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Cuando san Justino escribió sus Apologías I y II, a mediados del siglo ii, pretendía que las autoridades romanas cesasen en su actitud hostil hacia los cristianos, a fin de que terminaran las persecuciones. Su argumento básico era muy sencillo: los cristianos somos, vivimos, actuamos, sentimos como los demás. No nos diferenciamos del resto de los hombres más que en el aspecto de nuestra fe, que se encamina a un Dios único, conocido a través de su Hijo Jesús. Precisamente por ello, rechazaba la acusación de «ateos» que se formulaba contra ellos por el hecho de que no aceptaban ni rendían culto a los dioses del panteón romano. Pero esa diferencia, aun siendo básica, no convertía a los cristianos en personas antisociales que repudiaran ni violentaran a sus conciudadanos.
Eso mismo es lo que con anterioridad había establecido Jesús, cuando enseñó que a sus discípulos se les conocería por sus frutos (Mc. 7, 16), por su actuación, por su conducta y por su estilo.
La otra forma de conocer los verdaderos e íntimos sentimientos y convencimientos de alguien consiste en examinar con cuidado sus escritos más personales, en los que da a entender, inevitablemente, dónde se sitúan los quicios de su pensamiento. Pero esto no se puede aplicar en el caso de Saturnino Calleja, dado que no existen escritos suyos de dominio público y, por tanto, hay que emprender una vía indirecta, a fin de sustentar la afirmación del título de este estudio.
I. La labor editorial
Es conocida y elogiada ampliamente la labor de Saturnino Calleja al frente de su editorial, con su portentosa aplicación al mundo infantil y al mundo escolar, sobre todo[1]. Pero este hecho se puede convertir en una pantalla muy repetida, que oculte otras afirmaciones más hondas, que es preciso descubrir. Quiero salir rápidamente al paso de posibles intenciones que desdibujen las cosas, restándoles importancia, esgrimiendo el argumento de que, como editor, buscaba el éxito comercial, el negocio lucrativo, y que esa razón bastaría para sacar adelante lo que el público demandara. Es verdad que puede haber algo de cierto, pero, al acercarme a su producción literaria, resulta muy difícil sostener que ese fuera el motivo más importante para llevar adelante su empresa. ¿Quién editaba en los últimos años del siglo xix un Diccionario inglés-español?[2]; ¿cuántos se arriesgaban a publicar un texto sobre dermatología[3], o un manual práctico para elegir carrera universitaria[4], por poner algunos ejemplos? La proyección infantil, y la utilidad escolar, no pueden escamotear la ingente y sólida constitución de un fondo en que estaban presentes los más inesperados saberes; y, posiblemente, la editorial Calleja era uno de los más importantes recursos a los que acudir en su momento.
De ahí que haya que considerar que la publicación de un buen montón de títulos de contenido religioso no era la simple respuesta a una sociedad que los pedía, sino que era, a la vez, la sincera aportación de quien, como creyente, tenía la seguridad de que su labor editorial hacía posible la difusión para dar a conocer la fe cristiana por medio de estas obras. Lo uno no está reñido con lo otro. Además, es bien sabido que cualquier editor que se precie tiene que desarrollar un sexto sentido para intuir lo que puede ser difundido, y que en sus decisiones editoriales, profesionales, se entremezclan de forma inseparable los criterios personales con los comerciales.
Los títulos de contenido religioso son muchos, y bastantes de ellos conocieron diversas ediciones, lo que es muestra de la aceptación social de aquellas publicaciones. Hay que tener presente que, por los años de su actividad editorial (1876-1915), la propaganda no ejercía sobre los posibles lectores la presión que desarrolla en nuestros días.
He localizado 500 ediciones de estas obras —exactamente 499— que forman un abigarrado ramillete. Tengo la seguridad de que son aún más, cuya noticia no ha llegado, llevada por los vientos del tiempo, pero que dan pie a la sospecha fundada de que de algunas obras, de las que se conocen hoy unas contados ejemplares, tuvieron más de una edición, aunque no resulten conocidas.
En los apartados que aparecerán a continuación he seguido el criterio de agrupar las ediciones del mismo título y ordenarlas cronológicamente, y dejo para el final las que carecen de fecha. Esto vale para las obras editadas en Madrid, en primer lugar, y en segundo, las editadas en México, en asociación con Herrero Hermanos. Me veo en la precisión de hacer un comentario sobre las obras que no llevan fecha de edición: en las publicaciones más antiguas siempre aparece la fecha, pero, a partir de un momento impreciso, la editorial Calleja omite este dato bibliográfico. Sospecho que tras ello había una estrategia comercial de que el libro así editado no perdiera actualidad, al carecer de fecha, y pudiera seguir vendiéndose mientras hubiera existencias. Esta sospecha mía puede ser rebatida por quien tenga mejor y más segura información; pero no parece que haya que entender de otro modo que al principio figuren fechas en las portadas y, más adelante, estas desaparezcan.
Las obras con contenido religioso que salieron de su editorial las he clasificado en los siguiente grupos:
1. Catecismos
2. Biblia
3. Devociones
4. Educación del sentido social
5. Obras clásicas
6. Vidas de santos
7. Triduos, novenas
8. Liturgia
Es obligado profundizar algo más en cada uno de los grupos.
1. Catecismos
Son 64 las ediciones de esta primera parte. Corresponden a los siguientes autores: Claude Fleury, Jean Joseph Gaume, Gaspar Astete y Jerónimo de Ripalda, Pedro Vives, Severino Peque Iglesias, Juan Martínez de la Parra y Pedro Gómez. Unos más conocidos y otros menos.
Claude Fleury había publicado en 1683 el Catéchisme historique contenant en abrégé l’Histoire Sainte et la Doctrine Chrétienne. La obra no estaba libre de ciertos tintes jansenistas. En los últimos años del siglo xvii aún resultaba poco conocida en España, pero ya iniciado el xviii se empezaron a realizar ediciones, muchas ediciones, que pronosticaban un éxito editorial. Hay que dejar constancia de que la obra íntegra estaba constituida por dos catecismos complementarios. El primero contenía la Historia Sagrada: llevaba a cabo una explicación a la que seguían unas preguntas recapitulativas; además, estaba acompañado de grabados, cosa no frecuente y que encarecía el producto. El segundo catecismo desarrollaba en forma de explicaciones, sin interrogatorio, los contenidos básicos de la fe cristiana. Aunque existe alguna edición castellana íntegra[5], lo que pronto hicieron los libreros-editores fue eliminar toda la segunda parte de doctrina cristiana y, de la parte de historia sagrada, quedarse con las series de preguntas y respuestas, además de los grabados, y un compendio de doctrina. Presentado así, son 15 ediciones seguras que hizo Calleja. A ellas habría que añadir otras tres, aún más resumidas, pues solo tenían las preguntas y respuestas de la parte histórica y algunos grabados pequeños que sustituían a los anteriores, que eran a toda plana; este formato abreviado conoció tres ediciones suyas.
El segundo autor es Jean Joseph Gaume, quien editó en francés una magna obra; esta se tradujo a mediados del siglo xix al castellano[6], y ocupa nueve tomos de unas 200 páginas en cuarto. Pero en francés, y también en castellano, publicó un Compendio de unas 200 páginas en octavo, que resultaba más manejable y más asequible[7]; también más difundido. Son tres las ediciones que Calleja llevó adelante.
Los otros catecismos que editó fueron el de Astete y el de Ripalda. Lo que sí supo Saturnino Calleja, por medio de ediciones anteriores, fue que a Astete le había modificado y adicionado Gabriel Menéndez de Luarca; y a Ripalda le había hecho otro tanto Juan Antonio de la Riva. Honesto en sus ediciones, hizo constar este extremo en las ediciones de uno u otro, aunque sin diferenciar en todos los casos qué era original y qué había sido añadido. Lo que Calleja no pudo saber —y muchos aún desconocen, aunque hoy sea un hecho irrebatible— es que Gaspar Astete escribió ambos catecismos y Jerónimo de Ripalda no escribió ninguno. Hoy es sabido que, en una típica maniobra jesuítica para eludir un juicio comprometedor que salpicaría su nombre, las ediciones de Astete de finales del xvi, que invadían el privilegio exclusivo de las Cartillas de la catedral de Valladolid, fueron transferidas de Astete a Ripalda, y así se continuaron editando; la operación dio resultado, y el tiempo se encargó de que todos creyeran que eran catecismos surgidos de la pluma de dos autores[8]. Calleja, como todos, continuó la corriente que había llegado hasta él, y que nadie se cuestionaba entonces. De ahí que sea preciso hablar de ediciones de Astete y Ripalda.
Otro autor de catecismos fue Pedro Vives, cuya Doctrina tuvo una fuerte implantación en la región levantina, con límites cambiantes a lo largo del tiempo desde las diócesis de Tortosa y Teruel hasta Alicante. También este catecismo fue objeto de numerosas alteraciones, añadidos y cambios que desfiguraron el primitivo texto, que arrastraba no pocas deficiencias. Pero el arraigo tradicional en esta región llevó a Calleja a publicar alguna edición, aunque la mayor parte de las que se publicaron se ejecutaron en prensas levantinas.
El jesuita Juan Martínez de la Parra publicó en México, entre 1690 y 1696, su amplia Luz de Verdades Católicas y explicación de la Doctrina Cristiana[9]. La obra pronto conoció numerosas ediciones españolas a lo largo del xviii, que se prolongaron en el xix, y todavía a principios del xx Calleja lo sacó a la luz.
El escolapio Pedro Gómez, que volverá a aparecer más adelante, también escribió una Doctrina cristiana e historia sagrada, publicada en 1895, en edición de México; no es arriesgado imaginar alguna edición madrileña, pues otras muchas obras suyas se publicaron aquí.
El agustino Severino Peque Iglesias escribió en 1945 un catecismo: La doctrina cristiana (según el catecismo del P. Jerónimo Ripalda) ordenada y explicada; lo articuló en tres grados y lo editó en el monasterio de El Escorial. Pero también lo puso en manos de Calleja, al menos en el tercer grado, para adultos, que contenía una explicación más extensa. (Ya en el primer grado aparece la división de materias y su importancia por el empleo de diversos tipos de letra). El afán perfeccionista, de no omitir nada importante, le llevó a proponer a los niños más pequeños muchas enseñanzas que desbordaban ampliamente lo que cabría esperar de un niño de esa edad. La certeza de la edición por parte de Calleja del tercer grado, para adultos, permite suponer que también editó los dos anteriores. Es evidente que esta edición de 1945 no se puede asignar a Saturnino Calleja, sino a sus sucesores en la editorial.
Por último hay tres pequeñas obras en torno a la preparación directa para la primera comunión, editadas por Calleja, una anónima, otra de un desconocido A. C., y otra del ya mencionado Jean Gaume.
2. Biblia
En la época de florecimiento del editor Calleja, apenas si se tenía en cuenta la palabra de Dios de una forma expresa en la formación de los católicos. A diferencia de los países protestantes y sus escritos de difusión, con permanente presencia de textos bíblicos (en ocasiones incluso excesivos en número y poco adecuados para lo que se pretendía), los escritos e impresos católicos estaban de espaldas a la palabra de Dios. No es que se desconociera, en términos absolutos, pero lo cierto es que estaba ausente, no se citaba, no se tenía en cuenta, y era suficiente que el autor de un escrito hiciera una afirmación para no pararse a buscar con hondura cuál era su fuente. Parecía que no era Dios quien enseñaba, porque no aparecía su palabra, sino que se tenía presente la enseñanza del escritor. Un matiz a tener en cuenta es que, cuando se citaba la Biblia, solía ser en latín, o a pie de página, lo que la relegaba a un desconocimiento práctico.
El origen de tal conducta hay que buscarlo muy atrás, en el veto tridentino a las traducciones directas de la Biblia; a la vista de los problemas causados en el xvi por el principio luterano de la libre interpretación, tras un arduo debate, se llegó a la conclusión de no poner en manos de las personas —salvo quienes gozaran de una preparación particular— el texto bíblico. En la práctica, este resultó una fuente, pero una fuente cegada[10].
Muy al contrario, para las personas que detentaban algún tipo de responsabilidad en la transmisión de la fe, o en avivar las devociones del cristiano, conocedores de la Biblia, la atención se desvió hacia la parte histórica y narrativa, hacia la que se denominó «Historia Sagrada». En el caso del Catéchisme historique, de Claude Fleury, este reclamaba en su documentado prólogo que la presentación fuera rigurosa, fiel a la letra del texto, sin invenciones arbitrarias ni consecuencias falsamente deducidas, que eran fruto de la imaginación de los autores, pues solo de esta forma los cristianos adquirirían una formación histórico-bíblica digna de personas cultas.
Si esta tendencia a poner sordina a la Biblia y a reducirla a la historia sagrada se aplicaba en obras de espiritualidad o de devoción, aún resultaba más patente en los libros destinados a personas sencillas o a niños. Y, en ocasiones, infantilizada aún más, la historia sagrada se había deslizado hacia historietas con contenido moral, con moraleja. Una muestra de esto es que, al presentar la vida de Jesús, apenas se consideraba su enseñanza, su mensaje, y la atención se ponía en exclusiva en los milagros, que excitaba la imaginación si resultaban un poco retocados respecto a la sobriedad de los relatos evangélicos. Para las mentes infantiles, sobre todo, existía poca diferencia entre un cuento y una historia «sagrada»: ambas transmitían una moraleja que se recomendaba para tenerla presente.
Pues bien, en esa línea de historia sagrada, de «historias» tomadas del libro sagrado, de «historietas» edificantes, Calleja hizo una notable aportación. He podido consignar hasta 29 títulos distintos que recorren el antiguo y el nuevo testamento a través de sus personajes, con una mayor incidencia en la persona de Jesús, con cinco libros. Posiblemente publicó Calleja más libros de esta línea, cuya noticia no ha llegado a nosotros. Hay que hacer una advertencia: los conocidos se integran en una colección procedente de Francia, que tenía como autor único al redentorista Augustine Berthe; cada uno de los 29 títulos indicados está publicado por Calleja «bajo la dirección de los PP. Escolapios». Es presumible que, además de ofrecerlos al público en general, los escolapios hicieran un estimable consumo de estas publicaciones para los alumnos de sus colegios, una vez vertidos al castellano.
Junto a estos libros también editó Calleja algunos compendios de historia sagrada que contemplaban todo el conjunto, en lugar de centrarse en un personaje en particular. Hay un Programa de historia sagrada, de Mariano Torre y Marco, dos ediciones de Historia sagrada del antiguo y nuevo testamento, del escolapio Pedro Gómez, y varias ediciones, hasta seis, de Loriquet, que responden al título de Compendio de la Historia Sagrada.
Jean Nicolás Loriquet perteneció a la congregación francesa de los Padres de la Fe, hasta que fue disuelta por Napoleón; posteriormente restaurada, terminó por desaparecer, y Loriquet pasó como sacerdote a Suiza. Su criterio, de amplia permisividad, le llevó a alterar los datos que, según su criterio, pudieran dañar a la juventud, especialmente en su Historia de Francia para uso de la juventud. Precisamente por ello, cuando Calleja editó la Historia Sagrada y la sometió a la censura eclesiástica, hubo de ser corregida para que pudiera ser publicada evitando los riesgos de desviación.
3. Devocionarios
Con esta denominación genérica y por fuerza poco precisa, he englobado un abigarrado ramillete de 203 obras salidas de la editorial Calleja. Casi todas con una edición detectada, aunque alguna tuvo varias. El elemento común a todas ellas es el de fomentar la piedad, la espiritualidad, la vida interior o determinadas devociones cristianas. Los temas discurren por relaciones históricas en torno a una imagen particular, avisos sobre la vocación, la preparación para la muerte, meditaciones espirituales, invitaciones al culto de la eucaristía... No he encontrado un cuadro fácil para poder clasificarlos con orden lógico, puesto que sería preciso llevar a cabo múltiples divisiones y subdivisiones, ya que en general son solo unos pocos títulos los que se centran en meditaciones, o contemplan la pasión de Cristo, o la devoción a san José, o exaltan las excelencias del rosario; y serían precisos numerosos apartados diferentes.
Por eso, he preferido una descripción genérica que proporcione al lector una visión panorámica, puesto que la simple enumeración de estas 203 obras resultaría larga y árida.
Aparecen bastantes de estas obras amparadas por el anonimato, aunque son muchas las que están firmadas por sus autores respectivos. A quienes les resulten conocidos algunos de estos nombres, les será posible apreciar la enorme variedad de criterios que es posible descubrir en las obras que salieron de estos autores: Alfonso María de Liguori, Juan Pedro Pinamonti, Federico Guillermo Fáber, antiguos ascéticos como Luis de la Puente, Pedro de Rivadeneira, Fray Luis de León, Benito Valuy, Sebastián Jocano y Madaria, Abate Grimes, B. Garassini, P. Marchal, Jean Croisset, Carlos Gregorio Rosignoli, Ildefonso Bereterra, Adolfo Belot, un devoto, Juan Pedro Caussade, Juan Eusebio Nieremberg, Pedro Pablo Patiño, Raimundo Lulio, Teodoro de Almeida, Huberto Lebon, Tomás de Villacastín, Antonio María Claret, Luis de Granada, Anastasio García, religioso benedictino, Carlos Rosignoli, Pablo Segneri, Joseph Boneta, José Frassinetti, Juan Bautista Pagani, Francisco de Sales, Baltasar Gracián, Juan Grou, Lorenzo Escupoli, monseñor de Segur, Ana-Catalina Emmerich, Luis de la Palma, Francisco Vitali, P. Blot, Juan Pedro Caussade, Gaspar de la Figuera, Alfonso Rodríguez, Francisco Salazar, Pedro de Santa María y Ulloa, Juan de Villafañe, sacerdote devoto, padre redentorista, Andrés Casado, un sacerdote de las Escuelas Pías, Francis James, Tomás Péndola, Antolín Monescillo, André Gide, Santos Hernández, F. R. de Chateaubriand, John Milton, P. Gautrelet, Abate Sabatier, Antonio de Astonico, Elías Reyero, Sebastián Salgado Palomino, P. Roberti, Nicolás Avancini, Bernardino de Villegas, Antonio Arbiol, Fénelon, san Gregorio, Nicolás Wiseman, Juan Bautista Pagani, J. A. de Lavalle, monseñor de la Bouilliere, Nicolás Espínola, Juan Gabriel de Contreras, Abate Mullois, Miguel Godínez, Mario Laplana, Juan Roothaan, Emilio Souvestre, Baltasar Gracián, F. A. Vuillermet, León XIII, Condesa de Flavigny, Paul Allard, Ignacio de Loyola, Manuel de Jaén.
Esta variedad, en la que no predomina ni una línea concreta, ni un estilo en particular, ni un único tema, permite retomar la cuestión de si Calleja pretendía únicamente el acrecentamiento del negocio editorial y ofrecer cuanto proporcionara ganancias. Pero, sin descartar enteramente los legítimos fines comerciales, no hay más remedio que reconocer que una tan amplia y variada oferta tendía a facilitar a todo tipo de personas aquello que buscaban, aquellas devociones que les eran recomendadas, aquellas lecturas que podían saciar sus aspiraciones. Se aprecia que los autores son de épocas diversas, como diversos son sus estilos y sus escritos, pero es posible convenir en que todos ellos están en la línea de la acentuada piedad impulsada por el catolicismo del siglo xix.
Este, replegado sobre sí mismo, percibía que cualquier otro tipo de lecturas procedentes de fuera del círculo de la fe podrían resultar perniciosas o inquietantes para los cristianos; de ahí que los consejos en este terreno se centraran en lecturas plenamente contrastadas, escritas por autores de probada solvencia, centradas en la piedad y en la espiritualidad cristianas, fueran del pasado, o del presente.
Hay un buen número de autores de procedencia francesa, puesto que el espejismo y el gusto por lo francés había dominado desde mediados del xviii y se seguía manteniendo. No pocos de los autores son jesuitas, lo que proporciona también otro dato digno de ser tenido en cuenta, por la repetida tendencia de estos religiosos a expresar sus convencimientos en obras impresas que se pudieran difundir.
En el conjunto de estas obras de devoción no existe la más mínima ruptura con el pasado, sino la más absoluta comunión con él, junto a la fidelidad plena en la segunda mitad del xix, un momento de reafirmación católica y de búsqueda de enraizamiento de los creyentes en sólidas bases, inamovibles. Frente a todas estas tendencias, es posible percibir una notable carencia, una laguna que entonces no se percibía: la carencia de propuestas de lectura directa de la Biblia, de la palabra de Dios. Esta permanecía ausente del horizonte de los cristianos; se ceñía en exclusiva a las celebraciones litúrgicas, y estas en latín. En consecuencia, no hay un solo título que invite al conocimiento, la lectura, la meditación o el aprecio de los libros de la Biblia, o de alguno en particular. Únicamente dos títulos se aproximan levemente a una consideración desde el evangelio: Historia de la Sagrada Pasión, sacada de los cuatro Evangelios, del P. Luis de la Palma[11], y Vida y doctrina de Jesucristo, sacada de los cuatro evangelistas y distribuida en materia de meditación para todos los días del año, obra latina del P. Nicolás Avancini de la Compañía de Jesús[12], convenientemente traducida.
A este tipo de cristianos, de corte tradicional, de piedad consolidada en devociones y de recia oración sirvió Saturnino Calleja con sus múltiples ediciones.
4. Educación social
Este aspecto de la educación social es acaso uno de los menos conocidos y desarrollados de las publicaciones de Saturnino Calleja. La razón, sin duda, es que la sensibilidad social apenas había calado entre los cristianos en las últimas décadas del siglo xix, por lo que se trataba de un tema que no tenía mucha relevancia. Con el advenimiento del desarrollo industrial, y la utilización masiva de la máquina de vapor, surgió la llamada «cuestión social», que daba pie a todo tipo de explotación e injusticia en una sociedad marcadamente liberal y capitalista, en la que la falta de leyes marcaba la situación y propiciaba todo tipo de injusticias.
A la vez que surgían el pensamiento y los movimientos socialistas, se percibía por parte de una gran mayoría de la Iglesia, española y extranjera, que había que echar mano de mecanismos de caridad como la respuesta cristiana que paliara las trágicas consecuencias, pero sin preocuparse apenas de la justicia, que debía ir al fondo del problema. Es preciso reconocer que cuando León XIII publicó la encíclica Rerum novarum (1891) pilló por sorpresa a la mayor parte de la población católica española, anclada en criterios ajenos a los de la justicia social emergente.
La encíclica Rerum novarum dio origen a las más variadas reacciones. Hoy nadie duda del notable retraso que acumulaba, consecuencia de la escasa sensibilidad eclesial, y de haber estado diversificada la atención de los máximos responsables de la Iglesia en otras cuestiones, como la de los Estados Pontificios. Rafael M.ª Sanz de Diego describe la reacción global que el documento pontificio suscitó en distintos ambientes:
… el eco que encontró en España no fue al principio ni espectacular ni fulgurante, su influjo a más largo plazo es motivo suficiente para comenzar por esta encíclica el análisis del pensamiento social de la Iglesia española en estos años.
En esas circunstancias, y en ese clima, Calleja ya había percibido, acaso estimulado por unos traductores sensibilizados, que bien valía la pena publicar unas obras que hicieran aflorar al sentido de la justicia social. Las obras salidas de la editorial fueron pocas, sin duda, pero fueron infinitamente más que las que publicaban por las mismas fechas otros editores. La otra nota que hay que resaltar es que todas son obras traducidas, por lo que vale la pena tener un recuerdo hacia los traductores que las pusieron al alcance de los lectores españoles e importaron una sensibilidad de más allá de nuestras fronteras.
Es posible enumerar todas las obras que en esta materia publicó Calleja y, en algún caso, cuando es sabido, indicar su fecha temprana de edición. En primer lugar la obra de Georges Goyau, Ketteler, versión castellana de Enrique Ruiz, publicada por Calleja en 1876 en una edición; y en otra, posiblemente posterior, sin año. Guillermo Ketteler (1811-1877) fue obispo de Maguncia y desarrolló una gran actividad de ayuda a los trabajadores, para evitar su explotación, para que fueran considerados como personas y no como fuerza bruta productiva, para que con ayuda externa fueran capaces de ayudarse a sí mismos (sindicatos), y para que no se conformaran con librarse de la explotación material y cultivaran la vida intelectual y espiritual. Su obra principal es La cuestión del trabajo y el cristianismo (1864). Todas estas cosas resultaban nuevas en el panorama religioso español.
También de Georges Goyau es Aspectos del catolicismo social (versión española de Cristóbal de Reyna), editado por Calleja al menos en dos ocasiones, ambas en fecha desconocida. En cambio sí es sabida la fecha de 1878, cuando editó la obra de A. H. Simonin (en traducción de C. P. V.), titulada El materialismo desenmascarado, en que sale al paso de los criterios sostenidos por socialistas y comunistas. También publicó la obra de L. Garriguet El valor social del Evangelio (en versión española de Ángel Avilés, salida de su editorial, aunque sin constancia del año; con la misma nota de desconocer la fecha, editó la obra de Georges Michelet, con un curioso título mitad español y mitad francés: La religión como hecho social, Dieu et l’agnosticisme contemporaine, obra cuya en versión española fue realizada por Eduardo García Bote.
Lo hasta aquí enunciado en la actividad empresarial de Saturnino Calleja, como editor, podría llevar a la consideración de que, impulsado por la curiosidad o la novedad, pudiera haber visto en las obras de carácter social cristiano un filón que otros editores no habían descubierto aún. Pero esta sería, sin duda, una visión errónea, parcial. Porque, por fortuna, en este caso consta una importante noticia del pensamiento personal del propio Saturnino Calleja. Con ocasión de presentar sus obras a la censura eclesiástica —de lo que me ocuparé más adelante— el mismo Calleja urge la respuesta que la comisión al efecto tiene que emitir. Tal respuesta tiene fecha de 12 de marzo de 1894, y, en previsión de demoras burocráticas o protocolarias, así como de posibles quebrantos económicos que pudieran afectar a la marcha de la editorial, Saturnino Calleja ha hecho llegar a la comisión el ruego de que «por esto le sean comunicadas cuanto antes, aunque sea extraoficialmente, para que la tardanza no ocasione graves perjuicios a los intereses de su casa y a la subsistencia de los muchos operarios que de ella dependen, y que también se le facilite desde luego copias de las listas que no tienen censura adversa». El empresario Calleja es muy consciente de que las economías domésticas de sus empleados dependen de la buena marcha de la editorial, y, responsable, trata de hacer frente a la reducción o corrección de algunos de sus cuentos y otros títulos, para que esto no arrastrase dolorosas consecuencias en los ingresos de quienes trabajaban en su empresa. No sé de muchos casos en que tal preocupación haya estado en la mente de los propietarios de un negocio.
5. Clásicos
Cuando me refiero a los clásicos, no me refiero a los clásicos de la literatura castellana —que también editó Calleja a Cervantes, Quevedo o Lope de Vega—, sino a los clásicos de la literatura religiosa y de espiritualidad. Agustín de Hipona con sus Confesiones, Alfonso María de Liguori con Visitas al santísimo Sacramento y Glorias de María, Luis de Granada con Guía de pecadores, Tomás de Kempis con la Imitación de Cristo, Juan Eusebio Nieremberg y su Diferencias entre lo temporal y lo eterno, Luis de León con su obra La perfecta casada, Francisco de Sales con su Introducción a la vida devota, Chateaubriand con El genio del cristianismo, Jean Croisset con su Año cristiano, Ignacio de Loyola y sus Exercicio espirituales, son los autores que constituyen este apartado, con obras que han sido leídas una y otra vez, y que continuaron siéndolo merced a las ediciones de Calleja.
Precisamente porque se trataba de clásicos, cabría pensar en ventas seguras. Pero no cabe duda de que, simultáneamente, había un afán de dar a conocer lo que habían sido pilares de la devoción o la espiritualidad clásicas del mundo cristiano. Obras en general densas, sólidas, si bien de muy distinta cantidad de páginas, desde las abundantes del voluminoso Año Cristiano, de Croisset, hasta el casi minúsculo de la Imitación de Cristo, de Kempis.
Saturnino Calleja no tuvo inconveniente en penetrar en este mundo del pensamiento clásico del cristianismo para ofertar a los lectores obras que pudieran seguir inspirando sus criterios, como habían sido motivo de aliento en el pasado a las generaciones anteriores. Se suman, por consiguiente, dos corrientes aparentemente contradictorias, puesto que el mismo Saturnino Calleja que aporta entretenimiento, diversión e imaginación a los niños a través de lecturas amenas ofrece pensamiento clásico, consolidado y de hondo criterio religioso a los padres de esos mismos niños. La aparente contradicción no es tanta ya que, como veremos, también en la literatura infantil deslizó más criterios religiosos de lo que a primera vista —con mirada superficial— podría parecer. El mundo del pensamiento clásico religioso y el de la literatura infantil se funden.
6. Vidas de santos
En esta ocasión, no me queda más remedio que hablar del oportunismo editorial o, con otras palabras, de la aguda visión comercial de Calleja. En el apartado anterior he dejado constancia que una de las obras que editó fue el Año cristiano, de Jean Croisset, amplia y extensa obra en varios tomos[13]. Se hicieron ediciones bastante variadas, según incluyeran o no apéndices sobre el año litúrgico o que incorporaran grabados alusivos a los más destacados santos de cada día del año. Otra consideración es la que, desde los criterios actuales, contempla la debilidad de las afirmaciones históricas que aparecen en la obra al describir las vidas de los santos.
Además de la edición completa, Calleja editó también, como obra diversa, las Consideraciones cristianas para todos los días del año con los evangelios de los domingos, que en realidad constituye una separata de esta obra de Croisset, pues extrae esa sección para promocionar su venta aislada.
En la misma línea, el fino sentido comercial de Calleja le llevó a editar por separado pequeños libros que tuvieran, una a una, la vida de los santos más conocidos, más célebres, que inspiraran más la devoción o la imitación de los cristianos... Se limitó a extractar del Año cristiano las vidas de numerosos santos, hasta un total consignado de 43 obras, que incluye información en torno a 92 santos distintos; pero es posible que hayan sido más las obras de este tipo, aunque otras se hayan perdido o no se hayan localizado. En cada una de ellas aparece la constatación patente de que está «escrita por Juan Croisset, S. J. y traducidas por José F. de Isla». No había engaño posible; pero a quien le interesaba una en particular, por la razón que fuere, le resultaba más barato adquirir la separata correspondiente que toda la obra en varios tomos para ceñirse a una lectura particular.
En ocasiones, porque la materia para una vida de un santo era escasa, fundió en un mismo volumen las vidas o las noticias de dos o incluso de tres santos. El conjunto de cada tomo forma una extraña combinación, pues sin más criterio que el de formar el volumen adecuado, mezcla en el mismo tomo a santa Teresa con san Calixto, o a san Lorenzo con san Carlos Borromeo...; pero cada una podía ser leída por separado, sin complicaciones.
La excepción de toda la serie de vidas tomadas de Croisset la constituye un raro ejemplar que presenta la Vida de san José, cuyo autor es el conocido jesuita Pedro de Rivadeneira.
7. Triduos, novenas, meses
En este apartado he dispuesto 85 títulos, que integran en todos los casos folletos relativamente breves destinados al fomento de la piedad en múltiples manifestaciones. Los he agrupado con arreglo a la duración por días de cada una de las devociones, ya que han sido múltiples y variadas las convocatorias: dos triduos, dos quinarios, cinco septenarios, un octavario, multitud de novenas, los trece martes, los quince sábados y nueve obras que se consagran a una devoción a lo largo de todo un mes.
La variedad de devociones y afinidades hacia un santo, una advocación, una virgen o un apóstol es muy grande; posiblemente ha sido fruto de sentimientos arraigados en una localidad, o resultado de iniciativas de predicadores y sacerdotes en una dirección concreta. Algunas son muy comunes (san Roque o san Antonio, por ejemplo), mientras que otras resultan más bien poco usuales, como la dedicada a santa Lutgarda, san Expedito y santa Filomena. Con frecuencia aparece el adjetivo «devoto» aplicado al mismo rezo, o a los que lo practican; otras veces el mismo título exalta una cualidad del santo invocado, y, acorde con una rancia tradición —no siempre verificada ni verificable— se hace constar la «especialización» del santo invocado: la peste, los incendios, los partos...
Constituían una forma asentada de religiosidad para servirse de abogados o intercesores, como quien acude al médico especialista de los ojos o los riñones. En esa misma forma, hay alguna dirigida al «niño Jesús en su cuna de Belén», «en honor del niño Jesús para celebrar su glorioso nacimiento y nuestra redención», a «Jesucristo crucificado y muerto por la salud de los hombres», pero no hay clara constancia de la simple y pura adoración de quien, como creyente, se pone en la presencia de Dios y acata sus deseos. En la mayor parte de las ocasiones, todas estas mediaciones habían velado el hondo sentido religioso de la relación entre Dios y el hombre creyente.
La mayor parte de ellas son anónimas; algunas tratan de validarse con una fórmula curiosa: «... tal como se practica en el convento...»; otras son obra de determinadas personas, cuyos nombres aparecen en el título, o también han sido traducidas del francés, por el espejismo que suscitó durante tanto tiempo todo lo del universo religioso, que viniera importado de Francia, como garantía de excelencia, de mayor acierto o de más atinada eficacia.
Saturnino Calleja alentó con abundancia esta literatura que, además de él, procedía de numerosas imprentas de toda la nación: no eran libritos muy amplios, ni muy complicados de componer e imprimir, y tenían en la mayor parte de las ocasiones venta segura, especialmente cuando procedían del taller tipográfico que estaba instalado en las inmediaciones de la iglesia en que se fomentaba y practicaba una u otra forma de devoción. Calleja, con visión más amplia, no se limitó a una en particular, sino que no rechazó ninguna.
8. Liturgia
Son 22 las obras incluidas en esta sección, que tiene que ver directamente con las celebraciones cristianas; de forma mayoritaria están vinculadas con los «oficios y misas de la Semana Santa». La razón de esta tendencia es doble: se trataba de celebraciones especiales, que se salían de la rutina habitual, y, precisamente por lo complicada y recargada que era la forma de desarrollarse, requerían una explicación para no sentirse uno perdido. Además, porque no eran tan frecuentes —por razón económica— los misales destinados a los fieles, que abarcaran todas las celebraciones del año, resultaba más barato una breve guía para esos días en particular. Todos los títulos editados por Calleja están en latín y castellano, cosa que no resultaba ni siquiera frecuente en los años 1883, 1895, 1896 o 1902, de las que proceden algunas de esas ediciones. Más adelante se divulgaron estos misales traducidos, pero en las postrimerías del siglo xix e inicios del xx, esto constituía una inédita propuesta.
Como ocurría con las novenas y triduos, hay unas cuantas en las que se desconoce quién intervino, pero un buen puñado de ediciones distintas, hasta diez, son obra del escolapio Pedro Gómez, cuyo nombre ha aparecido anteriormente. Su labor como impulsor de este despliegue editorial se concreta en la traducción al castellano, pero no se puede silenciar que, una tras otra, aparecieran ediciones de la obra que puso en circulación.
Además, en relación con la liturgia, Saturnino Calleja editó un Nuevo eucologio romano, con todos los oficios del año, escrito por Anastasio García. Raro título, rara avis en el panorama editorial religioso de la época. Menos raros son varios títulos más sobre los denominados «oficios parvos», selecciones del rezo oficial de la Iglesia, ceñidas al Sagrado Corazón en un caso, al oficio parvo de María, en otros, y uno que recopila el oficio de difuntos.
Se impone una conclusión final en esta labor editorial protagonizada e impulsada por Saturnino Calleja. En algunos casos, es posible vislumbrar el propósito de la rentabilidad de la empresa editorial: al fin y al cabo, arriesgaba un dinero, que luego revertía en nuevas publicaciones; junto a ello, corría pareja tanto su subsistencia como las de las personas que trabajaron con él, por lo que no hay que considerar como un motivo bastardo el empeño comercial.
Pero también se adivina que en todo ello estaba presente un criterio personal de Calleja de alentar cuanto tuviera que ver con el mundo religioso. No se pueden valorar de otro modo los 500 títulos editados. Lo voy a decir con otras palabras: si a editoriales de inequívoco signo religioso, como en su época el caso de Librería Religiosa, de Barcelona, no se las puede acusar de nada porque incluyeran entre sus publicaciones libros de otras materias, la misma razón asistía a Saturnino Calleja, dedicado directamente al mundo de la lectura infantil y de la educación, pero que no cometía ningún disparate al acometer obras de contenido religioso.
Y que lo hacía desde el convencimiento personal no es arriesgado concluirlo, a la vista de algunos títulos que no resultaban frecuentes, o de algunas obras que no tendrían una sencilla venta, o de algunos autores consolidados por la percepción común como garantía de una recia piedad.
II. La censura eclesiástica de sus publicaciones
En el segundo momento de este artículo no me queda más remedio que echar mano de otro que, con el título La censura de los libros de Saturnino Calleja, publiqué hace diez años[14]. En él daba cuenta de un decreto de José M.ª de Cos, obispo de Madrid, de 12 de marzo de 1894. Tal decreto, difundido por toda España y México, remitía al dictamen de una comisión que se constituyó en Madrid el 30 de septiembre de 1893 y, al término de sus trabajos el 25 de enero de 1894, puso en manos del obispo una clasificación de 266 títulos que Saturnino Calleja había presentado voluntariamente para que fueran examinados por la censura eclesiástica.
El resultado de los trabajos fue la clasificación en ocho grupos de esos títulos, entre los que había muchos cuentos:
Lista primera: aprobados y recomendados.
Lista segunda: aprobados y recomendados; deben corregirse.
Lista tercera: aprobados sin recomendación.
Lista cuarta: aprobados sin recomendación; deben corregirse.
Lista quinta: ni aprobados ni prohibidos; solo permitidos.
Lista sexta: ni aprobados ni prohibidos; solo permitidos; deben corregirse.
Lista séptima: peligrosos; prohibidos mientras no sean reformados.
Lista octava: prohibidos y mandados retirar.
Del dictamen de la comisión se deducen una serie de extremos particularmente importantes para conocer la voluntad personal de Saturnino Calleja:
1. Consta la libre iniciativa de Calleja de presentar sus libros: «... censurar los libros que al efecto Nos presentó el editor de esta Corte D. Saturnino Calleja»;
2. Los somete a que sean censurados, para que se eliminen todas las afirmaciones que sean juzgadas improcedentes: «... doscientos sesenta y seis libros editados por D. Saturnino Calleja y sometidos por él mismo a la censura eclesiástica»;
3. Bastantes libros han sido valorados anteriormente y en ellos se han efectuado las modificaciones que le indicaron a Calleja: «Que muchos de estos libros, juzgados ahora por nosotros, habían sido corregidos ya por encargo del editor Sr. Calleja, en cumplimiento de lo que el Gobierno eclesiástico de esta Diócesis decretó con fecha 7 de Agosto de 1893»;
4. El editor Calleja se compromete a corregir cuanto le sea indicado como resultado de la nueva censura: «También promete el mismo oficio retirar, inutilizar o enmendar cuanto V. E. le ordene»;
5. Con lúcida visión comercial respecto a la editorial, y social respecto a sus empleados, Calleja solicita «le sean comunicadas cuanto antes, aunque sea extraoficialmente, para que la tardanza no ocasione graves perjuicios a los intereses de su casa y a la subsistencia de los muchos operarios que de ella dependen, y que también se le facilite desde luego copias de las listas que no tienen censura adversa».
¿La iniciativa de revisión arranca de Calleja?, ¿se vio presionado por alguna circunstancia particular que se nos escapa?, ¿pudo parecerle mejor adelantarse a los acontecimientos, en lugar de lamentarlos después? No hay forma de saberlo. La voluntad de evitar las pérdidas económicas rige sus actuaciones como empresario. Y es lógica. La decidida intención de Calleja de poner sus talentos y medios al servicio de la educación de la infancia parece que está fuera de toda cuestión, porque si hay algo que subyace a su enorme esfuerzo editorial ha sido precisamente el suministrar a los niños y educadores una literatura claramente educativa. ¿Pudo haberse movido Calleja, además, con un convencimiento religioso personal?
Es evidente que Calleja editó múltiples obras de signo religioso —entre ellas algunos catecismos—, así como es patente que en las obras educativas, en general, había un sentido religioso implícito y subyacente en múltiples ocasiones, y explícito en numerosísimos pasajes de algunas obras y en algunas obras completas. En el ambiente escindido que primó en el siglo xix —fundó la editorial en 1876—, si él hubiera sido de talante liberal no habría dejado de tener oportunidades de manifestarlo. Y habría encontrado apoyos ideológicos, partidistas y pedagógicos en un sector de la sociedad. Precisamente el mismo año de 1876 comenzó su andadura la Institución Libre de Enseñanza, con un ideario educativo al margen de lo religioso. Es patente que habría encontrado en ella apoyo y aliento si hubiera seguido un derrotero similar al de la Institución. De no haberlo hecho, y a la vista de las innumerables referencias religiosas en las obras editadas por él, parece lógico deducir que se trataba de una persona de sinceros convencimientos religiosos. Lo cual le impulsó a presentar de modo espontáneo los 266 libros a la censura madrileña.
Creo que, siendo objetivos, no se puede ver únicamente a Calleja como el empresario que vela por sus intereses comerciales. Hay que ir más lejos y descubrir al creyente que, con los patrones de la época en que le tocó vivir, acepta cordialmente los dictámenes de una comisión para examinar la calidad religiosa de sus libros. Hay un detalle particularmente interesante y es que, concretamente en la edición de algunos de esos libros, los catecismos, Calleja se justifica y alega sus razones:
En la comunicación que Saturnino Calleja dirige a la comisión examinadora, como consecuencia de las interrogaciones que tal comisión le expresó de forma directa el 19 de enero de 1894, Calleja respondió al día siguiente, 20 de enero, sin dolo: «Interrogado por nosotros el editor D. Saturnino Calleja, ha declarado por escrito que si editó sin licencia eclesiástica Catecismos de la Doctrina cristiana y otras obras de religión, fue porque ignoraba la obligación de someter tales libros al examen y aprobación competente, obligación que promete cumplir en adelante con toda exactitud, según verá V. E. en su oficio de fecha 20 del mes corriente, que remitimos a V. E. junto con el que esta Junta le dirigió el día anterior».
La normativa canónica establecía que los libros que sirvieran para la educación de la fe, como es el caso de los catecismos, así como las obras teológicas, o las versiones de la biblia, habrían de ser sometidas a aprobación eclesiástica[15]. Saturnino Calleja actuó desde otros presupuestos absolutamente normales: la conciencia de estar editando unos textos tradicionales, suficientemente contrastados y vistos como para no tener necesidad de ser sometidos de nuevo a revisión. Y, en consecuencia, Calleja procedió con absoluta tranquilidad, publicando unas obras que no le ofrecían ningún tipo de duda [artículo citado].
No es difícil percibir a Saturnino Calleja como un hombre creyente, que acepta de forma voluntaria la censura eclesiástica porque cree en ella y no tiene voluntad de ir contra los criterios educativos o morales de la Iglesia; es quien edita unos catecismos —como han hecho multitud de editores— desconociendo una multisecular normativa, puesto que piensa que están suficientemente depurados como para que no haya necesidad de más requisitos mientras se mantenga el texto que ha llegado a sus manos. Es el hombre que actúa de buena fe y que responde sin doblez, desde la limpieza de sus convencimientos. Este asunto de la censura de unos libros editados por Calleja permite conocer los procedimientos de la época, y hace posible adentrarnos en los criterios personales de Saturnino Calleja.
III. Algunas afirmaciones de sus cuentos
Desconozco si hay modo de leer todos los cuentos que publicó y cuántos fueron estos, precisamente los que le dieron más fama.
No he pretendido llevar a cabo una labor particularmente significativa, por medio de la selección de ciertos títulos; menos aún una tarea total, que abarcara todos o un número elevado. Me he limitado a leer unos treinta o cuarenta, en ellos me he topado con una serie de afirmaciones de expreso contenido religioso, que difícilmente se podrían incluir en el texto si no brotara este de una persona creyente.
Es inevitable que hay que introducir la frase para situarla en el contexto de cada narración, pues de otra manera quedaría en una retahíla de afirmaciones con poco sentido en sí mismo.
En el titulado Merlín, el mago de este nombre favorece a un labrador pobre, poniéndole una serie de condiciones para salir beneficiado: «¿Serás capaz de convertirte de perezoso en caritativo con los pobres?». El labrador Antolín replica: «Que Dios os premie la caridad que me habéis» (p. 5); el labrador, avaricioso, no respondió a estas expectativas. La moraleja del cuento es: «Esta narración imaginaria debe servir de ejemplo para aquellos que en el mundo se dejan arrastrar por el dominio de un orgullo mal entendido, sin recordar que hay un Dios que puede repentinamente hacerlos descender desde las más altas posiciones. Los niños prudentes no deben olvidar nunca estas máximas saludables: siempre debemos confiar en Dios y amar al prójimo como a nosotros mismos» (págs. 14-16).
En Jajá y Jujú, un malvado oso tiene, por medio de una bruja, retenido a un caballero, al que ha reducido de tamaño. En un momento determinado, el prisionero se va a acostar: «El hombrecillo se desnudó y, después de rezar fervorosamente, quedóse profundamente dormido» (p. 5). La moraleja, breve, es: «Ten presente esta lección y acuérdate de que siempre el mal es vencido por el bien» (p. 15).
¡Vaya con el diablo! es la narración en que el diablo quiere hacer una criatura semejante a él. No es arriesgado percibir la resonancia del Génesis en la célebre frase en que Dios hace al hombre a su imagen (Gn. 1, 26). La semejanza con el libro sagrado es aún más evidente, pues el primer intento es el de modelar con barro a la réplica de sí; el esfuerzo fracasó. El segundo intento consiste en procurar dar vida a una muñeca mecánica, que termina también en fracaso. «Enfurecióse el diablo y levantó airado el puño contra el Cielo, y un rayo de luz, cayendo del zénit, fue a estrellarse sobre su altiva frente, en la cual brilló un momento el estigma tremendo de la maldición divina. Un temblor horrendo le acometió de pronto, y su torvo semblante se descompuso; intentó resistir mas no pudo y, tapándose la cara con las alas, quiso sustraerse a aquella luz divina que era el reflejo de la eterna justicia; una voz resonó en la altura, llegando hasta el infierno con un ruido de cien truenos que decía: “En vano intentes imitar a tu Dios y Señor; sufre la pena de tu orgullo, porque las obras del infierno no han de prevalecer jamás”. Desde entonces, el diablo no ha vuelto a remedar las obras divinas, y cuando le hablan de lo pasado, se estremece hasta los cuernos de miedo» (págs. 13-15).
El que lleva el título de La oreja del diablo muestra a un matrimonio «al que Dios no había concedido hijos [...] Y no cesaba de pedir a Dios que le otorgase un descendiente». Cuando, por fin, este nace, reconocen: «“Dios nos lo envía” [...] Y es bautizado con toda solemnidad» (págs. 3-4). Ya crecido, es raptado por un brujo en forma de águila, destinado, con otras víctimas, a que el diablo le saque la sangre. El muchacho, de nombre Ángel, «después de pedir a Dios que le inspirase...», sigue al mago que se entrevista con Satanás. Este se queja, reclamando otra víctima: «… porque hasta ahora no me he podido llevar ningún alma; he tenido que conformarme solamente con los cuerpos, y para eso, con los cuerpos de los que no han sido bautizados» (págs. 9-10). Ángel se enfrenta abiertamente con Satanás: «Nada podéis contra mí, porque sé que contra el que reza y es bueno y ama a Dios y a su prójimo, nada puede el demonio» (págs. 10-11). Además, Ángel, que sostenía al demonio cogido por una oreja, «sacó un escapulario que llevaba colgado al cuello, y el diablo dio un bufido como si le hubieran pegado una docena de latigazos [...] acercándole el escapulario a la cara, le oyó rechinar los dientes y ponerse rojo como un carbón encendido» (p. 11). Deshecho el encantamiento, el diablo huyó, y las otras víctimas se salvaron; pero en su huida se dejó una oreja en manos de Ángel. Este, regresado a su pueblo, la echó en la pila del agua bendita de su iglesia: «… apenas la tocó, se inflamó como un cohete y salió más que a paso por una de las ventanas de la iglesia». Por su parte, Ángel, «trabajó, fue dichoso y vivió santamente» (págs. 14-15).
Antonio, hijo de un matrimonio pobre, es el protagonista de El mago de Villaviciosa. Este, en forma de ratón, es atrapado por el muchacho, que se decide a liberarlo; como recompensa, el mago le concede toda clase de bienes materiales. Pero, como despedida, le deja una sabia nota. «Bien está que se socorra, pero conviene que en lo sucesivo fiéis menos de la caridad y más en el trabajo» (p. 14). «Pareció bien todo aquello al padre de Antonio y, aplicándose al trabajo, logró mantener a su familia en paz y en gracia de Dios» (p. 15).
El tío Anselmo, a quien todo le salía mal, a punto de suicidarse, vendió su alma al diablo, a cambio de la facultad de hacerse visible o invisible a las palabras ¡Chacolí!, ¡Chacolá! —precisamente el título del cuento—. Acudió invisible a su casa y oyó a su familia hablar mal de él; su suegro dice de él: «Se habrá suicidado como un incrédulo que es; a estas horas se lo estarán comiendo los peces» (p. 8). Huyó del hogar y recorrió el mundo en busca de aventuras. Cuando llegó el momento de entregar su alma, regresó «y al entrar vio a su esposa y a su hijo rezando por su alma como si estuviera difunto» (p. 12). Consiguió con habilidad zafarse del compromiso adquirido, y «volvió a su pueblo, siendo desde entonces modelo de cristianos y murió santamente al lado de su familia» (p. 15).
La cruz del diablo refiere que unos bandoleros asolan una comarca; esta había estado en el pasado sometida a un caballero que había hecho lo mismo. El jefe de los bandoleros llevaba puesta la armadura del caballero. Un valiente juez se enfrenta a él: «En nombre de Dios y de la justicia te emplazo a que comparezcas ante mí a recibir el castigo que tus crímenes merecen [...] Te prometo por Dios que nos oye que no tardarás en pagar tu merecido en la tierra, ya que de seguro lo purgas en el infierno» (págs. 10-11). Un inquisidor viejo, sospechando que el diablo andaba detrás de todo, propuso que se fundiera la armadura y se hiciera una cruz. «Colocada la cruz, donde se puso secóse la hierba, y a su vista temblaba el caminante. De ahí su nombre: La Cruz del diablo. Pero, apenas consagrada por el sacerdote del lugar, brotaron a su lado hermosas flores y su sombra fue benéfica, porque el poder de Dios purifica todo» (págs. 14-16).
En El sargento y el diablejo, un labrador pobre pide un préstamo a un rico; este se lo concede con la condición de que pase tres noches sobre su tumba cuando muera. En ese momento, el labrador cumple su compromiso, pero se une con un sargento valeroso, que consigue engañar al mismo demonio y obtener de él cantidades notables de oro. Al final del relato, «se presentó un ángel hermosísimo y se llevó el alma del rico propietario, salvada por un acto de caridad y por su verdadero arrepentimiento» (p. 14); por su parte, el labrador enriquecido con el oro del diablo «aseguró su porvenir y el de sus hijos, empleó gran parte de su capital en beneficio de sus semejantes; socorrió con largueza a los desgraciados sin esperar a que le implorasen su auxilio, y se hizo querer y bendecir por todo el mundo» (p. 15).
Aurora es la niña protagonista de El mago de la luz verde. Este, perverso, tiene un armario lleno de cabezas de niños, a las que saca la sangre. Aurora consigue hacerse con el candil del mago, «mojó sus deditos en el aceite de la lámpara y con él hizo una cruz en la frente de cada una de las encantadoras cabecitas; al punto cada una recobró su cuerpo» (p. 10). Frente a la venganza que reclaman los niños rescatados, Aurora decide: «Voy a hacer con él lo mismo que con vosotros; de ese modo es posible que se arrepienta y vuelve a la gracia de Dios» (p. 11). La moraleja del cuento es: «El amor al prójimo siempre tiene recompensa» (p. 15).
En La buena maga, un niño pobre comparte su escaso pan con una vieja, que resulta ser una maga. Esta la devuelve el favor dándole un tarro de dulce y unas confituras, que no se acaban nunca. El niño y su madre ponen así una confitería y salen de su situación de carencia de recursos «y gozaron de felicidad en todo el resto de sus vidas porque fueron buenos y caritativos» (p. 15). Pero con anterioridad, un comerciante injusto que había querido aprovecharse de la necesidad de su madre, al comprarle a bajo precio la labor que ella trabajaba, se justificaba de este modo: «Hoy no es día de limosna»; pero la maga le replica con energía: «¡Peor para usted! Pero para mí es día de justicia» (p. 11).
La Historia de Ochavito presenta a un avaro que ha hecho fortuna haciendo el mal. A la hora de la muerte, «deseaba pedir perdón de sus pecados al Señor, ser bueno y practicar el bien» (p. 14). El diablo pretende su condenación, pero «arrojándose de la cama, se puso de rodillas ante la imagen de Cristo, pidiendo perdón de sus culpas. Así le sorprendió la muerte y se salvó» (p. 15).
En El juicio de Dios, la reina mora, esposa de Boabdil, acusada de traición, está detenida junto con una criada cristiana; esta «la excitó a que buscara en el verdadero Dios y en nuestra sacrosanta religión el amparo de sus aflicciones» (p. 4). Unos caballeros cristianos, paladines de la inocencia de la reina, luchan y vencen a unos caballeros musulmanes; la reina fue declarada inocente. «Aquella misma noche la reina recibió el agua del bautismo, siendo su padrino D. Juan Chacón, y poniéndole por nombre María» (p. 13); también Muza, hermano del rey Boabdil «acabó por pedir el bautismo» (p. 14). Y concluye: «Esto nos enseña, hijos míos, a tener fe en la protección del Cielo, que nunca falta a los que lo invocan de corazón» (p. 14).
Sería falsa la conclusión de que todos los cuentos escritos por Calleja sean de este tenor, además de los que editó como obras ajenas. Pero en los que he consultado, las frases son inequívocas, con un sentimiento, un convencimiento y unas enseñanzas típicamente cristianas. Cabría pensar que Calleja proponía esas enseñanzas porque era lo que se estilaba, y lo que garantizaba el éxito comercial. Pero esta suposición no se sostiene, puesto que por la misma razón podría haber hecho otra serie de propuestas no cristianas, en que primara la honradez, el trabajo, la fidelidad... es decir, virtudes meramente humanas. Otros educadores de estos mismos años apelaron con asiduidad a este tipo de motivos para fundamentar una conducta humana que fuera aceptada por la sociedad. Pero Saturnino Calleja no se paró ahí; fue más allá y una y otra vez afloran sentimientos, conductas y modos de actuar que son propios de los cristianos, porque no cabe duda que pretendía una educación cristiana para los pequeños lectores de sus cuentos. Esto no lo hace quien no es cristiano, como tampoco lo escribe quien no está interesado por los patrones de conducta cristiana.
Se impone, por consiguiente una conclusión: el verdadero sentimiento cristiano de Saturnino Calleja. No sería posible empañar esta deducción aduciendo los muchos títulos en que tales sentimientos y criterios no constan, porque lo que Saturnino Calleja pretendió era una lectura instructiva, pero no insistente ni permanentemente cristiana. Se entremezclan rasgos de entretenimiento, puntadas educativas, ráfagas de humor, moralejas que invitaban a la imitación... En ese entrecruce de apuntes, no es posible silenciar las explícitas anotaciones de carácter cristiano, que son expresión de la condición cristiana de Calleja.
Conclusión
A partir de tres enfoques, he tratado de aproximarme a la condición de creyente sincero que fue Saturnino Calleja. Por un lado, los muchos libros de carácter religioso que editó, en los que se vuelca un criterio no meramente comercial. Pudo editar otro tipo de obras, y de hecho lo hizo, porque el fondo de su casa editorial abarca otros muchos saberes. He podido comprobar en algunos comentarios que con frecuencia se ensalzan sus producciones literarias, educativas, higiénicas, agrícolas, de cultivo de las lenguas, la geografía o las matemáticas, las destinadas a la lectura y las consagradas a la pedagogía; pero no se ensalzan en la misma medida las obras de carácter religioso que editó. Ahí están los datos, para cubrir ese silencio detectado, acaso interesado.
El segundo enfoque para detectar los criterios personales de Calleja fue el poco conocido hecho de la presentación de sus obras —un numeroso lote de ellas— a la censura eclesiástica, después de haber presentado con anterioridad otras. Su voluntad de acatar las decisiones que se tomaran y la disponibilidad para corregir o eliminar cuanto pudiera ser susceptible de reproche no son síntomas de un editor que acata a regañadientes un dictamen que no le favorece y le obliga a cambios en sus impresos. Son muestra de todo lo contrario pues, de haber pensado de otra manera, no habría acudido espontáneamente a someter sus impresos a revisión.
El tercer enfoque está abonado por las múltiples expresiones reproducidas, tomadas de sus cuentos, en que destila convencimientos cristianos y prácticas sacramentales que no tienen posibilidad de ser confundidas. Algunos de esos criterios presentes en sus libros tienen una clara resonancia evangélica, que no es difícil percibir. Son una muestra más de lo que Calleja pensó, vivió y transmitió.
Creo no equivocarme, con todos estos datos a la vista, al afirmar que en el caso de Saturnino Calleja estamos ante un creyente que volcó sus convencimientos en su actividad profesional. Y lo hizo, sin duda, con acierto.
[1]E. Fernández de Córdoba y Calleja, Saturnino Calleja y su editorial. Los Cuentos de Calleja y mucho más, Madrid, Ediciones de la Torre, 2006.
[2]Julio Casares, Novísimo diccionario inglés-español y español-inglés: contiene miles de palabras nuevas y tecnicismos de uso reciente, pronunciación figurada, cuadros de conjugación de verbos irregulares ingleses, nombres geográficos, nombres propios, etc. Madrid, Saturnino Calleja, [s. a.].
[3]L. Brocq-L. Jacquet, Elementos de dermatología; traducción de la tercera edición francesa por Luis Romero Ruiz, Madrid, Saturnino Calleja, editor, [s. a.].
[4]Las carreras científicas y literarias, las profesiones liberales: manual práctico para escoger y seguir carrera, Madrid, Saturnino Calleja Fernández, [s. a.].
[5]Claude Fleury, Catecismo histórico o Compendio de la historia sagrada y de la doctrina cristiana, para instrucción de los niños, con preguntas y respuestas y lecciones seguidas para leerlas en las escuelas compuesto por _, y traducido del francés para utilidad de la tierna juventud, Málaga, Martínez, 1683; Id., Catéchisme historique contenant en abrégé l’Histoire sainte et la doctrine chrétienne, Madrid, Sancha, 1806.
[6]Manuel María Ochagavía, Catecismo de perseverancia o exposición histórica, dogmática, moral, litúrgica, apologética, filosófica y social de la Religión desde el principio del mundo hasta nuestros días por el abate F. Gaume, Madrid, Alejando Gómez Fuentenebro, 1851-1853; Francisco Alsina-Gregorio Amado Larrosa, Catecismo de perseverancia o exposición histórica, dogmática, moral, litúrgica, apologética, filosófica y social de la Religión desde el principio del mundo hasta nuestros días por el abate Jean Joseph Gaume, Barcelona, Lib. Religiosa, 1857.
[7]Compendio del catecismo de perseverancia o Exposición histórica, dogmática, moral, litúrgica, apologética, filosófica, y social de la religión desde el principio del mundo hasta nuestros días, por J. Gaume; traducido del francés por _, Barcelona, Lib. Religiosa, 1862.
[8]L. Resines, «Astete frente a Ripalda: dos autores para una obra», en Teología y Catequesis, n.º 58 (1996), págs. 89-138.
[9]Juan Martínez de la Parra, S. J., Luz de Verdades Católicas y explicación de la Doctrina Cristiana, que siguiendo la costumbre de la casa professa de la Compañía de Jesús en México ha explicado en su iglesia el P. _, professo de la misma Compañía, México, 1690-1696.
[10]Con. Tridentinum, Ses. V, decr. 2, 7 (17 jun. 1546): «Y para que no se desparrame la impiedad, so capa de piedad, este santo sínodo establece que nadie pueda ser autorizado a la tarea de una lectura semejante, sea pública o privada, si antes no ha sido examinado y aprobado por el obispo del lugar acerca de su vida, sus costumbres y su ciencia. Sin embargo, esto no ha de aplicarse a los lectores en los conventos de monjes» (Et ne sub especie pietatis impelat diseminador, statuit eadem sancta synodus neminem ad hujusmodi lectionis officium tan publice quam privatim admittendus esse, qui prius ab episcopo loci de vita, moribus et scientia examinatus et approbatus non fuerit. Quod tamen de lectoribus in claustris monachorum non intelligatur).
[11]Luis de la Palma, nacido en Toledo hacia 1560 y muerto en Madrid el 21 de abril de 1641, publicó la obra señalada en Alcalá de Henares, en 1624.
[12]Nicolás Avancini (o Avancino) había nacido en Austria en 1612 y muerto en diciembre de 1685; enseñó filosofía y teología en Viena, y es autor de otras obras sobre historia y de poesías dramáticas, además de la indicada.
[13]L’année chrétienne: contenant les messes des dimanches, fetes & feries de toute l’année en latin et en françois, avec l’explication des epitres & des evangiles, & un abregé de la vie de Saints don on fait l’office, que databa de 1712; pronto fue traducida al castellano por el jesuita José Isla con el título Año cristiano o Exercicios devotos para todos los días del año, a partir de 1753.
[14]L. Resines, «La censura de los libros de Saturnino Calleja», en Estudio Agustiniano, 40 (2005), págs. 65-97.
[15] La norma arrancaba de lo dispuesto por el concilio de Trento, sesión IV, De scriptura et traditione, en el decreto segundo, que se refiere a la aprobación de ediciones de la Biblia y otros libros religiosos. Dicho decreto dice: «El concilio manda y establece [...] que a nadie le es lícito ni imprimir ni hacer imprimir cualquier clase de libros sagrados sin que conste el nombre del autor, ni tampoco venderlos más adelante o guardarlos para sí, sin que antes hayan sido examinados y aprobados por el ordinario, bajo pena de condenación y de la multa establecida en el último concilio de Letrán» ([Sancta Synodus] decernit et statuit [...] nullique liceat imprimere vel imprimi facere quovis libros de rebus sacris sine nomine auctoris, neque illos in futurum vendere aut etiam apud se retinere, nisi primum examinati probatique fuerint ab ordinario, sub poena anathematis et pecuniae in canone concilii novissimi Lateranensis apposita).