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Recopilaciones de romances y canciones del siglo XVI, como la realizada por Hernando del Castillo en su Cancionero General, nos estarían hablando de una familiaridad en la sociedad de la época con el romance, familiaridad que llegaría a América envuelta en la lengua de los conquistadores. Hay una abundante bibliografía para quienes precisen de datos fidedignos sobre el comercio de libros con el nuevo continente y cada vez con más frecuencia aparecen relaciones de ejemplares (entre los cuales se mencionan pliegos, romanceros y cancioneros) que atravesaron el océano para descubrir nuevos lectores. Precisamente entre esos ejemplares está, desde fecha bastante temprana el mencionado Cancionero General, publicación indudablemente exitosa en España ya que consta que saliera de diferentes imprentas y en varias ediciones desde 1511. Torre Revello escribe que, a partir de 1550, se ordena a los oficiales de la Casa de Contratación sevillana especificar los títulos de los libros embarcados y el nombre de sus autores, aunque lamenta que desaparecieran esos registros en su mayor parte hasta 1583 por diversas razones. En cualquier caso, por poner un ejemplo, en el registro del 4 de septiembre de 1598 sale hacia Potosí un cargamento de libros de poesía que incluye, además de algunos ejemplares de la Araucana de Ercilla o de la Diana de Montemayor, nada menos que 120 romanceros (no se especifica autor ni edición) a un real cada uno. Irving Leonard, en su obra de referencia Los libros del conquistador, habla de un envío de libros «normal» en el que aparecen, como si se tratara de algo frecuente, 20 resmas (10.000 pliegos) con diferentes títulos de romances entre los cuales están «La vida de san Alejo», «El conde Dirlos», «El marqués de Mantua», etc.
Sin embargo, aun sabiendo que pliegos y cancioneros fueron materiales de primera mano para la lectura de los españoles que fueron a tierras americanas, ¿cómo enumerar y describir los repertorios personales si nadie los confesó o habló de ellos? Ese repertorio nunca desvelado y siempre intuido incluía todos aquellos temas, musicales o no, que a lo largo de la vida podían llegar a través de diferentes medios —la voz de la madre, los primeros cánticos en la escuela, las oraciones en el templo, los juegos en la plaza, los temas musicales en el teatro, etc.— y, por diversas razones, causaban un impacto estético o emocional. Sabemos que todas las infancias de los siglos áureos estuvieron adornadas por las gestas de héroes, reales o de ficción, traducidos al lenguaje baladístico y romanceril: Quevedo, en efecto, nos revela que «los romances de garganta en garganta» eran cantados y recantados «al son de las alcuzas y de los jarros y de los platos» por los muchachos que iban a la taberna a por vino con el maravedí o por las mozas de fregar. Pero Quevedo aclara y especifica que esos muchachos iban cantando: la oralidad es, por encima de todo, un sistema de comunicación, es decir un conjunto de principios que, relacionados entre sí, contribuyen a la mejor consecución de un fin propuesto que es la transmisión de conocimientos. Y de entre esos principios, gesto, sonido y memoria forman un eje esencial, coherente, para la comprensión de los conocimientos transmitidos, así como para su asimilación y cuidadosa guarda. La principal riqueza de la oralidad es —siempre fue— la de ayudar al individuo a expresar sus sentimientos o a narrar sus ensoñaciones. Tal vez fuera ese alto principio el que guió a los legisladores de Indias al exigir «que en cada reducción haya iglesia, Doctrina y dos o tres cantores y un sacristán y un fiscal, que los llame a la doctrina», según recoge Solórzano en su Politica Indiana. Recuerda también el autor una cédula dada en Toledo en la que se recomienda «que se funden cátedras» y «que se pongan maestros para los que voluntariamente quisieren aprender la lengua castellana, que esto parece que podrían hacer los sacristanes, así como en nuestros reinos en las aldeas enseñan a leer y escribir la doctrina». Y tendríamos que añadir una vez más: a leer, a escribir y a cantar.
Alejo Carpentier, al analizar la tradición musical cubana, escribe sobre «el romance heredado, cantado sobre las cunas, transmitido de boca en boca» y pone como ejemplo de difusión sin fronteras el caso de la «Delgadina», cuya increíble propagación «se ha revelado en los más remotos confines del continente americano». Esa propagación, debida tanto a la inserción del género y sus ejemplos en la mentalidad como a la difusión escrita e impresa a través de pliegos, es explicada por Aurelio González como un fenómeno que «oscila entre la conservación y la variación»: ...«Hay versiones que en poco se diferencian de las españolas y en cambio hay otras que siguen nuevos derroteros, pero todas ellas lo que muestran es un proceso de adaptación a la realidad americana (en la cual viven como cosa natural, no ajena), realidad a la cual deben su conservación pues, al tratarse de textos de transmisión oral, si la comunidad los ha conservado en su memoria es que de manera propositiva le dicen algo pertinente acerca de su sistema de valores». Ya da lo mismo si Delgadina se llama así o de otro modo. Lo importante es que su historia y todas las demás que el romancero trata nos unen como con un «hilito de oro» a quienes hablamos esta lengua.