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La naturaleza como tal ha dejado de existir. Cualquier pensamiento que incluya el concepto de «naturaleza» sin especificar el grado de intervención humana será incompleto o falso. Precisamente por ello, el paisaje, como elemento abarcable y definible de aquella misma naturaleza intervenida, es el resultado de multitud de aciertos y contradicciones históricas y sociales que han venido modificando su primitiva esencia. Abarcando sucesivos paisajes, y considerado como un conjunto de parajes que se complementan hasta formar un espacio con unos límites determinados —que no necesariamente deben ser visuales—, está el territorio.
En la modificación del paisaje ha intervenido la mano del hombre pero también innumerables y sucesivas tecnologías agropecuarias que han llegado a crear un medio —que hasta ahora se denominaba rústico o rural para diferenciarlo del generado en espacios donde se concentraba la población—, cuyos patrones han cambiado con tanta celeridad en los últimos tiempos que ya no se pueden calificar con el término tradicional sin provocar equívocos.
La mayoría de las normativas que han servido para crear jurisprudencia en torno al territorio y a su uso por el ser humano han ido derivando desde la defensa del patrimonio común hacia la atención a intereses particulares, primando la realidad productiva sobre el disfrute colectivo del paisaje y potenciando políticas socioeconómicas de corto alcance por encima de visiones de conjunto con más amplio futuro. El resultado de esas políticas es la creación de situaciones ficticias en las que ni siquiera importan el desarrollo agropecuario o la economía local, sino los vaivenes de intereses mercantiles o macroeconómicos cuyos orígenes o consecuencias están muy lejos del ámbito en que se aplican.
Desde el momento en que el paisaje es el resultado de una serie de elementos relacionados entre sí y abarcables para la vista humana, cualquier intervención del individuo sobre aquél debería estar marcada por el respeto al estilo resultante de la evolución histórica, a las características medioambientales o ecológicas y al sociosistema. Observando el entramado de este último convendría advertir además, que el paisaje no es sólo la representación de una realidad más o menos compleja, sino el conglomerado de sensaciones —sentimientos estéticos y emocionales— que produce su visión en el ser humano, para quien el paisaje viene a ser un libro sobre el que puede leer el pasado y el presente de aquella misma sociedad en la que ha nacido y vive.
Dentro del paisaje cultural —es decir, dentro del entorno en el que el individuo vive, convive y desarrolla su creatividad— se están originando desde hace casi un siglo «espacios turísticos», o sea fragmentos o enclaves del territorio que, por razones estéticas, históricas o ambientales, representan un patrimonio digno de admirar por gentes que llegan de otras áreas y capaz de generar actividades económicas diversas y distintas de las que habitualmente mantuvieron a los habitantes de esos espacios. El peligro de que esos mismos «espacios turísticos» contribuyan a deteriorar artificialmente la zona e introduzcan acciones depredadoras en el medio ambiente, se deriva del hecho de que quienes habitualmente invaden esos territorios ni proceden del entorno cultural, ni respetan la idiosincrasia de quienes allí viven, ni se mueven bajo los mismos parámetros socioeconómicos.
Las intervenciones que se realicen sobre el paisaje deben responder a dos principios básicos: el conocimiento histórico de la evolución y alteración sufridas por ese mismo paisaje y la seguridad de que dichas intervenciones se realizarán en beneficio de un desarrollo sostenible e inteligente del territorio, ajustándose no sólo a técnicas sino a la valoración y al respeto ambiental. Sólo así podrá decirse que la relación entre cultura y paisaje tiene verdadero sentido y es lógica.
La sociedad, por tanto, debe implicarse en la cultura ambiental, participar activamente en la gestión y defensa del paisaje así como en la planificación del uso del territorio, defendiendo actuaciones que generen desarrollos sostenibles y rechazando intervenciones agresivas que alterarían irreversiblemente la identidad social y cultural del territorio en beneficio de intereses espurios o ajenos al bien colectivo. No se trata tampoco de conservar a ultranza o reconstruir artificiosamente, sino de renovar con sentido común respetando una funcionalidad lógica y coherente.
La defensa del paisaje como patrimonio por parte de la sociedad y de los responsables de la administración pública deberá, en suma, incluir la consideración de ese paisaje como un conjunto de valores en los que la arquitectura popular, la red de infraestructuras que surcan el territorio, la artesanía productiva, la organización agropecuaria del espacio y otros factores confluyan para crear ese tesoro común en el que el individuo se sienta representado y por el que pueda manifiestar admiración o emoción. Para ello además convendrá evitar políticas contradictorias en las áreas agroambientales, que por un lado traten de aplicar actuaciones sostenibles y por el otro administren subvenciones condicionadas exclusivamente por políticas de producción.
*El editorial se basa en las propuestas del «Grupo de Urueña» sobre el paisaje y el territorio.