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Revista de Folklore número

387



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Costumbres de Hinojal (Cáceres)

DURAN MACARRILLA, Fidel

Publicado en el año 2014 en la Revista de Folklore número 387 - sumario >



Hinojal, fitónimo colectivo de hinojo, es una localidad cacereña, perteneciente históricamente a la Tierra de Alcántara y uno de los cuatro municipios de la comarca Tajo-Salor que forman la zona conocida como de los Cuatro Lugares. A mediados del siglo xx llegó a superar los 2500 habitantes, pero la fuerte emigración de sus habitantes, entre los que me encontraba yo, durante los años 50 y 60 (yo emigré en 1956), redujo considerablemente la población. Así, entre 1950 y 1986 la pérdida de población se cifró en más de un 80 %, lo que produjo un considerable envejecimiento de la población (un 28,3 %), un aumento de la tasa de la mortalidad y un descenso de la natalidad, lo que se tradujo en un crecimiento natural negativo.

Se trata de un municipio eminentemente agrario, dedicada la mayor parte de su término a pastos y el resto al cultivo de cereales. A ello contribuye lo llano de su paisaje y lo escaso de su vegetación, compuesta principalmente de herbazales esteparios y dehesas, circunstancias que han influido para que el lugar se constituyera en el hábitat natural de ciertas aves, como la avutarda.

Los vestigios arqueológicos apuntan a antiguos asentamientos, anteriores, incluso, a los romanos. De esta última época quedan una calzada y un puente (La Puente), en uso, y de la árabe un cementerio, junto a la ermita de San Berto (San Bartolomé), de estilo templario con interesantes frescos. Esta orden militar fue dueña de la comarca de Alconétar hasta su disolución, pasando luego a los dominios de los condes de Alba de Aliste, que pertenecía al ducado de Frías y que, junto con el Concejo de la Mesta y la Desamortización de los Bienes Propios y Comunes del Concejo en el siglo xix, provocaron la paulatina decadencia económica del pueblo, motivando que muchos hinojaliegos, que somos conocidos en los pueblos próximos con el apodo común de gatitos, debiésemos emigrar a la Comunidad de Madrid, el País Vasco, Cataluña o Asturias.

Sus principales monumentos, además de la mencionada ermita de San Berto, son la iglesia parroquial de Nuestra Señora de la Asunción y la ermita de Santo Toribio. Ambas ermitas, según dice Pascual Madoz, junto con la de San Juan, en la plaza, estaban ya próximas a arruinarse en 1846.

Y por lo que respecta a sus fiestas, caben ser destacadas las siguientes:

La de San Sebastián, el 20 de enero, donde seis mozos se visten de soldados regulares y que, durante la procesión por las calles, van cantando coplas (saetas) alusivas a la vida del santo.

El 16 de abril se celebra la festividad de Santo Toribio, celebración que es aprovechada por los hinojaliegos para acudir a la ermita del santo y celebrar una misa en honor al patrón de la localidad, transcurrida la cual se pasa el día entre juegos para niños, concursos de caballos y bailes. Como en el caso de las Candelas, la festividad se alarga el día siguiente para celebrar lo que se conoce como Día de la ensalá, pues todos los vecinos se reúnen de nuevo a degustar la típica ensalada. Igualmente, los mozos y mozas salían al campo a caballo o como podían y comían una ensalada, circunstancia que servía de pretexto para estar a solas las parejas, en una época donde la moral era muy estricta, de ahí que tuviera mucho éxito entre los jóvenes.

Las Candelas, el 2 de febrero. Aquí son seis mozas las que, ataviadas con el traje típico local, entonan coplas que hacen referencia a la Purificación de la Virgen y a la presentación de su Hijo en el templo. Esta fiesta suele continuar el día siguiente, con una salida al campo que se conoce como samblear, que tal vez sea una deformación de ‘asamblea’, reunión de personas para un fin, en este caso para degustar los productos de la matanza. Era tradicional también hacer la figura de una paloma a la que se le ponía un huevo, para luego cocerlo en el horno. Los vecinos llevan los productos típicos de las matanzas familiares y unas tortas de pan elaboradas especialmente para ese día, amén del inevitable vino de las pitarras caseras.

Mozas de las Candelas

Y el día 15 de agosto, las tradicionales fiestas en honor a Nuestra Señora de la Asunción: cinco días donde las verbenas, los toros (cuya carne es comida en una cena popular) y las vaquillas al estilo tradicional amenizan el reencuentro de los hinojaliegos que acuden al pueblo en esos días desde otras partes de España. Como en otros lugares de esta zona, no pueden faltar las típicas peñas, donde los jóvenes comen y beben entre cantos y jolgorios.

Por la mencionada orografía y por encontrarse en los aledaños del Parque Natural de Fonfragüe y dentro de la Zona Especial de Protección de Aves (ZEPA), Hinojal es un lugar inmejorable para que los amantes de la naturaleza puedan contemplar grullas, avutardas, cigüeñas, buitres, etc. O realizar la interesante Ruta de los Molinos a lo largo del arroyo Talaván.

En Hinojal, como en la mayor parte de los pueblos de Extremadura, han sido numerosas las costumbres que con el tiempo han ido desapareciendo. Por eso, y con la intención de que estas tradiciones hinojaliegas puedan servir como comparación con otras semejantes de otras partes de Extremadura o del resto de España, es por lo que transcribo a continuación aquellas que formaron parte del legado cultural de mi pueblo.

Costumbres del noviazgo

Cuando una chica y un chico eran novios, se decía que estaban hablando.

Las madres acompañaban al baile a las hijas que tuvieran novio y se sentaban entre la pareja cada vez que cesaba la música.

El banco del baile donde se sentaban las madres que acompañaban a sus hijas para vigilar su comportamiento se conocía como el poyo de las albardas.

Los padres del novio, cuando este se quería casar, iban a pedir la mano de la novia, es decir, la autorización para el casamiento, a los padres de la muchacha.

Cuando a un padre no le gustaba el mozo que pretendía a su hija, solía decir: «Ese no mea en mi cuadra».

Los novios iban a dar la ronda a casa de la novia. Esta ronda tenía diferentes etapas: en la primera etapa le permitían acercarse hasta la puerta de manera semioculta; en la segunda, la ronda se daba estando la novia dentro de casa y el novio fuera, con la puerta de abajo cerrada; en la tercera, el novio ya entraba en casa, siempre antes de cenar; y, por último, la ronda se daba con derecho a silla dentro o fuera de casa y después de cenar. La duración de las etapas era extensa, a veces transcurrían años.

Cuando se presuponía la existencia de un noviazgo, los padres del novio y de la novia se enfadaban entre ellos y, si no llegaban a enfadarse, al menos se producía un fuerte enfriamiento de la amistad que hubiese anteriormente. Esta pérdida de amistad o enfriamiento se hacía extensiva a otros miembros de la familia. Quizás era una manera de no sentir tanta vergüenza después, si los hijos rompían el compromiso. Hay que recordar que la chica que había sido abandonada por su novio quedaba muy devaluada socialmente, y esto era muy doloroso para los padres de la novia. Tengamos en cuenta que los hijos obedecían casi al completo el mandato de los padres; por ello, si el novio dejaba a la novia, gran culpa era del padre.

Con frecuencia los noviazgos se acordaban entre los padres, generalmente con miras económicas, y en muchas ocasiones era suficiente que los padres de ambos tuviesen bienes linderos, como tierras, cercas, inmuebles…

Los días que había baile, por ser festivo o por haber alguna boda en el pueblo, los novios consolidados o aquellos mozos que empezaban a cortejar a alguna chica pagaban una módica cantidad de dinero a los músicos y daban una serenata a sus novias o pretendidas. Las canciones solían ser de este corte:

A tus plantas me arrodillo,

ramita de hierba buena,

si quieres que me levante,

dame la mano, morena.

Los mozos y las mozas salían a pasear por la carretera. Era este uno de los momentos que los mozos tenían para establecer relaciones con las futuras novias. Cuando ya eran novios, pero de poco tiempo, la novia se apartaba un poco de sus amigas con el fin de que el novio se acercara a ella. Cuando los noviazgos estaban ya consolidados, pero la novia tenía luto, el paseo se hacía por lo que se denominaba Paseo Largo, unas callejas apartadas de la carretera.

Los novios y pretendientes, el día que sus novias iban a lavar la ropa, se las apañaban para desplazarse hasta el arroyo donde estuvieran lavando; de esa manera conseguían estar un ratito con ellas más o menos solos. Este era el día en que las madres dejaban más libres a sus hijas respecto al novio, si bien era cierto que siempre iban con un grupo de amigas o con otras personas, aunque estas solían ser cómplices de las parejas y los dejaban estar. Las madres asumían ese riesgo y decían: «Bueno, todas hemos sido jóvenes».

Ir de aceitereo era salir las mozas al anochecer con el pretexto de hacer los recados y así ver a los chicos, quienes correspondían con piropos, acompañados del correspondiente acuqueo[1].

Mozos de San Sebastián

Cobrar el piso o la patente consistía en que a los mozos de otros pueblos que se echaban novia en Hinojal, los del pueblo les cobraban una cantidad de dinero que iba en función de lo guapa que fuera la novia y del dinero que tuviera el padre de esta. Ocurría a veces que algunas chicas tenían problemas para encontrar novio forastero por el mucho o el poco precio que se le ponía.

Las novias de los quintos, el día que se tallaban para ir al Ejército, entregaban un pañuelo bordado y ellos, la mañana en que partían, daban a ellas aguardiente y entonaban cantares como estos:

Los quintos cuando se marchan,

a sus novias les encargan,

que no se dejen meter,

las manos por las enaguas.

Por esta calle me voy,

por la otra doy la vuelta,

la que quiera ser mi novia,

que deje la puerta abierta.

Las madres son las que sufren,

que las novias no lo sienten,

que quedan cuatro chavales,

y con ellos se divierten.

Antes de irse a cumplir con el servicio militar, los quintos solían hacer algunas trastadas. Cuentan que, una noche, a un señor que estaba haciendo obra en su casa y tenía los materiales en la calle le taparon la puerta de entrada con adobes. A otro, una noche le metieron un burranquino en casa diciéndole que era su hijo que estaba un poco borracho. El animalito tropezaba con las sillas y cosas de casa y el padre todo era gritarle pensando que era su hijo que no sabía llegar hasta la cama por su estado de embriaguez. Al fin tuvo que levantarse y, con el mechero (no había luz) encendido, se encontró que su hijo era un pequeño burro… Hay que imaginarse la cara que pondrían tanto el de la puerta tapiada como el del animal…

Lirote era forma irónica y despectiva de hacer alusión a la valentía y se lo aplicaron a los quintos de cierto año porque un tal Panchito y una buena parte de los quintos de aquel año eran de poca talla. Por eso les cantaron:

Con los quintos Lirotes

no hay quien se meta

porque viene Panchito

con la escopeta.

Costumbres de las bodas

Había la costumbre de leer las amonestaciones o velaciones del futuro enlace en tres misas previas a la boda por si alguien tenía algún impedimento para que aquella pudiera celebrarse. Las velaciones no podían hacerse en Cuaresma.

La víspera de la boda se confesaban todos los amigos y amigas de los novios.

Hacer tornaboda era reunirse la familia más allegada para comer el día después de la boda.

Las novias, el día de su boda, iban vestidas de negro y con un ramito de azahar cuando presuntamente eran vírgenes. Cuando estaban en estado o habían tenido hijos, con luto riguroso, no llevaban el azahar y se casaban por la noche.

Se avisaba de la boda a los familiares. A los de la novia los avisaba generalmente alguna hermana suya, y a los del novio alguna hermana de este o un familiar muy allegado.

La fórmula era: Tía…, el día x se casa mi hermano/a, lleven cubiertos (si había comida), o no lleven cubiertos (si solo había roscas y altramuces). Se daban casos en los que se casaban parejas con distinta condición económica (las menos) y una parte podía asumir el coste de la comida y la otra no, por lo cual existían dos tipos de invitación para la misma boda, dado que eran los padres los encargados de costear los gastos.

Existía también la costumbre de pedir prestados los anillos para el enlace, pues había algunas personas que no se podían permitir comprar las alianzas.

Había que pagarle al cura la boda por adelantado y, si la novia era puntual en llegar a la iglesia, el sacerdote le devolvía la mitad del importe de la ceremonia.

En Hinojal los padres no apadrinaban a sus hijos en la boda.

Se ponía el yugo a los contrayentes, consistente en una tela de color rojo o morado que les unía por el cuello.

Los amigos iban a escuchar a los novios la noche de boda. Cuando el novio sabía que estaban en la ventana, abría el postigo y les ofrecía algo de beber. Por entonces, los novios pasaban su noche de boda en la misma casa donde iban a vivir.

Dar campanillada era ir con campanillos u otros elementos sonoros a casa de quienes se juntaban sin estar casados o se separaban de alguna mujer.

Después de haber comido en la boda, se pasaba una bandeja para que los invitados, de manera casi anónima, dieran el regalo que estimaban oportuno y la mayoría de las veces en proporción a la calidad del convite.

Costumbre de los alumbramientos y de los hijos

Cuando una mujer daba a luz, no podía lavarse los pies ni la cabeza mientras duraba la cuarentena.

Cuando daba a luz una mujer se le llevaba una onza de chocolate para que estuviera mejor alimentada durante la cuarentena.

La recién parida no debía salir de casa si no había ido antes a misa a ofrecer al recién nacido.

El nombre de los hijos debía de ser casi siempre el mismo que el de los abuelos, sobre todo si estos habían fallecido; o en todo caso, el de algún familiar recientemente fallecido.

Al primer hijo nacido de un matrimonio debían apadrinarlo los que habían sido padrinos de la boda de los padres.

Era costumbre en el pueblo el tomar a niños pequeños como si fueran hijos. Esto lo hacían generalmente matrimonios que no tenían descendencia y que además tenían algún patrimonio. Casi siempre elegían a familias que tuvieran muchos hijos y pocos bienes. El niño pasaba a pertenecer a la nueva familia en todo lo concerniente a enseñanza, comida, vestido, trabajo o incluso a recibir la dote cuando llegaba a casarse.

Entre niños y jóvenes

En las escuelas había la costumbre de que los niños y niñas recitaran cantando la tabla de multiplicar, los cabos, los golfos, etc. antes de abandonar la escuela.

En el invierno cada niño llevaba su propia estufa a la escuela, que consistía en un bote agujereado lleno de brasas.

Los muchachos debían llevar la culera de los pantalones abierta y tirantes hasta la edad de siete u ocho años para no tener que bajarse el pantalón si les entraban ganas de defecar.

También era costumbre que las mozas fueran acompañadas al baile por algún primo o persona allegada.

Igualmente, entre los jóvenes, se daba la práctica de medir sus capacidades para la lucha, para levantar piedras, cargar costales, echar pulsos, etc.

Sobre la vestimenta

Que los varones llevasen sombrero de paño los días festivos y bastón desde que empezaban a mocearse y la chaqueta colgada de un solo hombro.

Que los muchachos llevasen boina o bilbaína, que se la capaban en cuanto salían a la calle por los otros muchachos.

Se tomaba medida del pie con un trozo de palo. Así, cualquier persona que fuera a Cáceres y lo llevara podía comprar los zapatos que le habían encargado sin necesidad de que el futuro dueño fuese. Solían comprarse siempre algo más grandes para que durasen tres o cuatro años.

Sobre la labranza

Cuando una familia tenía a alguien trillando en la era le llevaban la merienda y la cena, pues era costumbre que los trilladores durmiesen en la era.

Al terminar la sementera se hacían las poleás, unas sopas hechas con harina y azúcar. Al vecino que aún no había terminado la faena se le restregaba la aldabilla de la puerta.

Se cogía a los muchachos de por año; es decir, que quien contrataba a uno, se hacía prácticamente su dueño absoluto durante ese año.

Los mozos y mozalbetes se reunían en las Cuatro Esquinas, lugar que servía para tramar muchas de las fechorías que hacían, para contratar trabajos temporeros, sobre todo las mareas (siegas realizadas en domingos y días festivos), a propuesta del amo y aceptadas por el contratado, pudiendo ser por horas o a destajo.

Se subastaban los toros que se habían lidiado en la plaza durante las fiestas para uncirlos a un yugo y usarlos así como yunta para el trabajo.

El día que se terminaba de segar una finca, se hacía el toro. El amo se unía a los segadores que tenía y los invitaba a una fiesta.

También se solía partir las eras entre las personas que tuvieran algún trozo de tierra sembrada en el término del pueblo y en proporción al número de fanegas sembradas. Partir las eras consistía, pues, en repartir el ejido (lugar donde se trillaba) para que todos tuvieran sitio donde trillar su cosecha. El trozo que le correspondía estaba en proporción a las fanegas que cada uno tenía sembradas. 

Se iba al desacoto o rebusco de viñas y melonares para coger aquellos melones o racimos que se habían dejado atrás los obreros una vez hecha la recolección final. También se solía ir al granillo, es decir, a buscar las poquísimas bellotas que los dueños de las dehesas dejaban en las encinas por estar muy altas, lo que suponía alguna dificultad para cogerlas, o por descuido.

Era costumbre medir los campos de propiedad común y labrar cada uno lo que le correspondía.

Una vez se terminaba la siega en el pueblo, algunas cuadrillas se iban a segar a Castilla. Esta costumbre era conocida como hacer las Castillas.

En Hinojal existió la costumbre de ir a bañarse al río después de acabar la cosecha. Y como no sabía nadar casi nadie, se llevaba una soga, que se ataba a una peña o a la rama de algún árbol. Las mujeres se bañaban con la camisa, confiriendo al río un aspecto de lago lleno de nenúfares; la camisa sobrenadaba en el agua y la cabeza de la mujer quedaba en el centro.

Labores domésticas

Había costumbre de amollicar o amollinar la lana; es decir, aflojarla. En verano se sacaba la lana a los colchones y se aflojaba manualmente la que estuviese apelmazada, para hacerla más mullida. Esta faena era semejante al vareo de la lana del colchón, que realizaban unos hombres concretos. Se hacía en aquellas casas que tenían colchones de lana, que generalmente eran familias que en apariencia gozaban de mejor posición económica. Se sacaba la lana del colchón y a base de golpes con dos varas, dados con destreza y conocimiento, se conseguía ahuecar la lana.

Para encender la plancha se llenaba esta de carbón y luego se le añadían brasas. Y para que se encendiera todo el carbón se balanceaba la plancha en la calle. Así quedaba preparada para planchar la ropa el día anterior a alguna fiesta.

De la subsistencia

En Hinojal, como en otros pueblos extremeños, existía la costumbre de pedirse entre los vecinos el pan prestado. La madre mandaba al niño a casa de una vecina para que le diera un pan prestado hasta el día que amasaran ellos. Igualmente, y debido a la escasez que había, se pedía prestado trigo para hacer el pan en el mes y pagarlo luego en agosto, cuando se recogía la cosecha propia. Siempre se devolvía lo prestado porque a pesar de la pobreza había honradez.

Cada familia iba a alguno de los molinos movidos por agua que había en el pueblo, pues cada una amasaba el pan que consumía. De ahí el dicho: El día que cierno y amaso, qué bien me lo paso. Los molineros cobraban medio kilo de harina y medio de salvado (cáscara del grano) por cada 47 kilos de grano molido; y nunca cobraban en metálico.

El día que se amasaba, se avisaba a un experto para que hiciera fideos en esa casa. Esta persona cobraba la parte convenida de los fideos que había hecho; y las menos veces, en efectivo.

Cuña era el trozo de pan que con alguna engañifa[2] se comía antes de la comida para matar el hambre. Comer mucho pan con poca engañifa se conocía como engañar el pan.

También se pedía la levadura. Este pan agrio con mal olor se prestaba cuando se amasaba. La levadura se mezclaba con la nueva masa con el fin de que el pan creciera, y se pusiera leú, es decir, en sazón para poder cocerse en el horno. Había un trozo de levadura en cada calle o tramo de calle. Cada uno que amasaba y la utilizaba debía dejar otro trozo igual metido en un puchero del que se hacía responsable a una persona.

Las mujeres debían ir a por agua con uno o dos cántaros a la cabeza o al cuadril (cadera) a pozos o fuentes relativamente cercanas al pueblo, pero había veces que por escasez de agua en las más próximas debían desplazarse a mayores distancias.

Solían hacerse sopas caponas, sopas hechas de pan con patatas, de las cuales se retiraban las patatas para hacer con ellas una ensalada.

Vera de pan era un pedazo de pan que resultaba de hacer cuadrado un pan redondo.

Igualmente se acostumbraba a dejar un puchero en la cola, que equivalía a esperar turno, en aquellas casas donde se vendía el suero resultante después de hacer quesos. Este alimento era prácticamente la leche del pobre.

Tantear el recto de las gallinas para saber las que pondrían al día siguiente y así suponer el dinero que se recibiría con la venta de los huevos.

Finalizar los arriendos de las viviendas el 29 de junio, día de San Pedro, y los de las tierras el día de San Miguel, el 29 de septiembre.

Hacer tiras con los trapos, liarlos en ovillos y llevarlos al telar para hacer mantas traperas.

Colgar del chillo (techo de madera) melones y tomates para tenerlos luego, fuera de temporada. A la red de juncias con que se colgaban los melones se la conocía como casa de melón.

Llevar la petaca para el tabaco, el librillo para liar el cigarro y encenderlo con el mechero de mecha, que era un trozo de cuerda de algodón, un eslabón y una pequeña piedra de pedernal.

Avisar antes de apagar las luces del pueblo. Se producían tres apagones generales. Era una forma de proponer a los hinojaliegos que se acostasen, porque se quedaban sin luz. Las luces se apagaban a las diez en invierno y a las once en verano.

Se comía del mismo plato, la misma comida, a la misma hora. Se bebía de la misma tinaja, con el mismo vaso y se usaba la misma servilleta, si es que se tenía alguna. Si alguno no llegaba a tiempo se quedaba debajo de la mesa, es decir, sin comer.

Los trabajadores se llevaban al campo el jato (hato) necesario para los quince o veinte días que iban a estar trabajando en la finca correspondiente, que solían distar del pueblo tres o cuatro kilómetros. El jato era el conjunto de comida y enseres que presumiblemente cubrían las necesidades mínimas de subsistencia.

Armar los cepos para poder cazar algún pájaro y así conseguir algo de carne para comer.

Hacer las camas con la ayuda de una vara que hacía de brazo largo.

En la iglesia y con los difuntos

En los lutos, las mujeres casadas debían llegar cobija (si eran pobres) o manto (si eran pudientes). Las solteras llevaban velo y todas iban vestidas de riguroso negro. Esta indumentaria se mantenía según el grado de parentesco con el difunto, aunque estaba más o menos establecido, y en algunos casos se alargaba hasta cuatro años. Además de la forma de vestir, durante el luto no se permitía la asistencia a ningún lugar o acto público, salvo la misa del domingo. Ello privaba, sobre todo a las mozas, de salir con el novio, lo que conllevó que más de una se quedara soltera[3].

Cuando moría una persona, el sacerdote iba hasta la casa del difunto el día del entierro y en el trayecto hacia la iglesia hacía un número determinado de paradas para responsear, decir una oración por el finado. El número de responsos o paradas estaban en función del precio del entierro, pues los había de primera, segunda o tercera clase. El ataúd tenía asas de cuerdas, que agarraban los hombres, llevándolo así a pulso.

Cuando la persona que escribía, o el destinatario, estaba de luto, los sobres llevaban bordes negros.

Era también costumbre, como en otros muchos pueblos extremeños, llevarse a casa una Virgen de tamaño pequeño para rezarle el rosario durante tres o cuatro noches, después la imagen pasaba a otra casa y así sucesivamente.

En la iglesia, las mujeres y los hombres se colocaban en lugares separados durante la celebración de los actos litúrgicos.

Las mujeres debían ir a misa con velo, medias y manga larga, y los hombres con chaqueta.

Solía tocarse el esquilón en el momento en que el cura salía de la sacristía para iniciar la misa; de este modo se avisaba a las personas que esperaban en la calle a que comenzase la celebración.

Se doblaban las campanas sin tregua durante el día de los Santos Difuntos. Igualmente, ese día salían los monaguillos a pedir para las Ánimas Benditas.

El día de la primera comunión le hacían un huevo frito a quien la tomaba. Este era un incentivo para que muchos muchachos comulgasen en más de una ocasión. Los huevos fritos los daban los padres, pero cada uno a su hijo. Los más pudientes quizás los seguían dando cuando confesaban otra vez, pero la generalidad no.

Por lo general, en Semana Santa, y especialmente los días de Jueves y Viernes Santo, desde que moría el Señor hasta que resucitaba, no se podía comer carne, ni cantar, ni bailar, ni tocar las campanas; por eso la hora de hacer los oficios en la iglesia se anunciaba a toque de matraca. Los niños de la escuela formaban grupos e iban tocándola por las esquinas a la hora establecida para anunciar los oficios, y de igual manera se anunciaba la hora de la comida. El ritual era: tocaban todos juntos al llegar a la esquina y después cantaban esto:

Hoy no se canta,

que está Dios muerto,

que lo tiene Pilato

preso en huerto.

Que viva María,

que viva el Sagrario,

que Jesús sea siempre

glorificado.

Y se terminaba diciendo:

Arroz con leche, el escabeche;

a mediodía, la tortilla fría.

Se tocaba de nuevo la matraca y los muchachos salían corriendo y tocando hasta llegar a otra esquina. Y como aparte de la tortilla también se solía comer potaje, la costumbre dio lugar al dicho:

Tres días hay en el año

para llenar bien la panza:

Jueves Santo, Viernes Santo

y el día de la matanza.

La víspera de determinadas fiestas (San Sebastián, las Candelas, Santo Toribio…) era costumbre hacer la velada, consistente en que cada vecino encendiera una pequeña hoguera frente a la puerta de su casa.

El día de Nochebuena era costumbre que los pastores se visitasen entre ellos, yendo de majada en majada.

Otras tradiciones

El día de la matanza, los mozos de la familia y los hombres invitados cogían trozos de carne del cerdo y las llevaban a las tabernas para hacer la fritá, para comerla entre amigos e invitados.

Para algunas celebraciones concretas solían hacerse dulces especiales. Así, para la fiesta de Ánimas se elaboraban coquillos y floretas y para Santo Toribio las conocidas como roscas del santo.

Ir a carbotear (es decir, ir a asar bellotas o castañas) era una costumbre propia del Día de los Difuntos. Ese día las pandillas salían al campo al carboteo.

En las partidas de mozos, el desajuntaor era el segundo líder de la partida de amigos; era el que decidía a quién expulsar del grupo si llegaba el caso. Por el contrario, el juntaor era el cabecilla de la partida que estaba autorizado para admitir o juntar al grupo al que quisiera.

También era costumbre que los amigos salieran de fiesta a tomar los vinos cantando por las calles, mientras iban de bar en bar. El cantar de los mozos se hacía siempre que se juntaban los amigos y se ponía encima de una mesa una botella de vino y un vaso (por el que bebían todos). Por lo general salían todos los domingos y festivos siempre que hubiese dinero para comprar el vino. Las canciones eran las coplas de cada momento, cantándolas todos juntos, y cuando había alguno que cantase bien lo hacía él solo eligiendo el estilo, la canción.

Algunos días de fiesta los mozos se reunían para hacer un guisado. Se hacía de cualquier animal, que era llevado a una taberna determinada donde se lo preparaban y comían en comandita.

Se conocía como forraje al hecho de salir todos los mozos que no supieran bailar cuando tocaban un pasodoble.

Para celebrar los festejos taurinos se pedía colaboración a todos los vecinos. Los mozos pedían a los mozos y los casados a los casados. Los mozos, a la salida del toro del toril, se ponían alineados en paralelo, unos frente a otros, formando calle. Así marcaban el camino que debía seguir el astado hacia la plaza. Cada mozo llevaba un rejón para clavárselo al animal. No hacerlo era muestra de miedo y estaba muy mal visto, sobre todo si el rejón había sido engalanado por la novia o por aquella que uno pretendía que lo fuese. En alguna ocasión el novio se quedó con el rejón en la mano y fue abandonado por la novia que así le tachó de cobarde. Si el toro rompía la salida, es decir, se desviaba en lugar de seguir de frente por el camino marcado, solía arremeter contra los mozos dándoles algún que otro susto.

La plaza de toros se cerraba y las barreras se hacían con escaños, carros, vigas de madera y toda clase de tablas.

A la romería de Santo Toribio los mozos llevaban a las mozas montadas a la grupa de sus caballos, enjaezados y ataviados para la ocasión.

El día de la Cruz Bendita se rompían aquellos cántaros, pucheros o tinajas que estuviesen ya en desuso. Para ello, se juntaban los grupos de mozas y jugaban a pasarse la vasija a romper, lanzándola de unas a otras y alejándose cada vez más hasta que la distancia hacía inevitable que el recipiente cayera y se hiciese pedazos.

Antes de entrar en una casa, sobre todo si los dueños eran de posición, se pedía permiso, diciendo: «Ave María Purísima». Y si el permiso era concedido, se le contestaba: «Sin pecado concebida».

Decir choca esos cinco para ratificar un trato tenía más validez a la hora de cumplir lo pactado que cualquier documento de hoy.

Ir a tirar los pantalones era una manera disimulada de decir que uno iba a defecar. Si era mozo, se colgaba el cinturón al cuello.

Cuando se iba a hacer de vientre era costumbre ponerse una piedra en la cabeza si se estaba estreñido. Y se le añadía una cantinela:

Piedrita, piedrita,

hazme cagar,

y si no te parto

por la mitad.

Las mujeres mayores, como entonces no usaban bragas, orinaban de pie.

El trasero se limpiaba con una piedra o con hierba. Igualmente se hacían todas esas necesidades en la cuadra o en el corral, salvo por la noche, que generalmente se hacían en la bica u orinal, que era vaciado por la mañana arrojando el contenido a la calle o al corral.

Echar una provena era echar tierra en el culo a los chavales que tenían una abertura en la culera de las calzonas (calzones) para evitar que se hicieran sus necesidades encima.

Los animales perdidos o que hubieran ocasionado algún daño a personas ajenas a sus dueños eran encerrados en el Corral de Concejo, para así poder cobrar a los dueños del animal en cuestión la sanción correspondiente por los perjuicios ocasionados.

Era costumbre hacer un columpio para los muchachos el día de la matanza. De este modo estaban entretenidos y no daban la lata.

También se solían coger varas de olivo, quitarles la cáscara y engalanarlas.

Esto es todo, pero no quisiera terminar este trabajo sin agradecer a Miguel Ángel Moreno Breña, Secretario del Ayuntamiento, el envío de las interesantes fotografías que ilustran este trabajo.

NOTAS

[1] Acuqueo. Acción de burlarse públicamente de una persona.

[2] En este caso «engañifa» hace referencia a un trozo pequeño de queso, jamón, chorizo, chocolate, etc. que se acom-pañaba con un trozo bastante más grande de pan.

[3] Recuérdese La niña de luto, de Manuel Summers.



Costumbres de Hinojal (Cáceres)

DURAN MACARRILLA, Fidel

Publicado en el año 2014 en la Revista de Folklore número 387.

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