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De todos es sabido que una ofrenda es toda dádiva o presente que se entrega con veneración, gratitud y respeto por una causa noble a la divinidad o a un santo, santa o a una Virgen por un devoto. Es, generalmente, una ofrenda incruenta, dejada en lugar sagrado al objeto de obtener el favor divino o como agradecimiento por algún bien ya recibido. O, simplemente, como muestra de devoción o religiosidad, como acontece con muchos de los ofertorios que tienen lugar, por ejemplo, en la provincia extremeña de Cáceres. De ahí que en muchas ocasiones el término ofertorio esté mal utilizado, pues no son ofertas las que se hacen, sino ofrendas. Ofrendas, actos devocionales, pues, a los que pueden añadirse con igual significación el pujar por las andas de las imágenes para introducirlas o sacarlas del templo, lanzar una bandera previo pago, portar ramos con productos agrícolas o caseros seguidos de pujas...[1] Y, cómo no, los tableros, objetos de este estudio.
En el caso presente, tablero no hace referencia al elemento de carpintería de igual nombre, ni al tablero que se utiliza en determinados juegos de mesa, ni al elemento arquitectónico, ni al talud, ni a la estructura que sostiene la calzada de un puente, sino a las tablas alargadas que antiguamente empleaban las mujeres extremeñas —y tal vez las de otras comunidades—para llevar al horno dulces o panes; tableros que colocaban en sus cabezas sobre rodillas —rodetes de tela almohadillados— para protegerse de magulladuras o roces molestos por el peso del tablero. Panes y dulces que tal vez no por capricho, sino por motivo religioso ancestral, como se verá más adelante, llevaban tapados…
Pues bien. Al sur de la capital de la Alta Extremadura y en la franja que se conoce como Llanos de Cáceres y Sierra de Fuentes, se extiende un espacio natural, la penillanura cacereña del río Salor, un área llana con suaves pendientes que abarca desde Brozas (al oeste) hasta Trujillo (al este) y donde se asientan, entre otras localidades, Valdefuentes, Torrequemada y Torreorgaz. Y algo más al sur, la Tierra de Montánchez, con el municipio de este mismo nombre, Torre de Santa María y Albalá. Lugares todos ellos donde se festejan las fiestas o danzas de los tableros —conmemoraciones de marcado contenido agrícola o de fertilidad—, pues ambas zonas tienen una larga tradición cerealista enmarcada en un contexto histórico donde distintas culturas, como la romana, asentaron sus reales arropadas por su fertilidad.
Sus fiestas, sus ritos ancestrales, se enmarcan dentro de los ciclos agrícolas especialmente relacionados con los cereales y con los cambios de estación, algunos de los cuales coincidían con las llamadas témporas; es decir, con los breves tiempos litúrgicos que la Iglesia católica consagraba especialmente a la plegaria y a la penitencia al final e inicio de las cuatro estaciones y que, según algunas hipótesis, reemplazaron los festejos paganos de las ferias de la cosecha, de la vendimia y de la siembra. Así, por ejemplo, la fiesta de San Mateo, en Torre de Santa María, que se celebra el 20 de septiembre, coincide con una de las témporas de otoño. Y las Tablas de Albalá —24, 25 y 26 de diciembre— debieron corresponderse con la cuarta, la de invierno, aunque los cambios en los calendarios y la movilidad de algunas festividades hayan alterado las coincidencias en otras.
El día 21 de septiembre, la localidad de Torre de Santa María celebra su fiesta de los Tableros en honor a su patrón san Mateo[2]. Tradicionalmente, el 24 de junio, día del nacimiento de san Juan Bautista, el sacerdote hacía público durante la misa el nombre de las madrinas para que ellas buscasen a las muchachas que habían de portar sus tableros, es decir, las «tableras». A partir de ese momento las madrinas y las tableras iban por las eras pidiendo grano, especialmente trigo, garbanzos… Y más tarde recorrían las casas del pueblo donde las vecinas les daban aceite, huevos o azúcar. El trigo se molía y, junto con los otros ingredientes, se hacían los dulces que habían de portar los tableros. Lo que sobraba se vendía para comprar el material necesario con que confeccionar las banderas, los estandartes, las flores de papel y tela, etc., que adornarían aquellos. Su ornamentación comenzaba una semana antes de la festividad, aunque la colocación de los dulces no se hiciese hasta la víspera de San Mateo.
Cada madrina y tablera elegía su danzador que, aproximadamente un mes antes de la fiesta, comenzaba a ensayar la danza del chicurrichi; danza que algunos catalogan de amor y guerra con reminiscencias árabes, pero de música muy sencilla y simple. Había de buscar también un guía provisto de un pandero y un flautista.
Cada tablero lleva actualmente dos roscones —uno en la parte delantera y otro en la trasera—, una docena de roscas, una docena de flores —floretas—, una docena de empanadillas de bizcocho, una docena de repelaos, un queso de almendra y un brazo de gitano —que ha sustituido a la rosca de piñonate que antiguamente se incluía en el lote—, empanadas de bizcocho, madroños... Todo ello adornado con flores e hierbas silvestres sujetas por ocho mimbres, clavados en ocho panes redondos de un kilo. Se presentarán todos los tableros iguales, excepto los correspondientes a las dos madrinas delanteras, que llevan más que los otros, y por ello conseguirán posturas más altas en la subasta; subasta que fue introducida posteriormente por la Iglesia para cristianizar la fiesta y como forma de obtener beneficios económicos con que sostener el culto y a sus miembros, ya que en la antigua Cerialia los panes, roscas y demás ofrendas eran comidas posteriormente en un banquete común por los fieles, como acontecía en las Móndidas de San Pedro Manrique o en las Calderas de Soria y tal vez en alguna localidad de las que cito, en las que no ha quedado memoria de tan pagana costumbre.
Tableros de Torre de Sta. María. (Foto: Pedro Fragoso)
El día de San Mateo —y hasta hace unos veinte años— las madrinas y tableras acompañaban la procesión matutina con traje de gala y mantilla. Ya por la tarde, los danzadores acudían a casa del maestro —el tamborilero— quien, junto con el flautista y bailando el chicurrichi, visitaba las casas de las tableras, de donde pasaban a recoger los tableros en los domicilios de las madrinas. Y una vez colocados los tableros sobre la cabeza de las tableras, se dirigían a la plaza de la iglesia, donde eran depositados. Y una vez subastados, se llevaban a los domicilios de quienes los adquirieron por los danzadores al ritmo del chicurrichi.
Actualmente, la elección de las madrinas no recae en el sacerdote, sino que son las propias mujeres, por lo general solteras, quienes se ofrecen voluntariamente para desempeñar ese cometido. Igualmente, son las propias tableras las encargadas de confeccionar sus tableros.
Los danzadores van vestidos con chalecos antiguos y fajas coloradas y un pañuelo al cuello atado delante y otro anudado por la cabeza, con el lazo al lado izquierdo, y alpargatas blancas. Las madrinas van con refajos bordados, mantón de manila o pañuelo de mil colores, mandil negro y una rodilla en la cabeza hecha de cintas.
El día de San Mateo sale la procesión de los tableros en dirección a la plaza. Va en dos filas de cinco personas cada fila. En una van cuatro danzadores y el muchacho de la flauta; en la otra, otros cuatro danzadores y el director, que toca el tambor delante de la comitiva.
Una vez en la plaza, los tableros se colocan sobre unas mesas y comienza el baile del chicurrichi, con la exclusiva participación de los danzadores, el flautista y el tamborilero. Finalizada la danza, se da paso a la subasta de los tableros que, una vez adjudicados, van siendo llevados —como antaño— a la casa de quienes los adquirieron, acompañados de los danzadores. El dinero recaudado pasa a la Iglesia, aunque días después el párroco invita a madrinas y tableras a una comida.
Con algunas variantes, la cercana localidad de Valdefuentes también celebra otra fiesta de los Tableros, esta en honor de la Virgen del Rosario, celebración que ha vuelto a ser recuperada por el Ayuntamiento, y algunas asociaciones locales, tras más de treinta años sin festejarse. Como en Torre de Santa María, el sacerdote anunciaba el 15 de agosto quiénes iban a ser las cuatro madrinas, que eran elegidas entre las jóvenes de la Cofradía de las Hijas de María tras haberse puesto de acuerdo con ellas. Luego cada madrina elegía su tablera y dos danzadores —generalmente su novio, hermano o amigo—, que tocaban las castañuelas junto con un director, portador de la pandereta, y un flautista —que lleva una flauta de seis agujeros—, el del pito.
Pasadas estas fiestas agosteñas, los bailarines comenzaban a ensayar dicha danza del chicurrichi, danza sin una coreografía definida a base de vueltas y medias vueltas, en un lugar oculto hasta que la dominaban, momento en que salían a la plazuela situada frente a la parroquia —la Lonja— para seguir ensayando todas las noches.
Por otra parte, y durante estos días, las madrinas, con sus tableras, visitaban las casas del pueblo pidiendo artículos —aceite, trigo, quesos…— que luego se vendían para sufragar los gastos de la fiesta, así como para hacer los dulces. Llegaban al domicilio y decían: «Madrina de la Virgen del Rosario».
Luego venía la preparación de los tableros, que elaboraban en común las cuatro madrinas, cubriéndolos primero con paños bordados y rematados con encajes de bolillos. Sobre ellos se colocaban los dulces —anjuelas (roscas de aire)—, floretas, roscas de piñonate, panes muy grandes… Y en frontal una rosca grande, redonda, atada con un gran lazo. Todo ello ornamentado con flores de papel caladas, banderas con la imagen de la Virgen, arcos de alambre que se clavaban en esparto, donde iban colocados los dulces, también varas de gamonita —gamonitos—, que se clavaban en el pan y se ponían las banderas… Una vez concluidos, cada madrina se llevaba su tablero a casa.
Y llegaba la víspera de la fiesta, las madrinas y sus tableras acudían a la puerta de la iglesia a pedir a la Virgen que les diera fuerzas para llevar el tablero. Y cantaban:
A la Virgen del Rosario
le pedimos con anhelo
que nos dé salud y suerte
para llevar el tablero.
Acudían también los danzadores, que daban una música a las mozas mientras estas hacían sus rogativas. Luego los danzadores trataban con ellas sobre el dinero que debían darles para la cena que ellos celebraban aquel mismo día por la noche, cena a la que podían o no quedar invitadas las féminas. Si estaban de acuerdo en el precio, los danzadores bailarían al día siguiente; en caso contrario, no habría danza. Acordado el precio, las mozas volvían a sus casas y los danzadores a las tabernas.
El día siguiente, día de la fiesta, después de comer se reunían los danzadores —vestidos con camisa de seda fina, pantalón y zapatos negros— con el de la pandereta y el de la flauta, y llevaban a cada tablera a casa de su respectiva madrina; desde allí seguían hasta la iglesia, para iniciar la procesión con las cuatro madrinas delante de las tableras. Una vez en la plaza, se iban subastando los tableros uno por uno. Terminada la licitación, y el baile del chicurrichi y una jota popular, cada tablero era llevado con acompañamiento de los danzadores y de las tableras al domicilio de quien lo había adquirido.
Una vez distribuidos todos los tableros, venía la carrera. A la voz de «media vuelta» lanzada por el director, que a la vez lanzaba por alto su pandereta, salían todos al lugar donde estaba la tomatá de carne. El último que llegaba pagaba el guiso.
Fiestas parecidas en su forma, aunque han evolucionado de forma distinta, se celebran en localidades próximas. Así, las de Torrequemada y Torreorgaz se diferencian de las de otros pueblos porque en estos solamente se celebra el desfile con las ofrendas sobre tableros o cestas y únicamente portan dulces, algunos de los cuales son vendidos directamente entre los vecinos, no en subasta.
En Torreorgaz, los festejos populares se dedican a san Blas —patrón local—, aunque comienzan la fecha anterior, día de las Candelas o Candelarias, con la velá, procesión de acompañamiento a la Virgen portando velas que, según creencia general, no deben apagarse ni durante el recorrido de la marcha ni al entrar la imagen en la iglesia, con la creencia de que de no ocurrir esa desgracia, el tiempo, y por ende las cosechas, serán favorables. El día 3 se celebra una misa con ofrendas y procesión, dejando para la tarde el ofertorio, un pasacalle con música durante el cual las mujeres portan a la cabeza un tablero cargado de bollos: el ofertorio. La comitiva sale de la casa de la mayordoma hasta la plaza, donde se ofertarán junto con otros presentes que se entregan al santo patrón. Y cuando el ofertorio acaba, se va con la música dando la vuelta a la cruz de piedra que hay a la entrada y devuelven los tableros a la casa de la mayordoma. Antiguamente se vestían de aldeanas el día de las Candelas, pues para portar los tableros solamente usaban sus mejores trajes, no los de aldeanas. Y a partir de las doce de la noche, día de San Blasito, los mozos pintan la cara a las mozas con un trozo de corcho que han requemado anteriormente.
Antiguamente, el día 8 de diciembre —día de La Inmaculada— había también un ofertorio y según me dicen «era de toda la vida». Eran las Hijas de María las encargadas de llevar el tablero y, como en Valdefuentes, era el sacerdote quien las nombraba. Tenían un estandarte de la Purísima y cuando se casaban lo sustituían por otro del Sagrado Corazón.
Hoy día, Torreorgaz también celebra otro ofertorio el 15 de agosto en honor de la Asunción. Aunque en el caso presente no salen las tableras.
En Torrequemada festejan a san Sebastián, patrón del pueblo. Lo colocan sobre sus andas delante de un ramo de naranjo, símbolo del poste donde, según la tradición, fue atado por los soldados para saetearlo, antes de trasladarlo desde su ermita a la parroquia por la mañana. Por la tarde se inicia el cortejo en sentido contrario. La imagen es seguida por las tableras vestidas de aldeanas, que portan sobre la cabeza, amortiguados por las rodillas, los pesados tableros con dulces y panes, además de unas cestas con otras ofrendas. Una vez en la ermita se procede al ofertorio, con la puja de los dulces —otros se venden directamente— y se canta y baila en honor del santo.
En Montánchez, los festejos en honor de su patrón san Blas comienzan el día 2, la Candelaria, con la velá, una gran hoguera que se enciende delante de la ermita del santo. Luego, el vecindario pasa visitando los Ramos —o tableros—por las casas de las jóvenes que van a participar en el desfile del día siguiente, donde degustan los típicos buñuelos con que se les obsequia.
Al día siguiente por la mañana, tras la misa, se reparten las gargantillas o cintas bendecidas. Por la tarde tiene lugar el ofertorio, donde unas cuarenta jóvenes ataviadas con trajes típicos, que parten del domicilio de la mayordoma —que es elegida cada año en la misa mayor del día primero de año—, recorren las calles del pueblo con acompañamiento musical —antaño del tamborilero y hoy de una charanga—, llevando sobre sus cabezas los tableros cubiertos con telas artísticamente bordadas, sobre las cuales colocan una bandeja donde se deposita el dulce de la ofrenda —tartas, brazos de gitano…— que lleva pinchada una banderita de papel calada. Una vez en la plaza, se venden los ramos y se subastan otras ofrendas hechas al patrón. Cuando esta ceremonia concluye, también con acompañamiento musical, el cortejo bordea la cruz de piedra que hay en el centro de la plaza y devuelven los tableros a casa de la mayordoma.
Los festejos concluyen a las doce de la noche, cuando los mozos —como en Torreorgaz— pintan la cara de las mozas con una corcha quemada en honor a san Blasino; de ahí que la fiesta del 4 de febrero sea conocida también como del Tiznote.
La fiesta de las Tablas —mal llamadas fiestas de los Quintos— se celebra en Albalá los días 24 y 25 de diciembre como homenaje al Niño Dios, en recuerdo de las ofrendas que los Reyes Magos y los pastores le hicieron en el portal. Y digo mal llamadas porque, según escribe Rafael García-Plata de Osma —pp. 628-632—, antiguamente no se hacían igual que ahora, pues «no tenían nada que hacer los quintos con las tablas»; las verdaderas protagonistas eran las muchachas jóvenes que no habían cumplido aún veinte años, que portaban sobre sus cabezas las tablas o tableros engalanados con pañuelos de seda, rosarios, medallas y cintas de varios colores, sobre los cuales ponían rosquillas, panes, naranjas, etc., que luego se vendían por el sistema de puja a la puerta de la iglesia como en los otros lugares mencionados.
Las seis pidioras o mayordomas eran elegidas por el sacerdote en la iglesia el 8 de diciembre, día de La Inmaculada —La Pura—, quienes se dedicaban sin descanso desde ese día hasta el 24 a recabar todo tipo de productos y materiales para sufragar los gastos de la fiesta y para la elaboración de los tableros. Y cuando salían las muchachas de la iglesia pasaban los quintos por delante de ellas con carros cargados de troncos de árboles que habían cogido en días anteriores. Troncos que se completaban el día de Nochebuena por la mañana con los menudos, haces de leña que el vecindario les dejaba en las puertas de las casas y que ellos empleaban para encender más fácilmente la hoguera de la noche.
Los días 25, 26 y 27 salían cada día dos pidioras vestidas de refajo y llevaban las tablas de modo solemne, sin mover nada la tabla, que se cubría con un paño muy largo, que le llegaba a la moza casi hasta la cintura. Eran acompañadas por dos danzadores, los muchachos a un lado y las mozas a otro y se iban cruzando, no como ahora, que bailan los quintos. También iban los descargadores, que solían ser los novios o hermanos de las pidioras para ayudarlas. «Cada ‘Pedidora’ —escribe Plata de Osma— lleva a diestra y siniestra, dos bailadores, cuya resistencia es admirable: dan saltos de más de a metro, acompañándolos con ¡olé y olé!, sin perder el compás de la ‘orquesta’… Toda esta gimnasia, sin interrupción, dura más de una hora, sin que mozo alguno se rinda… Yo lo he visto sudar en una cruda mañana más, mucho más, que en un caluroso día de siega».
Las tablas se vestían entre las familias y después cada pidiora llevaba su tabla a casa, hasta que el vecindario iba a buscarlas a los domicilios para acompañarlas a la iglesia. Y después de la misa —hasta el día 27, último de las Tablas— todas las tardes se salía en cuadrilla de ronda, dando música por las casas, donde eran obsequiados con bebida y comida.
«El día 24 —escribe Plata de Osma—, después del toque de maitines, empieza la fiesta. El pueblo en masa acude a la puerta de la iglesia, y en tanto que llega la hora de la misa, la apiñada multitud y al unísono no cesa de cantar coplas y romances religiosos, amatorios, pastoriles y de todas clases, con excepción de los que encierran un fondo grosero. La tonada es dormilona, simplísima: el segundo verso viene a ser un acompañamiento del primero, y así todos los demás. ¿Instrumentos musicales? Allí van… Calderos, almireces, panderos, cañas, castañuelas y otros utensilios más o menos culinarios, con los que producen una ‘armonía’ especial que suena así: ‘¡Chis..., chas-carri-rras!’. Por esta razón y haciendo uso de una verdadera onomatopeya, a esta ‘música’ la llaman el ‘chascarrirás’».
Actualmente, la noche del día 24, víspera de la fiesta, se inicia esta con la conocida como hoguera de los quintos —actualmente los jóvenes que cumplen su mayoría de edad— donde se queman troncos, muebles viejos, tablas… Es decir, todo aquello que pueda arder. Y alrededor del fuego, el vecindario canta canciones populares como acompañamiento a los bailes… Y así hasta la madrugada.
El día siguiente los muchachos se visten con pantalón y chaleco negro, camisa blanca, fajín rojo y pañuelo de tres puntas. Y las muchachas con refajo de diferentes bordados, pañuelo de cien colores y corpiño. Y después de la misa, mientras algunos portan sobre su cabeza las tablas —dos por pareja—, el resto baila al son de la música, repitiendo la misma escena los dos días posteriores. Y se hacen diferentes paradas para bailar, mientras los espectadores ofrecen vino, altramuces o cacahuetes… Luego vendrán las subastas…
Y ante tanta conjunción de coincidencias, donde lo pastoril y lúdico se acompaña con ofrecimiento de productos derivados de la misma tierra —recuérdense las peticiones que se hacían en las eras en alguna de estas localidades—, cabe preguntarse: ¿no estarán estas fiestas, con sus ofrendas, relacionadas con aquellas que en primavera se hacían a la diosa Ceres —‘cereal’ procede de Ceres— en demanda de fertilidad para el campo y los animales? ¿Y no es sorprendente que sean los jóvenes quienes se encarguen de portar las ofrendas, tal y como se hacía en los cultos agrícolas de carácter mistérico dedicados, entre otros, a Deméter y Dionisos en Grecia o Ceres y Baco en Roma, donde las ofrendas eran portadas en cestas —como escribe Caro Baroja, p. 54— por los «cistéforos o por muchachas —vírgenes— adscritas a esta función» hasta el templo de la divinidad? Y otra coincidencia: ¿no fue por esta zona de estudio donde en época prerromana se extendió el culto a la diosa indígena Ataecina, diosa de la primavera —del renacer—, de la fertilidad y la Naturaleza, que tuvo un importante centro de culto en la basílica del Trampal, ubicada en el término municipal de Montánchez, cuya devoción debió de extenderse en esta zona cerealista donde se celebra la fiesta de los Tableros?
Cistae mística. Moneda, año 39 a. C. (Composición autor)
En la antigua Roma, la Cerealia —o más propiamente Cerialia— fue la principal fiesta dedicada a la diosa del grano —Ceres—, que se celebraba durante siete días a mediados o finales de abril, pues las fechas parecen ser inciertas, igual que su origen e intenciones. Hay quien piensa que pudo haber tenido la finalidad de limpiar los cultivos y protegerlos de las enfermedades; otros, que se hacía para añadir fuerza vital a su crecimiento. Lo cierto es que, como Ceres o Deméter era la diosa de las cosechas —del trigo—, era natural que fuese adorada en campos amenos y fértiles; de ahí que le parezca significativo el nombre de Nuestra Señora del Prado, patrona de Talavera de la Reina, donde se celebran las Mondas, pues para los campesinos y agricultores «había de ser muy fácil identificar a la Madre de Dios con la reputada madre de la vegetación»[3].
El mundus cereris (o mundun cereris) era una de las dos piedras sagradas de los Manes —Manalis lapis— manejadas en la religión romana; concretamente, la que cubría la puerta del Hades, la morada de los muertos, el inframundo, llamada por el gramático Sextus Pompeyo Festo ostium Orci —‘la puerta de Orcus’[4]—; puerta que existía en la mayoría de los santuarios de las ciudades etruscas y del Lacio, y que según algunos autores latinos —como Plutarco— era utilizado como un lugar donde se depositaban las primicias a la divinidad. Así pues, el mundus cereris era el útero o pasaje laberíntico que conducía al inframundo, el dominio de Ceres, la gran madre de la vegetación y que, según se reputaba, se abría el 24 de agosto, el 5 de octubre y el 8 de noviembre —mundus patet, ‘el mundo está abierto’— para poner en contacto el mundo de los muertos con el de los vivos.
Y relacionadas con esta tradición estaban las cistae místicas. Una cista —derivada del griego κίστη: ‘cesta, vaso’—, además de ser un objeto de uso común[5], era un cesto o canasta sagrada de forma cilíndrica de mimbre trenzado, pero nunca una caja de madera o metal muy utilizada en los cultos mistéricos de la antigüedad para guardar objetos relacionados con los cultos agrícolas dedicados a las divinidades citadas anteriormente. En ellas se conducían hasta el templo de la divinidad objetos varios, aunque predominaban las tortas y pasteles de formas diversas hechos con harina de cereales de distintas clases, flores, frutos, plantas y otros objetos «que no era permitido ver a los profanos» (Caro Baroja, p. 54), de ahí que se llevasen cerradas con una tapadera, para mantener ocultos a ojos de los profanos —recuérdese que eran cultos mistéricos— los objetos sagrados y misteriosos que se ofrecían. ¿No recuerda parte de lo dicho hasta ahora, en algunos aspectos, al desarrollo de las celebraciones extremeñas antes analizadas?
Pero no solo en Extremadura tienen lugar festejos semejantes, de origen antiquísimo, relacionados en su origen con rituales dedicados a la diosa prerromana Ataecina o a la romana Ceres, ya mencionadas, antes de ser cristianizadas. En Talavera de la Reina —la segunda ciudad castellano-manchega más poblada después de Albacete— se celebra la fiesta de las mondas —derivación de mundus cereris— que, si bien pudieron estar dedicadas a Ceres, el rito se cristianizó el año 602 de nuestra era, cuando el rey visigodo Liuva II regaló a la ciudad la imagen de la Virgen del Prado, pasando desde ese momento a ser Ella la receptora de las ofrendas. Son muchos los festejos relacionados con esta celebración, que también pasó a llamarse fiesta de los toros a partir del siglo xvi, que comienzan el sábado siguiente al Domingo de Resurrección. Antiguamente, era tradición que los vecinos hiciesen donaciones de dinero para sufragar las fiestas y como limosna para los más necesitados de la localidad, así como la tradicional costumbre taurina del toro embolado, encohetado o atado con sogas que llevaba teas ardientes en sus astas. Hoy se siguen celebrando diversos actos conmemorativos, lúdicos, culturales y taurinos. Pero lo que más interesa resaltar en este trabajo, por su contenido etnográfico, es el momento en que el alcalde local y sus homólogos de las Tierras de Talavera se encaminan desde la plaza del Pan —¡cómo no!, dadas sus connotaciones cerealistas— hacia la ermita del Prado, acompañados por carrozas muy engalanadas, personas ataviadas con los trajes típicos de cada localidad presente —herederas sin duda de aquellas antiguas doncellas que portaban las cistas, como de las tableras extremeñas—, con sus respectivos regalos —cerámica, flores, dulces— para la Virgen del Prado. Y, cerrando el cortejo, un carrito tirado por dos carneros, que lleva la ofrenda de la pedanía talaverana de Gamonal. ¿Carneros? Sí, detalle este que no debe sorprender, pues tanto el cordero como el carnero eran animales dedicados a Ceres o Deméter, tenida como protectora del ganado lanar. Una vez dentro de la ermita, el alcalde de Talavera, en representación de todos los presentes, hace una ofrenda a la Virgen y le otorga el bastón de mando de la ciudad. Luego la fiesta continúa, con actos lúdicos, corridas de toros y hogueras nocturnas junto al río Tajo. En fin, puede concluirse que en la fiesta de Talavera —como escribe Caro Baroja, p. 74— «tenemos un recuerdo, aunque meramente formal, de lo que era una fiesta en honor de Ceres, según el ritual grecolatino de la época… en que los cultos clásicos se extendieron por España» y que la Iglesia, no pudiendo combatir del todo el espíritu conservador de un municipio agrícola, «hubo de acomodarse, y lo que era las ‘Cerialia’ pasó a ser la fiesta de Nuestra Señora del Prado». Y así, poco a poco, la ceremonia pagana se fue cristianizando…
Y no es este el único caso —allende el ámbito extremeño— donde algunas fiestas populares españolas coinciden con las Cerialia, aunque en San Pedro Manrique las móndidas o múndidas —las mondas de Talavera— son quienes toman el papel de las antiguas sacerdotisas[6], aunque parezca que tienen una significación distinta. En la localidad soriana son tres mozas, doncellas casaderas —recuérdese que eran doncellas núbiles las encargadas de atender el culto a Ceres—, las encargadas de llevar sus cestos o cesteños el día de San Juan, de donde sobresale el roscón o rollo y, de él, el arbujuelo[7], rama del arbusto que en la zona llaman zaragato[8], que va recubierto de masa de pan sin sal, y coloreado de azafrán.
La celebración comienza la mañana de San Juan, con la reunión en la plaza del Ayuntamiento de la corporación municipal montada a caballo y vestida a la antigua usanza dieciochesca y tocados con un negro bicornio. Y cuando están todos, se organiza una cabalgada que habrá de recorrer las calles del pueblo.
Mientras, en el domicilio de las tres móndidas —sin presencia masculina— se van dando los últimos toques tanto a ellas como a sus camareras o a los canastillos o cesteños, donde se han depositado dos roscos y, dentro de ellos, tres panecillos alargados.
A la par que esto acontece en las casas de las móndidas, los caballeros continúan su galopar por las campiñas aledañas, empeñados en expulsar de la villa a judíos y forasteros. A la vez, van comiendo unos roscos especialmente elaborados para la ocasión. Luego, regresan, mas no al pueblo, sino a la ermita del Humilladero, donde se estarán ya esperándolos las móndidas para asistir juntos en una cabalgada —montando a pelo los corceles— por la avenida que une la ermita con el pueblo. Luego vendrán las ofrendas de los arbejuelos, se desprenderán del cesteño y recitarán una serie de cuartetas sencillas relacionadas generalmente con el tributo de las cien doncellas que era entregado a los árabes durante el reinado del rey asturiano Mauregato:
Esta tradición duró
hasta que el rey don Ramiro
puso fin a este tributo.
«No pago esto
pa que maten los brutos».
O relacionadas con la costumbre misma de las móndidas:
Gracias, ya llegó el momento
de poder quedar tranquila
pidiendo que me perdonen
por mi falta cometida.
Si al principio rehusé
ser móndida en este día
fue porque no me creía
que capaz sería yo.
Pero al momento pensé
que esto era una obligación
y como soy sanpedrana
pero así, de corazón,
no consiento que por mí.
Y un baile de jota con los concejales y el alcalde, al son de la dulzaina, concluye el día de las Móndidas.
Y, por último, hay que hacer mención a las Calderas, fiesta que también se celebra en la comunidad castellano-manchega; esta vez en la misma Soria, donde este espectáculo se celebra, según datos fidedignos, desde la Edad Media, pues se recoge en el Fuero Real concedido a Soria por Alfonso X de Castilla. También se sabe que antaño los vecinos de Soria estaban obligados a abonar un estipendio para pagar las calderas. Solo estaban exentos los judíos, ya que por sus creencias no participaban en los festejos.
La caldera no es otra cosa que eso: un recipiente de metal grande y semiesférico que sirve comúnmente para colocar o cocer algo dentro de él. Y aquí, en Soria, lo que ponen en ella es carne de toro, pollo y chorizo, que colocan sobre una parihuela adornada con rosas, motivos sanjuaneros, como cuernos de astado, y otros aditamentos y que es llevada por cuatro personas, los Cuatro.
Antiguamente, el santo titular de cada cuadrilla salía en procesión el Domingo de Calderas. En las Ordenanzas de 1873, se indica que el Jurado, los Cuatros y miembros de la cuadrilla debían bajar la imagen del santo titular a la catedral de San Pedro para iniciar la procesión. A la cabeza de cada comitiva iba un joven portando un ramo —el arguijuelo— con las ofrendas: rosquillas azafranadas y hachas de cera. Y detrás un capellán, un grupo de mozos con tamboriles y gaitas u otro tipo de instrumentos musicales y otro de danzantes que se acompasaban con los sones musicales… Hasta que en el año 1893 el obispo de Osma prohibiera que los santos titulares acompañaran a las calderas, de ahí que la procesión de los santos se sustituyera por el desfile de las Calderas, aunque aquellos volvieron a salir en procesión a partir de 1939; pero esta vez en la mañana del Lunes de Bailas; Bailas que, a grandes rasgos —según me informa D. José Manuel Aceña, Director de la Banda Municipal de Soria— «es una romería a la orilla del río Duero el último día de las fiestas de San Juan, uno de los ‘elementos’ importantes ese día somos la Banda Municipal».
Antiguamente, el día 24 a primera hora, tras una diana, comenzaba el reparto de tajadas de carne cocinada, huevos cocidos, chorizos, pan y botellas de vino entre los vecinos. Luego, las cuadrillas —vestidas con el traje típico soriano— iban reuniéndose en la plaza Mayor para iniciar el desfile, seguidas de las peñas con acompañamiento de gaitas y de charanga. Y una vez en la dehesa, cada cuadrilla ocupaba un lugar a la espera de que las autoridades probasen su caldera, para más adelante ofrecérsela a vecinos y curiosos. El acto finalizaba con el regreso de las cuadrillas al Ayuntamiento, donde dejaban las calderas para que pudieran ser vistas por quien quisiera. La fiesta continuaba por la tarde con corridas de toros y pasacalles por los distintos barrios y seguía por la noche con verbenas y desfiles de las peñas amenizados con música de murgas y comparsas.
Las Calderas de Soria. (Cortesía del Ayto. Prensa)
Tras la última diana por los barrios, las cuadrillas acuden a la procesión con sus santos siguiendo el mismo recorrido que las calderas hasta la ermita de la Soledad, donde se rinde homenaje a la Virgen de la Blanca. Y tras la genuflexión, las cuadrillas vuelven dando tumbos con sus santos al son de las sanjuaneras… Y por la tarde, comienza la bajada a las Bailas, en la pradera de San Polo, junto al Duero, mientras el paseo de San Saturio se llena de gentes bien provistas de botas de vino, garrafas y merienda. Sigue la música sanjuanera, se salta, se baila… Los Sanjuanes están a punto de terminar…
Actualmente, las calderas ya no se reparten entre los vecinos, habiendo pasado a ser un símbolo de lo que fueron.
A modo de conclusión puede decirse que, tanto en la celebración de las Calderas como en los demás festejos estudiados, queda patente la conexión del mundo agrícola con el culto a una deidad femenina claramente identificada —Ceres o Deméter—, como se observa tanto en los productos ofrendados como en las comidas comunales o salidas al campo, que fueron señas de identidad de aquellos antiguos ritos de fertilidad.
BIBLIOGRAFÍA
CARO BAROJA, J. Ritos y mitos equívocos. Ediciones Istmo. Madrid, 1974.
GARCÍA-PLATA DE OSMA, R. Las Tablas. La Nochebuena de Albalá, Revista de Extremadura, V, Cáceres, 1904.
RUIZ VEGA, A. La fiesta de las Móndidas en San Pedro Manrique. La Soria Mágica. Fiestas y Tradiciones Populares. Internet.
Y las informaciones recibidas de los Ayuntamientos respectivos.
Notas
[1] En algunas localidades extremeñas estas donaciones reciben el nombre de ofertijos; que no deben confundirse con los ofertijos u ofrecijos que los invitados entregan a los novios en las bodas.
[2] Cuenta una antigua leyenda que san Mateo era el patrón de Montánchez, pero que los de Torre se lo cambiaron por un verraco, pasando desde entonces a patronear a los de Santa María.
[3] En la provincia de Cáceres también hay advocaciones a Ntra. Sra. del Prado en Escurial y Casar de Cáceres.
[4] Orcus era uno de los demonios del inframundo, encargado de castigar los juramentos rotos.
[5] Inicialmente eran canastas de mimbre utilizadas en el campo, especialmente para guardar legumbres y frutas, pero por extensión se denominaron así todo tipo de botes o cajitas que servían para contener dinero, rollos manuscritos, juguetes, ropa, joyas, objetos preciosos o artículos de tocador (de ahí el nombre de cistellatrix que se daba a los esclavos responsables de guardar las cistas de sus dueños). (Cista. Religión. Internet).
[6] Miguel Moreno y Moreno. Citado en Fiestas de San Juan: Las Móndidas. Ayto. de San Pedro Manrique.
[7] Recuérdense las varas de gamonita de los tableros de Valdefuentes o las banderitas de Montánchez, por ejemplo.
[8] Hace referencia a la Salix salviifolia, una especie arbórea de la familia de las Salicaceae, común, entre otros lugares en la cuenca del Tajo.