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Aunque no sea en la actualidad uno de los temas sobre los que más se escribe (tal vez porque se acepta unánimemente), hay que reconocer que la civilización helénica nos legó una forma concreta de apreciar el arte, de relacionarnos con los demás y de convivir en sociedad. Tal vez la base o al menos el pilar principal de esa manera de concebir la existencia y los modos de expresión fue la invención de un espacio dentro de la ciudad donde cualquier aspecto de la actividad humana podía ser considerado en común. En el ágora tenían cabida las creencias, las diversiones, la relación comercial y el intercambio de ideas. En ese espacio se discutía, se compraba y se vendía y se rendía culto a los dioses o a los héroes. Un sentido práctico vino a dividir en un momento dado esa actividad múltiple, separando las transacciones comerciales —que tenían lugar cerca de las puertas de las ciudades o en los puertos por donde entraban los productos en la ciudad— de aquellas otras manifestaciones que tenían que ver con la cultura (el cultivo de las personas y su comportamiento) o el espectáculo, fuese éste religioso o civil. Aquel sentido práctico se extendió en el tiempo y nos legó una Edad Media en la que mercado y cultura se desarrollaban generalmente en diferentes ámbitos o al menos en diferentes momentos del día, prolongándose sin interrupción esa costumbre hasta nuestros días.
La implantación en el siglo xx de un medio de comunicación como la televisión y sus múltiples derivados, todavía tan activos como poderosos, trastocó el hábito de separar actividades cuyos orígenes y procesos eran distintos y volvió a juntar en la plaza virtual todas aquellas ocupaciones y profesiones que dependieran de la antiquísima necesidad humana de poner cosas en común, fuesen de la naturaleza que fuesen. Así, se confundieron o se dieron por idénticas algunas tareas, como vender productos para alimentar los cuerpos y las almas indistintamente, poniéndose precio a todas las cosas en función de la oferta y la demanda. Esta consideración mercantilista, incapaz de discriminar el valor frente al precio e insensible a la diferencia existente entre la adquisición de bienes y el carácter de éstos, ha modificado definitivamente las normas de la polis griega y del derecho romano, creando una situación en la que tan importante es que las personas tengan derecho a las cosas como que las cosas ejerzan influencia (y de qué modo) sobre las personas. Los baremos por los que se rigen esos mercados comunes son tan burdamente económicos que llega a tener más importancia el valor en el mercado de un producto cultural que el propio producto y el largo proceso que ha llevado a crearlo, proceso en el que conocimiento, experiencia, sabiduría, criterio o inteligencia dejan de tener importancia y se convierten en factores menos determinantes para la valoración que la forma en que se exhibe, se envuelve o se difunde dicho producto.