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La palabra burguesía hace referencia históricamente al colectivo de personas que vivían en las ciudades, en los burgos, durante la Edad Media y que habían conseguido liberarse de las cargas de la servidumbre tras un período de tiempo de estancia en la ciudad: «El aire de la ciudad te hará libre después de un año y un día», se decía, aceptando una norma consuetudinaria por cuyas cláusulas una persona podía pasar de la esclavitud a la libertad si se establecía en un nuevo núcleo de población y no era reclamado en ese tiempo por su señor. Es evidente que esta clase de burguesía no tiene mucho que ver con la del siglo xix que da origen a una nueva época que en muchos casos es la nuestra, pero cabría establecer una similitud entre ambos términos si tenemos en cuenta que en ese siglo todavía se conocía la esclavitud del dinero —la posición económica, se llamaba entonces— y que la liberación progresiva del injusto yugo vendría a suponer un nuevo estatus para muchas personas que pasarían del campo a la ciudad con la aspiración de crearse un futuro en un entorno aparentemente más libre.
Podría hablarse de varios tipos de burguesía en la España del siglo xix: la alta burguesía, compuesta por hacendados y propietarios (generalmente poseedores de grandes extensiones de suelo rústico procedentes de las desamortizaciones), y por grandes industriales; la burguesía media, integrada por agricultores cuya renta les permitía vivir en la ciudad, por comerciantes fuertes y por profesionales de determinados oficios denominados liberales como abogados, ingenieros, médicos, etc., cuyos ingresos doblaban por lo general los de cualquier integrante de la pequeña burguesía, constituida habitualmente por artesanos, comerciantes con negocios familiares y trabajadores y obreros de las fábricas e industrias, pequeñoburgueses en sus gustos pero proletarios en su economía. No sería ningún disparate afirmar que muchas ciudades españolas tuvieron durante la segunda parte del siglo xix una clase única, al menos en sus aspiraciones, que podrían resumirse en los siguientes lugares comunes: mejora de la salud e higiene, deseo de prosperar gracias al trabajo regulado y remunerado, diversiones para todos (cafés, teatros, espectáculos), tiranía de las modas (presumir imitando a las ciudades elegantes) y prosperidad moderada de un nuevo modelo de comercio basado en una seriedad insólita y en un compromiso con la calidad.
Sin embargo, esa burguesía, que con sus aspiraciones transforma y mejora urbanísticamente las ciudades decimonónicas, fracasa en su ideario —si es que llega a tenerlo—, renunciando a su papel integrador o aglutinador de clases sociales o dejándose dominar por costumbres tan profundamente arraigadas en todas esas clases que darán como resultado una cada vez menor influencia en el cuerpo de la sociedad.