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Deben considerarse como una derivación del proceso agrícola y ganadero que surgió con el sedentarismo hacia el 8 500 a. C. en Oriente Próximo —de donde se extendió a Oriente Medio, Egipto y Europa— las ceremonias y los rituales relacionados con la agricultura y la ganadería —semejantes a aquellos que los hombres paleolíticos llevaron a cabo en las cuevas-santuarios— que el ser humano realizó desde esas remotas épocas; rituales primitivos de carácter mágico destinados a lograr la multiplicación de los ganados y a obtener cosechas abundantes, y a corresponder de forma agradecida a los dioses por los beneficios recibidos; rituales que la misma Iglesia católica adoptó en algunas de sus ceremonias, tales como la bendición de los campos o de los animales en determinados momentos del calendario. Pues como escribe Katarzyna Heapa-Liszkowska, al hacer referencia a Dozynki —fiesta polaca de la cosecha (p. 5)—, esta fiesta «estaba relacionada en sus inicios con el culto a la vegetación y a los árboles, y posteriormente con las formas primitivas de la agricultura, además de estar estrechamente unida al culto de deidades agrarias». Y añade que todos los actos relacionados con esta fiesta se realizaban con gran recogimiento y que incluso las danzas y cantos que los acompañaban «poseían un significado ritual, no lúdico». Danzas y cantos, ritos al fin y al cabo, que pretendían atraer a la buena suerte y rechazar la nefasta, con sus movimientos y pasos o figuras que no eran otra cosa que magia simpática, pura y simple.
Así, en Turingia —Alemania— y en el Franco Condado —Francia—, las mujeres saltaban lo más alto posible durante sus danzas de carnaval para hacer crecer el cáñamo, pues estaban convencidas de que este las obedecía (Frazer: 28). Aunque esta costumbre no puede considerarse exclusiva de estas regiones europeas, pues los hechiceros y sacerdotes de tribus africanas, por ejemplo, «danzaban figuras apropiadas para favorecer cosechas, con saltos lo más altos posibles, para indicar al grano la altura a la que querían que creciese» (Lude Armstrong: 359). Y añade que los vascos dan puntapiés altísimos en ciertos bailes folklóricos con el mismo fin... O incluso para ayudar al Sol —antítesis del mal— imitando en sus danzas el recorrido solar, empezándolas a mano izquierda con el pie izquierdo, o circulando de derecha a izquierda, formando círculos...
Eso sin olvidar la costumbre de lanzar al cielo esteras o capazos encendidos, como en Torre de Don Miguel, en la sierra de Gata cacereña, donde en la noche del sábado siguiente al Domingo de Pascua de Resurrección se celebra la fiesta del capazo, en la que doce capaceros lanzan capacetas viejas encendidas a un roble previamente clavado junto a la iglesia parroquial. Y mientras el roble arde, las mujeres danzan en su derredor. O la fiesta de la maza en el también cacereño pueblo de Almoharín, en honor a san Antonio, al final de la cual se quemaba un eje de la rueda de un carro, la maza. O las solsticiales noches de San Juan, donde las hogueras —al igual que en las dos fiestas citadas— tenían como único fin mágico el ayudar al astro rey a continuar su recorrido astral para beneficio y protección de cosechas y animales. Fiestas todas que lo mismo se celebraban y se celebran en invierno, verano, primavera u otoño.
Eso sin olvidar a la Luna, la deidad de la noche, que acompañaba a los hombres primitivos en las oscuras tinieblas invernales, que por su ciclo de veintiocho días —que concuerdan con el menstrual femenino— hizo que en algunas mitologías antiguas apareciese como representante del poder fecundador, como Diosa Madre o Reina del Cielo, aunque en otras se la tuviese como deidad masculina controladora de la lluvia. Por todo ello, la mayoría de las danzas de la península ibérica y la costa norte del Mediterráneo presentan el movimiento de los brazos en alto, «un poco delante de la cara, que emulan (imitan) los cuernos del creciente lunar» (Lude Armstrong, ibíd.).
Igualmente, se pensaba que el oso era portador de la primavera, de ahí que el baile del oso y de la osa fuera muy popular en las zonas pirenaicas durante el carnaval y en otras comarcas, tales como Las Hurdes cacereñas[1] y el también cacereño Valle del Alagón, donde, en Montehermoso, en las mañanas del carnaval, salían, entre otras mojigangas, una vaca pendona —un mozo cubierto con una manta y embutido en un armazón de madera al que se añadían unas astas de toro o vaca y un cencerro— y una osa, personaje al que cubrían el cuerpo y la cabeza con pieles de ovejas o de cabras, simulando un oso pardo. Y aunque en el caso de Montehermoso últimamente no se daba un baile, no quiere decir que antaño no tuviese lugar alguna danza relacionada con la fertilidad, perdida hace tiempo.
Aunque los rituales relacionados con las cosechas existen y han existido en otras partes del mundo desde antiguo, algunos de ellos pudieron haber dado lugar en países de habla inglesa al llamado Día de Acción de Gracias.
En Israel, las fiestas de otoño concluían con la llamada «fiesta de los tabernáculos» o «de la cosecha» —sukkoth—, que se celebraba el decimoquinto día del mes de tishri o etanin —los actuales septiembre y octubre— para festejar la terminación del ciclo agrícola con la vendimia y la cosecha de las aceitunas. Durante una semana, los hebreos vivían en tabernáculos o cabañas (Lev. 23, 40), en recuerdo de su peregrinación como nómadas por el desierto. «Guardarás la fiesta de las semanas, la de las primicias de la siega del trigo y la fiesta de la recolección, al terminar el año» (Ex. 34, 22). Por este motivo —estar situada al «terminar el año»— es factible suponer —según escribe E. O. James (p. 140)— «que en sus orígenes tendría quizá una finalidad y función similares a los de las fiestas anuales de las civilizaciones agrícolas del Oriente Medio antiguo, en las que se celebraba la muerte y resurrección del dios de la vegetación», pues algunos de los salmos asociados a ella[2] sugieren «la entronización de Yahvéh como rey (‘melek’) para asegurar las lluvias necesarias durante el año entrante».
Para los griegos, Deméter —que ellos identificaron con la Isis egipcia— era la Diosa Blanca del Pan[3] —Robert Graves (p. 371)—, diosa de la agricultura, de la cebada y del trigo, dominadora «de las profundidades misteriosas del suelo, donde se forma y desarrolla la vida de los vegetales y donde radica el mundo insondable de la muerte» (Espasa, tomo V, p. 8459), a la que sacrificaban víctimas embarazadas[4]. A su hija Perséfone la asemejaron con la primavera.
En las tesmoforias —fiestas celebradas en las ciudades griegas en honor de ambas diosas— era costumbre arrojar cerdos, tortas cocidas y ramas de pino con sus piñas en las llamadas «hendiduras de Deméter y Perséfone», cavernas o criptas sagradas. «Se dice que en estas cavernas o criptas —escribe Frazer, pp. 534-535— había serpientes guardianas, que devoraban la mayor parte de la carne de los cerdos y de las tortas que arrojaban en ellas. Tiempo después, en el festival anual siguiente, recogían los restos podridos de cerdos y panes unas mujeres ‘recogedoras’ que, después de observar por tres días reglas de pureza ceremonial, descendían a las cavernas y asustaban a las serpientes dando palmadas, sacaban dichos restos y los depositaban en el ara. Se creía que todo aquel que cogiera algunos trozos de aquella carne podrida y de las tortas y los sembraba juntamente con sus semillas de cereal en el campo, solo por ello aseguraba una buena cosecha». Frazer añade que en las tesmoforias encuentran analogía algunas costumbres populares de la Europa septentrional. Así, en las proximidades de Grenoble, en el suroeste de Francia, de la cabra que sacrificaban en las eras durante la recolección, una parte se comía en el lugar y otra parte se curtía y guardaba hasta la siguiente cosecha. También en Pouilly —en la región francesas del Ródano-Alpes—, del buey que mataban en los rastrojos, parte era comida por los gañanes y parte se conservaba hasta el primer día de la siembra en primavera, «probablemente para mezclarlo con la semilla o para comerlo los sembradores, o quizá ambas cosas». En la localidad rumana de Udverhely, al este de Transilvania, matan un gallo en la última gavilla de la siega y guardan sus plumas hasta la siguiente primavera, para sembrarlas con las semillas.
Según Diodoro Sículo —historiador del siglo I a. C.—, Isis era la diosa egipcia de los cereales y a ella atribuían los griegos el descubrimiento del trigo y la cebada. A la vez, Osiris era tenido por el espíritu de la cosecha, de la tierra y de los árboles. Por eso, al llegar la época de siembra, el faraón y su esposa, junto con los sacerdotes, llevaban el toro sagrado a los campos y, tras realizar una serie de ritos destinados a lograr su fertilidad, lo araban mientras unas jóvenes núbiles esparcían el grano por los surcos recién abiertos. Por su parte, los sacerdotes hacían efigies del dios con paja, grano y tierra y las enterraban en los campos. Después de la cosecha, se desenterraban y si encontraban el grano germinado, decían que había crecido del cuerpo de Osiris.
Esta creencia pasó a otros lugares. Así, en Europa era crédito que existía un espíritu del grano que habitaba entre los cultivos; espíritu que a medida que avanzaba la siega, iba quedándose sin un lugar donde vivir, de ahí que iba retirándose hasta refugiarse en las últimas gavillas del trigo. Por ello, los campesinos formaban muñecos con estas últimas gavillas y lo trasportaban acompañados de un gran ceremonial, a las fiestas que se hacían al finalizar la recolección. Luego, eran depositados hasta la siguiente cosecha, en los hogares, donde se les cuidaba como si de una deidad se tratase. George Frazer cita numerosos ejemplos folklóricos europeos, recogidos por el etnólogo Mannhardt Wilhelm, sobre muñecos huecos realizados con gavillas de trigo u otros materiales[5] destinados a dar cobijo a los espíritus del trigo desde el momento de la cosecha hasta la nueva estación.
En algunas localidades extremeñas, los campesinos, cuando acababan la recolección de las mieses, en el último carro, colocaban un muñeco confeccionado con las últimas gavillas; este muñeco —que en algunos pueblos próximos al Tajo era conocido como «el muerto»[6]— se colocaba en la parte más alta de una de las hacinas porque, de no hacerlo, las espigas se quedarían vanas.
En Guijo de Coria era costumbre que el gañán de cualquiera de los propietarios del lugar que llegaba a la era con el último carro cargado de gavillas de trigo, una vez finalizada la recogida[7], colocara bien visible en el carro una gran rama de encina a modo de bandera. Al presentarse en la era, cualquiera de los que allí trillaban, podía retar al portador del gallardete, iniciando lo que en el lugar se conocía como «luchar la bandera». Aceptado el desafío, la lid continuaba hasta que uno de los dos contendientes se daba por vencido. Quien ganara se quedaba con el trofeo y lo ponía en lo más alto de una de sus hacinas. ¿Y por qué esta lucha? En esa localidad cacereña no han sabido explicarme el motivo, pues hace ya muchos años que dejó de realizarse este rito. Aunque presupongo que, como en el caso del «muerto» antes mencionado, quien poseyera tan inestimable trofeo evitaba que sus espigas le saliesen vanas. Recuérdese que el espíritu de la cosecha, representado tal vez en la rama de encina, según creencia antigua, se iba guareciendo en las gavillas a medida que la siega avanzaba, hasta llegar a la última… Aunque esto de cortar ramos —sin lucha, por supuesto— ya se hizo en Israel durante la fiesta de los tabernáculos o de la cosecha, pues el pueblo elegido se regocijaba delante de Dios portando ramos con frutos de árboles espesos, con ramas de palmeras o sauces de los arroyos, para reverenciarlo con gozo y alegría.
Igualmente, esta costumbre de portar ramos tenía lugar en algunos al terminar en primavera el laboreo de las viñas, celebrando la llamada «fiesta del ramo». «El último día de brega —escribe Bonifacio Gil refiriéndose a Baños de Montemayor, entre otras localidades cacereñas (pp. 73-74)—, al caer la tarde, los hombres cortaban un gran ramo florido de cualquier árbol, que uno de ellos portaba a modo de estandarte, siguiéndole los demás con la azada al hombro y entonando canciones», como esta:
Se han cavado las viñas
sin echar mantas[8]
porque el amo y el ama
no las aguantan.
Y dentro de esta costumbre de portar ramos deben incluirse aquellas festividades durante las cuales los devotos portan ramos adornados con cintas y otros aderezos, como roscas u otros dulces, en honor a sus santos patronos o a sus Vírgenes, como —por ejemplo— acontece en Casar de Cáceres, donde el primer domingo de septiembre tiene lugar la ceremonia del «ramo de ánimas», en la que se mezcla la tradición religiosa de ánimas —detectamos aquí el culto a los muertos ya mencionado— con la secular costumbre de celebrar con alegría la recogida de las cosechas.
Tampoco debe olvidarse la bendición de ramos y palmas que la Iglesia católica realiza en ciertas ocasiones: el Domingo de Ramos, por ejemplo. Ramos que, una vez bendecidos, los fieles colocan en sus casas como remedio profiláctico para ahuyentar las enfermedades o las tormentas.
Cuenta Publio Hurtado (p. 111) que en su época, en Jarilla, Segura de Toro, Casas del Monte y otros muchos pueblos del partido de Hervás, los labradores llevaban a bendecir a las parroquias las vástigas de olivo más medradas que encontraban, y una vez bendecidas las llevaban a los linares y las hincaban en tierra, «en la creencia de que el lino [había] de crecer tanto cuanto la altura del ramo santificado» que entre él se plantaba. Superstición que corría pareja con otra recogida también por Hurtado —p. 172— según la cual, si se veía un escarabajo haciendo rodar «la consabida albondiguilla», la cosecha venidera sería abundante. También se tenía por superstición en Santibáñez el Bajo decir —lo he leído en algún trabajo de Félix Barroso, que ahora no recuerdo—, cuando el cielo estaba plomizo y amenazaba lluvia: «¡Qué negrura se moh vieni encima!». Había que decir: «¡Qué escuridá máh grandi!». Sorprendente.
En Polonia —escribe la profesora Katarzyna—, el último haz era transportado a los hogares o a las casas señoriales en forma de corona, ramo o haz, según fuese costumbre en cada región. Y añade que «representaba el momento culminante del ritual de la cosecha». En Francia, con la última gavilla hacían una efigie, que vestían de azul y blanco, a la que ponían una ramita en la pechera. La llamaban Ceres —de la raíz protoindoeuropea ker: ‘crecer, crear’—, por la diosa romana de la agricultura, de las cosechas y de la fecundidad. En Gran Bretaña, la madre cereal o la Corn-Dolly —efigie del trigo— estaba hecha con partes de la última gavilla cortada, pues según decían su espíritu se encarnaba en ella hasta la cosecha siguiente. En Noruega existían aún algunas según las cuales, cuando un soberano o sacerdote moría, lo fragmentaban para enterrar los pedazos en los campos. En Prusia Oriental, durante la cosecha de la cebada o del trigo a la mujer que recoge la última gavilla le dicen: «Usted está cogiendo la Abuela Vieja»[9] y si es soltera, le auguran que se casará durante el año. Igual creencia tienen en Irlanda. Y así podría seguirse, pues cada país europeo, cada localidad, tiene creencias similares asociadas a la última gavilla y a otros ritos destinados a conseguir buenas cosechas.
Algo parecido podría decirse de América, se veneraba a la «madre-maíz», «madre del cabello largo», en México. En este país, por ejemplo, durante el festival de la diosa, lo más importante de la ceremonia era la danza que ejecutaban las mujeres con el cabello suelto, pues creían que por el hecho de sacudirlo crecería y fructificaría el grano. Hicieron también sacrificios humanos con los prisioneros capturados en las guerras, a los que el sacerdote de turno arrancaba el corazón estando aún viva la víctima, para ofrecerlo a Tonatiuh, el dios Sol.
En Perú, vestían de mujer a las mejores plantas del maíz y las veneraban. Otras veces los indios peruanos utilizaban piedras —que eran consideradas sagradas— en forma de mazorca de maíz, de patata o de rábano, o las moldeaban en forma de animales para favorecer las cosechas o aumentar el número de sus ganados. Y como los mexicanos, los antiguos habitantes del Perú ofrecían víctimas propiciatorias a la «madre-maíz». En Ecuador, por ejemplo, se dice que llegaban a sacrificar cien niños durante la siembra. Sacrificios humanos que también se llevaron a cabo en África, la India y Filipinas, como parte de los rituales de siembra.
Más tarde, en algunos países europeos estos sacrificios humanos fueron sustituidos por inmolación de animales como personificaciones del espíritu del grano. Ofrendas tal vez de herencia celta pues, al parecer, fue este pueblo indoeuropeo el que mantuvo por más tiempo esta costumbre. Costumbre que, según sostienen algunas autoridades en antropología y arqueología, fue sustituida por la quema de muñecos. Tal sería el caso de las fallas valencianas o de los peleles que con distintos nombres son entregados a las llamas, como los de la noche de San Juan en Olivenza, los mastros de Alconchel o las pantarujas —que representan el mal— de Almendralejo, todas localidades badajocenses.
De sacrificios animales en sustitución de seres humanos, puede citarse a Luchon, Francia, donde se quemaban como personificaciones del grano serpientes vivas y, en París, gatos, para dar fuerza al dios Sol. También en Gran Bretaña y Alemania se sacrificaron en un principio perros y lobos, y más tarde libres, gallos, toros, vacas, cerdos, caballos y osos. El motivo de que se eligieran osos se comprende porque hiberna durante el tiempo del frío hasta que en primavera abandona su letargo invernal. De ahí que el pueblo creyese que el oso traía la primavera.
Eso sin contar la frecuente unión sexual de hombres y mujeres sobre el terreno sembrado con la convicción de que aquellas uniones —o ceremonias— contribuirían a fecundar la tierra y a propiciar mejores cosechas.
Todo ello porque —según E. O. James, p. 22— «el primer vínculo que une al hombre con su medio ambiente— con la Naturaleza como «su despensa de vida», por utilizar palabras de Malinowski— es el alimento».
Y así como hubo rituales destinados a propiciar esa fertilidad, que se perdieron, hubo otros que, con el tiempo, llegaron a convertirse en costumbres tradicionales de características folklóricas pacíficas, pero que tal vez tiempos atrás pudieron ser violentas; rituales en apariencia desligadas de la magia o de los ritos mencionados, destinados a alejar de los campos y de las cosechas cualquier tipo de influencia negativa, perjudicial.
Dentro de estos mecanismos protectores tal vez deba englobarse, por ejemplo, la «acción guerrera» que tenía lugar en las mascaradas invernales vasco-francesas del país de Soule, donde se parodiaba la lucha entre el cortejo de un pueblo y los vecinos de otro, con el asalto por parte de aquellos de una barricada defendida por jóvenes del segundo.
Julio Caro Baroja (p. 217) señala también que, en la provincia de Santander, el último día del año se celebraba en determinadas aldeas una fiesta llamada de la vijanera o viejanera, en la cual los individuos participantes, cubiertos de pies a cabeza con pieles de animales y llevando colgados a la cintura innumerables cencerros de cobre, al anochecer iban a los lindes con la aldea próxima de la que, a su vez, salen también los mozos; cuando están cara a cara los de los dos bandos, se preguntan si quieren paz o guerra. Si paz, de abrazan y bailan juntos; si guerra, se dan puñetazos hasta hartarse.
Dentro del contexto de estos enfrentamientos destinados tal vez a alejar del entorno propio cuanto pudiera ser perjudicial para el buen funcionamiento de la comunidad —las enfermedades, el mal tiempo, las plagas, etc., personificados en quienes pretendían traspasar los límites del poblado— deben incluirse, sin duda, los desafíos a pedradas que entre pueblos extremeños vecinos tenían lugar hasta hace algunas décadas, incluso aunque no hubiese invasión del propio terreno, pues a veces, ya por costumbre, los de una y otra aldea acordaban encontrarse en una fecha concreta y en un lugar determinado, limítrofe entre ambos pueblos, para dedicarse a lanzarse piedras, tal y como sucedía, por ejemplo, con los vecinos pueblos cacereños de Guijo de Coria y Guijo de Galisteo.
Igualmente, debe incluirse a este respecto el sistema endogámico que hubo hasta no hace muchos años en numerosas localidades extremeñas, donde eran mal vistas e incluso rechazadas las relaciones amorosas entre jóvenes de aldeas o pueblos distintos. Fruto de esta inquina fue la ya desaparecida costumbre de pedir el piso o pedir la patente al forastero en cuestión, antes de ser admitido como uno más de la localidad donde vivía la moza pretendida. Así, no es de extrañar que en algunos pueblos extremeños se evitase —ya en otro plano— que los foráneos viesen los mejores animales locales para que no los maliciasen o aojasen.
También existía animadversión hacia los extraños que pasaban o pisaban las tierras cultivadas, pues tal acción era tenida como un mal presagio, augurio de una mala cosecha. De ahí que los intrusos fueran atacados y a veces muertos por los naturales, vertiéndose su sangre sobre la tierra como desagravio. De esta animadversión hacia los extraños como portadores de un posible peligro o influencia perniciosa para la sociedad habla Frazer (pp. 235-236). Escribe que de todas las fuentes de peligro las más temidas por algunos pueblos salvajes eran la magia y la brujería, pues sospechaban que todos los extranjeros practicaban esas artes negras. De ahí que para guardarse de esas influencias perniciosas, «antes de permitir a los extranjeros entrar en una comarca o al menos antes de permitirles mezclarse libremente con los habitantes» debían someterse a una serie de ceremonias con el propósito «de desposeer a esos extraños de sus poderes mágicos, de contrarrestar la influencia perniciosa que se cree que emana de ellos». Y cita el caso de los embajadores enviados por Justino II, emperador romano de Oriente, para cerrar un tratado de paz con los turcos, que debieron someterse a una purificación ceremonial por parte de los chamanes al objeto de exorcizar toda influencia maligna. Algo semejante —añade Frazer— hacían los naturales de la isla de Nanumea, en el Pacífico meridional, donde no se permitía a los extranjeros de los barcos o a los nativos de otras islas comunicarse con ellos hasta que todos ellos, o unos pocos representantes de los demás «habían sido llevados a cada uno de los cuatro templos de la isla ofreciendo oraciones» para que el dios apartase y desviase cualquier enfermedad o traición que los extranjeros pidieran haber traído con ellos.
Ya en un medio más próximo a nuestra civilización, y dentro del marco extremeño, hubo determinadas costumbres que pueden enmarcarse en un ámbito mágico destinado a conseguir fertilidad para los campos. Así, en el pueblo cacereño de Cilleros, antaño, cuando se concluía la recolección de las aceitunas, el dueño del olivar ofrecía a las apañadoras y demás operarios lo que se conocía como el arremate. Con tal motivo, aquel llevaba poche o vino y comida al tajo.
Y después de la comida, podía venir el gazpacho. Cuando las apañadoras estaban caldeadas por el poche o el vino local, solían acercarse a los límites de la propiedad lindantes con el camino para descararse con los acarreadores de otros olivares que pasaban por él. Si el sufrido hombre agachaba la cabeza y hacía caso omiso a cuanto las mujeres le lanzaban verbalmente, hasta insultos provocadores, no pasaba nada, pero si se hacía el gallito y osaba poner sus pies en la propiedad controlada por las hembras, era acorralado por ellas y tirado al suelo; le abrían la bragueta y allá, entre sus partes, le echaban agua o vino y tierra. Claro que a veces eran los mismos compañeros de faenas quienes sufrían igual suerte, de no tener algún otro más a mano. Algo parecido sucedía en la también cacereña localidad de Guijo de Coria, donde las apañadoras tiraban al suelo a los varones y le echaban tierra… En Guijo esta acción se conocía como estercar, que en sentido real hace referencia a echar estiércol a la tierra para hacerla más fértil. Símil nunca mejor empleado aquí… En Hoyos, también cuando se apañaban las aceitunas, era costumbre realizar la pedejá. El último día del apañijo se cogía a niños de unos trece años y se le untaba el pene con aceitunas negras. Este antiguo rito lo hacían las mujeres mayores, mientras las jóvenes no podían estar presentes. A continuación se preparaba una comida, con dulces y bebidas principalmente, ofrecido por el dueño del olivar. Igualmente, en Cilleros, cuando un propietario daba a sus apañadoras y vareadores el mencionado arremate, el plato típico que se ofrecía era el moje compuesto, entre otros ingredientes, por aceitunas negras pequeñas, el torinu, el toro, animal que para Frazer simbolizaba el espíritu de la cosecha, debido a la fuerza genésica que representa este animal.
También en las Tierras de Granadilla —y más concretamente en Santibáñez el Bajo—, cuando la recogida de las aceitunas llegaba a su fin, alguien gritaba: «¡Ya, ya las acabamus!». «El toru, el toru…!» Era la señal, según escribe Félix Barroso (pp. 111-117) para que vareadores y apañadoras mugieran y se embistieran, imitando las luchas entre toros o vacas cerriles. Llamaban a esto «jadel el toru» y parece que con ello se intentaba perseguir o buscar el espíritu del olivar, que se refugiaba en el último olivo que quedaba por apañar, tal y como sucedía con el espíritu del grano, que se amparaba en la última gavilla del trigo. Y Félix Barroso añade: «Si el espíritu de la cosecha está encarnado en un toro, natural es que al morir la cosecha muera también el espíritu que la representa», de donde se derivarían las costumbres antes mencionadas de comer las pequeñas aceitunas negras de la cosecha anterior —el torinu—, que simbolizarían al toro que se sacrificaba desde antiguo —en sustitución de seres humanos— como rito fertilizador de cara a lograr una buena cosecha. Y luego apañadoras y vareadores, directos a casa del amo, entonando la enramá, para el banquete que despide la cosecha hasta la temporada siguiente de recolección; enramá que en nada se parecía a las que en otras localidades cacereñas se hacían y se hacen en honor de ciertas Vírgenes o santos. En esta misma comarca cacereña, cuando algún niño se aproximaba a una tierra sembrada, era asustado por los jornaleros con la advertencia de que serían capados si entraban en ella. A las niñas se las amenazaba con cortarles las trenzas. Esta costumbre es recogida por José María Domínguez Moreno (p. 21) en igual ámbito, y añade que el acto de cortar las trenzas equivalía «a una castración o violación, es decir, a que la sangre se vertiera sobre el campo en germinación». Sentido que podría aplicarse con este tenor a los muchachos en el acto de caparlos.
Y de nuevo las mujeres —representantes de la tierra fecunda, las diosas del agro— aparecen en otros rituales de Extremadura. Domínguez Moreno señala también (p. 7) que en las labores de la escarda las mujeres eran ayudadas por algunos mozuelos en la traída de agua para beber. Cuando uno de ellos atravesaba un campo ajeno era llamado por las operarias y, si el joven se acercaba a ellas lo suficiente, era agarrado y tirado al suelo, le bajaban los pantalones y le tiraban piedrecitas a los testículos para potenciarlo sexualmente antes de hacerlo copular con ellas sobre la misma tierra. En caso de no ser alcanzado por las mujeres, la que primero lo vio era tendida en el suelo y le echaban tierra sobre los genitales, a la vez que simulaban golpearle la vulva con el mango de la azada, como representación del miembro viril.
En otras zonas de la Alta Extremadura existe también un ritual parecido, incluible en los conocidos como de fertilidad. En Guijo de Coria —antes mencionado—, cuando algún chico hacía alguna trastada o se portaba mal con sus compañeros, estos le tiraban al suelo y le estercaban… Es decir, seguían igual ritual que las apañadoras con los vareadores. En otras comarcas, como la ya mencionada Tierra de Granadilla, esta costumbre recibe el nombre de «contal loh perrituh»[10].
Me cuenta Fernando Cordero, cillerano como yo —que ha hecho labor de campo para mí—, que algunas mujeres mayores coincidieron al contarle que, cuando había cuadrillas grandes de mujeres apañando, con ellas solía ir un hombre que hacía de encargado y, en la mayoría de los casos, este solía llevar a un chaval como ayudante y que cuando se terminaba el apañijo, las mujeres casadas agarraban al zagal en un descuido, le bajaban los calzones y con agua, tierra y aceitunas machacadas le untaban en sus partes. A esto lo llamaban cebar. Y aunque este acto estaba reservado a las mujeres casadas de la cuadrilla, al final acababan uniéndose también las mozas solteras.
También cabe mencionarse aquí la creencia que en algunas partes de España se ha tenido hacia los vendedores ambulantes o artesanos que acudían a los pueblos ofreciendo sus servicios. Georges Hérelle[11] —que Caro Baroja cita— señala que las mascaradas negras que salen en la época invernal en el país vasco-francés representan «a los de fuera, a la gente de poco fiar y a los que en vascuence se llaman etorkiñak, ‘advenedizos’»; aquellos que enredan y se aprovechan del trabajo y organización de los naturales.
Y entre los personajes que forman las mascaradas negras están los caldereros, que en casi toda la comarca son considerados como hechiceros, autores de maleficios y gente de mal vivir. Para Pablo de Gorosabel[12] —igualmente citado por Caro Baroja—, la explicación de por qué estos artesanos eran tenidos el mal concepto está en que «la venida de los caldereros y estañadores franceses es según la opinión vulgar (de los guipuzcoanos) un anuncio seguro de próximas lluvias abundantes. Según algunos de estos preocupados, los tales caldereros suelen estar acechando en los montes el momento en que las nubes van a descargar las aguas, para entrar en las poblaciones a ejercer su oficio. Pero la superstición, o mejor la aberración del entendimiento de otros, sube a tal punto que están persuadidos de que estos dichos extranjeros tienen la virtud de atraer a su voluntad las aguas sobre el país adonde vienen a trabajar». Y añade que «el mal concepto en que son tenidos puede obedecer a que hay muchos gitanos con este oficio, o a una antigua prevención contra los herreros que se encuentra en varios pueblos»[13].
Según cuenta Publio Hurtado (p. 220), en Extremadura estaba muy generalizada la sugestión de que los compradores ambulantes de oro y plata —casi todos portugueses— eran portadores de lluvia allá donde iban. Cuando los campos estaban necesitados de las precipitaciones, su pregón ensanchaba «el corazón de los labriegos», pero cuando aparecían tras una larga invernada, eran malditos de todos, «como precursores de más aguas y de los perjuicios que estas [podían] ocasionar, dándose el caso en algunos lugares, de haber sido apedreados».
Y para concluir, una anécdota relacionada con la época de trilla en Santibáñez el Bajo que me contó Félix Barroso que, a su vez, la había recibido del Ti Severiano «El Pájaro», paisano suyo. Le contó que cuando era mozuelillo, los santibañejos, manta al hombro, se iban a dormir sobre las parvas. Y los mozuelillos, aprovechando las sombras de la noche, se metían entre los durmientes y, al grito de «¡Cristiano o marrano!»[14], tiraban de las mantas y dejaban al descubierto a quienes bajo ellas dormían. Claro que —como contaba el Ti Severiano a Félix Barroso—, los osados y traviesos mozuelos a veces eran alcanzados por los despabilados durmientes, que les daban «unuh güénuh tantarantánih»…
BIBLIOGRAFÍA
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Santa Biblia, La. Traducida de los textos originales en equipo bajo la dirección del Dr. Evaristo Martín Nieto. Ediciones Paulinas, Madrid, 1964.
[1] Para mayor información sobre este tema, vid, mi trabajo aparecido en el número 26 de la revista Las Hurdes,
pp. 7-8. «De machos Lanús, morcillos, monas, osos, zancos y arados en tierras hurdanas».
[2] Sal. 65, 9-13; cf. 104, 13 ss; 47, 68, 74, 16 ss; 24 cf. Za. 14, 16 ss.
[3] En algunas partes del Próximo Oriente y Europa Central, fue llamada la Madre del Cereal, la Madre Garbanzo, la madre Cebada o la Madre Lino, en Alemania.
[4] Fue creencia antigua que las mujeres con muchos hijos favorecían la fructificación, pues traían nuevas vidas al mundo, es decir, nueva savia a los campos. Tal vez por ello supusieron que la tierra debía de ser también femenina, pues de ella surgían las plantas, de ahí que las diosas de la vegetación, de los campos… de la tierra, en una palabra, fuesen femeninas. Prueba de ello es que en Sumatra el arroz es sembrado por mujeres, que dejan suelto su cabello para que el arroz alcance gran altura; o que en Austria y Baviera, en el sudeste de Alemania, los campesinos creyesen que si una mujer embarazada comía uno de los primeros frutos de un árbol, el árbol daría mucha fruta al año siguiente.
[5] Por ejemplo, en Gran Bretaña usaban principalmente trigo, avena, cebada y centeno; en Irlanda, juncos; y en el sur de Francia, hojas de palma.
[6] Tal vez tenga esto que ver con la coincidencia que hay entre muchos pueblos antiguos entre los ritos funerarios y los agrícolas, especialmente los de siembra. Los egipcios, por ejemplo, ya hacían coincidir ambas celebraciones. Y en algunas localidades de Sierra de Gata era costumbre rezar un padrenuestro por las almas del purgatorio al aventar el primer puñado de trigo; acción que debía hacerse de espaldas y por encima del hombro izquierdo.
[7] Domínguez Moreno —Sacrificios cruentos de animales. Ritual y función, cap. VII, p. 21— escribe que en las Villuercas cacereñas al último acarreador que llegaba a la era sus compañeros lo enterraban entre los haces «y lo golpeaban suavemente con los liendros, horcas y escobas, en lo que parecía una parodia de la trilla con mallas».
[8]Echar mantas quiere decir que algunos cavadores de las viñas, para ganar tiempo, al remover la tierra, podían dejar trozos sin voltear, trozos que cubrían con la tierra removida anteriormente. A esta práctica, lógicamente, se oponían los dueños de las viñas.
[9] En la antigua Grecia, en ocasiones a Deméter y a Perséfone se las representaba juntas como dos muñecos que llamaban «Mujer Vieja» y «Doncella».
[10] Véase Domínguez Moreno: El culto a la fertilidad en Extremadura, I. Formulillas y rituales infantiles. Ritos de paso a la potenciación sexual y a la iniciación, pp. 6-7.
[11]Las mascaradas suletinas. Revista Internacional de Estudios Vascos, VIII (1914-1917).
[12] P. de Gorosabel: Noticias de las cosas memorables de Guipúzcoa. Etc. (Tolosa, 1899, p. 363).
[13] R. Thurwald. L’économie primitive. (París, 1937, p. 124).
[14] Recuérdese que tirar de la manta, desde el siglo xiii era desvelar públicamente que alguien era un cristiano nuevo y por lo tanto con antepasados hebreos, lo que en aquella época constituía un grave descrédito.