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Revista de Folklore número

373



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Cuando Dios hace temblar la tierra. Ciencia, providencialismo y magia ante los terremotos en la cultura española (siglos XVI-XVIII)

GELABERTO VILAGRAN, Martí

Publicado en el año 2013 en la Revista de Folklore número 373 - sumario >



Resumen: Este estudio aborda la problemática de las relaciones entre ciencia, discurso religioso y magia frente a los terremotos en el marco cultural de la España del Antiguo Régimen. El discurso providencialista sobre los orígenes de los terremotos inserta la reflexión científica oficial y deviene una importante arma de la propaganda católica contrarreformista en su política religiosa de difusión de la pastoral del terror como procedimiento de reforma moral de las costumbres. La Iglesia afirma la indiscutible supremacía de los recursos espirituales ofrecidos por la liturgia cristiana como la única vía para amortiguar las trágicas consecuencias de los seísmos y traer así el sosiego a una población atemorizada por el temblor de tierra, frente a la incapacidad de la magia tradicional para ofrecer la demanda urgente de auxilio que la gente imploraba.

Palabras clave: Terremotos, Astrología, Religiosidad, Magia.

WHEN GOD MAKES THE EARTH TREMBLE. SCIENCE, PROVIDENTIALISM AND MAGIC AGAINTS EARHQUAKES IN SPANISH CULTURE (xvi-xviii CENTURIES)

Abstract: The providential discourse on the origins earthquakes is an important weapon of catholic propaganda in his religious policy of the pastoral outreach of terror as a process of moral reform. The Church affirms the undisputed supremacy of the resources offered by the christian liturgy as the only way to cushion the tragic consequences of earthquakes and thus bring peace to a town terrorized by the earthquake, compared to the inability of traditional magic to provide urgent relief demand that people requested.

Keywords: Earthquakes, Astrology, Religiosity, Magic.

INTRODUCCIÓN

La temática de estudio de las relaciones entre ciencia, religión y magia de la naturaleza en el marco de la cultura española de la Edad Moderna ha sido, generalmente, objeto de insuficiente atención por parte de la historiografía de nuestro país, especialmente en su vertiente analítica concerniente a las interacciones culturales y de orden físico establecidas entre los hombres y los diversos fenómenos geológicos, pese a su vital importancia dentro de una sociedad fundamentalmente agraria, y que dependía básicamente para su supervivencia de una regular y abundante producción agrícola, condición esta que no siempre se daba a consecuencia de severas adversidades geológicas que arruinaban tierras cultivables, rompían montañas, desviaban cursos de agua, destruían edificios y llevaban la muerte en forma de violentos terremotos.

El objeto central de análisis es ver cuáles eran las diferentes interpretaciones elaboradas por la cultura docta europea para explicar las causas que daban origen a devastadores seísmos, en tanto que fenómenos naturales y religiosos a la vez; y las respuestas de carácter defensivo ofrecidas ante estas mortíferas amenazas en un período donde ciencia, religión y superstición se hallaban íntimamente relacionadas.

LOS TERREMOTOS Y SUS DIVERSAS INTERPRETACIONES

a) La síntesis medieval: la interpretación aristotélico-cristiana

La cultura europea occidental de la Baja Edad Media construirá su particular teoría explicativa de los movimientos telúricos fusionando la tradición cultural pagana de la Antigüedad clásica heredera de las enseñanzas del filósofo griego Aristóteles (384 a. C.-322 a. C.) con la interpretación cristiana de la filosofía escolástica elaborada por santo Tomás de Aquino en el siglo xiii. Tras el derrumbe de la cultura clásica latina, las enseñanzas del pensador macedonio y de los sabios de la Antigüedad cayeron en el olvido antes de ser reintroducidas en Europa durante la segunda mitad del siglo xii gracias a las traducciones árabes[1]. Las teorías aristotélicas sobre la naturaleza geológica terrestre son recuperadas por la escolástica tomista un siglo después.

El saber sismológico de la filosofía natural griega fue conocido por los europeos a través de la traducción de su obra Meteorológica, el tratado de física terrestre más leído y comentado hasta el siglo xvii. En España fue un texto difundido a través de los comentarios de los autores escolásticos de la Baja Edad Media y transcrito directamente de la lengua griega al latín por Juan Ginés de Sepúlveda en 1531. En castellano fue traducido por primera vez por el licenciado Murcia de la Llana en 1615.

Según la interpretación aristotélica, los temblores de tierra estarían originados por la existencia de unos «vientos subterráneos» (pneuma) generadores de extraordinarias corrientes de aire caliente formadas por la acción combinada de la humedad y el calor. La corriente de viento impetuoso dará origen al terremoto cuando no encuentre una vía de escape exterior que libere la energía acumulada en el subsuelo y la misma presión interna provoque una explosión subterránea. Para el filósofo macedonio la mayoría de los terremotos se desencadenan en regiones caracterizadas por poseer una corteza terrestre porosa y abundante en cavidades que facilita la absorción de la humedad procedente de ríos, mares y lluvias, elemento indispensable para su generación en las profundidades terrestres[2].

A partir de la segunda mitad del siglo xvii, la interpretación natural de la fenomenología sísmica conoce una importante renovación por las aportaciones de la teoría sismogénico-organicista del jesuita Athanasius Kircher formulada en su libro Mundus subterraneus (1665), obra de referencia fundamental para la mayoría de los tratados posteriores de geología interna terrestre[3]. Para el religioso alemán, el origen del terremoto no se encuentra en el viento subterráneo (pneuma), sino en un «fuego» interno central que desencadena todo el proceso sísmico posterior. Kircher concibe el interior de la Tierra como un gran organismo en cuyo seno se ubican toda una serie de cavidades y canales comunicados entre sí. El sabio germano dice que en el subsuelo terrestre están depositadas ingentes cantidades de azufre y otras materias inflamables (salitre, betún, diferentes clases de carbón) que entran en combustión en determinado momento a causa de un proceso interno de «fermentación» de esas substancias en los abismos profundos del planeta al ser impregnadas por los vapores húmedos procedentes especialmente de las filtraciones del agua de lluvia. El aire encerrado en aquellos lugares es propulsado por el fuego que lo pone rápidamente en movimiento, alcanzando velocidades increíbles en su viaje a través de las venas internas terrestres. Si la corriente de aire caliente subterránea encuentra una importante resistencia geológica por la composición pétrea del terreno, el vapor cálido halla el camino obstaculizado y lo obliga a constreñirse en un espacio estrecho para, finalmente, estallar con sacudidas extremadamente violentas y destructoras. A medida que la fuerza energética de propulsión del aire condensado disminuye, va desacelerándose progresivamente la intensidad de las sacudidas sísmicas bajo la forma de réplicas secuenciales de mayor a menor grado de virulencia. Por esta razón, la gran conmoción inicial que acompaña a los grandes terremotos disminuye con el tiempo[4].

La teoría aristotélica tradicional mantenía en la España del dieciocho mucha popularidad; la prueba es la abundante literatura publicada sobre el tema de la conveniencia de excavar pozos y dar salida así al aire aprisionado en el interior de las cuevas subterráneas de la tierra a fin de evitar los terremotos. A este respecto, Gutierre Joaquín Vaca de Guzmán (1733-1804), escritor y jurisconsulto sevillano, publica en 1779 una obra: Dictamen sobre la utilidad, o inutilidad de la excavación del Pozo-Airón, y nueva abertura de otros pozos, cuevas y zanjas para evitar los terremotos. Este autor parte de la antigua creencia de que los musulmanes habían abierto un pozo, el Pozo-Airón, en las afueras de la ciudad de Granada, delante de la puerta Elvira, con el fin de permitir que por su abertura escapasen las corrientes de aire caliente productoras de terremotos.

Para la teología escolástica medieval, la explicación aristotélica de los terremotos razonada por la existencia de una circulación de vientos subterráneos en las cavidades de la tierra está sometida inexorablemente a la voluntad divina. Era el medio natural que empleaba Dios para castigar a la humanidad. La idea de que los seísmos pudieran ser a veces de origen natural, y en otras ocasiones causados o permitidos por Dios como procedimiento cruel para que los humanos expiaran sus pecados, no es un razonamiento propio de la Edad Media.

La interpretación natural sin intervención divina era considerada herética. De un modo general, las explicaciones venían determinadas por una solución de compromiso, interrelacionando las causas teológicas con las geológicas, las unas complementaban a las otras. En 1248, un temblor de tierra colosal rompió literalmente el monte Granier, cerca de Chambery, en Saboya, siniestro en el que perdieron la vida más de mil personas. El cronista inglés Matthew Paris daba como causas «un temblor de tierra provocado por los vientos en las grutas de las montañas» (visión aristotélica), y a la venganza divina dirigida contra los habitantes de la región (interpretación cristiana), en una doble argumentación racional y sobrenatural a un mismo tiempo (Berlioz 1998, 33). La causa primera de los terremotos no eran los «vientos subterráneos» de los que hablaba Aristóteles, sino el «soplo divino» movido por Dios para atemorizar a la humanidad, señales divinas de advertencia del final del mundo. Las causas naturales son consideradas como principios secundarios de la manifestación sísmica, siempre controladas por la autoridad divina. A este respecto, Bernard Vincent (118) dice que las concepciones fatalistas sobre los terremotos, la creencia de que los seísmos eran castigos divinos, fueron dominantes en la península ibérica durante la Edad Media y Moderna[5]. Solamente a partir del siglo xviii empiezan a superarse las ideas providencialistas. Hasta entonces, nadie en España osaba poner abiertamente en entredicho la vigencia dogmática de la teología tomista del doctor Angélico sobre la realidad de la intervención divina en la producción de terremotos. Las explicaciones naturales de los fenómenos sísmicos no cuestionarán nunca la causa primera detonante del seísmo: la voluntad de Dios. La idea de que los temblores de tierra son muestras del enfado de la divina providencia hacia los hombres representa un claro retroceso de la intelectualidad europea medieval y renacentista con respecto a las posiciones mantenidas por algunos autores de la Antigüedad clásica.

b) La interpretación astrológica

Los tratados de fenomenología sísmica incluían la descripción de signos anunciadores de futuros terremotos como advertencia para prevenir sus mortíferas consecuencias. A esta cuestión le dedican algunas páginas José Zaragoza[6] y Tomás Vicente Tosca[7]. De su parte, Diego de Torres Villarroel[8] y Gerónimo Cortés[9], quizá los dos autores de almanaques de pronósticos que gozaron de una mayor difusión editorial en la España del Antiguo Régimen, también recogen en sus escritos la lista de señales que preceden a los seísmos. Una serie de anomalías astronómicas, geológicas y de comportamiento animal avisan del peligro sísmico inminente:

«Cuando apareciere algún cometa de color negro, rubio o verde, denota terremoto. Cuando el mar se hinchare o alterare sin hacer viento, señala terremoto y grande tempestad. Cuando las aves se asientan despavoridas, denotan terremotos. Cuando el agua de los pozos se enturbiare, y se sintiere mal olor, sin causa exterior, denota terremoto, y muy presto. Cuando los animales en el campo se vieren que van espantados, denotan terremotos» (Cortés, 264).

Ciertas señales celestes anunciaban a menudo una futura catástrofe sismológica. Para la cultura científica del Renacimiento y de gran parte de la Edad Moderna, la aparición de determinados signos en el firmamento, como eclipses o cometas, era un aviso de próximas calamidades y de posibles terremotos en las tierras sobre las que se avistare el fenómeno astral. Los apologistas del catastrofismo sideral justifican sus razonamientos en ciertos pasajes bíblicos. Las Sagradas Escrituras señalan que la muerte de Jesucristo en la cruz fue seguida de un espectacular eclipse de sol que sumergió la zona en la más profunda de las oscuridades y estuvo acompañada de un fuerte terremoto.

A lo largo de la Edad Media, se asoció a los eclipses con acontecimientos funestos como temblores sísmicos. En un documento astrológico del siglo xi guardado en la Biblioteca Laurenciana (Florencia), se transcribe los comentarios de un viejo manuscrito griego en relación a las posiciones planetarias más favorables o contrarias para la producción de terremotos (Droelans, 67). En la atmósfera cultural de la España del siglo xvi se pensaba que los eclipses de sol y de luna acarreaban una fuerte concatenación recíproca de influencias celestes y terrenas en los lugares donde se manifestaba. Sobre este particular, Bernardo Pérez de Vargas, astrólogo y naturalista madrileño, escribe en su obra Repertorio perpetuo o fábrica del universo publicada en la ciudad de Toledo en 1563 lo siguiente:

«La constelación de los eclipses de Sol y de la Luna, que es una conjunción y oposición central de los tales dos planetas que puntualmente se causa en el tránsito de su elíptica línea en ciertos lugares y términos, es una fuerte constelación y poderosa que influye en las cosas inferiores y dura su influencia mucho tiempo» (Pérez de Vargas, 47).

Las mutaciones que podían llegar a causar sobre el aire de la Tierra los eclipses iban parejas al dominio que pudieran ejercer entonces ciertos planetas considerados temibles por su naturaleza intrínseca, extendiéndose su influjo como mancha de aceite, tanto a la esfera natural como a todos los actos de la vida humana. Las mayores anomalías ocurrían cuando el planeta dominante del eclipse era Saturno, Marte o Mercurio. Por el contrario, los efectos más beneficiosos los reportaban Júpiter y Venus. Por los colores que desprendía el eclipse y el de las nubes situadas en su entorno se deducía cuál era su astro planetario ascendente y la interpretación que había de darse al fenómeno. La razón descansaba en la creencia de que cada planeta tenía la virtud y la fuerza suficientes para atraer hacia las capas del aire superiores de la atmósfera ciertos vapores que se desprendían de la corteza terrestre. Pérez de Vargas incide en este aspecto:

«Por los colores que se representaren en la boca del eclipse y por el color de las nubes a ellas cercanas y circunstantes se conocerá que planeta es su señor y el significado de los efectos que a su causa sucederán. La razón de los colores es que son unos vapores y exhalaciones levantadas por el aire por la virtud del planeta señor del eclipse que están debajo del sol y de la luna, como está el acero de la piedra imán, los cuales vapores y nubes difieren en variedad y densidad según las diversas virtudes de los planetas. Y así porque Saturno condensa el aire alzando vapores de la tierra gruesos tienen los tales vapores el color negro. Marte atrae y levanta secas exhalaciones sutiles o inflamables, por ello se encienden y representan el color bermejo. Y si el tal color es muy extendido y ocupare mucha parte del cielo o todos los cuerpos del sol o de la luna, está claro que la virtud del tal eclipse y del planeta señor del es grande; y por ello se sentirá en la mayor parte de los lugares y tierras sobre los que se significare» (Pérez de Vargas, 48).

En el pronóstico del eclipse solar del 12 de julio de 1684, fray Leonardo Ferrer, a la sazón catedrático de matemáticas en la Universidad de Valencia, explica la naturaleza especialmente mortífera del fenómeno astronómico por producirse bajo el dominio del signo de Cáncer y la influencia nefasta del planeta Saturno[10]; cuyos maléficos efectos serán particularmente percibidos en las naciones sujetas a las influencias astrales de esta casa zodiacal. Este astrólogo afina más su vaticinio señalando las tierras en que se manifestarán los rigores extremos del eclipse: Francia, Numidia (nombre romano de la parte septentrional de África, correspondiente casi por completo a la actual Argelia), Turquía, y las ciudades de Luca, Pisa, Mantua, Lisboa y Granada. Las penalidades empezarían a presentarse en el mes de enero del año siguiente y se prolongarían por espacio de tres años, siendo 1687 el período más crítico para que se produjeran terremotos.

Las convulsiones que causaban los eclipses iban casi siempre paralelas a la aparición de cometas en el cielo: «Y al mismo tiempo que comienzan a reinar en la tierra sus efectos, un poco antes o en los mismos principios aparecerán cometas e inflamaciones y fuegos de diversas especies y formas» (Pérez de Vargas, 48). En el siglo xvi, se creía que los cometas se engendraban en la misma tierra, a semejanza de los nublados, como consecuencia de la evaporación terrestre de los océanos, mares y tierras húmedas. Se seguía el modelo establecido en la Antigüedad por Aristóteles, heredado de la Edad Media, que consideraba a los cometas como simples meteoros, al igual que la lluvia, el granizo o el relámpago, concebidos como llamaradas de emanaciones peculiares causadas por el propio calor de la superficie de la tierra. Los cometas eran anomalías de la atmósfera, meteoros de origen natural con particularidades especiales, producidos cuando las emanaciones vaporosas procedentes del calentamiento solar terrestre ascendían hasta la región «sublunar» que se creía rodeaba al planeta, y una vez allí se incendiaban espontáneamente (Thorndike, 5-7). De este modo, los cometas no podían ser otra cosa que señales de viento y de sequía causados por vapores de aire seco terrestre incendiados. Las cenizas desprendidas por el calor de la cola del cometa durante su tránsito terrestre infectan el aire y el suelo de los lugares sobre los que se precipitan si las influencias astrales son desfavorables.

El avistamiento de un cometa presagiaba grandes calamidades: enfermedades infecciosas y catástrofes naturales como terremotos (Yeomans, 59-66). En el pronóstico del cometa aparecido el día 12 de abril de 1677, el astrólogo Bartolomé de Aguilar vaticina un cúmulo de infortunios sobre las naciones y ciudades afectadas por su tránsito a causa de la naturaleza perversa del planeta Saturno, bajo cuya influencia astral se formó[11]. Según sus apreciaciones, este cometa saturniano traerá desdichas sobre una amplia parte de Asia y de la Europa del sur, especialmente Grecia, Turquía, islas del mar Menor y en menor medida Francia, con un elevado riesgo de padecer una fuerte sacudida sísmica en los lugares habitualmente favorables a causa de la particular composición geológica de sus terrenos:

«El cometa anuncia desgracias en los mercaderes, y malas correspondencias, trabajos, y dolores, particularmente en las mujeres, abundancia de ladrones, castigos ejemplares dellos, cautiverios en los corsarios, falta de mantenimiento y carestía, falta de agua, tienen peligro de un grande terremoto donde los acostumbra aver» (Bartolomé de Aguilar, documento sin numerar).

La Iglesia admitía los pronósticos cometarios confeccionados por los astrólogos siempre que no pusieran en entredicho la cuestión teológica de la omnipotencia divina y del libre albedrío de las personas, la capacidad del hombre de modificar el destino sin estar sujeto a las leyes de la naturaleza astral (Vernet, 428). Los intentos de subordinar la voluntad de los hombres a los designios de los astros con la finalidad de adivinar los acontecimientos futuros eran incompatibles con la libertad humana. Se salvaban de la fulminante condena los pronósticos que se limitasen a conjeturar aspectos o tendencias interpretativas de las conjunciones planetarias, pero jamás se aceptaron pronósticos sobre la base de prever el futuro.

La ciencia astrológica sirve a veces de maravilla a la institución eclesiástica como altavoz de propaganda de su doctrina. La predicación religiosa pone énfasis en asociar la aparición de cometas con señales divinas colocadas en el firmamento celeste para anunciar algunos acontecimientos de extraordinario alcance para la historia de la humanidad, como la estrella errante que guió a los reyes de oriente hasta el lugar de nacimiento de Jesús. Así lo expresa el dominico Rafael Poch —catedrático de teología en la Universidad de Perpiñán y uno de los más activos predicadores de finales del siglo xvi y primer tercio del seiscientos en Cataluña— en un sermón pronunciado en el día de la festividad de los Reyes Magos (6 de enero) del año 1585 en el convento de San Félix de la Orden de Predicadores de la ciudad de Gerona, cuando evoca el espectacular cometa visto en el horizonte el 25 de septiembre de 1577[12] que tanta impresión causó entre la ciudadanía de Barcelona[13].

Los eclipses y los cometas anunciaban catástrofes que bien podían proceder de la mano de Dios. La divina providencia podía usar de ellos para castigar a la humanidad como mensajeros astrales de la cólera celestial: «Dios Nuestro Señor suele permitir los tales eclipses, para atemorizarnos y reformarnos en nuestros vicios, señalándonos que con nuestros continuos pecados lo tenemos ocasionado a que use de su ira y castigo contra nosotros». (Ferrer, documento sin numerar). El célebre e insigne predicador jesuita portugués Pedro Antonio Vieira (1608-1697) defendía que los cometas eran «avisos, señales o voces de Dios» empleados por el Creador del universo para que la humanidad entera reconociera su presencia[14]. El fraile lusitano es rotundo al respecto: «Después que los profetas callaron, comenzó Dios a hablar por los cometas, que es la lengua universal de mayor majestad y horror de que usa extraordinariamente en sus tiempos, o en casos graves, como no se puede dudar al presente» (Cit. Freitas Mourao, 76-98)[15]. Dios determina los sitios exactos en los que se producirá la concentración de vapores que dará lugar a la creación del meteoro ígneo y la dirección que tomará el cometa recién creado en su trayecto estelar, o trasladar a determinadas partes de la bóveda celeste otros cometas ya formados de un modo natural sobre una serie de territorios escogidos donde se manifestase la ira divina[16].

Los malos influjos planetarios pueden, sin embargo, ser siempre neutralizados por la acción de las oraciones o la intercesión de los santos para rogar a Dios que varíe el curso previsto de la naturaleza celeste (Bethencourt, 45). Solo el dolor de una verdadera contrición espiritual podía aplacar la cólera del Creador, como lo expresa Esteban Casellas, teólogo y matemático catalán, en su pronóstico del cometa aparecido el 14 de noviembre de 1664: «Todos estos efectos que significan los cometas, y astros pueden frustrar las oraciones de un justo, y la intercesión de un Santo, que ruegue a Dios por su pueblo, con que los Christianos no estamos tan sujetos a las contingencias de los astros»[17]. La misma opinión expresa Cristóbal López en su pronóstico del eclipse de sol del 12 de julio de 1684[18]. La divina providencia puede dejar obrar a la naturaleza astral o cambiar los malos presagios por otros signos positivos si los hombres se acogen a la misericordia celestial con un compungido arrepentimiento:

«Las estrellas, y todas las demás criaturas celestes, y elementales, vienen sujetas a su soberana disposición, con todo esto les ha concedido cierto modo de libertad en el obrar; de cuyos efectos se ocasionan, o las venganzas de sus agravios, o se experimentan las liberalidades de su benigno amor, reservando para sí el corregirlos piadoso, o alentarlos justiciero, para que temerosos, o agradecidos, nos dispongamos a tan olvidada obligación, como es la enmienda de nuestras culpas, y satisfacción de sus muchos beneficios» (Cristóbal López, documento sin numerar).

Todavía en los inicios de la segunda mitad del siglo xviii, la súbita aparición de un cuerpo celeste errante surcando el cielo en la noche daba pie a muchas suposiciones descabelladas por increíbles. Para algunos, era el anuncio de la llegada de una inminente catástrofe de efectos inimaginables. En algunos casos la casualidad les otorgaba la razón. En la madrugada del día 1 de noviembre de 1755, pocas horas antes de que tuviera lugar el fatídico terremoto de Lisboa que tan elevado número de víctimas y destrozos materiales causó en la capital portuguesa, se observó en una buena franja del cielo del occidente peninsular un fenómeno luminoso que llamó la atención de la escasa gente que en aquellos instantes tuvo la oportunidad de verlo, dado lo intempestivo de la hora en que apareció, sobre las cinco de la mañana de aquella desgraciada jornada. Por las características relatadas por los testigos visuales que lo observaron, podría tratarse probablemente de un cometa o de la estela de luz desprendida por el choque de un meteorito al entrar en contacto con la atmósfera terrestre. El acontecimiento dio pábulo a los apologistas que defendían con ahínco los últimos reductos de la moribunda astrología y reactivó la polémica sobre el discurso religioso de un universo regido por la fuerza superior de la providencia divina (Martínez Solares y López Arroyo, 259). Isidoro Ortiz Gallardo —catedrático de matemáticas y astronomía de la Universidad de Salamanca en 1756, y sobrino de Diego de Torres Villarroel—, ferviente defensor de la teoría de los influjos planetarios sobre los terremotos, asocia en uno de sus escritos[19] el temblor de tierra lisboeta con la aparición del misterioso cometa: «No faltó este signo en el terremoto passado, pues aquella mañana a las quatro se vio una horrible estrella, que según me han informado, era un cometa barbato[20], yo no lo ví, pero dos sugetos de bien distintas partes, me lo han asegurado» (Ortiz Gallardo, 27). Según su opinión, los antecedentes del terremoto de Lisboa han de buscarse en el eclipse de sol acaecido en la mañana del día 26 de octubre de 1753 y cuyos efectos se prolongaron durante más de dos años y medio. En España, el ocultamiento solar fue observado en ciudades tan alejadas entre sí como Burgos, Tudela, Segovia o Málaga. El eclipse tuvo lugar con el ascendente zodiacal en sagitario y bajo la influencia planetaria de Marte y Saturno, señales precursoras de calamidades y de un formidable temblor de tierra: «Sequedad, irregulares fríos, carestía, penuria, y mortandad passada; y finalmente el terremoto sucedido» (Ortiz Gallardo, 21).

No obstante, las explicaciones de carácter astrológico para justificar el origen de los grandes seísmos que sacudieron la península en el transcurso del siglo xviii están prácticamente ausentes de la literatura religiosa y científica española de la época. En ninguno de los estudios científicos dedicados a los importantes terremotos que asolaron la zona levantina en 1748 se menciona la hipótesis de la influencia cósmica, pese al cometa aparecido sobre el cielo de Valencia cuatro años antes (Faus Prieto, 49).

INTELIGENCIAS ESPIRITUALES Y LITURGIA PROTECTORA FRENTE A LOS TERREMOTOS

Hasta finales de la Edad Media no se empezaron a contabilizar los sismos producidos en Europa, ni tampoco fueron estudiados de una manera científica: solo contaba la interpretación religiosa. Además, las fuentes narrativas de estos funestos acontecimientos fueron redactadas en su mayor parte por eclesiásticos, que veían por doquier la acción omnipresente de la mano del Dios Creador. De este modo, las informaciones nos han llegado deformadas y frecuentemente exageradas con la finalidad pedagógica de mostrar al pueblo cristiano hasta dónde podía llegar el espíritu destructivo divino contra las criaturas que él mismo había creado. Desde el punto de vista histórico, son mucho más fiables los documentos de carácter económico porque estas catástrofes conllevan destrucciones y reconstrucciones. En la historia de España, los movimientos sísmicos de mayor destrucción material y humana desde la segunda mitad del siglo xv hasta los últimos años del setecientos tuvieron a Andalucía y la zona sur de Levante como marcos geográficos casi exclusivos, territorios enclavados en una zona de elevada sismicidad[21], causada por el contacto entre las placas tectónicas del sur de Europa y el norte de África, en un extenso cinturón que se extiende desde las islas Azores hasta Sicilia.

El hecho de que fueran acontecimientos imprevisibles y episódicos en el tiempo, hacía materialmente imposible predecir de antemano las áreas precisas expuestas a las sacudidas telúricas y las eventuales medidas a tomar para disminuir los calamitosos efectos en los terrenos desgarrados por el temblor de tierra. Probablemente por estas razones, la religión católica jamás contó con una doctrina litúrgica específica dirigida a exorcizar a los demonios subterráneos causantes de los terremotos de los que nos habla la literatura demonológica de los siglos xvi y xvii. Sobre este asunto, el teólogo y jesuita Martín del Río, en su célebre tratado Disquisitionum magicarum (1599-1600)[22], establece una clasificación de las diversas clases de demonios según el lugar de residencia. Mientras que Satanás y los demonios de la más elevada jerarquía residen permanentemente en las cavernas del infierno, el resto de las legiones diabólicas vive diseminada por diferentes lugares de la Tierra con el fin de atormentar a la humanidad hasta el día del juicio final, cuando todos ellos y las almas de los condenados a padecer sufrimiento eterno sean arrojados a las tinieblas y encerrados para siempre en la morada infernal (Bologne 1993, 243). Basándose en el estudio detallado de las Sagradas Escrituras y de las divinidades paganas, ordena los espíritus infernales en seis categorías: ígneos, aéreos, terrestres, acuáticos, subterráneos y lucíferos. Los diablos que habitaban el subsuelo de la Tierra eran responsables de provocar las explosiones volcánicas y los seísmos, siempre que lo permitiera Dios como flagelo físico colectivo destinado a los cristianos por incumplir las leyes de la Iglesia:

«El quinto género se le llama Subterráneo porque vive en grutas y cavernas y en las más lejanas concavidades montañosas. Es de un efecto muy desagradable y ataca principalmente a aquellos que registran pozos y minas de metales o buscan tesoros escondidos en la tierra. Siempre están dispuestos a procurar la ruina del género humano, ya sea por grietas o por abismos, por vómitos de llamas o por hundimiento de edificios» (Cit. Flores Arroyuelo, 44-45).

La probabilidad de que los demonios subterráneos pudieran causar terremotos era un hecho que los espíritus ilustrados de la época no cuestionaban. En 1675, el matemático y astrónomo jesuita José Zaragoza, perteneciente a la escuela valenciana de los novatores, conjetura sobre las causas que desencadenaron un año antes el terremoto de Lorca (Murcia), sin excluir la posibilidad de la intervención demoníaca: «Muchas veces es efecto natural, otros lo causa Dios o permite al demonio para castigo del hombre» (Zaragoza, 243).

Ante las maldades de las potencias diabólicas subterráneas, los ángeles de la casa celeste son unos activos defensores frente las ofensivas de las hordas de Satanás. La Biblia habla de siete arcángeles protectores, pero solo revela el nombre de tres a los que la Iglesia tiene reservado día de culto: Miguel, Gabriel y Rafael. Los nombres de los cuatro restantes no aparecen citados en el libro cristiano. Conocemos sus apelativos (Uriel, Barachiel o Baraquiel, Jehudiel, Saetiel) por textos que no forman parte de las Sagradas Escrituras. La tradición literaria judía ofrece una amplia muestra del panteón angelical celeste (Schab 1989). En el Libro apócrifo de Enoch[23] y en el Apocalipsis de Esdras[24] se mencionan explícitamente a los ángeles protectores de las catástrofes naturales especialistas en conjurar el granizo y los terremotos: Raguel, Saraqael, Zutel, Rufiel, Fanuel, Gabulethon, Aker, Arphugitones, Beburos y Zebudeón[25]. En esta línea de pensamiento, Atenágoras, filósofo ateniense de la segunda mitad del siglo ii d. C., dice que hay ángeles encargados de regular el funcionamiento de la máquina del cielo y del subsuelo de la Tierra. La teología escolástica elaborará en el siglo xiii una doctrina específica sobre la creación, virtudes y potencialidades de los seres angélicos basada en gran parte sobre diversos escritos de la patrística medieval[26], teoría cosmogónica adoptada por el Concilio de Trento celebrado en aquella ciudad italiana entre 1545 y 1563, en que se consagra a los ángeles custodios como protectores especiales de naciones, ciudades e iglesias frente a las embestidas de la naturaleza atmosférica y subterránea.

El espiritualismo neo-platónico de la tradición mágica docta renacentista también posee su particular panteón de inteligencias espirituales con sus correspondientes atribuciones distintas a las elaboradas por el aristotelismo escolástico. La Edad Media hereda el saber cultural de la filosofía platónica enriquecida por las aportaciones de diversas corrientes herméticas de las antiguas magias caldea, bizantina y árabe-persa (Alverny, 122-138 y Lucentini, 404-450). Los filósofos neo-platónicos (Marsilio Ficino, Giovanni Pico della Mirandola, Simón de Phares, John Dee...) creían en la existencia de un alma o principio vital que guiaba los movimientos de los astros, gobernada por las inteligencias cósmicas en un entramado de correspondencias armónicas entre los planetas y los espíritus buenos o maléficos (DD.AA, 589-890). Los ángeles y los demonios desempeñan la función de intermediarios entre el mundo invisible y el material[27], y de los que se puede valer lícitamente el hombre para conocer los secretos de la naturaleza; un rol reservado a la Iglesia, en las antípodas de la ortodoxia romana (Bologne 1997a, 265). De este modo, el neo-platonismo aparece como una renovación vigorosa del cristianismo que se opone con fuerza a la cerrazón del dogma escolástico, una vía para revitalizar el espiritualismo católico (Kieckhefer, 262). El pensamiento filosófico renacentista neo-platónico se enriqueció por las influencias de la teoría demoníaco-astrológica de las inteligencias astrales formulada en el siglo xiv por Antonio de Montolvo, médico y astrólogo, profesor en las Universidades de Bolonia, Padua y Mantua, en sus obras De occultis et manifestis y Glosa super imagines duodecim signorum hermetis; y por Cecco d’Ascoli, astrólogo florentino quemado vivo por hereje en 1327 en la misma ciudad que le vio nacer, después de haber recibido una condena por idéntica acusación tres años antes en Bolonia. Según esta interpretación, el mundo astral está organizado en una estructura binaria de espíritus insertos en el interior de la cosmología mítica cristiana. La esfera celeste o supralunar es el lugar de la Gracia Divina y residencia de los ángeles buenos, espacio opuesto al mundo infraceleste o sublunar, poblado de ángeles malos que observan con nostalgia el orbe superior de donde fueron expulsados por desafiar al Creador (Walker 1958). Los espíritus malignos son identificados como inteligencias sub-astrales situadas bajo los planetas; algunos de ellos vagan en el aire, otros en la tierra, dueños absolutos de la naturaleza atmosférica y de los fenómenos sísmicos (Boudet, 400-408). Robert Fludd, médico y astrólogo inglés particularmente influenciado por esta corriente filosófica, dice en su Philosophia sacra et vera christiana seu Meteorologia cosmica (1626) que los malos vientos de las tempestades y los terremotos solo podían ser producidos por Lucifer y sus ejércitos siniestros, mientras que los arcángeles residentes en la región superior del cielo son encargados de mantener la estabilidad meteorológica y geológica de la Tierra. La explicación de que las inteligencias cósmicas rigen los destinos del clima y de la geología terrestre es condenada sin miramientos por la institución eclesiástica. La religión católica no admitía bajo ningún concepto que los espíritus puros poseyeran capacidad alguna para producir efectos en el mundo material si no mediaba la intervención milagrosa de la divinidad (Campagne, 539).

Frente a las inesperadas sacudidas violentas de la tierra, la Iglesia se arma de un repertorio espiritual de sistemas defensivos destinado a proteger a la población. El Misal Romano, libro litúrgico que contiene todos los ritos y oraciones para la celebración de la misa, publicado en 1570 y vigente hasta el Concilio Vaticano II (1962-1965), consigna las Oraciones tempore terremotos, reservadas para suplicar la ayuda divina cuando la tierra era sacudida por un importante terremoto en determinado lugar del planeta. El resto de las diócesis católicas imitaron su ejemplo, imprimiendo en sus libros litúrgicos unas plegarias especiales destinadas a tan funesta ocasión denominadas Pro terremotibus sedandis. En los rituales diocesanos de Barcelona impresos entre los siglos xvi-xix, se invocaba la ayuda intercesora de los santos patronos protectores de la ciudad —la Virgen de la Merced, santa Eulalia, san Jorge, los santos Inocentes, Ángel Custodio, san Sebastián, santa Madrona, san Fructuoso, san Olegario— para que dirigieran a Dios sus súplicas a fin de calmar la naturaleza geológica alterada por la cólera divina y poner término así al sufrimiento de muchos seres humanos. La diócesis de Vic, por su parte, tenía a los santos Justo, Luciano y Marciano como especiales abogados contra terremotos y tormentas de granizo. El ritual del episcopado vicense de 1688 consigna la breve oración:

«O Pie, misericors Domine Iesu-Christe, Filii Dei vivi, cui propium est misereri semper, parcere, non vis perdere hominen, sed salvare; oramus nos miseri peccatores inmensam clemenciam tuam ut meritis beatissimae virginis Mariae, precibus beatorum Martyrum tuorum Luciani, Marciani, sancti Iusti Confessori, omnium Sanctorum miseriaris nobis, parcas peccatis nostris, a terremotibus, aliis plagis, quas per nostris iniquitatibus patimur, tua magna misericordia eruamus, qui Ninivitis fidem tuam ignorantibus, pepercisti: nobis filiis tuis, ipsam fidem profitentibus, miseratus succoure; ut plus nobit profit tua, quae maior est pietas, quam nostra obststat iniquitas. Qui vivis» (Rituale Vicense, 345).

El cristianismo tampoco tuvo oficialmente un patrón universal contra los terremotos hasta el siglo xviii en la figura de san Emigdio, hecho sorprendente si lo comparamos con la ingente cantidad de protectores de carácter universal, nacional, regional y local existentes en el calendario cristiano para luchar contra las tempestades atmosféricas. Según la tradición hagiográfica, san Emigdio fue un obispo del siglo iv originario de la ciudad alemana de Treveris. Convertido al cristianismo, se trasladó a Roma bajo el pontificado de Marculo I. El Sumo Pontífice lo envió a evangelizar la tierra de Ascoli Piceno en Italia, consiguiendo en esta labor un gran número de conversiones. Sufrió martirio y muerte por decapitación durante la persecución del emperador Diocleciano. La Iglesia le rinde culto el 9 de agosto, y también en otras fechas según las tradiciones locales. Es protector contra los terremotos desde fecha no demasiado antigua. En el año 1703, un seísmo destruyó diversas ciudades de la Italia central pero Ascoli permaneció intacta. Rápidamente se extendió por toda la península italiana su fama de abogado celestial contra los temblores sísmicos. Iconográficamente, se le representa con las manos en alto sujetando los edificios de la ciudad. En el siglo xx conoció una gran popularidad en ciudades como Los Ángeles o San Francisco, situadas en terrenos de elevado riesgo sismológico, a través de las comunidades católicas inmigradas italianas. En el marco de la península ibérica, las imprentas de Granada sacan a la luz desde el siglo xviii hojas y pliegos sueltos acerca de la vida y martirio de san Emigdio, señal de la preocupación que generaban entre la población andaluza los desastres naturales de origen sísmico (Correa Ramón, 43-62).

Si bien el santo napolitano fue entronizado oficialmente por la Iglesia católica como protector oficial contra terremotos, a lo largo del siglo xviii hay reiterados intentos por parte de algunas órdenes religiosas en promocionar las virtudes taumatúrgicas de sus santos fundadores como garantes de la seguridad de las personas ante tan terribles eventos geológicos. Los seísmos de Roma de 1703 y de Palermo de 1726 fueron aprovechados por los oratorianos italianos para difundir la devoción a san Felipe Neri. En España, en ocasión de los importantes terremotos de la ciudad de Játiva (Valencia) y toda su región de los días 23 de marzo y 2 de abril de 1748 (Alberola 1999 y Faus Prieto, 35-50), cuyas réplicas se dejaron sentir durante dieciocho meses, se imprimieron relaciones de sucesos acerca del dramático acontecimiento vivido con referencias a los temblores de tierra que habían afectado el sur de la península italiana algunas décadas atrás, en las que se ensalzaba el prodigioso papel desempeñado por el padre fundador del oratorio como abogado intercesor de los humanos ante Dios para que detuviera el calamitoso castigo[28]. Tras el histórico terremoto de Lisboa de 1755, los jesuitas promocionaron el culto religioso a san Francisco de Borja como patrón protector contra terremotos[29]. Los clérigos regulares teatinos, por su parte, honraban con el mismo menester a san Cayetano de Thiene, padre fundador de la congregación y primer superior de la orden.

Solicitar el amparo de los abogados celestiales era la única vía posible de salvación en las crisis extremas humanas y materiales que seguían a un destructor terremoto. Un discurso fielmente recogido en las transcripciones de los sermones predicados en los meses inmediatamente posteriores al terremoto lisboeta, de preferencia en los lugares más afectados por la extraordinaria sacudida telúrica[30]. Su contenido es una prolongación de la pastoral del terror barroca que tanto agradaba a la orden de san Ignacio de Loyola, y que todavía gozaba de buena salud a mediados del siglo xviii, como lo certifican los sermones misionales del célebre sacerdote jesuita Pedro de Calatayud en la Castilla del setecientos (Rico Callado 2007). En un tono desgarrado de temor ante el alcance inimaginable de la respuesta del Creador a las infidelidades de los hombres, el jesuita Juan Baptista Thomati[31] exponía a su auditorio en un dramático sermón[32] las razones por las que la población de Écija (Sevilla) se salvó de la pavorosa tragedia que golpeó sin compasión otras partes de Andalucía. La principal razón esgrimida por el orador radicaba en la firme veneración que los habitantes de aquella localidad rendían a la Virgen del Valle, intercesora ante Dios para que librase a sus fieles devotos de la ira desatada del cielo: «Tremendo día el primero de noviembre, pues desnudando la espada de su justicia el Señor, y mirando la tierra, la hizo temblar, pero el auspicio de vuestra interposición contuvo el impulso de su ira, pues os miró a Vos, y en Vos la humildad» (Thomati, documento sin numerar). El seísmo derrumbó algunas casas, pero tan solo se contabilizó la muerte de un niño de seis años, poca cosa comparada con la destrucción que sembró en otras partes de la región no demasiado lejanas. En acción de gracias, el 25 de noviembre la imagen de la Virgen fue llevada en solemne comitiva desde la capilla donde habitualmente se le rendía culto, situada extramuros de Écija, hasta el templo parroquial de la Santa Cruz.

Las soflamas religiosas de algunos predicadores en proclamar la inminente aniquilación de todo rastro de vida en la Tierra por el advenimiento del Apocalipsis, final del mundo anunciado por el increíble terremoto, torturaba hasta el extremo las conciencias de la gente, ya de por sí acongojadas por la tragedia vivida. Para tranquilizar los espíritus atormentados de los habitantes de Sevilla y de su arzobispado, y no incrementar todavía más los temores de una población expuesta a los peligros de nuevas sacudidas telúricas como manifestaciones del furor de Dios, el vicario general de la archidiócesis, entonces máxima autoridad diocesana por encontrarse a la sazón la sede vacante de prelado titular, mandó que no se hiciesen procesiones públicas nocturnas de penitencia, ni predicasen los clérigos sermones durante las noches (Aguilar Piñal, 37-53 y Sánchez Blanco, 57-76).

La predicación de contenido providencialista no se limitó a la región andaluza, la más perjudicada por el temblor de tierra, sino que su influencia se extendió a marcos geográficos alejados del epicentro del terremoto, en localidades que sufrieron ciertos daños de consideración, como Calatayud y sus proximidades. En este empeño se esmeró el fraile de la orden de los Mínimos y calificador del Santo Oficio, Joseph Latre, en un sermón dedicado a san Emigdio[33], pronunciado en el convento de Nuestra Señora de la Vitoria en ocasión de la festividad del santo protector. El predicador explica las causas del terremoto bajo los cánones de la más estricta interpretación providencialista: el temblor de tierra fue causado por mandato de Dios a instancias de san Emigdio para enmienda moral de los hombres, usando de los medios naturales encerrados en la atmósfera subterránea de la Tierra, una explicación de compromiso que asocia la causa natural a la teológica cristiana:

«Las principales causas que concurren a la formación de terremotos son el fuego, y el ayre, según los physicos, que interiormente reconcentrados en las entrañas de la tierra encuentran una resistencia grande, con lo que mueven un terremoto, o temblor muy fuerte, pues ved el motivo, porque Dios, y Emigdio mueven los terremotos, para la conversión de los pueblos, porque como fuego, y ayre hallan en los ingratos corazones una gran pertinancia, en las ciegas voluntades una protectora rebeldía. Con que no admiréis que para vencer estos embarazos, apele a tan costosos arbitrios. Dios los causa por su infinita virtud, Emigdio los mueve con su intercesión. Solicítalos el santo contra las personas obstinadas, que atropella los Divinos preceptos, contra aquellos que haciendo gala de la maldad, son enemigos jurados de la virtud, contra los que desprecian los sólidos bienes del cielo, viven entregados a los sementados placeres del mundo, pero los sosiega a favor de los arrepentidos que de veras detestan sus pecados, en abono de los que dexando la carrera del vicio, procura dedicarse al Divino obsequio. Luego el medio para libertarte de sus rigores, y de las consecuencias que traen consigo tan fatales, será limpiar las conciencias, purificar las almas, que poco hace, pidas su auxilio con palabras, si le desvías de ti en las obras» (Latre, documento sin numerar).

El párrafo ejemplifica admirablemente la relación binaria de obligaciones recíprocas establecida entre los mediadores celestiales y la comunidad de fieles cristianos. Los laicos recurrían a los poderes taumatúrgicos de los santos para recuperar la salud y ponerse a resguardo de las catástrofes naturales. Sin embargo, los mismos protectores celestes que tantos favores otorgaban podían actuar a la inversa: provocar la enfermedad o llevar la desolación a la humanidad cuando se vulneraban flagrantemente las normas cristianas de convivencia. La hagiografía católica recoge y fomenta esta faceta del culto tradicional de los santos como instrumento idóneo para la reforma moral de las conductas humanas. Los santos no toleran actitudes de desprecio o negligencia en el correcto cumplimiento de las leyes cristianas. Cuando se quiebra el pacto de alianza mutuo entre los intercesores celestiales y la colectividad cristiana, sobreviene la hecatombe natural, la venganza del santo aflige a la sociedad entera con el mal del que habitualmente protege. Dios concede licencia a san Emigdio para liberar la fuerza indómita de la tierra y que la ruina de la destrucción siembre el caos en los lugares merecedores de tan atroz castigo. El temblor de tierra representaba una señal de la cólera del cielo que solo era posible aplacar con demostraciones públicas de sincero arrepentimiento.

En Barcelona y en el resto de municipios catalanes, el temblor de tierra fue ligero e imperceptible para la mayoría de la población (Rodríguez de la Torre, 329-353). Sin embargo, este hecho no amilanó al clero de la ciudad y no dejó pasar la oportunidad que le brindaba la coyuntura de predicar contra la corrupción de costumbres de la que a su juicio hacían gala los habitantes de la urbe barcelonesa. El terremoto de Lisboa era un aviso divino de la gran tragedia que podía esperar la capital del Principado si no corregía rápidamente las conductas escandalosas de una moral relajada. Las autoridades civiles y religiosas barcelonesas acordaron fijar un período de rogativas públicas encaminadas a reconciliarse espiritualmente con la divina providencia. Un religioso de la orden mendicante de los servitas lo expresa claramente en un sermón[34] predicado en diciembre de 1755 en el convento de Buen Suceso de Barcelona:

«¿Y tu Barcelona has quedado en pie, sin experimentar tan grande indignación del Sr.? Si, pero advierte, queda por ahora has passado sin castigo, no has passado sin amenaças. Ya te aviso el Sr. el primer día del mes passado con una pequeña insinuación del terremoto, amenaçandote con este tu total ruina, sino mudan totalmente de vida tus habitadores. ¿Tienen por ventura algún privilegio que no tuviesen aquellas ciudades arruinadas? ¿Se vive en esta más piadosamente que en aquellas? ¡Yo de aquellas no lo he visto, pero de esta, ojalá no fuesse tan manifiesto! ¿Dónde está la verdadera religión en esta ciudad? ¿ En las iglesias? No lo creo; pues se ve más devoción en las casas del juego, passa tiempo, y divertimentos, que no a la casa de Dios. ¿Está en la juventud? No, pues está tan mal enseñada, que más parecen hijos de gentiles, que no de cristianos”» (autor anónimo, fol. 333r).

La catástrofe de Lisboa alimentó explicaciones sobre las causas que indujeron a la providencia divina a enviar tan colosal punición a las muy católicas Portugal y España, paladines tradicionales del catolicismo militante. Un religioso de cuyo nombre la historia no ha dejado constancia trata de hallar la respuesta en unas reflexiones escritas puestas bajo forma de verso[35]. La hipocresía impía de unas naciones han hecho de la religión el espejo deformado de sus deseos lascivos y la fuente de adulación insaciable de los sentidos, cuyo responsable es, a juicio de este escritor, la iniquidad moral a la que ha conducido la libertad de conciencia de los filósofos modernos del siglo, tolerada, si no fomentada, por la autoridades de ambos Estados:

La liturgia protectora eclesiástica para combatir terremotos prescindía del uso de la campana como instrumento taumatúrgico para impedir que la tierra temblara. El tañido de las campanas tenía la propiedad de disipar las tempestades de granizo que arrasaban los campos cultivados, por su doble virtud física y espiritual: el sonido natural del bronce propagaba a través del aire un cierto calor que al llegar a la nube tormentosa favorecía la disolución de la piedra congelada en benéfica lluvia, o espantaba con su toque a los escuadrones diabólicos que supuestamente regían el temporal (Gelabertó, 325-334). En las inscripciones epigráficas de las campanas no se mencionan invocaciones protectoras específicas dirigidas contra los terremotos, ya que poco podían hacer una vez consumada la catástrofe sísmica. El poder físico y espiritual de la campana era eficaz contra los meteoros tempestuosos atmosféricos y los demonios que teóricamente los dirigían, pero las vibraciones del bronce bendecido no podían traspasar la barrera de las capas geológicas internas más profundas de la corteza terrestre. Su función principal en caso de producirse un terremoto era la de convocar al pueblo con un toque de campana especial. En algunas localidades del suroeste español, gravemente afectadas por las secuelas del temblor de tierra de la capital portuguesa, optaron por incorporar a la epigrafía de sus campanas una inscripción dedicada a san Emigdio. La campana de la horas de la catedral de la Asunción en la localidad extremeña de Coria (Cáceres), capital diocesana de igual nombre, fundida en 1758 (tres años más tarde del desastre geológico lisboeta), tiene grabada sobre el bronce la siguiente frase: «San Emigdio me llamo// Llamo contra terremotos».

LOS LÍMITES DE LA MAGIA

Por su parte, la magia docta neo-platónica carecía de una técnica adivinatoria que permitiera interpretar los signos más extremos de la geología terrestre (terremotos y erupciones volcánicas), método parecido a la geomancia antigua descrita por Varrón (116-27 a. C.), uno de los grandes enciclopedistas latinos, en la segunda parte de su obra Rerum divinarum (Boyance, 250). La geomancia practicada por los magos renacentistas aparece en Europa en el transcurso del siglo xii y es un procedimiento adivinatorio de origen árabe, fundamentado en la interpretación de figuras o dibujos trazados en la arena por el adivino con la finalidad de escudriñar el futuro que aguardaba a las personas pero sin ninguna operatividad para revelar los lugares en que se producirían explosiones volcánicas o terremotos (Boudet, 109). La magia sabia de los ritos podía invocar a los demonios subterráneos para que revelasen el lugar exacto donde se ocultaban fabulosos tesoros ocultos abandonados, según creencia popular, por los romanos, godos, judíos y moros antes de su colapso cultural en el Occidente europeo[36]; sin embargo, las ceremonias mágicas devenían totalmente inútiles cuando el mago interrogaba a estos guardianes feroces de las cavernas terrestres sobre la suerte futura de la naturaleza sísmica. La magia popular tampoco poseía ningún procedimiento adivinatorio que permitiese saber con antelación en qué lugares la fuerza de la naturaleza subterránea golpearía las entrañas de la tierra, ni los especialistas mágicos del mundo urbano ni rural tenían remedio alguno para conjurar las réplicas sísmicas después de un gran terremoto o al menos, si es que existían, no las conocemos. En la literatura antisupersticiosa española de los siglos xiv al xviii[37] no se menciona ninguna práctica adivinatoria relacionada con terremotos ni ceremonia mágica alguna que pudiese neutralizar la amenaza de futuros cataclismos sísmicos (Campagne, 32-34). Las fuentes documentales guardan un absoluto silencio sobre las interpretaciones populares de los terremotos y de la hipotética existencia de un arcaico sustrato mitológico que explicara los desastres sísmicos al margen de la interpretación eclesiástica oficial. No hay constancia de testimonios escritos que registren una supuesta tradición oral mítica del folklore del inframundo terrestre. La Inquisición tampoco se preocupó por este asunto ante la total ausencia de causas judiciales relacionadas con esta práctica supersticiosa. Por intermediación del diablo, las brujas poseían la capacidad de engendrar potentes nubes tormentosas cargadas de piedra que hacían precipitar en determinados lugares, pero no tenían la facultad de hacer temblar la tierra. La Iglesia se erige en la garante exclusiva de la seguridad de las personas frente al pavor del terremoto ante el total descrédito de la magia.

CONCLUSIONES

En las distintas interpretaciones elaboradas por la élite cultural docta española sobre la naturaleza de los fenómenos sísmicos, no existe ninguna que desvincule, implícita o explícitamente, las causas teológicas de las naturales; en última instancia siempre es la mano de Dios quien decide. Hasta el siglo xviii, prácticamente, todas las hipótesis formuladas sobre los orígenes de los temblores sísmicos serán derivaciones teóricas de la filosofía aristotélica pasada por el filtro de la escolástico-tomista. Los seísmos son inducidos por la divina providencia como procedimiento punitivo ante las maldades humanas al activar el motor geológico interno natural de la tierra a través del fuego subterráneo o de las influencias planetarias. Las inteligencias espirituales del panteón cristiano gobiernan la geología terrestre de los movimientos sísmicos bajo el sometimiento indiscutible del Creador. El temblor terrestre es una justificación perfecta para que el clero pueda desplegar todo su arsenal propagandístico doctrinal de reforma de las costumbres destinada a una población amedrentada por el pánico y frenar, simultáneamente, el desafío que representan las ideas de los filósofos ilustrados. La Iglesia oficializa por medio de la liturgia protectora de los ritos el auxilio moral que precisaba la gente frente a la ausencia de recursos ofrecidos por las magias docta y popular para adivinar o conjurar los terremotos.


OBRAS CITADAS

Fuentes

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[1] Joëlle Ducos señala que los clérigos de la Edad Media anteriores al siglo xii entregados a la lectura de los textos latinos de la Antigüedad tenían un conocimiento muy deformado y parcial del pensamiento aristotélico antes de ser reintroducido en Europa por la cultura árabe (Joëlle Ducos, La météorologie en français au Moyen Âge, xiii-xiv siècles, París, 1998, p. 301).


[2]Estrabón, geógrafo e historiador griego (63 a. C.-19 d. C.) nacido en la ciudad de Amasia, en la actual Turquía, defiende a ultranza en su célebre obra Geografía las hipótesis aristotélicas relacionando la frecuencia de los movimientos sísmicos con terrenos donde proliferan las cuevas subterráneas, cuyas salidas naturales desembocan en las abundantes grutas diseminadas especialmente a lo largo de la geografía griega y del Asia Menor, zonas tradicionales de elevada sismicidad. Según las observaciones del sabio helénico, en el mediterráneo oriental la actividad volcánica con expulsión de ríos de lava incandescente implica una circulación intensa de corrientes de gases en el subsuelo avivados por los «fuegos subterráneos» aristotélicos que estallan en forma de erupciones y terremotos.


[3] La historia de la teoría organicista de los terremotos está admirablemente tratada en el texto de Horacio Capel, Organicismo, fuego interior y terremotos en la ciencia española del siglo xviii, Cuadernos críticos de geografía humana, 27-28, Universitat de Barcelona, 1980.


[4] La teoría de la combustión interna terrestre como causa natural de los terremotos era aceptada sin objeciones por reputados autores vinculados al movimiento de los novatores valencianos de la ciencia, como el sacerdote oratoriano Tomás Vicente Tosca (1651-1723) en su monumental obra en nueve volúmenes Compendio mathemático, elaborada entre 1707 y 1715, y cuyo tratado XXII está dedicado al estudio «Phísico-Mathématico de los meteoros terrestres, aqueos, aéreos y etéreos».


[5] El autor analiza los terribles terremotos que afectaron la región de Málaga y gran parte de Andalucía en 1494 y 1680.


[6] José Zaragoza, Tratado de la esphera en común, celeste y terráqua, Madrid, 1675, p. 255.


[7] Tomás Vicente Tosca, Compendio mathémático en que se contienen todas las materias mas principales de las Ciencias que tratan de la cantidad, Valencia, 1757, Vol. VI, p. 450.


[8] Diego de Torres Villarroel, Tratado de los temblores y otros movimientos de la tierra llamados vulgarmente terremotos: de sus causas, señales, pronósticos, auxilios e historias, Madrid, 1748, pp. 32-40.


[9] Gerónimo Cortés, «Tratado de la astrología rústica y pastoral, importante para labradores, pastores y navegantes», texto incluido dentro de su obra El non plus ultra del lunario y pronóstico perpetuo, general y particular para cada reino y provincia, Barcelona, 1823 (primera edición en Valencia, 1594), pp. 264-265.


[10] Leonardo Ferrer, Pronosticación astrológica sobre el más formidable eclypse, que padecerá el planeta dorado en nuestro emisferio sobre nuestro orizonte a los 12 de julio del presente año 1684, Valencia, 1684.


[11]Bartolomé de Aguilar, Juyzio universal del cometa que se descubrió en nuestro orizonte, en la parte de oriente, a los 12 de abril a las 2 horas, un quarto y 16 minutos de la mañana deste año 1677, Barcelona, 1677.


[12] La aparición de este cometa provocó un intenso debate en Europa acerca de su significado con la publicación de ciento treinta y nueve obras sobre el asunto. Sobre la polémica que causó en el continente este fenómeno cometario, ver Doris Hellman, The comet of 1577: its place in the history of astronomy, Londres, 1994.


[13] Rafael Poch, Sermón del día de Reyes y de San Raimundo de Peñafort (BUB. Biblioteca Universitaria de Barcelona), Ms. 1092, Fol. 265v.


[14] En el siglo xvii, muchas manifestaciones de la naturaleza física eran consideradas señales divinas, explicadas a medio camino entre argumentos teológicos y razones de orden natural. El ilustre obispo Jacques Bossuet (1627-1704), escritor, filósofo y uno de los más célebres oradores sagrados franceses de todo el diecisiete, decía en su Discours sur l’ histoire universelle al hablar del arco iris que este era «uno de los principales ornamentos del trono de Dios».


[15]Cuando apareció el cometa Halley sobre el cielo de la Gran Bretaña, se le acusó de propagar la peste negra que asoló el continente europeo entre 1347 y 1350. Muchos vieron en ello la expresión de la voluntad vengativa de Dios. Incluso el papa Calixto II (1455-1458), inquieto por los innumerables desastres y calamidades que anunciaban los pronósticos de los astrólogos, llegó a excomulgar al cometa, por considerarlo un instrumento del diablo.


[16] Esta creencia estaba muy extendida entre los círculos eruditos entregados al estudio de la astronomía. En el siglo xvii hicieron suya esta teoría intelectuales reputados como Johannes Kepler, Jacques Bernovilli, Tommaso Campanella, Adam Tanner, Rodrigo de Arriaga y Thomas Compton-Carleton.


[17] Esteban Casellas, Phiso-astrológico juyzio del cometa que apareció a 14 de noviembre del año 1644, Barcelona, 1665. Sin numerar.


[18] Cristóbal López, Discurso iudiciario astrológico sobre los futuros efectos que ocasionó el eclipse de sol, que sucedió a 12 de julio deste año de 1684, Sevilla, 1684.


[19] Isidoro Ortiz Gallardo, Lecciones entretenidas y curiosas physico-astrológico-meteorológico sobre la generación, causas y señales de los terremotos y especialmente de las señales y varios efectos del sucedido en España en el día primero de noviembre del año passado de 1755, Salamanca, 1756.


[20] Los astrólogos medievales establecieron una tipología general de los cometas basada en la intensidad de las luces que desprendían sus colas en su periplo viajero celeste. Si la fuerza de la luz era muy brillante con una larga cola flamígera remarcable a simple vista, eran denominados simplemente «cometas»; si, por el contrario, aparecían con brillo atenuado con una corta y estilizada cola dorada, recibían el nombre de «cometas barbatus»; por último, si se mostraban al observador con una estela difuminada, se les llamaba «cometas caudatus».


[21]Los terremotos más importantes sucedidos en la historia moderna de España tuvieron su epicentro en tierras andaluzas (menos tres registrados en la región levantina): 24 de abril de 1431, sur de Granada; 26 de enero de 1494, sur de Málaga; 5 de abril de 1504, Carmona (Sevilla); 9 de noviembre de 1518, Vera (Almería); 22 de septiembre de 1522, mar de Alborán; 30 de septiembre de 1531, Baza (Granada); 19 de junio de 1644, Muro de Alcoy (Alicante); 31 de diciembre de 1658, Almería; 9 de octubre de 1680, Alhaurín el Grande (Málaga); 23 de marzo de 1748, Estubeny (Valencia); 1 de noviembre de 1755, cabo de San Vicente.


[22] Martín del Río (Amberes, 1551-Lovaina, 1608) era hijo de padres españoles de ascendencia conversa. Ejerció la docencia en las universidades de Lovaina, Maguncia y Douai. Su obra más conocida es Disquisitionum magicarum, reimpresa una veintena de veces hasta 1748. Libro muy popular tanto entre católicos como protestantes. Uno de los textos más usados para justificar la caza de brujas en Europa durante el siglo xvii. Para un análisis profundo de esta obra y del marco cultural en que fue elaborada, ver Julio Caro Baroja, «Martín del Río y sus disquisiciones mágicas» en El señor inquisidor y otras vidas por oficio, Madrid, 1970, pp. 171-195.


[23] Libro de carácter profético perteneciente a la tradición apocalíptica judía, escrito entre los siglos iii a. C. y i d. C. Obra muy citada en la literatura patrística cristiana.


[24] Texto apócrifo llamado también el Libro Cuarto de Esdras. El argumento versa sobre la suerte del pueblo judío cautivo en Babilonia, su porvenir, el futuro juicio de Dios, el destino feliz de los justos y el castigo implacable de los malos en el fin de los tiempos. El texto fue escrito originalmente en griego hacia los años 90-96 d. C., en tiempos del emperador Domiciano o Nerva. El libro ejerció un gran influjo en el pensamiento cristiano de la Edad Media, especialmente en el esquema de la representación de las imágenes literarias correspondientes al juicio final.


[25] El Concilio de Roma de 745 y el Capítulo XVI del Concilio de Aquisgrán (Alemania) de 789, rehusaron aceptar los nombres de ángeles que no fueran los bíblicos.


[26] La teología escolástica adoptó básicamente sobre este asunto la elaboración teórica formulada por Dionisio Areopagita, uno de los padres de la Iglesia primitiva que vivió en el siglo vi.


[27] El panteón demonológico de la tradición mágica neo-platónica europea procede de distintas fuentes manuscritas medievales. La tropa demoníaca está dirigida por el monarca del infierno (Lucifer) y auxiliado por ciertos dignatarios infernales que reciben el título de princeps demoniarum (Astaroth, Belzebub, Berith, Molbet). Le siguen en la escala jerárquica cuatro reyes que gobiernan los cuatro puntos cardinales del horizonte (Oriens, Paymon, Amoymond, Egyn). Para el estudio detallado de la demonología neo-platónica, ver Richard Kieckhefer, Forbidden Rites. A necromancer manual of the fifteenth Century, Gloucestershire, 1997.


[28]Relación verdadera de los terremotos padecidos en el Reyno de Valencia desde el día 23 de marzo de 1748; y de las rogativas que se hacen en la ciudad de Valencia y en otras partes del reino, Valencia, 1748; Relación de las noticias que últimamente se han recibido de los estragos causados en todo el reyno de Valencia desde el día veinte y tres de marzo que empezaron los primeros uracanes y terremotos, hasta la noche del día dos de abril de mil setecientos quarenta y ocho, Valencia, 1748.


[29]Relación de los patronatos que tiene San Francisco de Borja en varios reynos, y ciudades de la christiandad contra los terremotos que en dichos patronatos recibieron sus habitadores, sacado de varios autores, Mallorca, 1793.


[30] En España, los daños materiales y la pérdida de vidas humanas a causa de los estragos del devastador seísmo fueron importantes. La principal fuente de información sobre las consecuencias del terremoto de Lisboa en España es la encuesta llevada a cabo bajo el reinado de Fernando VI, conservada en el Archivo Histórico Nacional de Madrid, documentación ignorada hasta el año 1956 cuando fue descubierta por el académico Julio Guillén. El contenido del texto representa el 90 por ciento del total de la información disponible sobre las repercusiones del terrible temblor sísmico en España. El monarca la mandó realizar por requerimiento escrito dirigido al Consejo de Castilla en fecha de 8 de noviembre de 1755, una semana después del funesto acontecimiento de Lisboa. El cuestionario fue remitido para su respuesta a las principales localidades españolas que se vieron directa o indirectamente afectadas por el flagelo natural. La encuesta no interroga nada acerca de la destrucción causada por el tsunami que siguió al terremoto. Sin embargo, en muchas de las respuestas recogidas son incluidas en anexo referencias a este fenómeno natural marítimo. Respondieron al cuestionario 1.273 poblaciones de toda España, aunque geográficamente su distribución fue muy irregular, con zonas de muy poca información (una sola localidad en Asturias), frente a otras con un alto nivel de participación (123 para Segovia). Según las informaciones recogidas, los fallecidos a causa del temblor se concentraron en las áreas donde se registró la mayor actividad sismológica, contabilizándose 61 víctimas mortales en las provincias de Huelva, Cádiz y Sevilla. El número de muertos por el efecto de las olas gigantescas que se abatieron sobre las costas onubenses y gaditanas ascendió a 1.214. En la ciudad de Sevilla, de resultas del terremoto hubo 9 fallecidos y tuvieron que ser demolidas 333 casas y 4.949 reparadas (Fernando Rodríguez de la Torre, «Documentos en el Archivo Histórico Nacional sobre el terremoto del 1 de noviembre de 1755», Cuadernos dieciochistas, 6, 2005, pp. 79-116).


[31] Este clérigo fue prefecto general de estudios en el Colegio de San Hermenegildo de Sevilla, y ejercía el cargo de rector del Colegio de San Fulgencio de Écija en el momento de ocurrir la tragedia lisboeta.


[32] Juan Baptista Thomati, La más sagrada Judith defensora de su pueblo: sermón panegyrico moral predicado en una de las solemnísimas fiestas que a María Santíssima del Valle, conducida desde su templo extramuros a la insigne parrochial mayor de Santa Cruz de la ciudad de Ezija, el día 25 de noviembre, se le consagró en acción de gracias por la preservación de mayores estragos justamente temidos en el formidable terremoto, acaecido el día primero de noviembre de este presente año de 1755, Córdoba, 1755.


[33] Joseph Latre, Oración panegyrico-moral al glorioso obispo de Ascoli, y martyr San Emigdio, patrón especialíssimo contra los terremotos, en la fiesta, que el convento de los Mínimos de Nuestra Señora de la Vitoria le dedicó a expensas de la devoción, estando patente el SS. Sacramento del Altar, Zaragoza, 1756.


[34]Sermón en las rogativas por terremotos en las monjas de los Ángeles (BUB. Biblioteca Universitaria de Barcelona), Ms. 793.


[35]Dolorosos threnos al fatal estrago, que en la península de España ocasionó el trágico suceso de un lamentable terremoto, acaecido poco antes de las diez de la mañana de 1755, y se da incidente noticia de los daños que también hizo en los reynos de Marruecos, Fez, y de otros Continentes de África como también de otros espantosos sucessos por los mismos tiempos, en varias partes del mundo acaecidos, y por último se ponen los formidables remedios, que nos ha franqueado el piadoso Cielo, para precavernos, y librarnos de tan tremendos insultos, y de otras semejantes calamidades, Zaragoza, 1756.


[36] La fascinación por la búsqueda de tesoros enterrados en España se concentró básicamente en los siglos xvii y xviii. Sobre este tema, ver las páginas del libro de Valérie Molero, Magie et sorcellerie en Espagne au Siècle des Lumières, 1700-1820, París, 2006, pp. 151-189.


[37] El primer tratado del que se tiene constancia fue escrito por Martín Pérez entre los años 1312 y 1317. El último es del fraile Elías del Carmen en 1784. En total fueron redactadas treinta y nueve obras.


Cuando Dios hace temblar la tierra. Ciencia, providencialismo y magia ante los terremotos en la cultura española (siglos XVI-XVIII)

GELABERTO VILAGRAN, Martí

Publicado en el año 2013 en la Revista de Folklore número 373.

Revista de Folklore

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