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Texto de la Revista 372 en archivo digital rf372.pdf
Los llamados por la Iglesia “Salmos Penitenciales” han sido objeto desde la Edad Media de traducciones, glosas, comentarios, paráfrasis y contrafacta que han venido enriqueciendo los repertorios poéticos y musicales durante los últimos quinientos años. Entre los siete salmos recomendados al creyente para recordar la frágil condición del espíritu humano, destaca por la abundancia de versiones el salmo 50 que, según la tradición cristiana reproduce las palabras pronunciadas por el rey David ante Natán para arrepentirse del asesinato de Urías, según se nos dice en el Antiguo Testamento. El “Miserere”, que es como se le conoce coloquialmente, era interpretado en la liturgia de la Semana Santa durante el oficio de Laudes del Jueves Santo. Son famosas las traducciones y glosas de Fray Luis de León, Francisco de Borja, Lope de Vega, Cristóbal del Hoyo y, en particular, la paráfrasis en décimas escrita por Manuel Azamor y Ramírez que aún se sigue cantando en muchos pueblos de España como tema popular o atribuyéndoselo al célebre predicador Fray Diego José de Cádiz, capuchino que recorrió el país a fines del siglo xviii convenciendo con su verbo apasionado a miles de personas en sus famosas misiones. Tan buena acogida tuvo esa traducción (“Ten mi Dios, mi bien, mi amor, misericordia de mí...”) que hay más de 30 ediciones impresas en España y América desde la primera que apareció hacia 1785, unos años antes de que Manuel Azamor fuese propuesto para obispo de Buenos Aires por el rey Carlos III, cargo en el que fue confirmado por el Papa Pío VI. Es curioso que el miserere en décimas compuesto por Azamor –un obispo culto, poeta ilustrado, y con una gran biblioteca de casi mil títulos que legó a la ciudad de Buenos Aires– se le haya atribuido desde comienzos del siglo xix al enérgico Fray Diego, antirregalista convencido y autor de soflamas verbales contra el poder real que, bajo capa de modernidad y progreso, trataba de introducir en España ideas reformistas. Probablemente no es casualidad que, tras la muerte del capuchino, considerado como santo en vida y a quien sus biógrafos achacan hechos considerados como milagrosos, algún seguidor fervoroso se aprovechara de la popularidad de la traducción para incluirla en la bibliografía abundante de Fray Diego ya que el texto, espiritual e inofensivo, solo era expresión de una religiosidad sin tacha y mostraba, a través de 20 preciosas décimas, el fino sentimiento y el sincero fervor de un prelado al que las circunstancias políticas y terrenales alejaron de su propio país.