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La llamada España negra, la de las minorías marginadas, la del medio rural abandonado, la de la intransigencia ideológica, la que se manifiesta a través de múltiples ritos de amor y de muerte que van de lo lúdico a lo trágico, de lo sensual a lo inhumano, tiene todavía vigencia en esta sociedad más o menos industrializada.
Exponente de esta España son las prácticas penitenciales que se celebran cada año por toda la Península rememorando la Pasión y muerte de Cristo. Los "empalaos" de Valverde de la Vera realizan un rito expiatorio de los más duros y mortificantes: son penitentes que, con el cuerpo materialmente aprisionado por gruesas sogas de esparto liadas al torso y a los brazos, desde la cintura hasta las axilas y de éstas a la punta de los dedos, recorren un largo vía crucis por las calles del pueblo.
VALVERDE Y SU HISTORIA
Valverde de la Vera es un pequeño pueblo situado al noreste de la provincia de Cáceres, a los pies de la Sierra de Gredos, que la emigración de las últimas décadas ha dejado reducido a unos ochocientos habitantes.
Su casco urbano, en un estado de conservación que lo hace digno representante de la arquitectura tradicional de la zona, está declarado Conjunto Histórico-artístico Nacional y ha merecido, en el año 1970, el Primer Premio Nacional de embellecimiento de Conjuntos Histórico-artísticos, concedido por la Dirección General de Bellas Artes. Las casas de Valverde, sustentadas por estructuras de entramados de madera, de muros de piedra en la planta baja y adobes que dejan al descubierto el entramado en las altas, con audaces aleros y voladizos, artísticas balaustradas en las solanas y cornisas a base de canecillos de caprichosas formas, todo ello en madera de roble y castaño de la tierra, forman un conjunto urbano de singular belleza. Las calles, estrechas y empinadas, surcadas por regueros de aguas cristalinas que bajan de la sierra a la vega, cerradas al cielo por voladizos y cornisas que llegan casi a tocarse a la altura del tejado, son un remanso de paz y frescor en los rigurosos veranos subtropicales que hacen posible el cultivo del tabaco en esta singular comarca extremeña.
En cuanto a su historia, se sabe que la primera ocupación cristiana de estas tierras tras el apogeo islámico data de la segunda mitad del siglo XI. La villa fue fundada a finales del siglo XIII por Nuño Pérez de Monroy, primer señor de Valverde y sus aldeas, por concesión del rey Sancho IV el Bravo de Castilla. Como vestigio del pasado señorial de la villa se encuentra el castillo gótico, la iglesia parroquial de Santa María de las Fuentes Claras y el rollo o picota, ambos del siglo XVI, con una interesante. decoración de estilo plateresco.
ORIGEN DE LOS "EMPALAOS"
El origen de los "empalaos" de Valverde de la Vera es confuso. El libro más antiguo que se conserva de la Cofradía de la Pasión, que era la de los hermanos "empalaos", es del año 1600. Sin embargo, con anterioridad a esta fecha, el emperador Carlos V, retirado en el Monasterio de Yuste, próximo a Valverde se había referido al sufrimiento de estos penitentes; lo que demuestra que su origen es mucho más remoto. Se trata, pues, de una tradición secular que se repite puntualmente cada noche de Jueves Santo.
A partir de las doce de la noche, los "empalaos", con el cuerpo y los brazos aprisionados por el áspero esparto, descalzos, realizan un vía-crucis de catorce estaciones señaladas por otras tantas cruces en las irregulares calles del pueblo. Llevan sobre los hombros el timón del arado, un madero de unos ocho centímetros de longitud y aproximadamente cinco kilos de peso, con el que se confunden los brazos del "empa1ao", firmemente sujetos por la soga que, en espiral, los envuelve en su totalidad. Del mismo modo, las sogas forman un cilindro de esparto en el que queda embutido el tórax del "penitente". Unas toallas o almohadones finamente bordados cuelgan, a modo de sudarios, de los brazos, a ambos lados del timón. Otras piezas del mismo arado romano que estas gentes usan en las labores agrícolas, las vilortas, especie de abrazaderas metálicas, penden, entrelazadas, de los extremos del timón, sonando a los movimientos como si de campanillas se tratara. Su tintineo y la tenue luz del farol que porta el cirineo que acompaña a cada "empalao" es el anuncio inequívoco de su presencia y una llamada al recogimiento de los devotos. Una enagua blanca bordada, un velo cubriendo la cara para guardar la identidad, dos espadas cruzadas detrás de la cabeza y una corona metálica de pinchos completan la indumentaria del penitente, verdadero crucifijo viviente.
La figura del "empalao" es la más perfecta representación iconográfica de Cristo crucificado y de su Pasión, personificada en un penitente cuyo atuendo y medio de tormento está compuesto por los más cotidianos útiles del medio en que vive: sogas, timón, vilortas, velos, toallas, enaguas, etc. Su propio pueblo es su calvario particular, y el objeto de la penitencia el cumplimiento de una manda, voto o promesa, bien como acción de gracias o bien para conjurar, casi mágicamente, los hipotéticos peligros que acechan a una existencia sometida a todo tipo de sinsabores. En definitiva, el acto puede llegar a convertirse en la única alternativa a la desesperanza ante los retos que se le plantean al hombre en un medio social que no le ofrece salidas racionales. Una religiosidad que se confunde con la superstición pretendiendo aportar soluciones a todo tipo de adversidades es su caldo de cultivo. El copioso "romancero del empalao" es ilustrativo al respecto:
No hay cadena más suave
que servir a Dios y amar
guardando sus mandamientos,
no quebrantar los preceptos
y la Pasión contemplar.
Los "empalaos" hacen su vía-crucis, que dura unos cuarenta y cinco minutos, individualmente, saliendo de un sitio normalmente secreto. En el curso del mismo, tienen que arrodillarse a orar ante cada cruz del recorrido y ante cada penitente que encuentran. El camino se va haciendo más penoso a medida que se avanza por las inclinadas calles de Valverde, con el peligro de que una caída, en un paso dado en falso o al arrodillarse, sería de fatales consecuencias.
Empalar es un rito que requiere unas manos hábiles o la experiencia del propio penitente, que es el que mejor sabe la forma en que ha de hacerse. Las sogas no tienen que ir tan prietas como para impedir la respiración y la circulación de la sangre, ni tan flojas como para dejar moverse al timón o permitir que las carnes se introduzcan entre la espiral de esparto. En cualquier caso, los problemas circulatorios son inevitables, así como las llagas y hematomas producidas por el roce del timón o por los pellizcos y rozaduras de las sogas.
Los penitentes manifiestan que no sienten los miembros, "como dormidos", durante el vía-crucis. Terminado éste, los brazos, liberados de la opresión, permanecen rígidos hasta que unos masajes con alcohol, convenientemente aplicados, les hacen adquirir su primitiva movilidad.
El "empalao" raramente se queja, pero su semblante resignado no puede ocultar los efectos del tormento. "Tiene que doler, de otra forma no sería un sacrificio" -corrobora el experto mientras desenvuelve las sogas que dejan al descubierto un cuerpo amoratado, llagado, como con la sangre a flor de piel.
El "romancero del empalao", en boca de alguna piadosa mujer que, de esta forma, se adhiere al sufrimiento del penitente, da una idea de los sentimientos que animan esta práctica:
Venid, venid almas,
venid al Calvario,
veréis los efectos
que causa el pecado.
Venid al Calvario
venid almas tiernas,
venid y veréis
Divinas finezas.
Mirad su persona
de heridas cubierta
a fuerza de azotes
y de espinas recias.
Ver cómo la sangre
la vista le ciega
y su faz hermosa
queda horrible y negra.
Hasta hace algún tiempo, los "empalados", concluido el via-crucis, se azotaban en una columna colocada a tal efecto en la iglesia; un cura recién llegado al pueblo con ideas renovadoras mandó quitar la columna y prohibió las flagelaciones. Más brutal aún es la supuesta existencia antiguamente de mujeres que se "empalaban" mutilándose los pechos, pero esta leyenda no se ha comprobado en absoluto.
Los "empalaos" son hombres jóvenes, entre la adolescencia -de incluso dieciséis o diecisiete años- y la madurez -de no más de cuarenta, normalmente-. Entre ellos abundan jóvenes emigrados que vuelven desde las grandes urbes para protagonizar el rito. Es una forma genuina de buscar unas señas de identidad autóctonas frente a la deshumanización y uniformización de los modos de vida en los medios urbanos industrializados. Mantienen estos hombres que para ser "empalao" es necesario "haberlo vivido desde la infancia, estar mentalizado desde pequeño". Llegar a empalarse es para ellos el modo inequívoco de reafirmar la pertenencia al grupo. De ahí que las motivaciones del "empalao" puedan transcender, y así es en algunos casos, las puras creencias religiosas estandarizadas. De hecho, no es imposible que un "empalao" no sea creyente, y, desde luego, abundan los que manifiestan no ser practicantes. Es pues, imprescindible no desdeñar esta dimensión del fenómeno si se quiere entender su vigencia en la España desarrollada actual.