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Preciso es, murmuró apretando los puños y los dientes, padre, padre, esconderme como una mujer. ¡Mientras viva no se me ha de quitar la vergüenza! Y tomando una escalera de mano, la apoyó contra un boquete que se notaba en el techo, y que daba entrada a un sobrado o desván, en el que se guardaban las semillas y trastos viejos; hizo subir a su hermana, subió a su vez y tiró tras de sí la escalera. Tiempo era, porque llamaban a la puerta. Pedro fue a abrir. Un granadero francés entró. —Prepárame, le dijo a Pedro en su gerigonza, de comer, de beber; dáme tu dinero, si no quieres que yo te lo tome, y llama a tus hijas, si no quieres que las vaya a buscar. La sangre del honrado y altivo español le subió al rostro; pero respondió con moderación: —Nada tengo de cuanto pedís. —¿Qué quiere decir que nada tienes, brigante? ¿Sabes con quién hablas? ¿Sabes que tengo hambre y sed? Pedro, que había pensado pasar todo el día tan celebrado de la boda de su hijo en casa de Ana, y de consiguiente nada tenía prevenido, se acercó a la puerta que comunicaba con lo interior de la casa, y señalando con la mano el fogón apagado, repitió: —¡Ya os dije que nada de comer hay en casa, sino pan! —¡Mientes! gritó rabioso el francés; es mala voluntad. Pedro clavó sus ojos en el granadero, y en ellos chispearon por un instante toda la indignación, toda la cólera, todo el resentimiento que abrigaba su alma; mas un segundo pensamiento, que lo hizo estremecerse, se los hizo bajar, y dijo en voz conciliadora: —Mirad que os he dicho la verdad».
(Fernán CABALLERO [Cecilia BÖHL DE FABER], La familia de Alvareda, ed. de Julio Rodríguez Luis, Madrid, 1979 [1849]).
«Actúan evitando la batalla campal, pero procurando atacar sólo cuando las circunstancias aseguran en lo posible un golpe afortunado. Este sistema tiene la ventaja de desorganizar a los ejércitos regulares. Es el que empleamos durante la invasión napoleónica con gran eficacia, y el que luego han seguido en circunstancias similares y desesperadas otros pueblos en la guerra mundial de nuestros días. El concepto peyorativo que desde los escritores latinos se ha dado a este sistema de combatir es injusto y no obedece sino al hecho de que la historia la interpreta quien la escribe y según su propia conveniencia. Hoy día este sistema de resistencia parcial y atomizada se ha llegado a exaltar hasta la categoría de lo heroico, como en tiempo de Napoleón se hizo ya con los guerrilleros españoles, cuya resistencia sirvió de ejemplo y espejo para las naciones europeas ansiosas de sacudir el yugo francés. Para Napoleón, sin embargo, el guerrillero español era un brigand; así también los latinos solían apellidarlo latron, y los griegos como leistés, palabras todas de idéntico significado».
(Antonio GARCÍA Y BELLIDO, España y los españoles hace dos mil años según la Geografía de Strábon, ed. de M.ª Paz García y Bellido, Madrid, 1945).
«Si nous croyons les récits de la plupart des voyageurs, la Péninsule était, il n´y a pas plus d´une vingtaine d´années, la terre par excellence des voleurs de grands chemins; on ne partait pas pour l’Espagne sans attendre à quelque aventure, et ceux qui en revenaient, s´ils n´avaient pas été attaqués, avaient été sur le point de l’être [...]. C´était le bon temps alors! les diligences étaient régulièrement arrêtées, et on ne montait pas en voiture sans avoir mis de côté la part des brigands. La profession, qui était lucrative, s´exerçait presque au grand jour; chaque route était exploitée par une bande, qui la regardait comme sa propriété. On raconte même que les corsarios, c´est ainsi qu´on appelle les messagers, avaient des abonnements avec les bandits, lesquels, de bonne grâce moyennant une somme débattue à l´amiable, les laissaient passer leur chemin; les corsarios, de leur côté, faisaient payer aux voyageurs, outre le prix de la place, une prime d´assurance qui les garantissait de toute attaque: cela s´appelait le «voyage composé»; si on préférait partir à ses risques et périls, sans payer la prime, c´était le «voyage simple». Quelquefois un chef de bande, soit fatigue, soit dégoût, voulait quitter les affaires; il demandait alors à être reçu à indulto, c´est—à—dire amnistie, en faisant sa soumission; mais auparavant il avait bien soin de vendre à un autre bandolero sa rente et sa clientèle, comme on vendrait une étude ou une charge, après avoir mis son successeur au courant».
[«Si hemos de creer las historias que cuentan la mayor parte de los viajeros, la Península era, no hará más de veinte años, la tierra por excelencia de los bandoleros, no se podía ir a España sin esperar pasar alguna aventura, y los que regresaron sin haber sido atacados, habían estado a punto de estarlo [...]. Durante el buen tiempo las diligencias eran regularmente asaltadas, y no podía uno subirse al coche sin tener de tu lado a una parte de los bandoleros. Era una lucrativa profesión que se ejercía a plena luz del día, cada ruta era explotada por una banda que la consideraba de su propiedad. Se contaba también que los corsarios, que así eran llamados por los conductores, ajustaban amistosamente un precio con los bandidos para permitirles seguir su camino. Los corsarios por su parte, hacían pagar a los pasajeros, además del precio del asiento, una prima de seguro para evitar cualquier ataque: se llamaba «viaje compuesto», si el viajero prefería ir por su cuenta y riesgo sin tener que abonar la prima se llamaba «viaje sencillo». A veces, cuando el cabecilla de la banda, por cansancio o hastío, quería abandonar los negocios, solicitaba el indulto acogiéndose a una amnistía, pero antes tenía la prudencia de vender su negocio y transferir su clientela a otro bandolero, como quien vendía un piso o un cargamento, tras haber puesto al corriente a su sucesor»].
(Charles DAVILLIER y Gustave DORÉ, Voyage en Espagne, 1980 [1862], pp. 32-33).
Hasta el Museo Etnográfico de Castilla y León llegó una estampa litográfica con una pulcra escena bandolera (55,5 x 64,5 c.) que data de ca. 1840 [fig. 1]. Un texto inferior bilingüe que narra las circunstancias del pasaje reza: «Paris chez Maesani, Editeur, Quai aux Fleurs, 7. Lith. de [Charles] Gosselin rue Perdue, 1. Les brigands espagnols. La comtesse Médina del Campo traversait l´Espagne avec son mari pour se rendre en France, lorsqu´au tournant d´une montagne la voiture fut attaquée par une troupe de ces brigands qui à cette époque (1811) infestaient toutes les routes d´Espagne. Le combat fut long et opinaitre entre les gents du Comte: mais enfin il fallut céder au nombre, et les brigands enlevèrent la comtesse après avoir assassiné son mari. Los salteadores españoles. La condesa Medina del Campo atravesaba la España con su marido, para hallarse a Francia, cuando en la vuelta de una montaña fue acometido su coche por una tropa de estos salteadores que en esta época, infestaban todos los caminos de España. Largo fué y porfiado el combate entre los salteadores y los domésticos del Conde, pero en fin fue menester ceder al numero, y los salteadores robaron a la condesa, después de haber asesinado à su marido»[1] [sic.].
La escena multicolor se desarrolla entre las fragosidades de un monte poblado de pino y roble (el protagonismo del paisaje, convertido en un arma guerrillera más, resulta fundamental). La composición triangular central está presidida por tres jóvenes bandoleros —por amor al arte— de idéntica fisonomía vestidos de rumbosos majos, nada que ver con las indumentarias campesinas. Lucen cuidadas barbas y bigotes, chaquetillas cortas ornadas con solapas, cuellos y bocamangas doradas, chalecos y capas cortas, pañuelos al cuello, fajines celestes anudados a la cintura y medias; de sus lóbulos cuelgan arracadas; van tocados con sombrero catite, con vuelta de ala recta y copa cónica, provisto de hebilla, enfajado y oropelado de cintas coloradas; calzados con alpargatas negras de cintas y armados con temibles trabucos villanos [figs. 2 y 5]. Los jóvenes se han adueñado de dos elegantes damas muy enjoyadas (con pendientes, collares, anillos y pulseras) y ataviadas con vestidos nobles de amplias mangas muy escotados. A la izquierda se da cuenta del asalto sufrido por una berlina tirada por dos caballos de los condes de Medina del Campo, el posterior hostigamiento y el asesinato del conde
—vestido con levita— por parte de tres bandoleros armados con sable de caballería, daga y arma corta de avancarga con llave de chispa, que vomita un tiro a bocajarro sobre el pecho del noble [fig. 3]. A la derecha, emergiendo desde una quebrada coronada por una charca, asistimos a la llegada de un destacamento militar compuesto por siete individuos armados con fusiles y bayonetas caladas [fig. 4]; se dirigen hacia un altozano donde los violentos permanecen apostados bajo las ramas de un macizo de robles. En el grupo central la condesa aparece desmayada en brazos de su captor [fig. 2]; a la derecha, otra dama tocada con velo y luciendo pendientes abellotados que brotan de lazos —compinchada casi, o al menos solícita y colaboradora, que posa su mano diestra sobre el hombro del bandolero— advierte de la proximidad del grupo acosador [fig. 4] (que viste uniforme de carabineros de infantería ligera tocados con chacó).
El «majismo» indumentario fue una respuesta nacional a las modas francesas importadas con los Borbones, incorporando atuendos de origen plebeyo. Sería adoptado por las capas más altas de la sociedad (no hay más que ver los retratos de la reina Maria Luisa de Parma y la duquesa de Alba pintados por Goya y el de los duques de Montpensier de José M.ª Domínguez Bécquer). Los bandoleros de la estampa visten ropas demasiado lujosas como para actividad tan peligrosa y montaraz [figs. 8-10], recordándonos un dibujo de José María, el Tempranillo, realizado por Richard Ford en 1830, una pintura de un contrabandista de José Elbo (1837) y algunas litografías de Achille Devéria inspiradas en José M.ª Domínguez Bécquer (o las que el mismo autor sevillano publicó en La España Artística y Monumental). Pero las mayores similitudes (idénticos personajes e indumentarias, ambientación boscosa y tropas perseguidoras) se presentan con respecto a las litografías francesas de la serie Les brigands espagnols (ca. 1840), firmadas por los hermanos Becquet (especializados en retratos, paisajes, caricaturas, uniformidad militar e imágenes históricas, monumentales y religiosas con destino al mercado hispano-francés) y editadas por V. Turgis en París [figs. 6-7][2].
Parece como si el verdadero autor de ambos dibujos hubiera realizado tareas alimenticias que vendía al mejor taller litográfico postor.
La condesa de Medina del Campo parece un título ficticio que suena a falsete de opereta (como si fuera el conde Rodrigo de Torrejas, de Dumas), a no ser que así se intitulara la condesa de Bornos o pretendiera referirse a la duquesa de Medina de Rioseco (que por aquellos años integraba los condados de Benavente, Urueña, Mayorga, Saldaña y Villada)[3]. Pero semejante casuística nobiliaria nos resulta poco creíble. Más parece que al creador de la estampa le viniera al pelo una linajuda dama castellana —de rancio abolengo— en apuros a punto de dar un involuntario giro en su vida.
Medina del Campo fue escenario bélico durante la francesada. Tras la victoria de Tamames contra el sexto cuerpo galo bajo el mando interino de Marchand (18 de octubre de 1809) y la huida francesa de la provincia de Salamanca desde el mediodía para instalarse sobre la línea Zamora-Tordesillas, el duque del Parque ocupó la ciudad de Salamanca (que cambió varias veces de manos a lo largo de la guerra). En Salamanca reunió el duque todas las divisiones del ejército de la Izquierda (unos 26.000 hombres). El 19 de noviembre se dirigió hacia Alba de Tormes (allí retrocedió una columna enemiga compuesta por 5.000 hombres), Cantalapiedra y el Carpio, a tres leguas de Medina del Campo, punto designado por el general Kellermann para la concentración de todas las fuerzas del distrito de Castilla la Vieja. Al amanecer del día 23 el duque desplegó sus tropas para el combate, dejando la mayor parte de ellas ocultas; a primera hora de la tarde hizo avanzar todo el cuerpo de ejército de la Izquierda: la división de vanguardia (Martín de la Carrera) por el centro; la división asturiana (tercera de Francisco Ballesteros) por la derecha; la primera (Francisco J. de Losada) por la izquierda; la caballería en las dos alas, y en reserva la segunda división (conde de Belveder). En el Carpio quedaría la división castellana (quinta división del marqués de Castrofuerte). El enemigo fue replegándose hacia Medina del Campo procurando contener el avance de las tropas del duque con fuego de artillería. En realidad permaneció a la defensiva hasta que algunos regimientos de dragones atacaron el ala derecha de la caballería española, dejando descubierto el flanco de la tercera división. Pero Ballesteros plantó cara a los franceses, se atribuyeron estos la victoria, aunque abandonaron prudentemente Medina del Campo, que el duque del Parque ocupó con un fuerte contingente la mañana siguiente (28 de noviembre). Las bajas fueron de poca consideración: entre los jefes y oficiales muertos figuraban el coronel Juan Drimgoold (regimiento de Lena), Salvador Molina (primer ayudante general del estado mayor de la división Ballesteros) y Fernando Valdés (teniente de Voluntarios de Cataluña). La ciudad de Salamanca retornaría a manos francesas (desde noviembre de 1809 hasta junio de 1812) tras la batalla de Alba de Tormes. En Ciudad Rodrigo resistiría la Junta Suprema de Castilla, refugio militar, arsenal de municionamiento y base de operaciones de las partidas guerrilleras. A pesar de la enconada defensa ejercida por Andrés Pérez de Herraste y la guerrilla de Julián Sánchez, el Charro, capituló el 10 de julio de 1810, tras sufrir la ofensiva napoleónica con el ejército de Masséna de frente, el vómito atronador de la artillería y la maniobra de experimentados mariscales como Ney, Junot y Soult.
El bandolerismo fue práctica común en la España de la segunda mitad del siglo xviii (sobre todo tras la colonización de Sierra Morena por parte de Carlos III y la apertura de rutas transitables entre Castilla y Andalucía) y algunos de sus ejecutores alcanzaran resonancia mítica (Diego Corrientes, los Siete Niños de Écija o José María Hinojosa, el Tempranillo, indultado por los servicios prestados al rey en 1837), pero los guerrilleros de la Guerra de la Independencia eran para los franceses bergantes, es decir, vulgares asaltadores de caminos; aunque para los españoles fueran valientes cuadrillas, partidas de carácter militar, espíritu liberador y providencialismo justiciero. Baroja hacía propio el ultrapirenaico sustantivo en su novela El escuadrón del brigante (1913)[4]. Para el pueblo terminarían convirtiéndose en verdaderos héroes que combatían como resistentes enconados, contaban con su propia red de espías e informantes y propinaban arriesgados golpes de mano a las fuerzas invasoras. Sus principales tareas fueron interceptar las comunicaciones, impidiendo la circulación de correos y asaltando destacamentos galos en tránsito encargados del transporte de dinero, municiones, armas y víveres. El propio Galdós, aludiendo al Empecinado, consideraba que guerrilleros, contrabandistas y ladrones de caminos tenían el mismo aspecto, solo les diferenciaba su sentido moral[5].
Es curioso que los guerrilleros hispanos consiguieron colar como espía a una muchacha, Rosa Barreda, amante del melindroso general Kellermann[6], e iniciaran decisivas y sangrientas acciones desde principios de 1810 (cuando fue capturado el cabecilla alavés Juan Bautista Mendieta, el Capuchino). En 1811 fueron ajusticiados el Galleguito y el Chagarito (apresado en Arroyo de la Encomienda, fue agarrotado en la Plaza Mayor de Valladolid, descuartizado y puestos sus cuartos en los caminos) y el Empecinado hizo valer la consigna de que cualquier español capaz de empuñar las armas que no estuviera encuadrado en las filas del ejército regular o en las cuadrillas fuera considerado desertor (disperso) o traidor, pagando el pato con sus propiedades y hasta con la libertad de familiares y afectos de no incorporarse a una unidad patriótica. Muchas de las guerrillas que actuaron en el entorno vallisoletano acogieron soldados dispersos y desertores que nunca regresaron a sus regimientos y que habían sido marcados en sus frentes con una letra «D». Por estas tierras operaron las cuadrillas de Jerónimo Saornil (por la zona de Olmedo), Francisco Castilla (por los Montes Torozos), Benito Marquínez (por Tierra de Campos) y Tomás Príncipe (del Borbón, que actuaría por el Cerrato, entre Peñafiel y Dueñas), exigiendo onerosas raciones de guerra para sus hombres, cobrando rentas sobre los conventos suprimidos y extorsionando a los más adinerados hasta el punto de resultar tarea compleja distinguir entre auténticos guerrilleros y cuadrillas de desertores y fugados de las cárceles dedicados al vulgar bandidaje[7].
La partida de Juan Martín, el Empecinado, rondó tierras abulenses, al igual que los Húsares de la Vera, los Húsares francos de Ávila de Juan García y Francisco López, labradores acomodados de Las Encinas (Vicozolano), y los Voluntarios de la Cruzada del Tiétar de Miguel de Quero, cura de Higueras de las Dueñas, activos en la sierra de Gredos. En Salamanca despuntó una primeriza guerrilla en la comarca de Ledesma capitaneada por el Charro, además de la Legión de Castilla de Tomás García Vicente que rondó las Arribes y Ledesma. Por tierras de Toro y los pagos de Montelarreina participó Julián Delica, el Capuchino, especializado en cazar correos militares que viajaban hacia Valladolid y Madrid (desbarataron un intento del general Soult, acantonado en Puebla de Sanabria, solicitando refuerzos al rey José que estaba en Valladolid), la imprevisible partida del Empecinado, la del teniente coronel Aguilar y la de José Pérez, el Bolero, que antes de echarse al monte había sido capitán de húsares en Segovia.
El situar la escena litográfica en tan intrincado paisaje boscoso, un «mal sitio», parece común en el imaginario francés (e inglés) de la época, tal y como soñaron François-René de Chateaubriand, Lord Byron, Stendhal, Owen Jones, Alexandre Dumas (padre), Théophile Gautier, George Borrow, Washington Irving, Alexandre Laborde, George Sand, Charles Davillier o Richard Ford. Pero en el caso que nos ocupa, lo montaraz del paisaje se mezcla con el natural rechazo hacia la congénita bruticie guerrillera padecida por los ocupantes de la Grand Armée, no exenta de altos ideales de justicia social, cierta carga erótica y abundantes palos de ciego propinados a la búsqueda de una castiza iconografía nacional que trascendería hasta Carmen, la novela de Prosper Mérimée (1845), y la célebre ópera homónima de Bizet con libreto de Meilhac y Hálevy (1875)[8].
Tras la Guerra de la Independencia, infinidad de artistas viajaron por España: David Roberts, John Frederick Lewis y el ya referido Richard Ford, amén de ilustradores y amantes y buscadores de pintura española (espoleados por el suculento botín obtenido por generales y mariscales galos) como Eugène Delacroix, Celestin Nanteuil [fig. 11], Alfred Dehodencq, Léon Bonnat, Gustave Doré, Henri Regnault, Asselineau, Boulanger, Blanchard, Dauzats, Gavarni, Chassériau, Déveria, Prévost, Legros o Manet.
Entre 1830 y 1848, España proporcionaba cuanto un aventurero europeo de extracción urbana y hastiado de las comodidades modernas podía soñar. Los factieux o rateros seducían la imaginación femenina pues apuntaban hacia un modelo de comportamiento gozoso y feliz, disfrutando de una idílica camaradería varonil. Ford se lamentaba de no haber sido atacado por José María, el Tempranillo y Dumas recorría España armado con varias pistolas[9]. Para Juan Valera, las damas rusas suspiraban por venir a España para ser raptadas y violadas por los osados bandidos[10], deseo inconfesable para una sociedad sustentada en principios de tan elevada moralidad.
España será imaginada como un país de romance y aventura gracias a su paisaje abrupto y desolado[11], su clima extremo, sus clérigos de teja, bandidos, pícaros estudiantes, toreros, gitanos, manolas, majos y ruinas árabes. Un país ideal para emprender un viaje pintoresco en el espacio y el tiempo a la busca del lado más oscuro del paisanaje. Una ruta iniciática que culminaba en Sevilla, Córdoba y Granada (iniciándose en un Irún moruno por sus tejados y sus paredes blancas) fue acometida en época romántica por muchos viajeros cultos franceses, deseosos de codearse con estereotipos —caricaturas casi— como el de la independiente Carmen y los indomables bandidos. Pero semejantes expectativas partían de tiempo atrás, cuando las tropas francesas participaron directamente en la campaña peninsular. En el país vecino, la invasión se justificaba a través de la leyenda negra esgrimida por los ilustrados, pues la oficialidad pretendía combatir el fanatismo latino, el clericalismo, la superstición, la pobreza secular y la tradición asfixiante.
Pero la imagen romántica valoraría sobremanera la espontaneidad guerrillera y el individualismo a ultranza del bandolero, resquicios del viejo sentimiento del honor, hasta forjar un quijotesco carácter nacional, ingobernable e inasible a las convenciones hipócritas, muy alejado de la incipiente férula capitalista e industrializadora que empezaba a homologar las naciones de Europa. Eran algunos de los últimos lobos del continente buscando a una Carmen salvaje e incontrolable: el instinto oriental de la cigarrera indomable contra la razón ultrapirenaica de un irredimible José Navarro. En 1845, Wenceslao Ayguals de Izco se lamentaba: «Los extranjeros creen que en España no hay más que manolos y manolas; que desde la pobre verdulera hasta la marquesa más encopetada, llevan todas las mujeres en la liga su navaja de Albacete, que tanto en la tabernas de Lavapiés como en los salones de la aristocracia no se baila más que el bolero, la cachucha y el fandango; que las señoras fuman cigarrito de papel, y que los hombres somos todos toreros y matachines de capa parda, trabuco y sombrero calañés. He aquí por que al dar una idea de nuestras costumbres, me propongo ser tan exacto como imparcial»[12]. Tres años antes, Enrique Gil y Carrasco había afirmado que los extranjeros se empeñaban «en no ver en los españoles sino árabes»[13].
Mérimée fue uno de los máximos propagandistas de esta pasión por una España pura y salvaje, realizando no menos de nueve viajes por la península (1830-1864). En sus Cartas de España (1830) afirmaba que, tras haber recorrido Andalucía durante varios meses, jamás se topó con ningún bandido, a pesar de oír hablar constantemente de ellos. Antes que caer en las redes de Luis Candelas, era peor tener que vérselas con algunos venteros y posaderos que estrujaban la bolsa de lo lindo —poco que ver con un ensayo para ejercitar su masculinidad— sin que el viajero pudiera sacar sus armas defensivas (que echaba de menos un intrépido Théophile Gautier). Para Richard Ford las posadas españolas admitían una fácil catalogación según categorías, pues podían clasificarse entre malas, peores y pésimas[14]. En el lenguaje popular aún se dice aquello de «¡A robar a Sierra Morena!», y en versión castellana «¡A robar al Monte de Torozos!»[15].
Temidos brigantes, delincuentes de carne y hueso o imaginados bandoleros fueron desapareciendo en la larga noche del siglo xix [figs. 11-12]. Desvaneciéndose mientras amarillearon las viejas estampas frente a las que habían suspirado muchachos sedientos de aventura y muchachas ávidas de héroes intrépidos. El alma de charol, las manchas de tinta y cera y las herraduras negras terminaron con tanto compadreo popular y tan silentes ardores sin contemplar jamás la aurora: «Jorobados y nocturnos,/ por donde animan ordenan/ silencios de goma oscura/ y miedos de fina arena».
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[1] La litografía fue publicada sin ficha catalográfica alguna en La ciudad frente a Napoleón. Bicentenario del sitio de Ciudad Rodrigo de 1810. Catálogo de la exposición, Salamanca, 2010, p. 43 y nº 46.
[2] El texto inferior bilingüe impreso en su base detalla: «Les brigands espagnols. La comtesse effrayée s´était évanouie et ne reconnaissait pas tout son malheur. Quand elle rouvrit les yeux un spectacle horrible s´offrit à sa vue, le cadavre de son mari était là gisant, les brigands après s´être partagé les dépouilles, jouaient aux dés leur malheureuse victime, et la comtesse allait devenir la proie de l´un de ces forcenés, lorsqu´un détachement de troupe survint, coucha en joue les brigands, en tua plusieurs, mit les autres en fuite et délivra la comtesse. Los salteadores españoles. La condesa se desmayó aterrorizada y no se percató de ninguna desgracia. Cuando abrió los ojos pudo contemplar un espectáculo horripilante, el cuerpo de su marido estaba allí tumbado, los ladrones después de compartir el botín, se jugaban a los dados a su desgraciada víctima, y la condesa se convirtió en la presa de uno de estos desalmados, antes de que un destacamento sorprendiera a los bandoleros, matando a varios, haciendo huir al resto y rescatando a la condesa».
[3] Condes de Murillo de Río Leza, de apellido Ramírez de Arellano, rama segundona de los señores de Cameros, que integró los linajes Ledesma, Portillo-Calderón (Valladolid), Pérez (Guadalajara), Rueda-Herrera-Zuazo (Logroño) y de la Torre-Andino, disfrutando además del mayorazgo de Ahumada (Medina del Campo), Butrón, Calceta, Navamorcuende, Ávila y Cuadra (Ávila), Barrasa (Talavera de la Reina) y Sellán y Cavero (Logroño), incorporando en 1814 el marquesado de Villanueva de Duero, más otros que le venían de antiguo como el señorío de Villamarciel, el vizcondado de Villagonzalo de Pedernales y el condado de Villariezo (del linaje de los Riaño-Orovio, más otros derechos de los Carvajal (Cáceres), Dávila, Gaceta, Guzmán, Lantadilla, Mazuero, Menchaca, Meneses, Mercado, Robles, Tapia, Tello y Toledo) y los mayorazgos de Brizuela y Suárez de Toledo. Cf. Pedro A. PORRAS ARBOLEDAS, «Inventario del archivo del conde de Bornos», Espacio. Tiempo y Forma, Serie III. Historia Medieval, 8 (1995), p. 186; Javier MORENO LÁZARO, «Administración y rentas del patrimonio rústico del estado de Bornos, 1814-15», en ¿Interés particular, bienestar público?: grandes patrimonios y reformas agrarias, coord. de Ricardo Robledo Hernández y Santiago López, Zaragoza, 2007, pp. 185-222.
[4] Francisco Javier GONZÁLEZ MARTÍN, «La Guerra de la Independencia en la novela histórica: guerra de cruzada e ideología liberal en el escuadrón del brigante, de Pío Baroja», en La Guerra de la Independencia. Estudios, coord. de José Antonio Armillas Vicente, Zaragoza, 2001, vol. 2, pp. 995-1014. Vid. además Jean-René AYMES, «La Guerrilla española (1808-1814) en la literatura testimonial francesa», en idem., vol. 1, pp. 15-34; Pedro PASCUAL MARTÍNEZ, «Frailes guerrilleros en la Guerra de la Independencia», en idem., vol. 2, pp. 775-798; Mateo MARTÍNEZ, «Los guerrilleros y la Guerra de la Independencia: Conciencia nacional y voluntad de defensa», en Lerma y el Valle del Arlanza. Historia, Cultura y Arte, ed. de Adriano Gutiérrez Alonso, Burgos, 2001, pp. 121-142; Charles J. ESDAILE, «Los guerrilleros españoles, 1808-1814: el gran malentendido de la Guerra de la Independencia», Trienio. Ilustración y Liberalismo, 42 (2003), pp. 55-76; id., «Guerrilleros, bandidos, aventurares y comisarios: la historia de Juan Downie», Alcores. Revista de Historia Contemporánea, 5 (2008), pp. 109-132; Ronald FRASER, «Identidades sociales desconocidas. Las guerrillas españolas en la Guerra de la Independencia, 1808-1814», Historia Social, 46 (2003), pp. 3-24; id., «La guerrilla», en Madrid 1808. Guerra y territorio. Ciudad y protagonistas, Madrid, 2008, pp. 102-118; Antonio CAUDEVILLA MONTESERÍN y Santiago SAIZ BAYO, «Los guerrilleros de la Guerra de la Independencia», Ejército de Tierra Español, 811 (2008), pp. 32-49; Antonio MOLINER PRADA, «Rebeldes, combatientes y guerrilleros», Mélanges de la Casa de Velázquez, 38/1 (2008), pp. 115-134; id., «La articulación militar de la resistencia: la guerrilla», Trocadero. Revista del Departamento de Historia Moderna, Contemporánea, de América y del Arte, 20 (2008), pp. 45-58; Wifredo RINCÓN GARCÍA, «Imagen de los guerrilleros que lucharon en la provincia de Burgos durante la Guerra de la Independencia», en Burgos en el camino de la invasión francesa 1807-1813, Burgos, 2008, pp. 42-57; Begoña TORRES GONZÁLEZ, «La Guerra de la Independencia. Una visión desde el romanticismo», en La Guerra de la Independencia. Una visión desde el romanticismo. Fondos del Museo Romántico, Segovia, 2008, pp. 34-41; Juan José MARTÍN GARCÍA, «La Sierra de la Demanda durante la Guerra de la Independencia (1808-1814): algunos aspectos económicos y sociales del conflicto», Investigaciones Históricas. Épocas Moderna y Contemporánea, 29 (2009), pp. 153-172.
[5] Carlos REYERO HERMOSILLA, «Guerrilleros, bandoleros y facciosos: el imaginario romántico de la lucha marginal», Anuario del Departamento de Historia y Teoría del Arte, 20 (2008), p. 144.
[6] Vid. Ana Isabel RODRÍGUEZ ZURRO, «Causas y primeros movimientos de la insurrección popular vallisoletana durante la Guerra de la Independencia», Spagna Contemporanea, 24 (2003), pp. 1-24.
[7] Fernando PÉREZ RODRÍGUEZ-ARAGÓN, «El marco histórico», en Tesoros de la Guerra de la Independencia en el Museo de Valladolid, Valladolid, 2008, pp. 18-20.
[8] Xavier ANDREU MIRALLES, «La mirada de Carmen: el mite oriental d´Espanya i la identitat nacional», Afers. Fulls de recerca i pensament, 48 (2004), pp. 347-367.
[9] Francisco CALVO SERRALLER, La imagen romántica de España. Arte y arquitectura del siglo xix, Madrid, 1995, p. 20.
[10] REYERO, op. cit., p. 146.
[11] Nicolás ORTEGA CANTERO, «Los viajeros románticos extranjeros y el descubrimiento del paisaje de España», Revista de Dialectología y Tradiciones Populares, LVII/2 (2002), pp. 225-244. Vid además Francisco CALVO SERRALLER, «Los viajeros románticos franceses y el mito de España», en Imagen Romántica de España, Madrid, 1981, vol. II, pp. 19-28; id., La imagen romántica de España…, pp. 79-80; Nicolás ORTEGA CANTERO, «El paisaje de España en los viajeros románticos», Eria. Revista Cuatrimestral de Geografía, 22 (1990), pp. 121-137; id., «Romanticismo, paisaje y Geografía: los relatos de viajes por España en el primera mitad del siglo xix», Eria. Revista Cuatrimestral de Geografía, 49 (1999), pp. 121-127; Esther ORTAS DURAND, «La España de los viajeros (1755-1846): Imágenes reales, literaturizadas, soñadas…», en Los libros de viaje: Realidad vivida y género literario, coord. de Leonardo Romero Tobar y Patricia Almarcegui Elduayen, Toledo, 2005, pp. 48-91.
[12] ANDREU MIRALLES, op. cit., p. 366. Sobre las mitificaciones en los albores del anarquismo rural y el pensamiento social agrario a raíz del endeudamiento progresivo, vid. Francisco ENTRENAN DURÁN, «Entre el conservadurismo y la idealización romántica. La España tradicional en el imaginario social y literario», Barataria. Revista Castellano-Manchega de Ciencias Sociales, 11 (2010), pp. 57-72. Tampoco convendría despreciar el estudio de ciertas seguidillas populares oponiéndose a los invasores galos (cf. Marie-Catherine TALVIKKI CHANFREAU, «Repli ou défi d´un genre musical chanté et dansé comme représentation politico-culturelle d´une état-nation: résistances exprimées de 1808 à 1814 par l´école bolera dans la mémoire collective espagnole», Pandora. Revue d´Études Hispaniques, 8 (2008), pp. 105-125, en esp. 116-117).
[13] Xavier ANDREU MIRALLES, «¡Cosas de España! Nación liberal y estereotipo romántico a mediados del siglo xix», Alcores. Revista de Historia Contemporánea, 7 (2007), p. 39.
[14] Emilio SOLER PASCUAL, «El trabuco romántico. Viajeros franceses y bandoleros españoles en la Andalucía del siglo xix», pp. 687-699, ed. electrónica en http://www.culturadelotro.us.es/pdf/3solerpascual.pdf (consultada en septiembre de 2012).
[15] Vid. Ángel LERA DE ISLA, «Aportaciones del folklore a la lengua castellana», Revista de Folklore, 43 (1984), pp. 8-11.