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Algún día se reconocerá a la lucense Julia Minguillón como la gran dama de la pintura gallega y una de las figuras artísticas más importantes del siglo xx. Julia Minguillón poseyó un extraordinario talento para la pintura, excelentes aptitudes para el dibujo y tratamiento del color, un estilo propio y definido, una técnica impecable y una sensibilidad paisajística muy imbricada en la identidad gallega. Consiguió desarrollar una brillante trayectoria en un mundo de hombres, con el merecimiento de ser la única mujer en la Historia poseedora de una Medalla de Oro de la Exposición Nacional de Bellas Artes y el ser autora de Escola de Doloriñas, una de las obras más paradigmáticas de la historia de Galicia y que ha trascendido la esfera de lo artístico para formar parte del patrimonio etnográfico y antropológico de Galicia.
Aunque le sobran méritos, su figura ha sido injustamente olvidada entre los artistas consagrados de la pintura gallega y, a día de hoy, no goza de la estima merecida en la cultura oficial. Muchos con mucho menos son reverenciados. Paradójicamente, ni siquiera le ha beneficiado su condición de mujer, pese al interés sociológico que suscitan aquellas mujeres profesionales que antaño destacaron en tradicionales ámbitos masculinos. Tampoco el ser autora de Escola de Doloriñas, obra insigne tan ligada a la identidad gallega, la ha avalado para formar parte de ese parnaso de pintores identitarios ensalzados por crítica y público.
Varios motivos justifican su «ostracismo». Por un lado, la contundente razón de haber sido «una mujer normal», que jamás mostró actitudes contestatarias ni se significó políticamente. Vivió como una discreta mujer adaptada al tiempo y ambiente que le tocó vivir, dedicándose a la pintura y a seguir a su marido en su carrera periodística. El haber nacido en Lugo al mismo tiempo que Maruja Mallo (Viveiro, 1902), con la que coincidió en San Fernando, perjudicó su reconocimiento en Galicia. Era contra natura la comparación personal y pictórica con la arrebatada surrealista, relacionada con la izquierda radical, con varios amantes brillantes como Alberti o Miguel Hernández, contestataria y rebelde, que solía pasear desnuda bajo un abrigo de lince y que sedujo incondicionalmente a la intelectualidad gallega.
Frente a ella, Minguillón era un personaje anodino, llegándose a etiquetar su estilo despectivamente como «estética de la felicidad». Su única excentricidad conocida fue querer enterrar en una tumba junto al mar a su fiel perro Tyla.
En relación al arte gallego y sus afectos, es particularmente sangrante que Julia Minguillón, gallega de nacimiento, sentimiento y ejercicio, dedicó gran parte de su obra a dignificar la tierra que la vio nacer, mientras que la vinculación de Maruja Mallo con Galicia, aparte de su nacimiento y pagarle los estudios, temática y emocionalmente fue casi inexistente.
Otro motivo que relegó a Julia Minguillón, y a otros tantos que aún esperan su reconocimiento, fue el haber optado por el academicismo como razón de ser de su pintura, aunque eso no la convirtiera en absoluto en una artista rancia, encorsetada o carente de modernidad. Críticos poco informados la han considerado una pintora encuadrada en la estética del régimen, lo que es un craso error, ya que no solo no tuvo apoyo institucional, sino que la cruda realidad es que el relegamiento de los clásicos, en aras de aquellos que se decantaron por lenguajes vanguardistas, se gestó muy pocos años después de comenzar la Dictadura, exactamente a fines de los años 40, cuando el franquismo comenzó a recuperar a figuras republicanas como Picasso o Zabaleta, y a apostar por pintores de vanguardia como Tapies, Saura e incluso por otros artistas de escasa valía técnica que no vacilaron en colaborar en la proyección de modernidad que el régimen quería dar en Europa para impulsar sus carreras. De hecho, los premios de la Bienal Hispanoamericana de 1951, el evento artístico más importante de su tiempo, se concedieron a los vanguardistas (a algunos por el mero hecho de serlo), con grave afrenta para excelentes pintores de oficio. Tanto es así, que la indignación llevó al ferrolano Sotomayor (para muchos, el mejor pintor gallego de todos los tiempos) a hacer el ingenioso manifiesto al Colegio de Psiquiatras, en el que pedía confirmación de las similitudes entre las obras presentadas y las obras de perturbados.
Julia Minguillón nació en Lugo el 17 de julio de 1906. Era hija de Emilia Iglesias, de familia muy arraigada en la ciudad, y de Federico Minguillón, que poseía una botica en Vilanova de Lourenzá, donde transcurrieron los primeros años de la artista. Rilke decía que en la infancia está la patria del hombre y en esta infancia, en plena Galicia profunda y labriega, creció conviviendo con las esencias más puras y profundas de Galicia que, según los teóricos del Rexurdimento, subyacen en el mundo rural. Estos años marcarían su personalidad y su forma única de concebir el paisaje, lo más valorado de su producción.
Desde los 9 hasta los 17 años estudia en Burgos y Valladolid, lo que condicionará su futuro como artista, ya que fue sometida por el resto de las alumnas a constantes burlas debido a su acento gallego. Se consolaba realizando excelentes caricaturas de sus compañeras. Esto desarrolló su talento natural para el retrato, lo que la impulsaría a recibir sus primeras clases de pintura.
Los años en Castilla estarán marcados por una intensa nostalgia y unas ganas inmensas de volver a su Galicia natal. La vuelta a Lugo se produce en 1923, con 17 años de edad, momento en que ingresa en la Escuela de Artes y Oficios. Y sorprende a propios y extraños, exponiendo en un escaparate de la ciudad un excelente retrato de Cascarilla, un conocido vendedor de periódicos. La Diputación de Lugo decidió otorgarle una beca para la Academia de Bellas Artes de San Fernando, en la que se licenciaría. Señalaremos que la beca anterior de la Diputación de Lugo había sido otorgada a Maruja Mallo (curiosamente, dos mujeres) y que las Diputaciones no eran muy generosas a la hora de conceder estas becas, para las que había que pasar férreos tribunales de adjudicación. Pintores de Galicia hoy consagrados, como Laxeiro o Sucasas, no lo consiguieron.
Julia Minguillón obtendría en 1934 su primer gran trofeo: la tercera medalla en la Exposición Nacional con una obra religiosa que asombró a la crítica, que coincidiría en valorarla como la mejor del certamen, e incluso apuntaría que no se le concedió el primer premio solo por ser una principiante. Este cuadro cautivaría al propio Zuloaga y sería expuesto en diversas ciudades estadounidenses.
Con el estallido de la guerra civil, Julia se refugia en Lourenzá, donde permanece hasta diciembre de 1939, fecha en la que contrae matrimonio con el periodista y escritor Francisco Leal Insua, jefe de redacción de El Progreso, futuro director de El Faro de Vigo y Mundo Hispánico. A Lourenzá volverá también poco después a recuperarse de la pérdida de su primer y único hijo nonato, y será cuando gestará su magna obra: la monumental Escola de Doloriñas, su pintura más representativa, por la que consigue la primera medalla en la Exposición Nacional de Bellas Artes de 1941, convirtiéndola, como hemos dicho, en la única mujer de la Historia en conseguir el prestigioso galardón al que aspiraron la mayoría de los artistas españoles a lo largo del siglo. El cuadro traspasó las fronteras de una Europa en plena contienda bélica y se expuso en Berlín y en la Bienal de Venecia en 1942. Se convertirá, junto a los cuadros de Sotomayor, en uno de los más emblemáticos de la cultura gallega.
Los destinos profesionales de su marido irán jalonando su periplo vital: Vigo, Santiago, temporadas en París, Guatemala y, finalmente, Madrid, donde residió desde 1961 hasta su muerte por linfosarcoma, con 59 años.
Aunque rehuía las exposiciones individuales, su actividad pictórica fue muy intensa, con colectivas en Madrid, París, Nueva York, San Francisco, Londres, Berlín, México y Buenos Aires —esta última, junto a Laxeiro y Colmeiro—, retratos de encargo y galardones varios como el premio del Círculo de Bellas Artes en 1948 con su ambiciosa obra Juventud, que retrata a once jóvenes reunidas a la hora del baño. Ese mismo año es objeto de un homenaje en el que la respaldan, entre otros gallegos ilustres, los grabadores Castro Gil y Prieto Nespereira, Pimentel y Vicente Risco, uno de los tótems de la galleguidad, que la reconocen de forma unánime como gran artista gallega. A modo de colofón, es elegida miembro de la Real Academia Gallega.
Julia deseaba con fervor alcanzar la medalla de honor de la Exposición Nacional de Bellas Artes, pero vio frustradas sus aspiraciones continuamente, no tanto por su condición de mujer sino, sobre todo, ensombrecida por el triunfo de los vanguardistas. Tras un año de terrible enfermedad, mientras sus fuerzas se lo permitieron, continuó pintado hasta su fallecimiento en agosto de 1965. Pudo terminar su última obra: Agonía. Plasma la crucifixión de un Cristo imberbe en posición serpentinata con cuatro acompañantes al pie de la Cruz que transmiten la grandeza y sencillez de Zurbarán, tal vez anticipándose a su encuentro con el Dios en el que siempre creyó. Enterrada en Madrid, su marido, Francisco Leal, promovió una intensa campaña para que reposase en la sala capitular del Museo de Lugo. Lamentablemente, no lo consiguió.
Julia Minguillón cultivó los géneros del retrato, paisaje, bodegón, escenas costumbristas, alegoría y temas religiosos. Apostaba por formatos de enorme magnitud en los que exhibió su absoluto dominio de la técnica y su maestría, como muy pocos lograrían en el arte gallego.
Sus retratos, con un claro protagonismo femenino, y sobre todo los de sus más allegados, reflejan el encanto de lo cotidiano, con la descripción poética de su propio entorno. Algunos de ellos exploran una tendencia primitivista, como La niña y la mariposa, o abiertamente cubista como La Virgen del Aire. Sus representaciones de figuras rozan la perfección aun en difíciles composiciones, con alardes de escorzos, consiguiendo siempre elegancia y equilibrio. Su elección de un punto de vista elevado confiere a estas obras cierto carácter épico de una plasticidad visual indescriptible.
Sus apreciadas escenas urbanas muestran su preocupación por la arquitectura de las formas, llegando a un claro neocubismo. Sus paisajes del mundo rural entroncan con Os Novos y aquellos artistas que hicieron de la identidad su razón de ser. En sus naturalezas gallegas desborda la impronta de lo sentido, de lo auténtico, con un lirismo desbordante, donde se decanta por gamas más cálidas y pinceladas con veladuras muy logradas. Curiosamente, cuando se habla de pintores identitarios, jamás se la nombra.
La Escuela de Doloriñas
Este monumental cuadro, de casi cinco metros cuadrados, fue elegido entre medio millar de obras como el ganador del Premio Nacional de Bellas Artes y, según recoge la crítica, «gustó a Capulettos y a Montescos». Tras un periplo por salas europeas, españolas y americanas, este cuadro permaneció en Sevilla hasta 1962, año en que se trasladó al Museo Provincial de Lugo.
Representa a la maestra Dolores Chaves (Doloriñas) en su tarea docente, rodeada de una docena de alumnos de la Galicia rural de diferentes edades. Es un espacio de reducidas dimensiones; al fondo, una ventana deja vislumbrar los montes circundantes de la aldea de Vilapol. El paisaje modulado en tres gamas tonales acusa el lirismo inherente a los paisajes de Minguillón, muy imbuído de saudade o pura melancolía.
De ambiciosa combinación en aspa, grupos de figuras se articulan en triángulos en torno a la maestra, y un alumno de pie equilibra la composición. Están retratados desde un punto de vista elevado, y la definición del espacio roza la genialidad, ya que lo construye con unas líneas básicas, casi imperceptibles, y en un alarde técnico lo articula recogiendo los infinitos matices de un solo color, el color de la tierra. Minguillón apuesta por enfatizar la realidad por la austeridad, tanto en el soporte (pintado directamente sobre unas sencillas tablas contrachapadas), como por la gama cromática elegida (más o menos monocroma a base de tierras, grises cenicientos y verdes), con una pincelada muy poco empastada que deja vislumbrar con alguna tosquedad las vetas de la madera. Con un dibujo casi insuperable, la luz modela un conjunto exquisito de retratos individuales dándoles una corporeidad escultórica en manos y cabezas. No por ello pierden un ápice de delicadeza.
Cuentan los habitantes del lugar que, en el otoño de 1940, Julia Minguillón descubrió durante un paseo la escena escolar y quedó maravillada. Con los sentimientos a flor de piel, ya que acababa de perder a su primer y único hijo, comenzó la obra en la propia escuela, que concluiría el año siguiente en su estudio. Aquellos niños de entonces recuerdan que por cada sesión de posado Julia les daba tres galletas, que en aquellos tiempos de escasez se daban por bien pagados. Aunque era una escuela de pago, en la que se cobraba una peseta al mes, se podía pagar en especie como leña, patatas, bollos de pan o, incluso, en trabajo (algunos padres cosechaban para la maestra).
Hay que resaltar el valor etnográfico de la escena, ya que es uno de los escasos vestigios de las escuelas típicas «de ferrado» así denominadas porque en origen se pagaba un ferrado anual de centeno, maíz o trigo por la escolarización de cada niño.
Y aunque se critica la falta de autenticidad de la escena, ya que aparecen vestidos con las mejores indumentarias que su modestia permitía, en absoluto es una escena idealizada, sino que destila una profunda emoción y una acendrada humanidad, conseguida por esa austeridad exacerbada, casi ascética, que desborda el naturalismo y transmite una intensa carga de sentimientos. Los zuecos embarrados de los pequeños conmueven hondamente la entraña del espectador.
Pasarán décadas y décadas, los críticos desaparecerán y los pintores hoy en boga serán olvidados, pero Doloriñas y sus rapaciños de Lourenzá, su amada aldea lucense, seguirán vivos. Generaciones futuras seguirán contemplando la escena de la modesta escuela con la misma emoción con la que fue pintada.
Julia Minguillón, artista inconmensurable, les concedió la inmortalidad, el don más genuino y auténtico de la obra de arte, convirtiendo Escola de Doloriñas en una obra eterna e intemporal que formará parte del patrimonio artístico y etnográfico de Galicia por los siglos de los siglos.
María Fidalgo Casares
Doctora en Historia del Arte
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