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Desde el momento mismo en que el hombre se desperezó a la vida, hubo de buscar remedio a las enfermedades y dolencias que le afligían con aquello que más a la mano se le vino. Y así halló en las piedras, en las plantas y aun en ciertos animales los primeros defensivos contra un mal difuso que, cuando bajo forma de enfermedades laceraba ya el cuerpo, se tornaban medicinas para recobrar la salud perdida. Son innumerables los objetos de carácter apotropaico que ha llevado el hombre sobre sí desde que apareció en la Historia. De entre las piedras, buscó en las blancas ágatas el estímulo para las madres lactantes, y en las encarnadas cornalinas o estancasangres halló el remedio para restañar la sangre de los flujos y heridas; algunos animales, como el tejón, el lobo, el ciervo o el coral, prestaron sus uñas, dientes, cuernos y ramificaciones para rasgar con sus puntas la fascinación y el mal ojo; y en el reino vegetal encontraron nuestros abuelos las hierbas, raíces y semillas con que ahuyentar los celos o curar las enfermedades; las mismas sustancias que hoy, escondidas en cápsulas y pastillas, siguen siendo el germen de la farmacopea moderna.
En el breve espacio de este ensayo, me gustaría fijar tu atención en un amuleto vegetal que durante siglos se utilizó contra el mal de ojo y contra las enfermedades que acometen al hombre en su primera infancia. La castaña llamada de Indias es una semilla tropical que los occidentales llamaron castaña por su parecido con el fruto comestible del castaño, que conocían perfectamente desde la época romana, y al que se asemeja bastante por el aspecto satinado y brillante que presenta su cubierta, parecido –si se lo lustra con el mero roce de la ropa– al del cuero avellanado.
Pero la que denominaron castaña de Indias es en realidad la simiente de una gran liana leñosa bautizada por los botánicos como Entada gigas (L.) Fawcett & Rendle (familia leguminosas) y Mimosa gigas L. Esta trepadora abundante en las áreas tropicales de América, África y Asia produce unas vainas enormes retorcidas, las más grandes que cría naturaleza, llegando a alcanzar los dos metros de longitud y unos siete u ocho centímetros de ancho, en cuyo interior se encuentran protegidas las tales semillas en compartimentos acolchados. Estos frutos penden a veces hasta casi rozar el suelo, y por ellos ascienden los simios más pequeños, de ahí que en ciertos países del África tropical se denomine a la planta escalera de los monos. Gusta esta especie de zonas tan húmedas que a veces suspende su ramaje sobre el curso de los ríos, encontrando en ellos un perfecto vehículo para diseminar su simiente, haciéndolo de forma harto interesante: la legumbre se segmenta por espacios entre semilla y semilla, y cada segmento de estos, alojando una única semilla, se dispersa gracias a una gran flotabilidad. La cubierta se va desintegrando –a veces pasados varios meses– pero las semillas mantienen su flotabilidad, lo que permite esas travesías transoceánicas. Retienen un alto grado de germinabilidad bien pasado el año, a veces hasta dos, primero por el torrente fluvial y más tarde incluso por vía transoceánica, aprovechando las corrientes marinas. Cuéntase que las naos que viajaron a las nuevas Indias en 1492 recogieron en la superficie marítima uno de estos frutos que hoy conocen en las Azores como fava de Colom.
Acaso por esta curiosa e inteligente vía de expansión, la naturaleza –en un proceso muy similar al del cocotero de playa (Cocos nucifera)– dispersó la especie vegetal que nos ocupa por toda la franja tropical de América, África y Asia. Casi en cada uno de los países en que los humanos hemos segmentado esta ubérrima parte del planeta, se ha utilizado la semilla que nos ocupa como amuleto o como adorno con virtudes sobrenaturales. En tan solo unos años de somera investigación, he reunido un buen número de nombres autóctonos de la simiente[1], e incluso una nutrida colección de collares, sonajeros y otros cachivaches infantiles donde este fruto ha encontrado su escaparate más idóneo. No me resisto a contar lo acaecido a un amigo que fue mi emisario al respecto en la República Dominicana:
Pregunté y pregunté, pero nadie me supo dar razón de ese tipo de castaña. Al cabo, emprendí una pequeña excursión al campo, a un lugar llamado Jarabacoa. Al llegar a mi alojamiento, que era bastante rústico y se llamaba Rancho Baiguate, me dieron la llave de la habitación sujeta a un llavero del que pendía... la castaña por la que tanto me preguntabas. Sorprendido, pregunté su nombre, y me dijeron que se llamaba samu, y que de ellas había cuantas quisiera en la orilla del río. Al día siguiente emprendimos una excursión a caballo y, al mostrar al guía la simiente que yo llevaba, me dijo que había que descender al cauce del río para recogerlas, que la bajada era peligrosa, pero que él me las traería[2].
La forma de estas semillas oscila entre el círculo casi perfecto, el óvalo y la figura acorazonada –de ahí que los ingleses la denominen sea heart (corazón de mar)-, contorno este último que los plateros aprovecharon a veces para engastarlas en un cerco de plata con forma de corazón. Su diámetro oscila entre tres y cinco centímetros, pues como acaece con todos los frutos guardados en vainas [fig. 1], los más grandes se encierran en el centro de esas valvas vegetales, siendo los de los extremos de inferior tamaño. Son de perfil aplastado y de un variado colorido que va desde el tono amarillento, o el del color de la caña, hasta las que presentan un aspecto de pardo subido semejante al de la castaña comestible (Castanea sativa Mill.).
Durante los siglos xvi, xvii, xviii y aun xix, estas semillas llegaban a la Península procedentes de las Indias entonces conocidas: las Orientales, que así llamaban al Asia lejana, y las Occidentales, o sea la América que descubriera Colón a fines del siglo xv. Aquellos frutos, traídos en galeones y carabelas, se muestran aun hoy lustrosos y rotundos en el interior de los preciosos engarces donde los plateros y orives las engastaron; son aquellas joyuelas y dijes que presumen desde sus lienzos los infantitos de la casa de Austria [fig. 2], verdaderos escaparates que mezclan sin empacho las muy paganas castañas y manos de tejón[3] con las más variopintas reliquias del osario católico, apostólico y romano. Aún en La Alberca salmantina –en cuyo traje de vistas o de bodas se exhiben hoy estos frutos entre una cascada de coral y plata, y que acaso en generaciones pretéritas encontraron mejor asiento en lah arracalerah que, según informes de una albercana, “colgaban a loh muchachinoh”[4]– recogí un testimonio que ilustra bien a las claras el origen ultramarino de estas mal llamadas castañas:
Mi padre, que en paz descanse, cuando era mozo estuvo en América trabajando, estuvo en Panamá, que entonces estaban haciendo un canal, y trajon unas cuantas de estas castañas. Y andaban por ahí, que la mi madre las tuvon guardadas, pero luego los hijos míos ya jugaban con ellas, y cuando me las pidió Pura, no quedaban ya más que dos[5].
Cuando el paso del tiempo fue convirtiendo estas semillas en rarísimas y codiciadas presas, la castaña común, que especialmente abunda en la mitad norte de España, heredó las funciones de aquella homónima a quien antes prestó su nombre.
Si la castaña comestible abunda sobre todo en las zonas húmedas de la Península, el castaño de jardín, llamado también de Indias[6], se ha convertido desde finales del siglo xviii en uno de los árboles ornamentales más frecuentes en nuestros jardines; su fruto –que llaman también castaña de Indias o castaña loca[7]– se amontonaba en la otoñada del Retiro madrileño, y cuando los niños de ciudad, sorprendidos por el brillo de aquellas castañas abundantes y desparramadas sin dueño, intentábamos llevarlas a la boca, nos advertían de que: si comes castañas de estas, te vuelves loco; algo de verdad encerraba la conseja, pues reza el Larousse que: “Las semillas [de este castaño] contienen una esencia amarga y narcótica”. Estas castañas de jardín han venido a suplantar a nuestro amuleto, y hoy son muchas las malas reproducciones de los antiguos joyeles que aprisionan en su interior una de estas castañas o incluso de las que cada invierno se venden para comer en fruterías y almacenes; pero desprovistas de la dureza y consistencia de las castañas tropicales, a poco de engastonarse se van acabando y aparecen –bajo su nuevo erizo de plata– garrias, o consumidas y sin brillo. Ya en 1906, W. L. Hildburgh, un anglosajón que había cambiado el año anterior sus abundantes divisas en los anticuarios de España por todo tipo de amuletos, observaba esta sustitución, pues al describir el objeto 39-VII de aquella rebusca como “una castaña montada en filigrana de plata con cinco campanitas pequeñas y una cadena. Prodece de Toledo. Antiguamente fue llevado por los niños contra el mal de ojo.”, añadió el siguiente comentario:
“La castaña silvestre (Spanish castaña sylvestre nombre que, como se apreciará, se aplica a veces a las simientes de algunas especies tropicales, variedades de Mucuna y Entada) tiene una excelente fama en España como salvaguarda contra el mal de ojo”[8].
Pero para hablar del precioso continente en que se encerraron las castañas para ser colgadas y llevadas sobre el pecho, en la cintura, o pendientes del fajero que rodeaba el talle de los lactantes, hagamos un breve recorrido por los testamentos y dotes que los escribanos españoles signaron desde fechas remotas. Sus minuciosas descripciones son hoy venero claro donde beber debieran quienes trabajan sobre indumentaria, joyería y ajuar doméstico de nuestra historia reciente.
Cuando el día 4 de febrero de 1766 el escribano inventarió los objetos que encerraba el baúl que un vecino de la cántabra Castañeda tenía en su sala, anotó, entre diversos relicarios: “una castaña de Indias con su casquillo de plata”[9]. Y en la leonesa Bañeza, un inventario fechado en 1800 menciona:
“Unos dijes de niño compuestos de una campanilla con su cadena, un diente, una castaña de yndias, un chupón con tres cascabeles y engastonado en plata, un relicario con su engastonadura afiligranada y de plata todo, tasado en ciento sesenta reales”[10].
Cuando daba el Siglo de las Luces sus últimas boqueadas, las novias de media España henchían sus dotes matrimoniales de amuletos, relicarios y medallas que tenían por misión defender la supuesta condición de vírgenes que por fuerza había de adornarlas; juguetillos que, andando el tiempo, servirían como dijes protectores para los futuros vástagos de la unión que ahora empezaba. En la murciana comarca de Yecla, Ana María Amoraga aportaba –entre otros bienes– a su matrimonio celebrado en 1790: “un relicario, tres castañas con cascabeles, un corazón y un higa” valorados en 60 reales[11]. Y a las mismas puertas de Madrid dos novias parleñas llevaban también entre los dobleces de sus ajuares las simientes que nos ocupan. En el dote de Feliziana Fernández, fechado el día 30 de septiembre de 1791, aparece: “una castaña de Indias guarnecida en Plata”, que se valoró en 39 reales; y en el de Vizenta Hurtado, descrito a 6 de enero de 1792, se mencionan “unos Dijes con su mano de tejón, una castaña; Tres medallas de Plata”, que se estimaron en 30 reales[12]. Durante el reinado de los dos últimos Carlos, los pequeños gatuelos de la corte presumían también entre mantillas unos preciosos dijeros que a veces, por descuido del ama o por los inquietos movimientos del rorro, se acababan anunciando en el diario. Son un muestrario de la apasionante religiosidad popular trenzada con la magia, la superstición y ciertas puntas de hechicería:
“La persona que huviere encontrado unos Dixes, que se perdieron la noche del día 27 de este presente mes, que se componen de una Medalla de plata, con la Imagen de nuestra Señora de Atocha; otra con nuestra Señora del Sagrario; una Urna del mismo metal: una castaña de Indias, engarzada en plata; una hasta, engarzada en plata, con cadena de lo mismo: una mano de Tejón; un Crucifixo, bastante grande, también de plata; una higa grande, también de plata; una higa de azabache; una Serena grande de plata, con quatro cascaveles, y le falta uno, que tenía cinco, juntamente con un bolsillo, y los Santos Evangelios, acuda para la restitución a casa de Don antonio Caber y Campa, que está en la calle del Cavallero, y el Guitarrero, quarto principal, en donde darán el hallazgo”[13].
Y aún en 1860 sabemos que la armuñesa Juliana Conde llevó, al casarse en La Vellés salmantina, generosa carta dotal en la que figuraba “una castaña de indias engarzada en plata con su cadena y un joyuel”[14]. [fig. 3]
Generalmente las castañas de Indias, como la inmensa mayoría de los amuletos que usaron las clases menestralas más o menos acomodadas, se engarzaron en plata[15], casi siempre dentro de un aro cruzado en ambas caras por costillas que a veces formaban el símbolo de la cruz. Filigrana, cordoncillo y perfiles dentados fueron los adornos más comunes de estos joyeles, que a veces añadían al amuleto el argentino tintineo de unos cascabeles que, junto con la campanilla, fueron otro sonoro defensivo para los “ternecitos” niños [fig. 4]. Carmen Baroja describe así la castaña: “[...] engarzada en plata, utilizada como amuleto. Tiene varios tamaños, es, generalmente, algo aplastada, y a veces los aros de plata se cruzan en el medio de ella”[16].
Pero volvamos al poder defensivo y sanador que durante siglos se le ha ido atribuyendo a este fruto. En 1611, el toledano Covarrubias cita una “castaña marina” dentro de un amplio listado nel que enumera defensores que conviene colocar a los chiquitines para protegerlos de la fascinación:
“...y los niños corren más peligro que los hombres por ser ternecitos y tener la sangre tan delgada; y por este miedo les ponen algunos amuletos o defensivos y algunos dijes, ora sea creyendo tienen alguna virtud para evitar este daño, ora para divertir al que mira, porque no clave los ojos de hito en hito al que mira. Ordinariamente les ponen mano de tasugo, ramillos de coral, cuentas de ámbar, piezas de cristal y azabache, castaña marina, nuez de plata con azogue, raíz de peonía y otras cosas”[17].
Ahora bien, creo que don Sebastián se refiere al erizo de mar, pues en zoología llaman aún hoy muchos castaña a este animal marino, sin duda por su parecido a la envuelta espinosa que cubre al fruto del castaño y que por eso se denomina precisamente erizo u oricio[18]. De todos modos, las hechiceras del Renacimiento tenían en sus laboratorios espinas de erizo –no sé si marino o terrestre– para atravesar con ellas los corazones y figurillas de cera con que hacían sus maleficios. Y así, en la rebotica de Celestina había, entre otras muchas porquerías:
“[...] huesos de corazón de ciervo, lengua de víbora, cabezas de codornices, sesos de asno, tela de caballo, mantillo de niño, haba morisca, guija marina, soga de ahorcado, flor de hiedra, espina de erizo [...]”[19].
Las castañas de Indias se usaron contra el mal de ojo desde tiempo inmemorial, pero hasta época reciente se han podido recoger testimonios de esa práctica:
“Había en San Xoán de Sergude unha muller á cal lle morrían todos os fillos. A última nena que tivera levaba camiño de morrer tamén.
–Pois isto ten que ser causa dun “mal de ollo” ou da “Chuchona”– dixo a nai da muller que era anciá e, como tal, sabía destas cousas que se van aprendendo ao correr dos anos.
Entón un sábado pola noite colleron na braña, tres xuncos, cortáronos a igual tamaño e marcáronos: un era a “envexa”; outro o “angarido” (mal de ollo) e o outro a “meiga Chuchona”.
¿Non che dicía eu? –dixo a nai– ¿Ves como é cousa de meiguería?
–¿E que debemos facer? ¿Quen pode ser a meiga?
–Xa o saberemos. Polo momento hai que poñerlle á nena unha castaña de indias, un dente de allo e unha poliña de herba de San Xoán. E non deixala soa, de noite virá unha mosca moi grande e moi negra e pousarase no berce. Esa é meiga Chuchona que vén chuparlle o sangue á túa nena. Hai que esconxurala dicindo “¡San Silvestre, meiga fóra!” e, ao mesmo tempo, pegarlle á mosca cunha poliña de loureiro. Dálle sen dó que se a matas non se perde nada.
A muller e o seu home agardaron sen deitarse xunto ao berce ata que a media noite viron a mosca.
A muller proferiu as palabras do esconxuro e, ao mesmo tempo, o home coa póla de loureiro golpeou á mosca.
Ao día seguinte apareceu morta na súa cama unha vella de Tabeaio. Esa era a meiga Chuchona que ía chupar o sangue dos nenos.
UUHHMMMMMMM !!!!! coidadiño............ coas noites”[20].
Estas meigas chuchonas son brujas especializadas, como hemos leído en suso, en chupar la sangre de los niños que, como decía Covarrubias, son “ternecitos” y tienen “la sangre tan delgada”. Un documentado estudio sobre la brujería en Galicia las define así:
“Las brujas gustan mucho de la sangre de los niños, á los que roban para chupársela. A esta clase de brujas se las llama meigas chuchonas”[21].
Son muchos los lugares donde aún hoy siguen usándose las castañas comestibles, y aun las de jardín, como amuleto y remedio contra las hemorroides o el dolor de cabeza, y es que a falta de los frutos tropicales, que durante años fueron de complicada obtención y por ello de alto precio, el pueblo asignó a los que vinieron a sustituirlos las mismas propiedades que adornaban a las auténticas castañas de Indias[22]. Ya en 1882, la flamante ciencia homeopática abogaba así por el uso de la castaña para el tratamiento del incómodo mal:
“Despues de esto, ¿cómo es posible dudar que existe semejanza en los síntomas de Aesculus y las afecciones hemorroidarias en cierto número de casos? No nos apoyamos, pues, en criterios empíricos, sino en la piedra angular de la patogenesia, al propinar el medicamento citado en los tumores hemorroidales. La ciencia ha venido á dar la explicacion de los magníficos resultados que obtienen los habitantes de las Indias orientales con su castaña de Indias. Allí basta respirar las emanaciones del Aesculus hipp. para librarse de tan incómoda afeccion. El castaño de Indias se comporta como un profiláctico de las hemorroides, y sin embargo, los mismos que llevan una castaña en el bolsillo con el citado objeto ¡quizás duden de los efectos de la dilucion y del glóbulo! ¡Misterios de la credulidad humana!”[23].
Son infinitos los lugares y noticias que aún pueden recogerse en nuestro país sobre la utilidad médica que el fruto de ambos castaños proporciona con solo su contacto. En Malpartida de Plasencia (Cáceres) usaban la castaña de jardín, llamada allí bravía, para curar el molesto mal que impide sentarse:
Yo aquí en el pueblo siempre oí eso de que había que ponel una castaña bravía, ande tocara con la carne, pol ejemplo dentro del sostén, polque si la pones pol fuera, ya no hace lo que tiene que hacel[24].
Bastante menor es el número de zonas donde se usa el fruto que nos ocupa para combatir el terrible dolor de muelas. Como acostumbro, traeré a colación un testimonio recogido en la poco y mal estudiada tierra madrileña, concretamente en Valdaracete, lugar enclavado al este de la Corte, entre zumaques, olivos y cebadas:
Mi padre temía mucho al dolor de muelas, y entonces aquí no había casi ni médicos, ni boticas, y él, no sé quién se lo diría, llevaba siempre una castaña en el bolsillo de la chaqueta, una castaña corriente, de las que se comen en invierno, y la tenía mucha fe. Yo todavía la guardo[25].
La tenue línea que durante el siglo xvii separaba a la más ultramontana ortodoxia católica de la más pura superstición se difumina completamente al repasar los inventarios que enumeran los ajuares de ciertas imágenes barrocas. En el registro de las joyas ofrecidas por los fieles carmonenses, en la provincia de Sevilla, a su Virgen de Gracia, encontramos un “colgante de semilla con filigrana”, cuya descripción reza:
“Se trata de un colgante al que con toda seguridad se le atribuían propiedades curativas o milagrosas, recubierta de un encaje de filigrana de oro. La filigrana es de perfiles muy delicados y finísimo hilo que forma trilóbulos, cuadrilóbulos y meandros. La uniformidad del estilo en la filigrana y la ausencia de marcas en ella hace que sea difícil de clasificar, pero nosotros nos inclinamos por una época temprana entre la segunda mitad del siglo xvi y el xvii. Su uso es profano y su estado de conservación excelente”[26].
Guarda también la cámara acorazada del Museo Catedralicio conquense una castaña de Indias encerrada en el barroco estuche argentino que la unió al dijero que presumió algún rico niño de esa diócesis. Bien estudiada por dos investigadores, su ficha descriptiva reza en estos términos:
“[...] De una cadena sencilla que sigue la serie anterior de 7,3 cm. cuelga una castaña aplanada inserta en una banda de lámina de plata, de formas onduladas, con decoración incisa a buril de sencillas rayas. La parte exterior se remata con una fina cadeneta de plata trenzada en forma de 8. Uno de los lados de la castaña se presenta partido con ligera henchidura”[27].
Como el lector curioso habrá visto y leído en este ensayo, la mal llamada castaña de Indias se utilizó como objeto defensivo en los niños lactantes, tanto en las clases elevadas, con la Casa Real a la cabeza, como entre los humildes menestrales que anotaban en sus hijuelas, dotes y partijas la posesión de este amuleto. Semilla de una gran leguminosa que arraiga en los húmedos suelos tropicales, nada tiene que ver con el fruto del castaño autóctono ibérico, ni con el de los castaños que desde la Ilustración sombrean nuestros parterres y jardines, pero recibió por su remoto parecido el nombre de castaña y con él ha llegado hasta nosotros, con el apellido de Indias por ser en las orientales, y más tarde en las occidentales, donde tuvo su origen. Entre sedas y especiería llegaron a nuestras costas en las naos de los mercaderes, y el océano y sus corrientes las dispersaron por una amplia franja de tierras cálidas. En cada uno de los países en que el hombre ha fragmentado esos fértiles terrenos, nuestra semilla ha servido como defensivo objeto, ya engastada en riquísimo joyel, ya enhebrada en sarta multicolor de semillas y caracolas.
[1] Saco aquí del taleguillo, como botones de muestra, un puñado de ejemplos que allegué al respecto en mi somera búsqueda. Son los dos primeros del continente americano –donde dicho sea de paso, llaman en Cuba poa o poja a este fruto, y fava de Changó, por su relación con la Santería en Brasil-. Tras de haber pasado un año trabajando en Ecuador, me comentaron unos amigos: Esa planta se da en la parte amazónica del país, la llaman tagua, y con ella hacen muchos adornos, inclusive sortijas, porque es muy dura. Esos objetos los venden los campesinos, pero en Quito hay tiendas de artesanía donde también se encuentran, y son muy valoradas (informes dictados por Diego Munilla e Inés López en el verano de 2009); sentado yo ante un café en la terraza de un bar ubicado en el barrio madrileño de Embajadores, se me ocurrió mostrar una de estas simientes al camarero que sabía yo era oriundo de Paraguay; al verla comentó enseguida: Esto es de una planta que se enrieda, en mi país hay muchas y tiene un nombre en guaraní que no recuerdo. Preguntele entonces si se usaba contra el mal de ojo, y me contestó tomando mis palabras al pie de la letra: Sí, se pasa por los orzuelos que salen en los ojos y tiene poder para curarlos (informes dictados por Damián, de unos 35 años, en septiembre de 2010). El siguiente testimonio proviene de África y me fue facilitado por el hijo de un amigo que se trasladó a Kenia en viaje de trabajo: La semilla esa se llama en suahili emtotongo y la tienen en mucha estima; la ponen en los collares que venden a los turistas, como esos que te he traído, pero ellos también la aprecian mucho (informes dictados por Daniel González, de unos 30 años de edad, en 2005); en Sudáfrica, Philippa Wright compró para mí un llamativo collar de semillas a uno de cuyos extremos pende la simiente que nos ocupa, mientras que al otro ostenta una etiqueta con la siguiente inscripción: “X’umtu Bwamane: The ‘Love Bean’ worn as an amulet to invoke the assistance of ancestral spirits in matters of love and luck on a beaded necklace prepared by the Zulu Witchdoctor. The wearer of this charm becomes totally irresistablee to potential sweethearts”; y de la antigua Guinea española allegué a través de mi amigo Emilio Blanco su nombre local: “daga”, y sus utilidades más corrientes: “las usan para ahuyentar los malos espíritus y hacen collares con ellas, también las emplean como ornamento en los trajes de ceremonia y como instrumento musical, para lo cual parten los segmentos que contienen las semillas y al agitarlos suenan estas al golpear con la vaina”. Y desde el lejano Oriente dos intrépidos y jóvenes viajeros buscaron y siguieron para mí la pista de este interesante fruto en dos países: Por fin en Laos tropezamos con la dichosa castaña. Fue en Vientiane, en un puesto donde se vendían semillas de todo tipo, cuernos de elefante (¡!) y rinoceronte, cabezas de serpiente y otras mil cosas. Más tarde, en una ciudad de Tailandia que se llama Chiang Mai, las vendían engarzadas en metal formando la figura de los diferentes animales que componen su Zodíaco [fig. 7] (informes dictados por Jorge Herranz y Eva Aguado, ambos de unos 32 años, el día 3 de enero de 2007).
[2] Informes dictados por Jorge Luis Cobos Marco, quien viajó a la República Dominicana en febrero de 2005. Desde aquí le agradezco sus gestiones, fotografías y el puñado de lustrosos frutos que me trajo.
[3] Sobre este sugestivo y espeluznante amuleto que hoy nos sorprende ver en criaturas lactantes, puede verse mi artículo “El tejón contra el mal de ojo”. Gaceta Antigüedades. Ed. Guía Danés Aguilar S.L. Nº 79. Pág. 36. Madrid, mayo de 2000.
[4] Informes dictados en La Alberca (Salamanca) por Petra Hoyos Hoyos, de 76 años de edad, recogidos el día 10 de agosto de 2005 por José Manuel Fraile Gil y Antonio Sánchez Barés.
[5] Informes dictados por Rosa Gil Moro La Carriza, de unos 75 años de edad. Fueron recogidos en La Alberca (Salamanca) durante el verano de 2004 por José Manuel Fraile Gil y Antonio Sánchez Barés. Blasco Ibáñez alude a esta presencia española en la construcción del Canal en un libro de viajes que describe su vuelta al mundo en 1923: “[...] se acuerdan los panameños de la manera imprudente y mortífera con que los ingenieros franceses empezaron la realización de sus obras. Con una vehemencia que algunos llamarían latina, sólo pensaron en el trabajo, olvidando las precauciones necesarias para asegurar su continuación. El material humano era abundante y fácil de renovar. Atraídos por los jornales enormes, llegaron cavadores de todas partes, amontonándose en campamentos recién formados sobre terrenos vírgenes, donde sólo el natural del país puede vivir por una larga aclimatación. De estos extranjeros, venidos para trabajar, muchos fueron españoles, el excedente de la emigración a las vecinas repúblicas hispanoamericanas”. BLASCO IBÁÑEZ, Vicente, La vuelta al mundo de un novelista. Obras completas (Ed. Aguilar) T. III, libro 1º, cap. 6 “La zanja entre dos océanos”. Aunque las obras para la construcción de este Canal se iniciaron en los primeros años de la década de los ochenta del siglo xix, tras el escándalo de 1893 no se dieron por terminadas hasta 1913.
[6] Pertenece al género Aesculus y es una planta arbórea o arbustiva de hoja caduca, compuesta, palmeada y opuesta, muy rica en vitamina P. La especie A. hippocastanum es un árbol ornamental que puede alcanzar los 30 m de altura. Sus hojas presentan normalmente siete foliolos. Las semillas contienen una esencia amarga y narcótica, y la madera se usa para mobiliario, cajas, canastos, etc. El fruto, capsular y erizado de púas, no es comestible. Esta especie es originaria de Asia.
[7] A veces por error, se ha llamado también castaña pilonga al fruto de castaño de jardín. En realidad, las castañas pilongas son las castañas comestibles, fruto del castaño autóctono peninsular que, secadas al humo y desprovistas de cáscara, toman un aspecto y textura correosos que las preserva de la podedumbre y las hace comestibles durante toda la añada. A veces suele cocérselas en leche para que recuperen una textura más delicada. En las viejas cocinas de los pueblos situados en zona de castañares, había siempre un secadero de castañas colocado en la salida de humos a tal función.
[8]Hildburg, W. L. “Notes on Spanish Amulets”. Folk-lore. A Quaterly Review of Myth, tradition, Institution, & Custom, being The Transactions of the Folk-lore Society. (David Nutt, 55-57, Long Acre; London, 1906) Vol. XVII [LVIII], págs 454-472. La amplísima colección de amuletos españoles reunida por Hildburgh (Nueva York, 1876-1956) en los varios viajes que realizó a la Península permanece hoy depositada en el Victoria & Albert Museum de Londres.
[9]Archivo Histórico Provincial de Cantabria, leg. 5522. Debo el dato a la paciente búsqueda que en aquel Archivo realizó el generoso Gustavo Cotera.
[10] Cf. en Casado Lobato, C. La indumentaria tradicional en las comarcas leonesas. Ed. Excma. Diputación de León. León, 1991. Pág. 257.
[11]Archivo Histórico de Protocolos Notariales de Yecla (leg. 243). Cf. en Andrés Ortega, J. C.: ”La indumentaria tradicional de Yecla (Murcia) y Caudete (Albacete): siglos xviii y xix” en Revista de Abenzoares. Ed. Consejería de Educación y Cultura de Castilla la Mancha – Ayto. de Albacete – Ayto. Caudete. 1999/2000. nº 6. Pág. 131.
[12]Archivo Histórico de Protocolos de Madrid. Caja 32759. Folios 177 y 193. Debo estos datos a la minuciosa búsqueda de Marcos León Fernández.
[13]Diario Noticioso Universal. Número 404. Diciembre, jueves a 31 de 1761. La serena o sirena es una figura muy común en estos sonajeros o cascabeleros de uso infantil, en los que a veces aparece tocando una trompeta que es en realidad un silbato para distracción del niño.
[14] Debo el dato y algunas fotografías a la gentileza de Evergislo Macías Martín. También en La Vellés, su madre Ángela Martín González, de 76 años, nos dictaba el día 30 de julio de 2005 a Pablo Martín Jorge y a quien esto escribe los interesantes informes que siguen: Aquí usaban también la castaña, la llamaban castaña de Indias o indiana, porque no era como las castañas de aquí, las de comer, no, no. Esas castañas son redondas y un poco más grandes que las de aquí, y además son aplastadas; y esas castañas indianas las llevaban en el bolso, en la faldriquera, y decían que eran buenas para las almorranas, no sé, eso decían.
[15] Las manos de tejón, que tantas veces acompañaban a la castaña en los dijeros y rastras infantiles, aparecen siempre engarzadas en un casquillo de plata. Seguramente las que embutieran los joyeros de palacio para uso de los infantes ostentarían preciosos encajes de oro, pero ni en los documentos notariales, ni en las patas que he podido aun tener en la mano encontré nunca mención ni presencia del rey de los metales. Tan solo en La celosa de sí misma, que Tirso de Molina escribió hacia 1620, se menciona: “[...] cierta mano de tejo que hemos engastado en oro”. Cf. en Tirso de Molina (Fray Gabriel Téllez). La celosa de sí misma. Obras Completas. Tomo III. Doce Comedias Nuevas. Ed. Fundación José Antonio de Castro. Madrid, 1997. Acto I, escena VII. Pág. 1084.
[16]Baroja Nessi, C.: Catálogo de la Colección de Amuletos. Trabajos y Materiales del Museo del Pueblo Español. Madrid, 1945. Cap. V. Pág. 19. En el nuevo catálogo de la colección de amuletos existente en el hoy Museo Nacional de Antropología, escrito por Concepción Alarcón Román, encuentro mención a cuatro de los objetos que ahora nos interesan. Figuran con los números de inventario: nº 7.375 (procedente de Salamanca, es un doble colgante que reúne, a más de la castaña que ahora nos ocupa, un relicario-vidriera en cuyo interior hay un papelito con nombres de santos); nº 3.044 (procedente de Santiago de Compostela-La Coruña: se trata de una castaña sin ningún tipo de engastonadura); nº 7.813 (Salamanca, procedente de la colección del Padre Morán) y nº 9.884 (procedente de Astorga-León).
[17]Covarrubias y Orozco, Sebastián de: Tesoro de la Lengua Castellana o Española (1611). Ed. Castalia. Madrid. 1995. Col. Nueva Biblioteca de Erudición y Crítica, nº 1. Edición a cargo de Felipe C. R. Maldonado, revisada por Manuel Camarero. Voz: Aojar. Pág. 101.
[18] Las castañas comestibles y de jardín están dentro de este envoltorio, y en muchas regiones de España se amontonan para esperar a que se pudran y pinchen menos. En Pola de Allande (Asturias) llaman curripas a estos corralillos redondos, hechos con piedras amontonadas en los que las castañas se almacenan.
[19] Fernando de Rojas publicó por vez primera la Tragedia de Calixto y Melibea en 1499 en la ciudad de Burgos. La enumeración que he reproducido en el texto la refiere Parmeno a su amo Calixto en el Auto I.
[20] Tomo este relato de la página web www.fillos.org .
[21]Rodríguez López, J.: Supersticiones de Galicia y preocupaciones vulgares. Imprenta de Ricardo Rojas. Madrid, 1910. Manejo la edición facsímil de Ed. Maxtor. Valladolid, 2001. Pág. 191.
[22] En un curioso compendio de supersticiones y artes mágicas, aparecido en 1948, leemos al respecto: “Afirma don Ismael del Pan haber conocido personas ilustradas (en la provincia de Toledo) que llevaban siempre en el bolsillo de la americana dos castañas, de castaño de Indias, contra el dolor de cabeza”. Y tocante al mundo de lo onírico, continúa diciendo: “Soñar con castañas comestibles, crudas, advierte que se tenga resolución; cocidas, pronostica debilidad; asadas, indica que se debe tener seguridad”. Sánchez Pérez, J. A.: Supersticiones españolas. Ed. S.A.E.T.A. Madrid, 1948. Pág. 81.
[23]Boletín Clínico del Instituto Homeopático de Madrid. Año II. Número 4. 30 de abril de 1882. En el prospecto de un medicamento actual, que señala al mismo fruto para tratar las hemorroides, se recurre a la sabiduría popular para justificar las virtudes de este fruto: “Entre las gentes del campo existe la creencia popular de que llevando algunas de sus castañas en el bolsillo se combaten los problemas venosos.
Esta anécdota no deja cuanto menos de ser curiosa, pues el castaño de Indias es en efecto una interesante alternativa en el tratamiento de los transtornos circulatorios...”. Arkocápsulas. Castaño de Indias. Envase de 50 cápsulas: C.N. 296 160.
[24] La simpática chinata que me dio estos informes en diciembre de 2004 fue Rosa Oliva, de unos 65 años de edad.
[25] Informes dictados por Invención García-Porrero Huelves, de 49 años. Fueron recogidos en Valdaracete el 22 de marzo de 1995 por José Manuel Fraile Gil y Juan Manuel Calle Ontoso.
[26]Sanz Serrano, M. J.: La Virgen de Gracia de Carmona. Ed. Hermandad de la Virgen de Gracia. Carmona (Sevilla), 1990. Pág. 116. El objeto descrito lleva el número 54 en el inventario general de las joyas. La longitud de su diámetro es de 4,5 cm.
[27]Abad González, Luisa y Moraleja, Francisco J. La colección de amuletos del Museo Diocesano de Cuenca. Ed. Universidad de Castilla-La Mancha. Cuenca 2005. Pág. 140.