estructuralismo de Lévi-Strauss no dejaba de sumarse a una vieja tesis: la bramadera como atributo de una supuesta cultura primordial.
Investigaciones contemporáneas aúnan historia, antropología y neurociencia para desentrañar el peculiar sonido (e infrasonido) del zumbador y su papel en la urdimbre de los sistemas de creencias, atendiendo muy especialmente al enorme espectro de respuestas físicas, emocionales y —supuestamente— alucinógenas.
Ortiz (1952) opinaba que su sonoridad (como la de muchos otros instrumentos «primitivos») surgía de la sorpresa, del uso de objetos cotidianos y del conocimiento de sus efectos. Para él, la interpretación del sonido llegaría a posteriori: expresión concreta de una potencia misteriosa o mana genérico, en un primer momento; ánima individual, numen o dios, después. La magia, la religión, la estética, la moral... prescribirían finalmente su empleo, atribución y prohibición.
Una creencia muy reveladora, documentada en algunas culturas, afirma que el zumbador existiría incluso antes que las propias deidades o espíritus. Algunos investigadores añaden que bramaderas y cuchillos de pedernal se podrían reunir analíticamente, por sus abundantes equivalencias simbólicas (Brundage, 1979; Hall, 1983). Ambos extremos ayudarían a interpretar artefactos como la Piedra del Sol azteca, cuya lengua en forma de pez es un cuchillo de pedernal (técpatl) y a la que, en efecto, se suponía preexistente a los mismos dioses. ¿Es este cuchillo un zumbador?
En todo caso, la bramadera puede ser uno de los instrumentos musicales más antiguos de la humanidad. No en vano aparece en el registro arqueológico del Paleolítico Superior. Especialistas como Lawergren creen que esos primerísimos instrumentos musicales, incluyendo a la bramadera, derivarían de una fuente común: los implementos de caza. Según este autor, los más «ruidosos» (percusión, trompetas naturales) se usarían para llamar o ahuyentar a las presas, así como para transmitir determinados mensajes entre sus cazadores. Por otro lado, los de sonido más «suave» (flautas, arcos musicales, bramaderas) quizá tuvieran un doble uso: el propiamente musical y el de herramientas de caza en sí mismas (como dagas, arcos y boleadoras, respectivamente). Fuentes literarias de la antigua China y Grecia, así como material iconográfico de Egipto y México, nos ofrecen descripciones tardías de tal asociación (Lawergren, 1988).
En su forma más simple, como ya dijimos, la bramadera se limita a una delgada placa de madera, piedra, hueso... atada a una cuerda y girada sobre la cabeza. Tal disposición recuerda inmediatamente a las boleadoras (o simplemente «bolas»), muy comunes en el Paleolítico (Forde, 1965; Clark, 1977) y aún en uso (sobre todo, en América del Sur). La boleadora primitiva se componía de un objeto masivo, normalmente de piedra (menos usualmente hueso, terracota o incluso metal), unido a una cuerda más o menos larga. Permitía golpear a distancia y conservar el útil. Posteriormente, el ingenio evolucionaría hacia su tipología actual, con varias bolas (dos o tres, generalmente), unidas a sendas cuerdas. Las bolas se giran por encima de la cabeza, como en el caso de los zumbadores, para ser arrojadas después contra el blanco, que resultará finalmente atrapado o golpeado. Algunos autores consideran muy probable que el origen de la bramadera se relacione, de hecho, con la propia boleadora; ello no explicaría la ausencia de boleadoras en áreas donde la bramadera goza aún hoy de la máxima popularidad e importancia, como Nueva Guinea y Melanesia. Hay quien aduce que, en dichas áreas, la bramadera bien pudiera derivar de la honda, otra herramienta de caza de gran antigüedad (Blumer, 1968).
Ortiz, siguiendo con su teoría instrumentos/objetos cotidianos, abunda en la tesis de que la bramadera derivase efectivamente de la honda; quizá de la observación de su zumbido en el volteo, antes del lanzamiento:
El zumbador rotativo puede haber surgido espontáneamente del manejo circular de la honda para lanzar la piedra en la cacería o el combate. Al voltearla sobre su cabeza, el hondero oye como un bufido del viento que se apodera del proyectil y lo conduce hacia el lejano objetivo. Ahí, en el remolino de la honda hay una fuerza misteriosa giratoria, como en el remolino del viento, en la tolvanera, la tromba, el tornado y el huracán. Y esa sacripotencia, según las mitologías, será un dios, un espíritu, un difunto, o, por interpretación onomatopéyica, un totémico toro o leopardo. Y será su voz, palabra de muerto, de fiera o de deidad, tremebunda y a la vez generatriz, de ritos mortuorios, resurreccionales, fecundadores y agrarios (Ortiz, 1955).
Siguiendo con estas teorías que asocian bramaderas originales e implementos de caza, puede que el zumbador no solo fuera emisor de mensajes o medio para ahuyentar presas, sino, incluso, reclamo de algún animal. Ello, sin obviar que su modulación lo haría capaz de transmitir más información que otros ingenios de sonido único, monocorde.
Curt Sachs, el eminente musicólogo, opinaba que la invención del zumbador nunca vendría inspirada por el ritmo. Su sonido no satisfaría un impulso motor del ser humano. Cuando un hombre de la Prehistoria lo voltease, en pocas palabras, jamás lo haría movido por un instinto de ritmación. Ortiz (1952), en clara oposición, matiza que no se puede establecer una distinción esencial entre instrumentos rítmicos y arrítmicos, siendo el intérprete quien condiciona su uso, en última instancia: «La ritmación es una disposición funcional de los sonidos; pero no está en la esencia acústica de estos ni en la naturaleza estructural de los objetos que los producen» (Ortiz, 1952). La bramadera tiene, en efecto, un uso habitual arrítmico, pero también puede producir sonidos y modulaciones con cierto carácter rítmico (especialmente, combinando la sonoridad de varios ejemplares).
La bramadera también ha sido clave en otro grupo de teorías: las que se remiten al evolucionismo social. Dado su uso vario a lo largo de la historia (objeto sagrado, instrumento musical, reclamo de animales...), algunos investigadores han hecho de ella, de los supuestos estadios de su uso, un indicador de progreso en la civilización. Más aún, han jerarquizado esos estadios: las sociedades «más avanzadas», aquellas en las que derivara en juguete. La ciencia habría relegado allí a la superstición. En este sentido, Montagu (2007) apunta que la progresión de lo ritual a lo mundano, al juguete, es un ciclo clásico, del que también hablaba Curt Sachs (1940), quien observaba que muchos juguetes infantiles tenían su origen, de hecho, en la magia ritual. Los evolucionistas parten del hecho social de que pocos misterios y rituales se perpetúan; lo habitual, según ellos, es que el secreto tienda hacia lo conocido, esto es, que las cosas sagradas devengan en cotidianas. Como ejemplo, Montagu (2007) habla de ciertas zonas donde la bramadera servía para espantar a las aves con su sonido de vuelo en ciernes, tan parecido al del halcón, preservando y protegiendo el área cultivada. Allí, el volteo de los zumbadores se encomendaba tradicionalmente a los niños, por lo que no es de extrañar que la bramadera diera en juguete, andado el tiempo. Zerries opinaba que, en efecto, el uso infantil de la bramadera provendría de uno ritual, más antiguo y progresivamente diluido.
Ese contraste entre la bramadera como «objeto ritual y sagrado» y el «juguete laico» en el que devendría era para muchos antropólogos:
… ejemplificación unilineal de evolución cultural por medio de la cual los pueblos progresaron del salvajismo a la civilización, sin que haya un registro visible de dicho cambio, aparte de unos pocos restos vestigiales tangibles del período anterior, restos que se apodan como supervivientes (Dundes, 1976).
Según el antropólogo inglés Edward Burnett Tylor, «en la antigua Grecia, Australia moderna, América del Norte y África el instrumento tiene un propósito sagrado. Sólo en Europa y Estados Unidos degeneró en un juguete de niños» (Tylor, 1890). Jeffreys vaticinaba sesenta años más tarde: «Pronto la bramadera se convertirá, entre los Ibo, en el juguete que es en Europa» (Jeffreys, 1949).
Sachs (1940) propone incluso varias etapas en el uso del zumbador, correlacionables con supuestos estadios de «progreso». En la primera, el instrumento se ligaría con ritos mágicos y tendría un uso exclusivamente masculino, evolucionando hacia una segunda etapa menos próxima a lo religioso, más desacralizada, que a su vez desembocaría en una tercera de uso eminentemente práctico (como en el descrito de asustar a animales, alejándolos de plantaciones). En el estadio final, la bramadera se convierte en un juguete infantil.
Baal (1963) considera improbable que en sus primeros pasos el Homo sapiens no hubiera jugado. Facultad extendida entre muchas especies de cognición inferior, con mayor razón se daría en la nuestra, quizá como juego ritual. El origen de la bramadera podría relacionarse, pues, con el llamado Homo ludens (término acuñado por Johan Huizinga en 1938, en su ensayo sobre la función social del juego): voltear por diversión una tablilla que produjera un zumbido peculiar, a través del ensayo. Ese pudiera ser el origen histórico del instrumento, en vez de su estadio de llegada. El hallazgo lúdico marcaría el comienzo de nuevas funciones, como asustar a otras personas o advertirles de que no se aproximaran. Desde estas, llegaría a convertirse en herramienta sagrada de control social, utilizada por la comunidad de los hombres para asustar a la de las mujeres, como aún se observa en multitud de culturas (como entre los mehináku de la Amazonia brasileña o los aborígenes australianos).
IV
Son pocos los ejemplos de bramaderas identificadas como tales en el Paleolítico Superior. Debemos tener en cuenta que los escasos instrumentos supervivientes (construidos en hueso, cornamenta o colmillo) apenas serían la punta del iceberg en cuanto a su proliferación original en la prehistoria. La mayor parte de las bramaderas paleolíticas se fabricarían en materiales de trabajo más sencillo, altamente degradables; estas nunca llegarían a nuestros días.
Las que hoy conocemos aprovechan generalmente láminas de hueso extraídas de una costilla de animal, hendidas en su sentido longitudinal. Son extraordinariamente delgadas, de sección trasversal muy aplanada, tendiendo a lo plano-convexo. Su diseño es fusiforme u ovalado. Se perforan siempre en un extremo, a veces en una cabezuela o botón destacado de la pieza (Barandiarán, 1971).
Aparecen, comparativamente, en un número muy inferior a otros instrumentos musicales del registro paleolítico (como las flautas tubulares, a modo de ejemplo). Son más difíciles de identificar como tales generadoras de sonido, confundiéndose en muchos casos con colgantes simples (que, además, pueden tener doble uso, musical y ornamental). Por si fuera poco, como ya dijimos, los materiales más usuales en su construcción debieron de ser tan biodegradables como la madera; no hay razones funcionales que hicieran preferibles para sus artesanos el hueso o la piedra. Aun así, conservamos varios ejemplares inequívocos, realizados en materiales con la fuerza suficiente para soportar el paso de los milenios (Morley, 2013).
Cuando se encuentra un objeto plano y perforado de esa época, con características similares a las de una bramadera (ya sea en hueso, piedra, cuerno, etc.), se procede en primer lugar al análisis de la perforación. Se comprueba si es, en efecto, consecuencia de acción humana intencionada. En tal caso, puede tratarse de una pesa de pesca (Zervos, 1959), un colgante o, más raramente, una bramadera (Scothern, 1992).
Los ejemplares más antiguos de bramaderas datan del Magdaleniense (Paleolítico Superior), período que se extiende en Europa Occidental desde el 18000 hasta el 9000 a. C. El ejemplar más conocido, y, a su vez, el primer hallazgo arqueológico del instrumento, fue excavado en niveles del Magdaleniense Superior (con una cronología relativa entre el 12000 a. C. y el 13500 a. C.), en la cueva de La Roche (Lalinde, Dordoña, suroeste de Francia). Fue descubierto por Denise Peyrony en 1930 y analizado por Schaeffner en 1936. Su manufactura humana era inequívoca. Peyrony no dudó en identificarlo como bramadera, comparándola con las utilizadas por aborígenes australianos. Se trata de una pieza ovalada, cubierta con ocre rojo y tallada a partir de la cornamenta de un reno. Su longitud es de aproximadamente 180 mm y su anchura máxima del orden de 40 mm. Presenta una perforación en uno de sus extremos, a través de la cual se habría roscado un cordón (Morley, 2013). Su decoración equilibrada y armónica, a base de motivos geométricos, consiste en numerosas incisiones que van conformando largas líneas, las cuales recorren su longitud mayor, cruzándose con otras más cortas y perpendiculares a las anteriores, en perfecta simetría. Aunque la bramadera de La Roche pudiera tener usos extramusicales, como colgante, se descarta que sirviera como peso de pesca, por su tamaño y cubrición en ocre rojo. Su geometría y dimensiones, en cambio, son las idóneas para hacer de ella un generador de sonido y este debió de ser su principal propósito, según los especialistas (Morley, 2013).
En el ámbito de la península ibérica destaca la labor de Ignacio Barandiarán, quien reconoció restos de una posible bramadera entre los utensilios de la cueva asturiana de la Paloma (Las Regueras). También identifica como posibles bramaderas restos hallados en las cuevas de Altamira y El Pendo (Cantabria), así como en la de Aitzbitarte (Errentería, Gipuzkoa). En 1971, publica una monografía titulada Bramaderas en el Paleolítico Superior peninsular, donde describe estos ejemplares en detalle. La antigüedad de alguno de ellos podría superar, en algunos casos, los 15 000 años.
Hasta aquí, todos los ejemplares se enmarcan en el Paleolítico Superior del continente europeo (el ejemplar más antiguo, según Gregor —1987—, ucraniano y del 17000 a. C.), pero la antigüedad de los materiales es, con toda probabilidad, igual o superior en otras partes del mundo, de conocimiento más sesgado por simples razones coyunturales. La arqueología prehistórica se desarrolló más tempranamente y con más intensidad en Europa (al menos hasta el siglo xx); a ello responden la riqueza y antigüedad de su registro, principalmente.
Para el continente africano, Haddon (1896) asignaba el origen de la bramadera a bosquimanos y «otros de los pueblos de pigmeos». Harding (1974) cree que Haddon se basaba en las pinturas rupestres de la montaña de Brandberg (la más alta de Namibia), cuyo nombre herero es Omukuruvaro, «la montaña de los dioses». Atribuidas efectivamente a los bosquimanos y con 2 000 años de antigüedad, se localizan en el denominado Refugio de Maack (en honor al geólogo alemán que las descubrió). En ellas se aprecia una representación de bramadera, justo encima de la figura conocida como Dama de Blanco. El instrumento lo porta una figura pintada de blanco que parece correr, designada por el antropólogo Henri Breuil como el Hombre Babuino (1955) (cola y hocico de babuino, rasgos posiblemente añadidos a posteriori). Breuil halló otra pintura con posible bramadera, en una roca alejada de la Dama de Blanco. En este caso, el zumbador es manipulado «por uno de los tres hombres que caminaban en fila, llevando cada uno de ellos un casco coronado por una enorme pluma de avestruz». Ambas representaciones pictóricas, la del Hombre Babuino y la de la roca, parecen sugerir un uso ceremonial del instrumento por el atuendo de las figuras (Harding, 1974). Respecto a la primera, sería oportuno recordar la referencia de Stow (1905) a la «danza del babuino», practicada entre los san del sur; en ella, los participantes se vestían ad hoc para representar al animal (Harding, 1974).
Siguiendo con más ejemplos de bramaderas africanas, hallamos un ejemplo especialmente controvertido en el Egipto predinástico, atribución de investigadores como Hickmann (1955). Allí se hallaron paletas cosméticas de pizarra con más de 5 400 años de antigüedad, identificadas como zumbadores. Dicha interpretación se fundaba en la similitud entre los pigmentos, aceites y grasas encontrados en ellas y los que embadurnaban gran parte de las bramaderas indígenas contemporáneas. La forma rómbica y el tamaño también parecían corresponderse con bramaderas actuales. Muchas de las paletas egipcias presentaban, además, una perforación en el extremo, con evidencias de desgaste producido por balanceo y roturas compatibles con el uso intensivo. No es descartable que tuvieran una doble función: implementos cosméticos a la vez que generadores de sonido, como es habitual en otros lugares del planeta. En resumen, tenemos evidencia arqueológica de su edad (Zerries, 1942; Heizer, 1960), pero su autenticidad y uso como tales zumbadores han sido muy cuestionados (Armstrong, 1936; Kitching, 1963). Como curiosidad, la decoración faunística de algunas piezas (como se observa en los trabajos de Flinders Petrie) es idéntica a la de bramaderas y objetos de poder en las sociedades Oro, de la cultura yoruba.
En la misma región y con cronología próxima, es probable que la bramadera haya existido en el antiguo Israel (Budde, 1928).
En cuanto al continente americano, arqueólogos como Michael Boyd o Gordon Willey creen que el zumbador ya formaría parte del equipamiento de los primeros pobladores, migrantes que penetrarían de norte a sur tras cruzar Beringia (Gregor, 1987). En esta misma línea, Haddon ya comentaba en 1898 que el zumbador pertenecería a la estirpe más antigua de pobladores americanos.
V
A pesar de los numerosos estudios que consideran este artefacto sonoro como eje principal de sus investigaciones y elucubraciones teóricas, los verdaderos orígenes de la bramadera permanecen aún ocultos a nuestro sesgado conocimiento, y así continuarán presumiblemente en los próximos siglos, quizá hasta el fin de nuestra existencia como «civilización».
En cualquier caso, la universalidad de su distribución apunta a un origen remoto, posiblemente poligenésico y diacrónico. Lo más probable, desde nuestro punto de vista, es que un ingenio de su sencillez se inventara espontánea e independientemente, en regiones muy distantes entre sí, sin que mediara contacto previo. Ello sin olvidar matizaciones como la de Schaeffner, en el sentido de que su técnica constructiva e interpretativa no es, en realidad, tan simple como parece (muchos y diversos factores físicos influyen en ambas). Coincidencias como la de que culturas diversas interpreten de manera similar su zumbido (voz de dioses o espíritus) la asocian, además, con un intrincado sistema de conceptos metafísicos, sacromágicos y sociales, a la vez que arrojan nuevas incertidumbres sobre su origen histórico. También nos parece probable que su uso se expandiera de manera natural desde esos focos diversos, como sucede con otros instrumentos musicales, mudando de aspecto en el viaje, pero manteniendo su esencia.
En cuanto a las teorías que hacen alusión al motivo de su «descubrimiento», es posible que se consumara de muy diferentes maneras: a partir de implementos de caza como la honda, las boleadoras o los pesos de pesca... o quizá tras el balanceo de colgantes, abalorios, paletas cosméticas u otros objetos con diferentes finalidades. En la mayor parte de los casos, su sonido debió de surgir de modo accidental. Los usos y adaptaciones posteriores no harían sino multiplicarse en diferentes lugares y culturas. De hecho, no solo es plausible un primer rol ritual o religioso, mudando hacia el juguete lúdico, sino también el proceso contrario.
Quizá en los próximos años se produzcan nuevos hallazgos arqueológicos de bramaderas en diferentes zonas de Asia o África (incluso en Europa), arrojando dataciones más antiguas y situando el origen del instrumento más atrás en el tiempo. Ni siquiera es descartable que rompan antiguos esquemas o subdivisiones de la prehistoria, atribuyéndolo y asociándolo a especies distintas al Homo sapiens.
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