Si desea contactar con la Revista de Foklore puede hacerlo desde la sección de contacto de la Fundación Joaquín Díaz >
En la última década se ha estado trabajando, desde distintas instituciones y desde perspectivas complementarias, en una serie de proyectos que tienden a convergir en la plataforma de Bolonia, aparentemente la solución pactada y necesaria para la solución de los problemas paneuropeos culturales y de educación. Algunos de esos proyectos han mostrado asimismo ese sentido práctico existente hoy en casi todos los sectores sociales que parece dar más importancia a la destreza en el ejercicio de cualquier profesión —incluso las artísticas— que al conocimiento, en detrimento de las posibilidades que este ofrece y en apoyo de una especialización a ultranza que en muchas ocasiones descontextualiza el saber y sus fuentes. Evidentemente, tan importante es saber como demostrar que se sabe, y en ese sentido los alumnos deben recibir conocimientos, pero también adquirir un criterio para utilizar esos conocimientos como recursos y ser capaces de interrelacionar contenidos sin prejuicios, y eso debe hacerse desde el comienzo del aprendizaje, no creando dos etapas distintas y sucesivas o dos tendencias contradictorias.
Desde hace mucho tiempo y no se sabe bien por qué razón, las enseñanzas regladas aceptan con dificultad o con serias reticencias los estudios sobre oratoria. En esa actitud, probablemente, pesan demasiado dos rémoras difíciles de superar si no se aborda la situación con una mentalidad renovada y abierta: que la comunicación entre personas ha encontrado medios más eficaces en las nuevas tecnologías y que todo vale a la hora de expresarse. Sin embargo, la realidad ha demostrado obstinadamente que el único sistema que puede funcionar con rendimiento es aquel que basa el aprendizaje y la especialización en recursos. Recursos adecuados y apropiados a cada situación. Si uno quiere expresar algo verbalmente y pretende que le escuchen con atención debe hacer uso de fórmulas que el individuo ha venido usando desde hace siglos y que siguen siendo tan útiles como las fórmulas antiguas que ya Cicerón fijó dividiéndolas en cinco momentos de un proceso: inventio (que es la creación de una idea), dispositio (que es la articulación del discurso que se pretende hacer en diferentes partes), elocutio (en la que la elegancia y destreza del discurso atraen al auditorio), memoria (que es la facultad para recordar ordenadamente las partes y términos del discurso) y actio (que es la facultad de pronunciar, entonar y traducir en gestos ese mismo discurso).
En el fondo, los mismos elementos utilizados por el cantor popular, especializado en cantos y relatos, para transmitir a su auditorio la sabiduría antigua.