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Revista de Folklore número

395



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Los trajinantes madrileños de siglos pasados

PERIS BARRIO, Alejandro

Publicado en el año 2015 en la Revista de Folklore número 395 - sumario >



Madrid, antes de que en 1561 Felipe II decidiera hacerla capital de España, era una población rural que cosechaba cereales y abundantes hortalizas en las orillas del río Manzanares. Sin embargo, su producción no era suficiente y ya necesitaba ser abastecida por los vecinos de los pueblos de la comarca, según Fernández de Oviedo[1]:

E demás del pan que se dixo de su cosecha, se trae de la comarca muy hermoso e blanco candeal e en gran abundancia muchas legumbres de todas suertes, mucho e muy buena hortaliza de todas maneras, diversas fructas verdes e secas.

A partir de 1561, la capital fue creciendo demográficamente y llegó a convertirse en un gran mercado al que acudían con sus mercancías muchos trajinantes de la provincia.

Pasados los cinco años en los que la corte permaneció en Valladolid, en 1606 volvió a trasladarse a Madrid, ciudad que aumentó de forma importante su población creando bastantes problemas en el concejo, entre otros el de la escasez de posadas para los funcionarios y criados del rey[2]. Se llegó a prohibir que nadie saliese de Valladolid para instalarse en Madrid, «ni cinco leguas alrededor de ésta», bajo pena de cien ducados y dos años de destierro.

En el año 1623, el consumo de carne en la capital fue este, según González Dávila[3]:

Carneros: 410 000

Vacas: 11 000

Cabritos: 60 000

Terneros: 15 000

Cerdos: 18 000

La recuperación económica del siglo xviii y la construcción en la segunda mitad de ese siglo de los seis grandes caminos que salían de la capital supusieron un importante incremento del comercio en toda España. Madrid era ya, a mediados del siglo xviii, una gran concentración humana y un enorme mercado. En 1757 se consumieron en la capital 500 000 arrobas de vino, 96 000 de aceite y 8 625 000 libras de carne, además de grandes cantidades de legumbres, pescados, frutas y hortalizas[4].

La capital tuvo en siglos pasados una gran escasez de tahonas, por lo que hasta casi finales del siglo xviii necesitó ser abastecida por panaderos de su provincia y la de Toledo. La Sala de Alcaldes de Casa y Corte fue la encargada durante muchos años de que no faltase tan importante alimento. Desde 1743 ese cometido correspondió a la Real Junta de Abastos, que quedó extinguida en 1776. En 1784 se consumían diariamente en Madrid 1982 fanegas y media de pan y para fabricarlo se necesitaban 250 fanegas de trigo que sacaban del pósito los 105 panaderos que entonces había entre la capital y Vallecas[5].

Buena parte de la gran cantidad de frutas y hortalizas que necesitaban los madrileños procedían de las fértiles vegas de los ríos Tajo, Tajuña, Henares, Jarama, Alberche, etc.

La construcción de edificios en una ciudad en continuo crecimiento como Madrid necesitó de gran cantidad de materiales como piedra, cal, yeso, teja, ladrillo, madera, etc., que se llevaban en gran parte de la provincia. Igual ocurría con la leña, carbón, cereales, paja, materias textiles, etc. Miles de carretas, carros y caballerías mayores y menores entraban a diario en la capital por las puertas principales (Alcalá, Atocha, Toledo, Segovia y Fuencarral) y portillos, recorriendo luego sus estrechas calles y originando ya entonces problemas de tráfico e inclusos serios accidentes, camino de la plaza Mayor, la de la Cebada, la de Antón Martín, etc., donde vendían los trajinantes o solo entregaban las mercancías transportadas.

En los 15 días comprendidos entre el 23 de junio y el 7 de julio de 1784, entraron en Madrid por las cinco puertas principales 9317 carretas, 976 carros y 105 galeras. El día 28 de junio del mismo año entraron por las mismas puertas 5068 cargas. Ese día estaba considerado normal: «… cuio número es poco más o menos el mismo que entraba en los demás días»[6]. Buena parte de las mercancías que llegaban a Madrid eran proporcionadas por vecinos de los pueblos de su provincia que tuvieron, y tienen, en la capital, según frase de Madoz su «perpetuo mercado».

Arrieros y carreteros de la provincia de Madrid colaboraron en la construcción de edificios en los Reales Sitios de Aranjuez, San Ildefonso, San Lorenzo de El Escorial y El Pardo, aportando los materiales necesarios. Posteriormente, al ser esos lugares residencias de los monarcas, necesitaron ser abastecidos de comestibles, cereales y paja para las caballerías, etc., que en buena parte eran también suministrados por vecinos de los pueblos madrileños.

En la mayoría de las poblaciones de la provincia hubo trajinantes profesionales, que utilizaban bastantes bestias de carga o carros y empleaban incluso a trabajadores asalariados. Los arrieros profesionales fueron más frecuentes en los pueblos próximos a la capital, a la que podían realizar hasta un viaje diario, como Vicálvaro, cuyos vecinos vivían casi todos del comercio con la capital. Igual ocurría con los muchos panaderos que siempre hubo en Vallecas, que vendían su mercancía en la corte. En Quijorna, por poner otro ejemplo, había bastantes personas dedicadas permanentemente a la arriería «porteando lo que les salía» y «andando al albardón», según las expresiones que se usaban en ese lugar. En otros pueblos como en Cerceda, Collado Mediano, Bustarviejo, etc., vivían muchos de sus vecinos en el último tercio del siglo xviii de transportar a Madrid con sus carretas grano, carbón y piedra. En Bustarviejo se empleaban en la misma época cien carretas en «continuo ejercicio» para acarrear carbón a Madrid y leña a la Fábrica de Cristales de San Ildefonso.

En ocasiones la carretería tuvo un carácter empresarial. Algunos vecinos de los pueblos próximos a El Escorial, como Colmenar del Arroyo, Robledo de Chavela, Valdemorillo, Zarzalejo, etc., poseían a finales del siglo xvi varias carretas cada uno de ellos, con las que se dedicaban a transportar materiales para la construcción del monasterio. En Torres de la Alameda, varios hidalgos explotaban algunos hornos de cal y luego llevaban el producto obtenido empleando carreteros asalariados. Uno de esos hidalgos, don Francisco Morales, poseía 166 bueyes en 1750 y daba empleo a bastantes mozos de carretería. También en esa época un presbítero de Galapagar era dueño de varias carretas.

Fue, sin embargo, más frecuente en los pueblos madrileños la existencia de personas que practicaron la arriería y la carretería solo de forma temporal. En el trajino encontraron muchos campesinos una segunda actividad que podían desarrollar aprovechando los meses de paro agrícola y obligados por la necesidad de hallar unos ingresos imprescindibles por la exigua rentabilidad de la agricultura. Son a los que en el Catastro de Ensenada se denomina labradores-trajineros y jornaleros-trajineros, que eran transportistas de mercancías solo unos meses al año. En Orusco, según la misma obra, no había arrieros profesionales porque solo algunos de sus vecinos se dedicaban a transportar papel del que se fabricaba en esa población a Madrid «y no por esto dejan sus siembras y labores de que se mantienen…». En Brea de Tajo algunos vecinos labradores hacían varios viajes de zumaque al año «en temporadas que permitía la asistencia de la labor». En Villa del Prado bastantes hombres se dedicaban a sacar del lugar vino, uva, etc. con las mismas caballerías que araban sus tierras y viñas, «pero había pocos sujetos que se ocuparan todo el año en solo trajino…». Empleaban para ambos oficios las mismas caballerías y carretas, «yuntas comunes a carro y arado», como leemos frecuentemente en escritos de aquellas épocas.

Hubo también personas que, teniendo más ganado y carretas, podían, con la ayuda de sus hijos o criados, realizar los trabajos de labrador y trajinante simultáneamente. Esto ocurrió, por ejemplo, en Colmenarejo, donde bastantes vecinos desde principios de marzo hasta fin de octubre porteaban a Madrid jara, piedra, carbón o leña con la mitad de su ganado y carretas, porque la otra mitad la empleaban en las labores agrícolas. Lo mismo hacían algunos vecinos de Navalquejigo. En Torrelodones, los que solo tenían una carreta se dedicaban una semana a llevar a la capital leña, carbón o piedra y a la siguiente a las labores del campo.

Los vecinos de poblaciones con menores posibilidades para la agricultura fueron, lógicamente, los que más practicaron la trajinería. En Fuenlabrada, por ejemplo, que fue un pueblo con gran tradición a la arriería, tenían mucha falta de tierras de labor. En Vicálvaro, población de muchos arrieros también, las dos terceras partes de sus vecinos eran pobres y el resto tenían mediana hacienda. En los pueblos de la sierra madrileña muchos de sus vecinos se dedicaron a la carretería por necesidad, «con el motivo de sus cortas labores», como a menudo vemos en el Catastro de Ensenada:

Moralzarzal: Y sólo sí que habrá en este pueblo como sesenta labradores que, con el motivo de sus cortas labores, se emplean en conducir piedra o carbón a la corte.

Collado Mediano: … y sólo sí hay como unas 45 carretas, poco más o menos, que éstas las tienen los que se dicen labradores y nacido de sus cortas labores, las emplean en portear piedra o carbón a la corte.

Becerril de la Sierra: … por no haber tierras que labrar, los que se dicen labradores y nacido de sus cortas labores, las emplean en portear piedra o carbón a la corte.

Se dedicaron también temporalmente a la carretería bastantes vecinos de Alpedrete, Ambroz, Cercedilla, Colmenar del Arroyo, Collado Villalba, Chozas de la Sierra (ahora Soto del Real), El Escorial, Galapagar, Gandullas, Guadarrama, Hoyo de Manzanares, Lozoya, Manzanares el Real, Los Molinos, Navacerrada, Navalafuente, Navalagamella, Pinilla del Valle, Robledo de Chavela, Valdemorillo y Zarzalejo.

Unos años después, en el último tercio del siglo xviii, los habitantes de algunos de estos pueblos de pobre agricultura habían optado por dedicarse exclusivamente a la carretería. En Hoyo de Manzanares, el cura párroco criticaba en 1784 a los vecinos por el abandono que habían hecho de la agricultura[7]:

Contribuye a la falta de aplicación al trabajo el que está Madrid cerca […] Los hombres miran a Madrid como a sus Indias y como una mina inagotable donde se halla lo que necesitan de la noche a la mañana.

Como vemos para ese sacerdote, la dedicación a la trajinería no era trabajo. Desde 1613 existía en la iglesia de Hoyo de Manzanares una capellanía con la carga de una misa todos los días de fiesta, después de las once, para que los carreteros que regresaban de Madrid pudieran oírla. Pegujaleros de varios pueblos como Ajalvir, Pozuelo del Rey, etc. recurrieron a la arriería para poder subsistir.

Los jornaleros que disponían de alguna caballería se empleaban en la arriería varios meses al año, la temporada de paro agrícola. En Torrejón de Ardoz, donde la mayor parte del vecindario eran pobres jornaleros, se dedicaban a llevar paja y cebada a Madrid. Bastantes jornaleros de Ambite se ocupaban en llevar papel del que se fabricaba allí, a la capital. Los beneficios que proporcionaban las profesiones de arriero y carretero en los pueblos madrileños dependieron, lógicamente, de varios factores: distancia al punto de destino, empleo de caballerías (mayores o menores), de carros de mulas o de carretas de bueyes y, sobre todo, si el individuo se limitaba solo al transporte de la mercancía o realizaba también su venta.

La distancia que tenían que recorrer condicionaba el número de viajes que podían realizar. La mayor distancia suponía una disminución en la cantidad de viajes, un mayor gasto por utilización de ventas y posadas, por pago de impuestos de tránsito, etc., y, por consiguiente, un encarecimiento del transporte. Esto hizo que el número de arrieros y carreteros estuviera en proporción inversa a la distancia a la capital, su principal mercado. Los pueblos con más vecinos dedicados a la trajinería fueron los situados a menos de 50 km de aquella.

Como bestias de carga se utilizaron en los pueblos madrileños el ganado mular y el asno. El peso que podían transportar estos animales era de unos 120 a 140 kg la mula o macho, y de 70 a 80 los asnos. Iban formando recuas y podían hacer jornadas de hasta 30 y 40 km caminando por todo tipo de caminos y utilizando atajos, por lo que eran muy útiles para el transporte.

A mediados del siglo xviii se utilizaban bastantes bestias de carga en algunos pueblos madrileños:

Mulos

Asnos

Total

Estremera

50

204

254

Somosierra

120

120

240

Algete

50

260

210

Pezuela de las Torres

132

36

168

Ciempozuelos

23

134

157

Pozuelo del Rey

56

88

144

Loeches

60

60

120

Alcalá de Henares

25

90

115

Los beneficios anuales que en la misma época proporcionaba transportar y vender la mercancía empleando una caballería mayor variaban entre los 500 y 800 reales y, si se utilizaba una menor, entre los 250 y los 400, dependiendo del género con el que se comerciaba. Los arrieros de vidrio de Cadalso ganaban unos 1600 reales al año empleando una caballería mayor, y unos 600 si era un asno. Los 72 vecinos de Pezuela de las Torres empleados en portear carbón ganaban 6 reales por viaje hecho con una mula, y la mitad si era con un burro. Los 64 arrieros de esparto de Estremera solo obtenían una ganancia anual de 250 a 150 reales, dependiendo de la clase de caballería. Existieron arrieros que utilizaron bastantes animales de carga para el transporte. Las 240 bestias que había en Somosierra pertenecían a solo 29 propietarios, las 210 de Algete a 55, las 157 de Ciempozuelos a 27, etc. Algunos de ellos obtenían con sus recuas ganancias anuales de entre 4500 y 6500 reales.

Un documento del Archivo Histórico Nacional nos permite conocer las utilidades que proporcionó el ejercicio de la arriería en algunos pueblos madrileños en 1754[8]:

Fuenlabrada: 352 000 reales

Parla: 195 840 reales

Vicálvaro: 156 500 reales

Alcobendas: 150 350 reales

Getafe: 107 600 reales

Vallecas: 80 950 reales

Barajas: 69 450 reales

Leganés: 51 200 reales

Etc.

Los mayores beneficios correspondieron a las poblaciones con arrieros dedicados al transporte de paja y cebada a la corte, como Fuenlabrada, Parla, Vicálvaro y Alcobendas, todas ellas muy próximas a la capital.

Como vehículos, se emplearon en la provincia de Madrid carros tirados por mulas y en las zonas montañosas carretas arrastradas por bueyes y a veces por vacas, de gran capacidad de carga pero de extremada lentitud. Los beneficios que obtenían los carreteros madrileños eran, a mediados del siglo xviii, de 40 a 50 reales por viaje y carreta. Excepcionalmente tenían una utilidad mayor los de Cercedilla, que ganaban 70, los de Moralzarzal que percibían 56 y los de Becerril de la Sierra y Navacerrada que ganaban 55. Por el contrario, los carreteros de Alpedrete, Collado Villalba, Lozoyuela y Manzanares el Real solo conseguían unos beneficios de 30 reales por viaje y carreta.

En 1784, los carreteros de Hoyo de Manzanares llevaban a Madrid 150 carretas de leña a la semana y obtenían una ganancia de 60 reales por vehículo, lo que les parecía insuficiente[9]:

… cantidades insuficientes para las necesidades del vecindario y al sustento de 80 pares de bueyes que arrastran sus carretas, porque todo lo tienen que comprar a peso de plata, menos el agua.

Las ganancias de los trajinantes madrileños fueron, en general, escasas y desde luego no estuvieron en consonancia con las penalidades que tenían que sufrir. Estuvieron expuestos a las inclemencias del tiempo, al peligro del paso de los ríos por vados por la escasez de puentes, a los embargos, a los frecuentes robos que les hacían los bandoleros, etc. Tenemos el testimonio de unos pobres arrieros de Villa del Prado que iban con sus caballerías cargadas de vino al Real Sitio de San Lorenzo, el 2 de abril de 1769[10]:

… y luego que dimos principio a subir el puerto intitulado de la Fuenfría, se puso la noche tan tenebrosa estimulada de una fuerte tempestad de truenos y lluvia, que no nos veíamos los unos a los otros ni podíamos ser dueños de las caballerías de nuestro cargo.

Los accidentes en la provincia de Madrid al querer atravesar los ríos por vados fueron frecuentes en siglos pasados entre los viajeros en general. A menudo los trajinantes intentaban cruzar los ríos por los vados, aunque hubiera puente, para no pagar el impuesto de pontazgo.

Los arrieros y carreteros estuvieron sometidos frecuentemente a los embargos de sus carruajes o caballerías. Ya en el Fuero de Madrid que se fecha en 1202, se castigaba con multa de dos maravedís al que embargare «al hombre que viniere a Madrid en recua acarreando alguna cosa»[11]. Juan II de Castilla, en la Pragmática del 24 de octubre de 1428, prohibió los embargos «salvo para las nuestras cámaras y de la reyna nuestra mujer y del príncipe nuestro hijo». Los Reyes Católicos dispusieron en 1480 que se castigase con pena de destierro de la corte por cinco años a los que embargaren carros o caballerías. El 1 de mayo de 1543, Carlos I ordenó la prohibición de embargar carretas y animales de carga por ninguna persona a excepción de los miembros de la Casa Real, Consejo de la Santa Inquisición, Consejo de Indias, Consejo de Guerra, Consejo de Guerra, Consejo Real, Contadores Mayores, etc.[12]. Posteriormente, en las grandes obras reales se emplearon muchos materiales, y para transportarlos se embargaron caballerías y carretas por orden de los monarcas. En agosto de 1737 se llegaron a embargar las caballerías de los panaderos de Vallecas para acarrear con ellas materiales para la obra del Palacio Real, creando un gran problema porque aquellos eran los que más pan aportaban a la corte. El tener embargadas en octubre de 1738 para la misma obra las carretas de trajinantes de Galapagar, Colmenarejo, Robledo de Chavela y Zarzalejo creó incluso problemas de abastecimiento a la familia real, que se encontraba entonces en San Lorenzo de El Escorial.

Otro grave obstáculo, no solo para los trajinantes sino para todos los viajeros en general, fue el bandolerismo. En los caminos que salían de Madrid se cometían frecuentemente robos a los que transitaban por ellos, sobre todo a los trajinantes que volvían a sus pueblos después de haber vendido sus mercancías. Varias dehesas y otros lugares de abundante vegetación servían en la provincia de Madrid de guarida a los ladrones. El camino real de Burgos estuvo lleno de bandoleros que solían refugiarse en la dehesa de Valgallego, entre Torrelaguna y La Cabrera. Especialmente peligroso por los continuos robos que se realizaban fue el puente de Viveros, muy utilizado por los viajeros que se dirigían a Alcalá de Henares y Guadalajara. En los alrededores de la venta del Espíritu Santo, también situada en el camino de Madrid a Alcalá de Henares, junto al arroyo Abroñigal, se cometían en el siglo xviii «insultos, robos y otras maldades». Cerca del puente de San Juan, en una zona boscosa próxima a San Martín de Valdeiglesias, se cometieron antiguamente muchos robos. Igual ocurría en los términos de Chinchón y Colmenar de Oreja. Dice Madoz en su conocido diccionario que el puerto del Paular era a mediados del siglo xix peligroso «por el abrigo que en sus espesuras hallaban los malhechores».

Las profesiones de arriero y carretero estuvieron en siglos pasados socialmente mal consideradas, especialmente la última. La literatura nos ofrece frecuentes referencias peyorativas de ambos oficios. Cervantes, en El Licenciado Vidriera, dice de los arrieros[13]:

… son gente que ha hecho divorcio con las sábanas y se ha casado con las enjalmas; son tan diligentes y presurosos que a trueco de no perder la jornada, perderán el alma; su música es la del mortero; su salsa, el hambre; sus maitines, levantarse a dar sus piensos y sus misas, no oír ninguna.

El mismo Cervantes, en la obra mencionada, dice también de los carreteros:

El carretero lo más de la vida en espacio de vara y media de lugar, que poco más debe de haber del yugo de las mulas a la boca del carro; canta la mitad del tiempo y la otra mitad reniega y en decir «Háganse a zaga» se les pasa otra parte; y si acaso les queda por sacar alguna rueda de algún atolladero, más se ayudan de dos pésetes que de tres mulas.

Sebastián de Covarrubias definió así al carretero[14]:

El que gobierna la carreta. Son de ordinario hombres de fuerças, groseros y bárbaros y a veces impacientes y mal sufridos, descompuestamente, pues han dado lugar al refrán y común manera de encarecer un hombre descompuesto, que dicen: Fulano jura como un carretero.

Los oficios de arriero y carretero fueron muy penosos y por lo tanto solo los ejercían hombres que rara vez superaban los 40 años, como podemos ver por los datos que nos proporciona el Catastro de Ensenada. Algunas mujeres, generalmente viudas, se dedicaron en la provincia de Madrid, excepcionalmente, a la arriería. A mediados del siglo xviii, algunas de Móstoles, Vallecas y Meco se dedicaban a transportar y vender pan en Madrid. Otras de Parla, Vicálvaro y Vallecas estaban empleadas en la venta de paja y cebada. Algunas de Leganés, Alcalá de Henares y Pezuela de las Torres se dedicaban en esa época a llevar y vender en la capital aves y verduras. Dos mujeres de Quijorna eran arrieras de cal y cuatro de Estremera de esparto. Había también otras mujeres, pocas, que incluso se dedicaban a hacer algún viaje al año con sus carretas a Madrid. Ese era el caso de algunas vecinas de Pinilla del Valle, Gargantilla del Lozoya, Navarredonda, San Mamés, Villavieja y Rascafría. La ocupación principal de las mujeres madrileñas de los pueblos próximos a la capital como Barajas, Canillas, los Carabancheles, Hortaleza, etc. fue la de lavar ropa y entregarla, llevándola en sus caballerías a las casas de las familias pudientes de Madrid.

Las profesiones de arriero y carretero fueron paulatinamente desapareciendo durante la segunda mitad del siglo xix, al ir sustituyendo el tren a los carros y animales de carga en el transporte de mercancías. Los pueblos carentes de estaciones de ferrocarril utilizaban las más próximas, realizándose durante unos años un transporte mixto, puesto que parte del recorrido se hacía en carro o caballería y el resto en tren. Unos años después, en los primeros del siglo xx, las profesiones de arriero y carretero desaparecerían completamente al realizarse el transporte de mercancías por medio de vehículos de motor.


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NOTAS

[1] Fernández de Oviedo, G. Las Quincuagenas de la nobleza de España. Madrid, 1880, págs. 349-350.

[2]Cabrera de Córdoba, L. Relación de las cosas sucedidas en España desde 1599 hasta 1614. Madrid, 1857, pág. 283.

[3] González Dávila, G. Teatro de las grandezas de la villa de Madrid, corte de los reyes católicos de España. Madrid, 1623, pág. 6.

[4] Ringrose, David R. «Madrid y Castilla 1560-1850. Una capital nacional en una economía regional», en Moneda y Crédito, número 111, págs. 79-88.

[5] Archivo de Villa de Madrid. Secretaría, 2-126-7.

[6] Archivo Histórico Nacional. Consejos. Legajo 923-31, folio 80.

[7] Archivo Diocesano de Toledo: Interrogatorio de Lorenzana.

[8] «Estado de las cantidades a que ascienden las utilidades que del industrial y comercio con distinción de las clases, se han verificado existen en la provincia de Madrid en reales de vellón». Archivo Histórico Nacional. Hacienda, Libro 7463.

[9] Archivo Diocesano de Toledo: Interrogatorio de Lorenzana.

[10] Archivo Histórico de Protocolos de Madrid. Protocolo 39231.

[11] Sánchez, Galo, Libro de los fueros de Castilla. Barcelona, 1981, Título 187.

[12] Novísima Recopilación. Libro VI, Título XI, Ley VI.

[13] Cervantes, M. de, El Licenciado Vidriera. Madrid, 1964, pág. 883.

[14] Covarrubias, Sebastián de, Tesoro de la lengua castellana o española. Madrid, 1611.


Los trajinantes madrileños de siglos pasados

PERIS BARRIO, Alejandro

Publicado en el año 2015 en la Revista de Folklore número 395.

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