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1. BREVE HISTORIA DE LAS SALINAS: ANTECEDENTES HISTÓRICOS
Emilio Gamo Pazos, siguiendo a Nuria Morère, señala que en la época alto imperial el hábitat rural del entorno de Segontia no se adaptaba únicamente a la agricultura como modo de vida, sino que también tuvo gran importancia la explotación de la sal, de modo que al noroeste se encontraba una serie de centros rurales especializados en esta labor al menos desde la época de Tiberio, como La Olmeda y Carabias, que atravesaba la vía Tiermes-Segontia, mientras que en otros asentamientos como Alcuneza o la villa de la ermita de la Virgen de los Quintanares, Horna, lugar de nacimiento del río Henares, esta actividad fue compartida con la agricultura, la ganadería y la pesca[1].
Imón, incluido en el Común de Villa y Tierra de Atienza, estuvo siempre ligado al señorío de los reyes castellanos gracias a la utilización de sus salinas —denominadas de Emona en algunos documentos—, bajo cuya protección se encontraban, de modo que eran los monarcas quienes concedían su aprovechamiento y quienes hicieron donación de grandes cantidades de dinero, obtenido gracias a su explotación, a nobles y monasterios, como se pone de manifiesto en el testamento de Alfonso VIII, que tanto se distinguió por su amor hacia la villa atencina, documento en el que tanto insistió para que la propiedad de las salinas quedara por siempre bajo el poder real. Él mismo concedió importantes cantidades a los monasterios de Sacramenia y a las Huelgas Reales de Burgos, además de al hospital de dicha ciudad, dejando la décima de los impuestos cobrados a la mitra de Sigüenza.
Como señala Herrera Casado, en el siglo xviii las salinas seguían constituyendo una importante fuente de ingresos para el país, ordenando Carlos III su modernización, construyendo grandes almacenes, nueva red de artesas, así como canales y caminos, en busca de un mayor aprovechamiento, lo que supuso al tiempo el auge de la población de Imón que, con la decadencia de la industria salinera, vio perder sus habitantes y su anterior prosperidad[2].
El complejo salinero de Imón-La Olmeda perteneció al Patrimonio Real hasta el 6 de mayo de 1871, en que fue enajenado de la corona[3].
De las salinas de Santamera son pocos los datos que podemos aportar:
«Antes de llegar a él, por el único camino que tiene acceso, se pasa por las salinas de Gormellón, utilizadas desde hace muchos siglos, y hoy todavía en explotación —los datos corresponden al periodo comprendido entre los años setenta y cinco y ochenta del siglo xx— mediante clásicos sistemas, pudiéndose contemplar construcciones y estructuras propias de esta minería de superficie, vivas aún desde remotos siglos»[4].
En Rienda:
«Destacan las salinas, como conjunto curioso de explotación mineral antigua y tradicional, existiendo bien conservados los estanques, artesones y depósitos, así como la traza general del conjunto extractivo, hoy todavía en uso»[5].
Sin embargo, de entre las salinas que conforman el complejo Atienza-Sigüenza, ningún dato aparece sobre las de Paredes de Sigüenza y Riba de Santiuste, aunque sí de las de Bujalcayado, de las que se dice:
«Su razón de existir está un kilómetro más hacia el sur, en el valle, a los pies del caserío […] las salinas de Bujalcayado, explotadas desde muy antiguo, productoras de beneficios a la corona desde la Baja Edad Media, y muy cuidadas de los Borbones, que a mitad del siglo xviii construyeron una pequeña colonia, con almacenes amplios, casetas de aperos, viviendas para los operarios y una ermita, todo conservado hoy día como cuando se construyó, incluso el propio sistema de explotación de la sal, con casetones donde se extraía el agua del arroyo, evaporándose y dejando la mancha pálida del mineral, y caminillos de piedra rodada entre ellos»[6].
Del complejo salinero del Alto Tajo, donde se encuentran las salinas de Almallá-Terzaga, el mismo Herrera Casado indica que:
«Las salinas que existen en el mismo pueblo centraron la atención de los magnates en la Edad Media, como todos los enclaves salineros, puntales de una economía básica. Así vemos que estas salinas son cedidas en parte al monasterio de Huerta por el conde D. Pedro Manrique de Lara, y luego la quinta señora doña Blanca, en su testamento de 1293, las cedió a su caballero Juan Fernández. En el siglo xiv, cuando el señorío se entregó al rey Pedro IV de Aragón, éste se las donó a su cortesano García de Vera. Pasaron poco después al mayorazgo molinés de los Mendozas de Molina, condes de Priego a partir del siglo xv»[7].
En cuanto a las salinas de Saelices de la Sal, dice que:
«Las instalaciones de aprovechamiento de esta sal, o salinas de Saelices, aunque de remoto origen, se presentan actualmente tal como en tiempos de Carlos III se reconstruyeron, ofreciendo un magnífico conjunto de canales y artesas hechas de piedra, con varias casas y casones para depositar aperos y mineral. Conjunto curioso y digno de un estudio meticuloso. Actualmente aún se siguen aprovechando»[8].
Antes de entrar de lleno en el análisis de las circunstancias que intervinieron en la paulatina desaparición de las industrias tradicionales, sería conveniente otear el horizonte anterior con una mirada histórica.
Así, durante el primer cuarto del siglo xx, que coincide con la denominada Dictadura de Primo de Rivera, nos encontramos con que la industria en la provincia de Guadalajara tuvo un carácter fuertemente intervencionista, atenta siempre a preservar determinados intereses económicos —los sectores de mayor potencia, que ni siquiera reinvertían en su propio beneficio— ya que no tenía que preocuparse por los costes de producción, dado que la mano de obra era abundante y barata.
Se desarrollaron por aquellos años las industrias siderúrgicas y cementeras, en las que surgieron algunos inconvenientes laborales como el horario de ocho horas, el contrato de trabajo, la libertad de trabajo, etc., que no llegaron a solucionarse[9].
Aunque, en general, la industria española sufrió un considerable desarrollo, no es posible decir lo mismo de la industria a nivel provincial.
La producción de hierro en las tres fábricas existentes sufre un descenso del 32 % en 1929 respecto a la de 1923, y del 17 % en su mano de obra, aunque mejora técnicamente al incorporar motores eléctricos.
Los ocres de minio y hierro, con una sola fábrica creada en 1924 y movida por vapor, baja en 1927 y 1928 un 17 % de su producción inicial y en 1929 queda a un 6 % de ella.
Las canteras tienen una evolución irregular, de modo que el alabastro, que se utilizaba para la realización de baldosas y baldosines, desciende en un 38 %, en relación a la producción de 1923. La extracción de arcilla para construcción y cerámica se reduce en una tercera parte; la de la caliza baja un 28 %; la única mina de plata sufre un acusado descenso entre 1923 y 1924 de casi el 50 %, a pesar de la electrificación de la maquinaria empleada, de modo que en 1925 deja de constar su producción estadística, lo que quizá venga a indicarnos que dicha mina fue cerrada.
Los productos alcohólicos figuran en total retroceso y el número de industrias que se dedican casi exclusivamente a la fabricación de alcohol vínico, aguardientes y licores se ve reducido a la mitad.
La industria forestal, principalmente aserraderos de madera de pino, se estanca entre 1923 y 1925 y los productos de transformación, como las colofonías, el aguarrás y el alcanfor desaparecen en 1926.
Por el contrario, solamente hay dos industrias que crecen: por un lado, la fabricación de cementos tipo portland, en la que la mano de obra sube un 2 % y la producción un 18 %, gracias a la mejora de la maquinaria empleada y a la política de «firmes especiales» y, por otro, la producción de toba caliza, que sube un 18 %, y la de productos refractarios, que crece un 2 % respecto a 1923.
La producción salinera registra un importante descenso del 27 % entre 1923 y 1924, seguida de un estacionamiento para, finalmente, reducirse casi a la mitad (un 49 %) de la producción inicial. Caída que, contrariamente a lo que sería normal, coincide con un periodo de aumento de la mano de obra, que llega a alcanzar el 71 %[10].
2. EL DESESTANCO DE LA SAL
Al parecer, el valle del Salado gozó de un periodo de expansión tras el desestanco de la sal (1869) con la apertura de numerosas pequeñas explotaciones, que debió de durar hasta mediados del siglo xx.
Para el buen gobierno de las salinas se dictaron unas instrucciones, entre las que figuraron las otorgadas por el superintendente general de la Real Hacienda, Miguel de Muzquiz, con fecha 10 de noviembre de 1760, y poco más de medio siglo más tarde las firmadas por Mariano Egea, Lorenzo Calvo de Rozas y Edmundo Obian, en 21 de julio de 1821, además de la Real Orden de 4 de enero de 1847, por la que las fábricas dependerían en lo sucesivo de la Dirección General de Rentas Estancadas y, en cuanto a su contabilidad, de la Contaduría General del Reino, hasta el 16 de junio de 1870, en que fue promulgada la ley mediante la que se declaraba libre la fabricación y venta de la sal.
El tercer artículo de dicha ley, acerca del desestanco de la sal, es el que mayor interés tiene para la provincia de Guadalajara, ya que también se aplicaba en las provincias de Ávila, Segovia, Burgos, Soria, Madrid, Guadalajara, Valladolid, Zamora y Salamanca.
El punto más distante era Ciudad Rodrigo, que estaba a más de 76 leguas (unos 380 kilómetros), y su coste de transporte el más elevado, de unos 35 a 36 reales por fanega. En 1864, las remesas de sal se contrataban con la empresa de D. Luis Beltrán y Monzó y cada entrega llevaba su correspondiente «guía», abonándosele previamente 4 maravedíes por fanega retirada.
Señala Meniz Márquez que a partir del mencionado desestanco, en el que se paralizó la producción, la sal existente —18 178 quintales y 90 libras— (poco más de 836 toneladas) fue subastada y, algo más tarde, el 19 de marzo y el 17 de mayo de 1871, quedaban cesantes el administrador de las salinas de La Olmeda y el de las de Imón, respectivamente.
Aun así, un pequeño remanente de sal —de casi 132 toneladas— fue solicitado por Ateca, a 1,70 pesetas el quintal (unos 46 kg).
Como ejemplo moderno y según la Estadística minera de España, del Ministerio de Industria y Energía correspondiente al año 1986, podemos decir que la producción de sal de 1985 fue de 11 332 toneladas, que se vendieron por 45 172 pesetas a la industria vidriera, alimentaria y otras no especificadas[11].
3. EL MUNDO RURAL A MEDIADOS DEL SIGLO XX
Hay que partir de la base (de todos conocida, tanto por tradición como por ciertos condicionantes geográficos) que la provincia de Guadalajara ha sido siempre una zona eminentemente agrícola y ganadera, por lo que su industria local, como ha quedado de manifiesto, ha estado también en estrecha relación con esta característica, y así lo demuestra la existencia hasta los años treinta de diez constructores de carros y una fábrica de herraduras, al lado de una escasa industria alimenticia dedicada a la fabricación de chocolates, embutidos, pastas para sopa, mantecas, gaseosas y sifones y salazones de carne, además de otras de transformación de la madera y algunas de hielo, que ponen en evidencia el claro divorcio existente entre la imagen del desarrollo industrial que se tiene del resto de España durante este periodo y la situación de la misma a nivel provincial.
Estos datos, que se refieren a finales de los años treinta, pueden hacerse extensivos a los años cincuenta y aún más, concretamente hasta mediados de los sesenta en que se concede a Guadalajara el grado de Polígono de Descongestión de Madrid, cosa que no sentó muy bien a determinados latifundistas[12].
Pero vayamos por partes.
Recordemos que los datos que seguidamente ofreceremos se refieren a mediados del siglo xx y que, desde entonces hasta el momento actual, han sido muchos los cambios sufridos por la provincia de Guadalajara.
Como recoge Julián Alonso Fernández en su tesis doctoral, la provincia de Guadalajara es una de las más deprimidas económica y socialmente de España.
A su pobreza de recursos, generalmente debidos a una agricultura submarginal, dado que se asienta en suelos pobres, compuestos por calizas secundarias y terciarias, hay que añadir una ineficaz infraestructura, además de la cercanía a la capital de la nación —con su gran poder de atracción— y el abandono de su destino en manos de una población envejecida, poco eficaz y nada emprendedora, puesto que la juventud es la principal protagonista de la emigración.
Lo que nos conduce a la idea de una provincia deprimida, que poco o casi nada representa a nivel nacional, cuyas estructuras poblacionales y económicas están muy por debajo de lo que le correspondería por su situación geográfica y por su extensión superficial, lo que vino a ser una rémora cara al desarrollo armónico del centro peninsular, cuyas conexiones fundamentales se centraban en el aporte de gran cantidad de mano de obra —su principal producto de exportación—, de energía eléctrica y de materias primas agrícolas, mineras y forestales.
Sin embargo, el interés por su estudio se acrecienta gracias a las variaciones sufridas a lo largo del tiempo que, tras muchos años de estancamiento y regresión económica en algunos casos, parece despegar tímidamente en el campo industrial gracias a los Polígonos de Descongestión de Madrid, que comenzaron a convertir eso que después se denominó el «Corredor del Henares» en un eslabón del eje Madrid-Zaragoza, con puntos clave como Azuqueca y Guadalajara, que en aquellos años constituían el final de esa cadena que se rompía por culpa de una industria tímida como la que se estableció en lugares como Humanes de Mohernando, Matillas, Jadraque y Sigüenza.
Conviene tener en cuenta también la excentricidad geográfica de la capital de la provincia que, asentada en el extremo sudoriental de la misma, no reunía las condiciones más idóneas y deseables para una buena administración, dado que sus funciones se limitaron a los aspectos funcionariales y asistenciales a través de los correspondientes organismos oficiales, y a la meramente comercial.
Además, intervino en esa falta de desarrollo la red de comunicaciones existente, lo que explica que poblaciones como Sigüenza, con 3000 habitantes, o Molina de Aragón, con 5000, absorbiesen parte de las funciones propias de una capital o, al menos, de una localidad de mayor entidad.
A modo de resumen, puede decirse que Guadalajara es una provincia cuya mayor parte se encuentra enclavada a excesiva altitud sobre el nivel del mar, con casi total ausencia de recursos naturales y escasas e irregulares precipitaciones, lo que, unido a lo quebrado del terreno, da lugar a ríos torrenciales, poco caudalosos, hundidos entre las calizas y que, con una densidad de población bajísima y una población altamente diseminada en multitud de pueblos de escasa entidad, micropueblos, nunca contó con ciudades potentes que permitieran la creación de una red urbana de calidad.
Amén, claro está, de una población envejecida y escasamente cualificada, con unas comunicaciones deficitarias y desarticuladas, cuya estructura laboral era claramente la de un país subdesarrollado y, en definitiva, con una estructura inoperante[13].
Veamos ahora algunos de sus caracteres demográficos, especialmente el reparto espacial de la población de la provincia en el contexto socioeconómico, que no es más que causa y efecto de su estructura y dinámica a mediados del siglo xx.
Si, como hemos señalado anteriormente, el hombre vive en relación con el medio físico que lo sustenta, podremos deducir que el efectivo humano no será muy elevado, puesto que tanto el clima, como el relieve, el tipo de suelos, etc., le resultarán poco apropiados para su asentamiento y, por lo tanto, para el desarrollo de sus actividades. De ahí precisamente que en las tierras serranas del Sistema Central y del Ibérico se den las más bajas tasas de población de la meseta sur española (y, por aquellas fechas, también la penúltima provincia de España en población absoluta) y que su rasgo más sobresaliente quizá sea la regresión demográfica que conduce rápidamente a la despoblación progresiva del territorio, problema este de gran interés cuyo análisis es insoslayable.
Esta regresión —seguimos nuevamente a Julián Alonso— hay que buscarla no solo en los condicionantes del medio, como ya hemos visto, sino en la creciente diferencia entre los ingresos, es decir, entre los niveles de vida del campesino de la provincia, en comparación con los valores medios del país, lo que ha conducido al abandono del campo y, como consecuencia, de los pueblos, y al desperdicio de las escasas inversiones efectuadas a nivel de infraestructuras.
He aquí los datos correspondientes al año 1970: la provincia de Guadalajara, cuya extensión abarca el 2,40 % del territorio nacional, poseía una población que apenas llegaba al 0,4 % del total español, concentrado además en demasiados núcleos de población —405 municipios en 1960 que, diez años más tarde, tras numerosas fusiones, se redujeron a 335—, de los que solamente tres superaban los 5000 habitantes y un 84,4 % de los restantes que no alcanzaba los 500.
Precisamente, la zona donde se asienta el complejo salinero más importante de Guadalajara, es decir, la zona noroeste, es donde se advierte una mayor despoblación, dado que sus pueblos apenas superan los 100 habitantes. Se trata, por tanto, de núcleos aislados entre sí, y su relación con el resto de la provincia a veces es inexistente, si exceptuamos Atienza, que también va perdiendo habitantes: de los 1564 que tenía en 1950, bajó a 1231 en 1960, de allí, a los 970 en 1965, alcanzando la cifra de 751 en 1970, y sigue descendiendo en los tiempos actuales.
Otro tanto sucede en los pueblos del sector oriental, donde se encuentra el señorío de Molina, cuyos núcleos de población poseen entre los 100 y los 200 habitantes, salvo seis municipios, de un total de más de cien, que superan los 500, incluyendo la propia capital del señorío, Molina de Aragón, que entonces contaba con 3204 habitantes.
Si resumimos, podremos comprobar que «de las 467 entidades de población, pasan de 2000 habitantes tan solo 8, y de 1000 habitantes únicamente 22. En total, nada menos que un 54,9 % de los núcleos de población concentrada albergan menos de 200 habitantes». Pero lo grave fue que, a partir de 1970, fue notorio el aumento del número de municipios que disminuyeron progresivamente su población conforme avanzaba el siglo.
¿Cuál era el principal problema socioeconómico que planteaba la existencia de estos minúsculos municipios? (No olvidemos que el 84,4 % albergaban de 0 a 500 habitantes).
Desde nuestro punto de vista, fundamentalmente la carencia de servicios y presupuestos suficientes como para poder subvenir a sus propias necesidades comunitarias, dado el escaso número de contribuyentes y la falta de bienes propios.
Baste decir que el presupuesto medio por municipio y año era de 60 000 pesetas[14].
Otras consecuencias a tener en cuenta:
La nupcialidad
Mientras que en la capital la tasa se muestra constante, en el resto de la provincia es la más baja de España, debido principalmente al éxodo de los jóvenes o en edad de contraer matrimonio. Esta evolución va decreciendo hasta 1966 en que parece estabilizarse o sufre pequeñas alzas, fenómeno que coincide con el momento en que la emigración desciende notablemente hasta llegar al 4,7 por mil.
La natalidad
Aquí el fenómeno se torna engañoso, dado que la falta de equipamiento sanitario de los núcleos de población hizo que los nacimientos se produjeran en la capital de la provincia, pero aun así —gracias a la inmigración a la capital— la tasa resultó ser la más baja de las provincias de Castilla la Nueva, mientras que en el resto de la provincia, además de ser baja, era decreciente y, precisamente, se debía a la escasa nupcialidad y al envejecimiento de la población.
La mortalidad
Por el contrario, en la capital nos encontramos con una tasa de mortalidad muy baja, debido al rejuvenecimiento de la población llegada de los pueblos de la provincia, que en el año 1970 era del 6,1 %, siendo la más cercana la de Ciudad Real en una proporción del 9,2 %.
Pero en el resto de la provincia era superior a la media nacional e iba en aumento, siempre por culpa del progresivo envejecimiento de sus habitantes.
Como consecuencia de todo lo anterior, el crecimiento vegetativo es muy alto en la capital, pero en cifras absolutas el crecimiento es escaso gracias al bajo número de habitantes y a la poca nupcialidad, aunque superior al crecimiento censal, lo que quiere decir que Guadalajara «exporta» parte de su población a otras zonas del país.
En el resto de la provincia, el crecimiento vegetativo es muy bajo y va en declive, en gran parte debido a la alta tasa de emigración de personas en edad activa[15].
4. LA EMIGRACIÓN
Los movimientos migratorios
En la provincia de Guadalajara es tal su importancia (para el caso que estudiamos), que constituyen probablemente el elemento principal de todos los demás caracteres demo-geográficos, al ser tanta su influencia sobre ellos, así como en el desarrollo de la economía.
Salvo en la epidemia de gripe de 1918 y la guerra civil (cuyas consecuencias se sintieron hasta 1943), en Guadalajara el saldo ha sido siempre migratorio e incluso en las últimas décadas del siglo xx se ha ido incrementado.
Lo veremos con mayor claridad a través de un ejemplo: en 1970 el número de habitantes de toda la provincia era de 147 732, que hubiesen sido 302 488 si el saldo migratorio entre 1900 y 1970 no hubiese llegado a los 154 756 habitantes pues, según datos elaborados por el Instituto Nacional de Estadística, la mayor emigración correspondió a los periodos comprendidos entre los años 1961 y 1970, con 45 038 personas; entre 1951 y 1960, con 34 418, y entre 1911 y 1920, con 21 053.
En el resto de los decenios siempre estuvo próxima a las 15 000 personas como media, lo que viene a significar una cifra media anual de 4 503 personas.
Y de ese periodo intercensal de 1961 a 1970, el 46,3 % (es decir, 13 132 personas) tenían entre 25 y 64 años, o sea, personas en edad de trabajar —el 34,10 % eran obreros cualificados, en su mayor parte varones (45,08 %) solteros— que en muchos casos también desarraigan a sus familias, con lo que nos encontramos una provincia en la que casi únicamente permanecen los habitantes de menor y de mayor edad.
Otro aspecto que puede interesarnos es la dirección de esas emigraciones.
Según datos del ya citado INE, el 78,19 % del total de emigrantes tiene un destino extraprovincial: a Madrid (el 33,98 %), a Barcelona (el 10,24 %), a Zaragoza (el 4,33 %) y a Valencia (el 2,64 %), principalmente, quedando el resto, el 21,81 %, dentro de la propia provincia.
La emigración al continente europeo apenas tiene importancia, puesto que solamente representa el 2,36 % de los movimientos migratorios, y tampoco es importante la emigración de temporada (vendimia, recogida de la remolacha y la fresa...), que entre 1968 y 1970, tres años, fue nada más que de 540 personas, por no hablar de la transoceánica, que tan solo representó el 0,18 % del total correspondiente a los años 1962 a 1970 y que fue de 98 personas.
Los datos proporcionados por las Delegaciones Comarcales de Sindicatos y la Provincial de Trabajo indican que las zonas de mayor índice migratorio al continente coinciden con las Serranías y Parameras de Molina de Aragón (casi un 25 % del total) y de Sigüenza (un 32 %, en el que la zona atencina se lleva la mayor parte: un 23 % de ese 32).
Esto quiere decir, en este caso, que las mayores pérdidas demográficas son directamente proporcionales a las más bajas densidades de población[16].
Grosso modo, puede decirse que la actividad salinera se vio afectada del mismo modo que otras actividades rurales (la fabricación de harina, la molienda de la aceituna, la industria jabonera, etc.), por los mismos o por similares factores.
Fundamentalmente, señalaremos que las grandes diferencias existentes entre el mundo rural y el urbano (puesto que, en el primero, los bajos rendimientos y la escasa productividad del campo, eminentemente de secano, junto a la irregularidad de las cosechas como consecuencia de una climatología adversa y al bajo nivel de vida del campesino —debido a los largos paros estacionales y al cultivo de terrenos de escasa extensión y calidad—, así como a la casi inexistente mecanización) contribuyeron a fomentarla tratando de buscar mejores formas de vida, más cercanas al mundo urbano[17].
Tanto es así que, de una población de 32 878 habitantes de hecho, se produjo hasta 1960 un descenso de 25 962 (un 15,6 %); entre 1960 y 1970, dicho descenso aumenta alarmantemente hasta el 32 %, es decir, la población se reduce a 17 662 habitantes, y entre los años 70 y 80 otro 36 % más, siendo la población, en 1981, de 11 301 habitantes. En resumen, entre 1950 y 1980 el descenso sufrido fue del 63,2 %, con tendencia a la baja en años sucesivos[18].
5. LAS PEQUEÑAS EXPLOTACIONES SALINAS
Eran explotaciones con un escaso número de trabajadores de dos tipos: unos estaban encargados de la administración de las salinas, y otros, a su cuidado. Todos dependían del administrador, que era el responsable, de modo que hacia 1850 en Imón había también dos inspectores y un escribiente, mientras que el personal de almacenes y fábrica estaba compuesto por un guarda, los pesadores, un maestro de fábrica y varios aceñeros, a los que había que añadir el personal de resguardo, que corría a cargo de los caudales, salobrales, repeso de la sal, etc.; diecinueve hombres en total, cifra muy superior a la de los empleados en La Olmeda, que eran solamente tres.
La recolección, que hacían los vecinos de los pueblos aportando dos mulas cada uno, comenzaba en el mes de junio y terminaba en el de septiembre, cuyos servicios se concertaban previamente con la Hacienda Pública y por ello se les pagaba 28 maravedíes por fanega.
Los que barrían y encumbraban recibían 8 reales y, en el resto de los trabajos, tanto hombres como caballerías cobraban la misma cantidad: 4 reales.
Algo más percibían los carpinteros y los albañiles: 12 y 6-7 reales, respectivamente.
Durante los cuatro meses que duraba la temporada de recolección solían hacerse 12 o 13 sacas que producían 1000 fanegas diarias (equivalentes a 51,5 toneladas)[19].
El orden se mantenía correctamente, sin alteraciones, dado el carácter pacífico y obediente de los trabajadores; además existía un Reglamento de régimen interior que indicaba las funciones de cada cual, así como una Ordenanza especial en Imón, que servía para el buen gobierno del resto de salinas de la provincia.
Referente a lo que hoy podríamos denominar como «asistencia social», Imón pagaba 750 reales a un capellán que decía misa diaria «de alba», y 180 más por una novena a san Antonio.
Las enfermedades más frecuentes entre los trabajadores, al menos entre los de La Olmeda, eran los dolores reumáticos y las calenturas intermitentes, lo que motivó la construcción de varias casas, dentro del coto salino, que evitara el desplazamiento de los trabajadores desde su pueblo distante un cuarto de legua, o sea, poco más de un kilómetro y medio[20].
6. DESARROLLO DE LOS MEDIOS DE TRANSPORTE
El tren en Sigüenza
La vía férrea del tren Madrid-Zaragoza-Alicante (MZA), cuyo tramo Jadraque-Medinaceli se inauguró el 2 de julio de 1862, entraba en la provincia de Guadalajara por Azuqueca de Henares y salía de ella por Horna, para entrar en la de Soria. Tenía parada, además de en Sigüenza, que por su población y activo comercio fue la segunda estación alcarreña en importancia, en varios pueblos de los alrededores, como Baides, Cutamilla, Alcuneza y Horna, lo que también pudo contribuir al desarrollo comercial de la zona[21].
A partir de 1870, comprobada ya la importancia del ferrocarril en el desarrollo del comercio y la industria, comenzaron a establecerse almacenes y fábricas junto a las estaciones, por lo que se crearon apartaderos[22].
Sin embargo, según algunos historiadores, aunque las expectativas depositadas en este medio de transporte fueron grandes, al menos en Guadalajara la industria tardó mucho en apreciar sus ventajas, pues tanto esta como el comercio tardarían mucho en sacar provecho del paso del ferrocarril por la provincia.
Como señala Mejía Asensio, hubo que esperar más de cien años, hasta que llegaron los setenta, para que la ciudad viera crecer alrededor del ferrocarril sus más importantes industrias, como consecuencia de la creación de los polígonos industriales[23].
Paradójicamente, al igual que sucedió con numerosos pueblos de la Campiña del Henares, a los que el trazado de la vía dejó alejados del bienestar que esperaban, Sigüenza se vio gravemente perjudicada con la llegada del tren, puesto que hasta 1860 había sido la capital comercial de una extensa zona, donde se celebraban dos mercados semanales, dos mayores anuales y dos ferias dedicadas a mulas y caballos, capitalidad que perdió en beneficio de otros lugares que también se convirtieron en importantes mercados gracias a la mejora de las comunicaciones con las provincias limítrofes y a la capacidad de poblaciones cercanas, como Jadraque, de abastecerse directamente mediante el ferrocarril.
También contribuyó a esta decadencia comercial de Sigüenza la ampliación de la línea hasta Soria que potenció la bajada de los negocios en los comercios y la caída de las ventas al dejar de acudir los agricultores de numerosos pueblos cercanos a Soria, que antes vendían sus cosechas en Sigüenza[24].
A mediados del siglo xx se abrió el túnel de Horna en la línea Madrid-Barcelona, entre Guadalajara y Soria, que acortaría distancia y tiempo. También la estación de Torralba del Moral, que serviría de empalme al ferrocarril Soria-Castejón-Pamplona[25].
En la zona salinera de Atienza-Sigüenza los caminos eran de herradura, por lo que durante los meses de invierno apenas podían transitarse, de modo que los carros que se utilizaban para el transporte de la sal no podían llegar hasta las salinas, parando en ciertos pueblos —todavía es tradición en alguno de ellos— como Mirabueno, Torremocha del Campo, Algora, etc., donde se estacionaban para no sufrir percances, pero desde allí, desde cada uno de ellos, debían conducir la sal a lomos de caballería, que tenían que concertar con antelación.
Esto entrañaba un grave perjuicio económico para los transportistas en carro, puesto que por cada fanega de sal había que pagar entre 3 y 4 reales, por una distancia de 4 a 5 leguas (entre 20 y 25 kilómetros). De lo contrario podían estar expuestos a quedarse sin sal por culpa de las lluvias o a pérdidas por robo.
Aprovechamos esta ocasión para subrayar la importancia del transporte de la sal en el desarrollo de la caminería provincial, todavía patente en la toponimia menor con nombres como Carralasal, camino de la Sal, camino Salinero, etc., además, claro está, de las numerosas construcciones necesarias, puentes, cargaderos, etc. Así, sabemos que en Imón hubo tres puentes, dos de ellos de madera y uno de mampostería, mientras que en La Olmeda, donde también hubo otros tres, dos eran de calicanto y uno de madera[26].
Sin embargo, las salinas situadas en la zona que hoy denominamos del Alto Tajo no tuvieron igual suerte que las de la zona seguntina, a la hora de ver facilitada su comercialización gracias al ferrocarril, pues las carreteras del Alto Tajo y del señorío de Molina más bien parecían caminos de herradura, exceptuando la carretera general a Tarragona. A lo que habría que añadir una mayor despoblación.
En esta zona, las migraciones verdaderamente importantes y duraderas o definitivas fueron las interiores, que comenzaron al finalizar la guerra civil, se generalizaron a partir de los años cincuenta del siglo xx, hasta alcanzar su máximo apogeo entre los años 1960 y 1975[27].
7. EL ABANDONO DE LAS SALINAS
Llegados a este punto, surge la pregunta: ¿qué fue antes, el éxodo o el abandono de la salinicultura?
Creemos que ambas cosas casi al mismo tiempo.
Influyó también la mejora de la red de transportes, que hizo a la sal de interior poco competitiva, puesto que resultaba más barata la de la costa al tener una producción con temporadas más largas y a una escala industrial[28], además de más horas de sol y por lo tanto de evaporación, aunque la sal de Imón y La Olmeda utilizaba el ferrocarril, como demuestra el gigantesco almacén que hay en la estación de Sigüenza que aún conserva el nombre de la empresa, dado que este medio de transporte, mucho más rápido que el animal tradicional, hizo de Sigüenza la «capital de la sal» (de interior), facilitando su comercialización y distribución[29].
8. CONCLUSIONES
¿Capacidad de distribución o rentabilidad?
Para Catalina Meniz, hay cuatro puntos positivos y uno negativo, acerca del complejo industrial de Imón.
Como positivos: los costes de fabricación de mínima incidencia y la estabilidad de la producción, además de la óptima calidad de las sales, lo que conllevó la creación de puestos de trabajo, con una industria auxiliar que dependía de él (como la provisión oficial de útiles de esparto).
Como negativo, por excelencia, la falta de vías de comunicación adecuadas, a pesar de lo cual se mantuvo a la cabeza durante el estanco de la sal[30].
NOTAS
[1] GAMO PAZOS, Emilio: Corpus de inscripciones latinas de la provincia de Guadalajara, Guadalajara, Diputación de Guadalajara, 2012, p. 23. MORÈRE, Nuria: «L’exploitation romaine du sel dans la region de Sigüenza», Gerión, n.º 3.
[2]HERRERA CASADO, Antonio: Crónica y guía de la provincia de Guadalajara, 2.ª ed., Guadalajara, Excma. Diputación Provincial de Guadalajara y Asociación Cultural Central de Trillo-I, 1988, p. 528.
[3]Archivo Histórico Nacional. Hacienda, leg. 4846B, en MENIZ MÁRQUEZ, Catalina: «Bosquejo histórico del complejo salinero de Guadalajara durante el estanco de la sal (1564-1870)», Actas del I Encuentro de Historiadores del Valle del Henares. Guadalajara. Noviembre, 1988, pp. 513-521.
[4] HERRERA CASADO: op. cit., p. 589.
[5] HERRERA CASADO: op. cit., p. 579.
[6] HERRERA CASADO: op. cit., p. 477.
[7] HERRERA CASADO: op. cit., p. 757.
[8] HERRERA CASADO: op. cit., p. 586.
[9] ELICES MARCHAMALO, Esperanza: «La industria en Guadalajara durante la Dictadura de Primo de Rivera (primera aproximación descriptiva). El Valle del Henares y su idiosincrasia industrial», en Actas del I Encuentro de Historiadores del Valle del Henares. Guadalajara. Noviembre, 1988, pp. 197-199.
[10] ELICES MARCHAMALO: op. cit., pp. 198-199.
[11] MENIZ MÁRQUEZ: op. cit., pp. 517-519.
[12] ELICES MARCHAMALO: op. cit., pp. 201-204.
[13] ALONSO FERNÁNDEZ, Julián: Guadalajara: el territorio y los hombres. Serranías y parameras de Sigüenza y de Molina, tomo I, Madrid, CSIC y CAZAR, 1976, pp. 23-26.
[14] ALONSO FERNÁNDEZ: op. cit., pp. 117-125.
[15] ALONSO FERNÁNDEZ: op. cit., pp. 143-145.
[16] ALONDO FERNÁNDEZ: op. cit., pp. 147-156.
[17] MARTÍNEZ PARRILLA, Juan Julián: La comarca de Molina de Aragón. Síntesis geográfica, Guadalajara, el autor, 1991, p. 103.
[18] MARTÍNEZ PARRILLA: op. cit., pp. 103 y 105.
[19] MENIZ MÁRQUEZ: op. cit., p. 519.
[20] MENIZ MÁRQUEZ: op. cit., p. 519.
[21] VELASCO GIGORRO, Sergio: 150 años de ferrocarril en Guadalajara, Guadalajara, Diputación Provincial de Guadalajara, 2010, pp. 24-25.
[22] VELASCO GIGORRO: op. cit., p. 26.
[23] MEJÍA ASENSIO, Ángel: «Los primeros 75 años del ferrocarril en Guadalajara: su influencia en la industria y en el comercio», en Wad-Al-Hayara, 19 (Guadalajara, 1992), pp. 195-196 y 206.
[24] TERÁN ÁLVAREZ, Manuel de: «Sigüenza. Estudio de Geografía Urbana», en Estudios Geográficos, VII, n.º 25 (noviembre 1946), pp. 633-666; VELASCO GIGORRO: op. cit., p. 34 y nota 44.
[25] VELASCO GIGORRO: op. cit., p. 112.
[26] MENIZ MÁRQUEZ: op. cit., p. 516.
[27] MARTÍNEZ PARRILLA: op. cit., p. 103.
[28] HUESO KORTEKAAS, Katia y CARRASCO VAYÁ, Jesús-F.: Las salinas de los espacios naturales protegidos de la provincia de Guadalajara, Madrid, Asociación de Amigos de las Salinas de Interior, 2008, p. 38.
[29] CALERO DELSO, Juan Pablo: Élite y clase. Un siglo de Guadalajara (1833-1930), Guadalajara, Diputación de Guadalajara (col. de tesis y monografías sobre la provincia de Guadalajara. IX), 2008, p. 63 (en formato CD-ROM).
[30] MENIZ MÁRQUEZ: op. cit., p. 520.