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Al llegar a España, Carlos V tuvo que soportar que le quisiesen cambiar los gustos, particularmente aquellos relacionados con la buena mesa que él había heredado junto con su ducado, pero el prognatismo y las ansiedades acabaron dando muy mala vida a quien todo lo podía menos arreglarse la mandíbula, aunque haya quien asegura que estaba orgulloso de ella por considerarla motivo de distinción y herencia preciada.
Conocemos la opinión que tenía acerca de la afición a la mesa del ser más poderoso de la tierra el embajador veneciano Federico Badoaro, quien comenta en una de sus cartas una anécdota que dicen le sucedió a Carlos V con su cocinero: «Por lo que se refiere a la comida, el Emperador siempre ha cometido excesos. Hasta su marcha a España tenía la costumbre de tomar por la mañana, apenas se despertaba, una escudilla de pisto de capón con leche, azúcar y especias. A mediodía, comía una gran variedad de manjares: merendaba por la tarde y cenaba a primera hora de la noche, devorando en estas diversas comidas todo género de alimentos. En una ocasión en la que no se hallaba satisfecho con los manjares que le habían preparado, se quejó a su mayordomo Montfalconet, quien le respondió: -No sé lo que podría hacer para agradar a su Majestad, a menos que ensaye un nuevo manjar compuesto de potaje de relojes-. Esta respuesta provocó la hilaridad del monarca, porque de todos es sabido que nada deleita tanto a S.M. como detenerse ante los relojes».
La complexión, el tipo de vida y los sinsabores del reinado, el abuso de determinados alimentos y probablemente la herencia, terminarían imponiéndose al sentido común y a las buenas prácticas, de modo que los últimos años de su vida convirtieron al todopoderoso Carlos en un pobre enfermo confinado en el monasterio de Yuste y entretenido en pescar en el estanque o admirar los relojes y autómatas de su colección. Allí en Yuste mandó redactar un codicilo que se añadió a su testamento en el que decía: «Ordeno y mando que, en caso de que mi enterramiento haya de ser en este dicho monasterio, se haga mi sepultura en medio del altar mayor desta dicha iglesia y monasterio en esta manera: que la mitad de mi cuerpo hasta los pechos esté debajo del dicho altar y la otra mitad, de los pechos a la cabeza, salga fuera dél, de manera que cualquier sacerdote que dijere misa ponga los pies sobre mis pechos y cabeza... Así mismo es mi voluntad que el trigo, cebada, carneros, vino y otras cosas de comer que al tiempo de mi muerte se hallaren en la despensa y fuera de ella se den luego a este dicho monasterio de que yo le hago limosna, porque tengan los frailes dél más cuidado de rogar a Dios por mi ánima. Y así mismo, la botica con las medicinas, drogas y vasos que en ella se hallaren...».
Tenía Borgoña muy adentro y no dejaba de pensar en comida o bebida ni a la hora de redactar las últimas voluntades.
Julio Alemparte, en sus Andanzas por la vieja España, da algunas de las claves de la retirada del emperador a Yuste: el cansancio de las guerras, la crisis consiguiente y el permanente fastidio de la gota. Escribe Alemparte: «España, recién constituida como tal y agrandada con las Indias, vióse repentinamente con su rey y emperador germánico comprometida en multitud de luchas en todas partes. Con los franceses, con el papa, con los turcos de Barbarroja, con los indígenas americanos, con conquistadores rebeldes...». Y como las guerras cuestan mucho oro y la pobre Castilla era la pagadora, la miseria se extendió entre sus habitantes. Lo que no lleva Cristo lo lleva el Fisco, dice un refrán español. Y el propio príncipe expresaba en carta a su padre: «La gente común, a quien toca pagar los servicios, está reducida a tan extrema calamidad y miseria, que muchos de ellos andan desnudos sin tener con qué se cubrir, y es tan universal el daño, que no sólo se extiende a los vasallos de vuestra majestad: es aún mayor en los de los señores que ni les pueden pagar su renta ni tienen con qué, y las cárceles están llenas y todos se van a perder...».
No es de extrañar que la salud del emperador se deteriorase y terminase mirando con envidia el perfecto funcionamiento de los relojes.