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Don Julio Caro Baroja, cuyo nacimiento se conmemora este año y cuyos escritos se hacen cada día más necesarios por su ponderación y clarividencia —cualidades ambas desaparecidas en las últimas décadas de la vida pública española—, advirtió con su nunca bien pagada ironía que en la cultura de nuestro país se había producido desde el siglo xviii un fenómeno de considerable importancia que arrojaba una nueva luz sobre lo popular. Caro se preguntaba por qué, con el advenimiento de los Borbones, se inició «un divorcio absoluto entre el pueblo como tal y las clases cultas».
Esa cuestión, que parece tan difícil de responder objetivamente, se va formando en Caro Baroja probablemente desde su infancia, desde el momento en que comienza a percibir —a veces con la ayuda de personajes como su tío— que en la descripción de costumbres de su tiempo se echaban de menos muchos elementos relacionados con la transmisión oral. Caro «redescubre» la fuente de la literatura popular, y en particular la de cordel, a una edad madura. Confiesa que después de haber hecho 16 000 kilómetros de viajes por Andalucía pudo comprobar sorprendido que en muchos lugares del sur aún se cantaban relaciones de vidas de bandidos, coplas y romances que él mismo había tenido ocasión de leer en la colección de pliegos de su tío Pío. Su interés por aquellos papeles, por quienes los imprimían, interpretaban, vendían y compraban, da como resultado una de las obras más lúcidas, acreditadas e influyentes de toda su producción literaria: el Ensayo sobre la literatura de cordel, editado por la Revista de Occidente y dedicado por don Julio a la memoria de su padre, «editor e impresor popular, andaluz y genovés de origen».
El gusto de don Julio por «oír cantar» más que «por oír perorar» le llevó a interesarse por la memoria popular en tantas ocasiones como pudo. En el mismo viaje a Andalucía, escribió sobre sus trabajos de campo: «Preferí corretear por el pueblo y hablar con algunas comadres, que resultó sabían, más o menos fragmentariamente, romances como el de ‘Delgadina’ y otros más metidos en la tradición andaluza, cuales los del ‘Arriero’ y ‘El Corregidor y la molinera’, éste con una conclusión menos académica que la de la novelita de Alarcón».
Caro Baroja se nos mostró siempre como espectador de espectadores, observando cuidadosamente —casi con infantil curiosidad— a quienes disfrutaban con las muestras más genuinas de un género muy difundido. Su agudo sentido crítico nos condujo de la mano para conocer quién hacía en realidad la literatura popular —ni tan vulgar ni tan anónima como se suele decir— y cómo la vendían ciegos y buhoneros, impulsados por una especie de fatal destino errático. También nos aportó datos preciosos sobre imprentas, sobre la relación constante entre lo oral y lo escrito —campos que, en efecto, se fueron aislando artificialmente a partir del siglo xviii— y sobre el paso de ese mismo material a un estado colectivo en el que sobraban los personalismos por predominar esa especie de inconsciente genético sobre el que tanto reflexionó y acerca del cual escribió páginas que a día de hoy todavía no se han superado.