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Gabriel García Márquez escribió Cien años de soledad en pleno siglo xx en clave de libro sagrado y nos hizo revivir el misterio de una humanidad volviendo a nacer y recreándose en los límites de un pequeño pueblo. Con palabras elementales, García Márquez afirmaba al comienzo de su relato: «El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo». Piensan algunos que el origen del lenguaje —y por tanto, de la comunicación— está en la necesidad de definir, mientras que algunos filólogos hacen derivar tal necesidad de un hecho tan legendario como lógico: el momento en que una persona, recién despertada de un sueño en un mundo primitivo y sin costumbre de expresarse, siente el impulso de trasladar a otros su experiencia onírica como si acabara de nacer.
En ambos casos el individuo, imitando la forma de crear de los dioses, precisa señalar objetos o personas para distinguirlos y para esa tarea utiliza los nombres, o sea las palabras que designan algo: las «palabras-fuerza», según las definía Zumthor. Son palabras que transmiten una especie de fórmula de posesión, de ahí que sea conveniente repetirlas varias veces, como tratando de apoyar o reafirmar el conjuro por medio del cual el aire penetrará o envolverá el objeto definido. La transmisión de las ideas por medio de la voz es, por tanto, tan antigua como la civilización, aunque tan antiguo como la necesidad de transmitir sea también el recelo que esa capacidad suscita en quien no la tiene o en quien no la comprende o no la acepta porque le asusta. Todo lo que mueve a la reflexión, todo lo que significa desplazamiento o traslación es inquietante porque nos aleja del tópico o lugar común.
José Luis Díez Pascual nos recuerda en el primer artículo de este número la célebre frase de Linneo: «Si ignoras el nombre de las cosas desaparecerá también todo lo que puedas saber de ellas». Señalar, nombrar, definir, describir… son palabras, por tanto, que están en el origen del conocimiento pues nos sirven como claves para descifrar esos códigos del lenguaje común sin los cuales los vocablos son solo sonidos. Más aún, cuando ya sabemos el nombre de un animal —un ave, por ejemplo— y nos intriga su lenguaje sonoro porque se parece al nuestro, o al menos nos parece que lo imita. Es así como nacen interpretaciones del canto de la oropéndola cuando decimos que se le escucha cantar «tengo frío» o «que te tiro un tiro». O del alcaraván, que dice «dormirrrr», o de la golondrina que alocadamente repite «fui al mar, vine del mar, hice una casa sin hogar, ni fregaste ni barriste dime marrana que hiciiiiiiste». Todos estos conocimientos están, como creía Linneo, en trance de desaparición y no solo porque estén dejando de usarse sino porque ni siquiera sabemos distinguir un pájaro de otro.