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Uno de los grandes méritos del novelista Miguel Delibes hay que buscarlo en dos de sus logros. El primero, en la acertada definición que nos hace de lo que ha de entenderse por mundo rural. El segundo, en la precisión con que nos muestra, sin sacarlas jamás de quicio, limitándolas a su espacio real, las riquezas de mundo tan peculiar.
Es como el maestro de geometría que en vez de entretenerse en definiciones generatrices del cono y de la pirámide, saca del cajón de su mesa el tarugo de madera del caso y lo planta ante el alumno mientras le dice: Esto es un cono, esto la pirámide.
Véase, con las siguientes citas, si esto es así.
Afirmaciones de Miguel Delibes sobre lo rural
• A Miguel Delibes le importa y ama el mundo rural
Miguel Delibes, previo a su concepto de lo rural y por encima de él, ama viva y profundamente lo rural. Delibes recibe una carta de una vecina de los Arribes del Duero:
“El primer efecto que esta carta me ha producido ha sido de desconcierto; luego, de enternecimiento ante la confianza que esta señora me muestra. Ella apela a `mi amor por las zonas rurales´, que es en verdad muy vivo y profundo, pero, desgraciadamente, este sentimiento no me da un ápice de poder. Yo, a pesar de este afecto probado, carezco de fuerza”[1].
• Lo rural le importa por entero y lo quiere equilibrado
Después de dar noticia del Congreso Internacional de Caza, de Lisboa, en el que se constataba que a los europeos del Mercado Común de entonces les sobraban alimentos pero les faltaban espacios libres para la holganza, en el artículo que titula Comer y holgar, de Pegar la hebra anota Delibes que los congresistas de Lisboa le vienen a dar la razón. Hace tiempo que él advirtió que en el campo la mecanización y la aplicación de la química a la agricultura duplicarían el grano, pero en detrimento de los pájaros.
“Un campo impoluto, ajardinado, suele ser rentable en frutos, pero pobre en pájaros, como sucede hoy en la bien ordenada campiña de la dulce Francia” (p. 128). Y señala el punto de origen del error: “Hemos medido el progreso del hombre en dinero en lugar de hacerlo en bienestar y salud” (p. 129). La solución está en echar marcha atrás, “intentar el equilibrio de tal manera que la buena cosecha de grano no impida la buena cosecha de perdices” (p. 129). Concluye: “De este modo lograremos un campo más variado, bello y atractivo y, por añadidura, más vivo y rentable, no sólo en dinero, sino en bienestar y salud” (p. 130)[2].
• El mundo rural castellano es un gran maestro
En una ocasión conversa Miguel Delibes con Javier Goñi. Hablan del castellano rural, de los pueblos, del campo, del labriego. Le pregunta Javier Goñi. Responde Miguel Delibes en Cinco horas con Miguel Delibes:
- ¿Qué te han enseñado los campesinos y qué crees que has hecho por ellos?
- A mí los campesinos castellanos, con sus virtudes y defectos, me han enseñado mucho, aunque es cierto que yo he preferido mostrar sus virtudes; su propensión a la racionalidad, a la reflexión, al laconismo, a no hablar por hablar, sino pensando lo que dicen; su conocimiento de lo que se traen entre manos, la conformidad con el destino, cosa ésta que va desapareciendo en las nuevas generaciones... En cuanto a lo que yo he hecho por ellos es muy poco, retratarlos, reflejar las angustias de su vida y en cierto modo darles una proyección que antes no tenían. Porque el 98 fue una generación de estetas más que de sociólogos[3].
• Sin embargo, no profesa que la aldea sea buena y la ciudad mala
El camino (“El camino es la tercera de mis novelas y la primera que yo acepto como mía después de las dos primeras que considero obras de aprendizaje”) puede tomarse como cifra del mundo rural que novela Miguel Delibes. Es su tercer libro, pero es una cima al respecto. En él aparece suficientemente claro que nuestro novelista no defiende que su protagonista lo que tendría que hacer es quedarse en el pueblo, porque el pueblo es bueno y la ciudad es mala. El pensamiento de Delibes en esta narración no es así de simple. Elogia el pueblo y subraya la riqueza de su campo y determinadas riquezas morales de sus habitantes, que dejan detrás de sí una estela de historia honorable, pero no se niega al progreso. Piensa, eso sí, que para la infancia el pueblo era, en los tiempos de Daniel, el Mochuelo, un excelente lugar donde vivir.
En respuesta a Javier Goñi, dejó dicho Miguel Delibes:
“Hasta hace poco, siempre decía que el niño pueblerino lo pasaba infinitamente mejor que el urbano; lo que ocurría es que de adolescente lo pagaba, cuando tenía que coger la hoz y ponerse a segar, antes de hacerse adulto. Ahora la agricultura se ha humanizado. De todos modos, yo creo que en la primera infancia, el niño de pueblo tiene más posibilidades de ser feliz que el niño urbano”[4].
A César Alonso de los Ríos le decía:
“De mí se ha venido a decir que escribo bajo el lema `menosprecio de corte y alabanza de aldea´, y puede que haya algo de verdad (...) afirmar, como alguno ha hecho, que para mí la virtud está en el campo, y el pecado en la ciudad, aunque alguno de mis personajes lo diga, media un abismo”[5].
• España es rural casi toda ella. Delibes, rural y urbano
España, un inmenso campo fértil en esencias rurales. Ortega piensa que otros pueblos, no el español, han sido capaces de organizar ciudades modernas, producto del capitalismo de los últimos siglos. Nosotros no hemos sabido o no hemos podido hacerlo. Somos campo[6].
Nuestra España es una inmensa nación de pueblos. Nuestras ciudades son ficciones de urbes. Valladolid, más que otras es ciudad ficticia. Los ojos de Miguel Delibes se fijan con preferencia en los pueblos castellanos, pero “no es cierto que Delibes sea un escritor eminentemente rural. Su obra está compartida entre la ciudad y el campo”[7]. Pero quizá es así, y en esto habrá que darle con gusto la razón a Ortega, porque toda España es un inmenso pueblo.
• No todos los pueblos son iguales
Lo que en el capítulo III de El camino se hará explícito, respecto al río de personas honorables que componen el mejor pueblo de Daniel, el Mochuelo, está presente en todo el discurso rural de Delibes. No obstante, no todos los pueblos que observa y presenta el novelista tienen el encanto del de Daniel, el Mochuelo. Otros pueblos en Miguel Delibes, como en Las ratas y en Los santos inocentes, son menos atractivos y pronto se ve que en ellos se ofrecen menos oportunidades de llevar una vida con algún tono cultural y de bienestar material en condiciones.
• Progreso y ruralidad
No parece sino que el progreso sin raíces, que se afirma frente al mundo rural, se ceba en las fuentes de la vida rural y en su peculiar riqueza y que quiere acabar con ellas para dar paso a un progreso que a los ojos de muchos y, desde luego, a los ojos de un niño, como Daniel, el Mochuelo, en El camino, no se sabe bien en qué pueda consistir. Es la tesis de El camino “la oposición naturaleza-civilización, la ambigüedad del progreso en la sociedad contemporánea”[8].
Miguel Delibes está a favor del progreso del campo siempre que se alcance sin detrimento de sus auténticas esencias y valores rurales. No se considera retrógrado. Está solamente en contra de la mala digestión de la tecnología. “El mismo acierto guía a Sobejano cuando interpreta mi posición ante las máquinas: yo no soy un retrógrado, yo no estoy contra la técnica, sino contra la mala digestión de la técnica que nos deshumaniza y nos hace perder autenticidad”[9].
• Los pueblos castellanos están hechos por sus hombres y su historia
El pueblo de Daniel, el Mochuelo, en el que nació y transcurre su vida dentro de la novela de Miguel Delibes, no tiene nada de particular. Es un pueblo castellano de la Montaña, recreado por el novelista Delibes en “homenaje a la Montaña, al valle de Iguña, donde están mis raíces familiares”[10].
Un pueblo más, uno entre muchos, incluso un pueblo vulgar:
“Era, el suyo, un pueblecito pequeño y retraído y vulgar. Las casas eran de piedra, con galerías abiertas y colgantes de madera, generalmente pintadas de azul”[11].
Pero el pueblo de esta narración –y el de otros que vendrán después- consiste en algo más que en esa apariencia externa, por otra parte pobre y lamentable, sobre todo, si se detenían los ojos en sus calles, llenas de boñigas y guijarros y en los edificios levantados con meros criterios de utilidad:
“Las calles, la plaza y los edificios no hacían el pueblo, ni tan siquiera le daban fisonomía. A un pueblo lo hacían sus hombres y su historia. Y Daniel, el Mochuelo, sabía que por aquellas calles cubiertas de pastosas boñigas y por las casas que las flanqueaban, pasaron hombres honorables, que hoy eran sombras, pero que dieron al pueblo y al valle un sentido, una armonía, unas costumbres, un ritmo, un modo propio y peculiar de vivir”[12].
• Los ojos infantiles, mejor dispuestos para las realidades rurales
La infancia es una de las cuatro constantes de la obra de Delibes. En ocho novelas suyas son protagonistas los niños. Con razón recurre Miguel Delibes a niños, como Daniel, en El camino, o el Nini, en Las ratas. Con ojos infantiles es capaz de ver lo que deja escrito en su novela y de verlo tan adensadamente. Sin los ojos de Daniel, el Mochuelo, el paisaje por ofrecer sería más prosaico, más de piel y superficie. No negaría el mundo interior, seguramente, pero no lo haría explícito en la misma medida en que allí lo hace. El secreto está en que los niños perciben con el corazón lo que los adultos perciben de otras maneras. En El camino, p. 144:
“Todo el valle, entonces se llenaba hasta impregnarse de los tañidos sordos, opacos, oscuros y huecos de las campanadas parroquiales. Y el frío de sus vibraciones pasaba a los estratos de la tierra y a las raíces de las plantas y a la médula de los huesos de los hombres y al corazón de los niños”.
Los niños son seres elementales: el príncipe Quico; el Nini, de enorme curiosidad, que sabe tanto; Daniel, que ve el mundo con ojos de mochuelo; Senderines en La mortaja; Nilo en Los nogales...[13].
• Distancia entre el mundo rural y el del artificio
En su discurso rural, a través de sus obras, Miguel Delibes presenta ejemplos similares al que ofrece en Mi vida al aire libre, capítulo VI, La mar y los peces. Ha empezado el capítulo enfrentando en él al cangrejo español pallipes con el cangrejo americano. Termina enfrentando a “la trucha silvestre de Gredos o los Picos de Europa” con la trucha de fábrica o de piscifactoría. Con estos ejemplos mide la distancia que separa el mundo rural que ha conocido en su infancia y juventud del mundo del artificio que hoy lo remplaza. La distancia no es otra que la estupidez que cayó sobre unos seres nimbados de encanto popular –el cangrejo autóctono y la trucha silvestre, son dos muestras- y vino a barrerlos de la existencia, por un extraño sentido del progreso. El enemigo que avasalla es vulgar y produce en los espíritus selectos una herida dolorosa.
En el afán de facilitar las cosas y de ponerlas con poco esfuerzo al alcance de todos, se simula lo que no es. Se crea un sucedáneo de lo que era vigoroso y recio y precisaba de la brega del pescador, y ahora viene a ser aparentemente algo, y en realidad es un disimulo. Con el contraste entre uno y otro mundo, Delibes está llamando la atención sobre la riqueza de que estaba cargado el mundo rural que precedió en el tiempo al más fácil de hoy y, probablemente, del futuro. Su labor es de notario del orbe rural[14].
• Lavar la cara a los pueblos puede ser un atentado
En 1960, en virtud de una disposición vigente, se ordena el adecentamiento de los pueblos. Se atiende al qué dirán los turistas más que a su bien real. Algo así ya hizo Carlos III en su tiempo, con resistencias de sus súbditos. Habría que empezar mejorando los entresijos interiores deficientes. No es cuestión de enjalbegar edificios de piedra ni de tirar nidos de cigüeñas. Lo rural tiene su color y peculiar fisonomía, que hay que conservar[15].
• El mundo rural es cercanía y concreción; el ciudadano, distancia y abstracción
“Los habitantes de las ciudades en los países industrializados tienden a utilizar términos generales o de formas de vida para hacer referencias a plantas y animales. Son muy pocos los que pueden nombrar las diferentes plantas que pueden tener en su jardín. La gente que vive en sociedades menos complejas conoce mucho más términos específicos que hacen referencia a plantas y animales”[16].
• Sencillez del mundo rural: la aspiración a llamar a las cosas por su nombre
“En mis novelas y relatos sobre Castilla, lo único que pretendo es llamar a las cosas por su nombre y saber el nombre de las cosas. Los que suelen acusarme de que hay un exceso de literatura en mis novelas se equivocan, y es que rara vez se han acercado a los pueblos”.
(Respuesta a César Alonso de los Ríos).
Con alguna frecuencia aparecen en el transcurso de la narración palabras raras o desconocidas, y la razón es que el objeto que se nombra con ellas nada tiene que ver con el mundo conocido desde la ciudad. Se desconoce el objeto y es normal que no se sepa cómo se le nombra.
En otras ocasiones el mundo rural tiene hecha sus preferencias sobre términos sinónimos y la ciudad ha hecho también las suyas, con lo cual nos sorprenden las diferencias y las distancias entre uno y otro vocabulario.
Miguel Delibes es escrupuloso y puntual notario de este fenómeno. Así, en El camino escribirá aviarse para marchar a misa, cuando en la ciudad se diría arreglarse para ir a misa; en el pueblo se mienta a la Mica, pero no se la nombra o se la cita, como se haría en la ciudad; por lo mismo, tentad, no estoy sudado, en el pueblo, pero no tocad, como se diría en la urbe[17].
• Miguel Delibes es escritor que se reparte entre el mundo rural y el urbano
Su obra se reparte entre la ciudad y el campo, pero sus ojos ven mejor y aciertan seguros con la luz del campo. A lo anotado aquí sobre El camino, recuérdese y añádase lo siguiente:
De ciudad es Pedro, el adolescente aterido de frío en el internado de Ávila, herido por la muerte del amigo y a quien perseguirá de por vida la sombra del ciprés. De campo son el niño montañés de El camino. Y el Nini, parameño de Las ratas. Es urbano por los cuatro costados Eloy el empleado municipal, cuya jubilada soledad es aliviada por la compañía de la Desi, de La hoja roja. Son urbanos Carmen y su marido, de cuerpo presente, por asfixia de tanto convencionalismo provinciano. Y tan urbana como Cinco horas con Mario es El príncipe destronado o Señora de rojo. Sobreviviente rural es el señor Cayo, pero capitalinos los chicos que vienen a buscar el voto[18].
[1]Pegar la hebra, Miguel Delibes, Ediciones Destino, colección Áncora y Delfín, vol. 664, Barcelona, 1990, p. 87.
[2]Ib. Pegar la hebra, pp. 128-130.
[3]Cinco horas con Miguel Delibes, Javier Goñi, Anjada Ediciones, Madrid, 1985, p. 44.
[4]El camino de Miguel Delibes, Amparo Medina-Bocos, Akal, 1988, pp. 48-49).
[5]Ib. El camino... p. 48.
[6]“No se trata de compadecer al labriego, sino todo lo contrario. Se trata de explotarlo socialmente, nacionalmente, humanamente. Un pueblo es una suma de deseos, de intereses, de pasiones y de inteligencias. Cuanto mayor sea la muchedumbre de las conciencias vivas que actúen por intercambio, en forma de solidaridad o en forma de lucha, dentro de una unidad social, más fuertes serán las potencias de ésta. Pues bien, cuatro quintas partes de los españoles no contribuyen a la síntesis nacional” (Notas de andar y ver, Obras completas, José Ortega y Gasset, vol.II, Revista de Occidente, Madrid, 1963, p. 262).
[7]Conversaciones con Miguel Delibes, César Alonso de los Ríos, Ed. Destino, Colec. Áncora y Delfín, vol. 707, Barcelona, 1993, p. 26.
[8]La última hora de la novela en España, ASÍS GARROTE, Mª Dolores de, EUDEMA Universidad, Textos de apoyo, Madrid, 1990. p. 62.
Miguel Delibes se complace, en el último capítulo de esta “novela campesina”, El camino, el entrecomillado es de ASÍS GARROTE, Mª Dolores (p. 56), en resumir el profundo apego que profesa a la vida rural, que, con sobria morosidad y abundancia de peripecias, ha ido dejando trazado en el transcurso de los veintiún capítulos de esta obra.
En el prólogo de Los niños, en 1994, en vez de vida rural escribe naturaleza. Pilar de su obra es la defensa de la naturaleza: “El Mochuelo, en la ya mencionada novela El camino viene a resumir el sentido de mi obra ante el progreso y, en consecuencia, uno de los pilares en que aquella se asienta: la defensa de la naturaleza” (Los niños, Miguel Delibes (1994), Planeta, 1999, p. 8). No es Miguel Delibes un romántico que se detenga a darle vueltas a la noria de las palabras en su defensa de la vida rural o de la naturaleza, su gran riqueza. Como buen novelista, anota los hechos y pasa adelante. En el hecho queda cuanto dentro del hecho hay. Miguel Delibes es castellano y, por serlo, sobrio.
No obstante, en El camino –y no deja de ser una muestra entre otras muchas- hay momentos en los que el autor se muestra moroso ante la realidad que describe. La fascinación del mundo rural parece detenerle. Se complace en un detalle. Es el caso, que en sí nadie tendría por elocuente, de la formación de una boñiga de vaca, en su salto del animal que la expele al suelo. Piénsese en la repetida observación que le ha supuesto a Daniel, el Mochuelo y en los tres adjetivos que emplea el narrador para calificar el imborrable recuerdo del niño: pausada, solemne y plástica. No pueden ser más certeros ni más precisos los calificativos. Es un detalle más, insignificante. Pero forma parte del “valle”, palabra con la que se concluye la enumeración de las maravillas rurales: vida rural = valle.
“A Daniel, el Mochuelo, le dolía esta despedida como nunca sospechara. Él no tenía la culpa de ser un sentimental. Ni de que el valle estuviera ligado a él de aquella manera absorbente y dolorosa. No le interesaba el progreso. El progreso, en verdad, no le importaba un ardite. Y, en cambio, le importaban los trenes diminutos en la distancia y los caserías blancos y los prados y los maizales parcelados, y la Poza del Inglés, y la gruesa y enloquecida corriente del Chorro; y el corro de bolos; y los tañidos de las campanas parroquiales; y el gato de la Guindilla, y el agrio olor de las encellas sucias; y la formación pausada y solemne y plástica de una boñiga; y el rincón melancólico y salvaje donde su amigo Germán, el tiñoso, dormía el sueño eterno; y el chillido reiterado y monótono de los sapos bajo las piedras en las noches húmedas; y las pecas de la Uca-uca y los movimientos lentos de su madre en los quehaceres domésticos; y la entrega confiada y dócil de los pececillos del río; y tantas y tantas otras cosas del valle.”
(El camino, XXI, pp. 218-219)
[9]Un año de mi vida, Miguel Delibes, Ediciones Destino, Barcelona, 1979, 2ª edición, 1986, 16 de enero, p. 120.
[10]Miguel Delibes: un hombre, un paisaje, una pasión. Ramón García Domínguez, Barcelona, Destino, 1985, p. 56.
[11]El camino, Miguel Delibes, Ediciones Destino, 1950, duodécima edición, Barcelona, 1989, III, p. 31.
[12]Ib. El camino p. 33.
En El camino Miguel Delibes ha hablado más él que el niño de once años, Daniel, el Mochuelo, por más que sepamos que con los “ojos verdes y redondos como los gatos y su mirar de mochuelo, que mira todo como si le asustase”, es decir, siendo de natural inteligente, pues todo le asombra y sobrecoge, no es capaz de tanta hondura. Y aunque lo adivinara entre sombras y lo entreviera como en bulto, no podría enumerar con tanta justeza las cuatro dimensiones que aquí se le atribuyen “al modo propio y peculiar de vivir” de ese pueblo interior: el sentido de su ser, la armonía de elementos que lo componen, un conjunto de formas de ser que se han hecho costumbre y ahí están, río adelante haciendo su historia peculiar y, finalmente, el ritmo que viene a ser la armonía en marcha, una grata y armoniosa combinación y sucesión de acontecimientos, quereres y sentires.
[13]Miguel Delibes que parece vanagloriarse en algunas ocasiones de desmitificar la Castilla a la que nos asomó la Generación del 98, pues afirma que ésta no alcanzó a ver a la auténtica y real Castilla, se asoma a un pueblo castellano desde los ojos de un niño, Daniel, el Mochuelo, y acierta a ver la Castilla rural, los modestos y hasta vulgares pueblos castellanos, como los vio Azorín y los vio Unamuno: “Aquellos paisajes que fueron la primera leche de nuestra alma, aquellas montañas, valles o llanuras en que se amamantó nuestro espíritu cuando aún no hablaba, todo eso nos acompaña hasta la muerte y forma como el meollo, el tuétano de los huesos del alma misma. Porque ésta tiene su esqueleto, excepto en aquellos desgraciados que la tienen mucilaginosa, invertebrada, a modo de pulpo o de esponja, o de limaco (...) esos huesos se nutren de un tuétano que está hecho con las serenas y nobles visiones de la niñez lejana”. (En torno al casticismo, Miguel de Unamuno, Biblioteca Nueva, Madrid, 1996, p. 35).
[14] “El cangrejo americano (más duro de coraza, pinzas alargadas, cola corta, estrecha e insípida) continúa vendiéndose en los mercados, y una clientela de paladar insensible sigue devorándolos como si tal cosa, sin reparar en el cambio. Algunos escogidos hemos abandonado su pesca y su consumo y pare usted de contar. La vida sigue y hasta la próxima” (Mi vida al aire libre. Memorias deportivas de un hombre sedentario, Delibes, Miguel, (1989), Ediciones Destino, Colec. Áncora y Delfín, v. 638, Barcelona, 1995, p. 131).
“Los que vengan detrás tal vez se acostumbrarán a sacar del río truchas de fábrica, de piscifactoría, y hasta es previsible que el artificio tome definitivamente su asiento en el mundo del deporte y el pescador del futuro encuentre tanto encanto en esta simulación como el que encontraba yo hace veinte años bregando con la trucha silvestre de Gredos o los Picos de Europa. Nunca se sabe”.
(Mi vida al aire libre Memorias deportivas de un hombre sedentario, Miguel Delibes, (1989), Ediciones Destino, Colec. Áncora y Delfín, v. 638, Barcelona, 1995, p. 158).
[15] “Si hay algo a lo que no podemos renunciar los españoles, pese a lo que nuestra pobreza y deficiente organización social deje trascender, es a nuestra personalidad regional. Con esto quiero decir que prefiero un pueblecito soriano o montañés con su pátina –o su porquería- de siglos que un pueblecito soriano o gallego que pueda confundirse con un cortijo extremeño. Bien está el decoro y el aseo siempre que el decoro y el aseo no den al traste con nuestra peculiar fisonomía”.
Vivir al día, Miguel Delibes, Ediciones Destino, segunda edición, Barcelona, 1975, La cara lavada. p. 113).
[16]16 Antropología cultural, Carol R. Ember, Melvin Ember, Prentice Hall, 8ª edición, Madrid, 2000, p. 96).
El tío Rufo, el Centenario, de Las ratas, es un personaje que corrobora a las claras la verdad de las afirmaciones del sociólogo. Singulariza el Centenario sus conocimientos hasta el punto de tener por realidades distintas los mismos objetos en momentos o espacios distintos. El viento que siempre será viento, el tamo de las eras, que no dejará de ser dorado tamo... no son para él los mismos siempre: “El tío Rufo, por encima de la experiencia, o tal vez a causa de ella, poseía una aguada perspicacia para matizar los fenómenos naturales, aunque para el Centenario, los gorjeos de los gorriones, o el sol en las vidrieras de la iglesia, o las nubes blancas del verano, no eran siempre una misma cosa. En ocasiones hablaba de su “viento de cuando rapaz”, o del “polvo de la era de cuando mozo”, o de “su sol de viejo”. Es decir, que en las percepciones del Centenario jugaba un papel preferente la edad, la huella que produjeron en él, a determinada edad, las nubes, el sol, el viento o el polvo dorado de la trilla”
En El camino, cuando muere Germán, el Tiñoso, y tañen por él las campanas, el novelista anota: “Nunca las campanas dicen lo mismo. Y nunca lo que dicen lo dicen de la misma manera” (Las ratas, Miguel Delibes (1972), Destino, Barcelona, 2000, p. 210). Y es que en el pueblo, de cerca y en cada caso, las cosas son siempre singulares.
Poco antes, con el Tiñoso en casa en estado muy grave, había escrito sobre la cercanía de las personas del mundo rural: “Cinco minutos después, el pueblo en masa se apiñaba a la puerta del zapatero” (El camino, Miguel Delibes (1950), Destino, Barcelona, 1989, p. 199). “Por los hipos y gemiqueos se diría que Germán, el Tiñoso, era hijo de cada una de las mujeres del pueblo”. (El camino, Miguel Delibes (1950), Destino, Barcelona, 1989, p. 201).
[17] El propósito de Miguel Delibes va más lejos. Considera que la destrucción de la Naturaleza no es solamente física sino de sentido y significación: “Al hombre, ciertamente, se le arrebata la pureza del aire y del agua, pero también se le amputa el lenguaje, y el paisaje en el que transcurre su vida, lleno de referencias personales y de su comunidad, es convertido en un paisaje impersonalizado e insignificante”. (Un mundo que agoniza, Miguel Delibes, 3ª ed., Plaza y Janés, Barcelona, 1988, p. 151).
[18]Conversaciones con Miguel Delibes, César Alonso de los Ríos, Ed. Destino, Colec. Áncora y Delfín, vol. 707, Barcelona, 1993, p. 26.