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Desde la Edad Media la figura del demonio se convierte en lugar común, en tópico iconográfico utilizado para llevarse a los infiernos a los malvados y pecadores y siempre dotado de sus atributos más habituales, esto es, los cuernos, el rabo y las alas de dragón o de vampiro. Curiosamente, todos los monstruos que aparecen causando estragos y perturbación en determinadas poblaciones son descritos y pintados con semejantes características: el animal monstruoso suele tener cabeza (de animal o de mujer), cuerpo alado y escamado (habitualmente con tetas), patas con garras y rabo. ¿De dónde procede esa herencia icónica tan precisa y compleja?
San Miguel y su lucha con los ángeles que se rebelan contra el poder de Dios parece estar en el origen de esas ilustraciones. En la epístola de San Judas (8-10), esos ángeles “que no mantuvieron su dignidad, sino que abandonaron su propia morada” condenan con su actitud por siempre a los herejes que los siguen a “corromper las cosas que, como animales irracionales, conocen por instinto”. Hay, por tanto, una relación entre herejía (hereje significa partidario), irracionalidad (atavismo) y animalización, comenzando a representarse el mal y sus “partidarios”en forma de fieras, mejor cuanto más repulsivas y espeluznantes. San Miguel combate al dragón en el Apocalipsis y la descripción de la bestia a la que el arcángel se enfrenta no deja lugar a dudas: es un animal rojo con siete cabezas y diez cuernos y con una cola que arrastra a las estrellas a la tierra. San Miguel vence al monstruo: “y fue arrojado el gran Dragón, la Serpiente antigua, el llamado Diablo y Satanás, el seductor del mundo entero. Fue arrojado a la tierra y sus Ángeles fueron arrojados con él” (Apocalipsis 12, 9-10).
Poco después (Apocalipsis 13, 1-15), ese animal monstruoso, confiere su maléfico poder a la Bestia, con intenciones similares a las del Dragón descrito aunque en su aspecto externo sea “parecida a un leopardo, las patas como de oso y las fauces de león”, y aparezca servida a su vez por otra bestia “que surgía de la tierra y tenía dos cuernos como de cordero, pero hablaba como una serpiente”. Como se puede comprobar, las descripciones comienzan a ser más prolijas y mezclan características y cualidades atribuídas a diferentes animales para que el resultado final de la bestia provoque el mayor espanto y sugiera la mayor ferocidad.
No hay que pensar, sin embargo, en que estos textos, que fueron el origen de las imágenes con que se ilustran los Beatos, fuesen considerados como fantásticos o descabellados. La época medieval reconoce a grifos, dragones y reptiles alados como pertenecientes a una fauna real y verdadera, y ahí está el segundo nivel del arca de Noé del Beato de Liébana para demostrarlo.
Pero volviendo a la iconografía de San Miguel y el Dragón cuyas representaciones, a partir de determinados textos medievales como el de Santiago de la Vorágine, corren parejas con las de otros santos también relacionados en el legendario con seres monstruosos, en La Leyenda Dorada apenas se dedican unas palabras al hecho de que el arcángel San Miguel sea el vencedor del demonio en forma de Dragón y sin embargo Vorágine se explaya a la hora de definir la fiera a la que va a enfrentarse Santa Marta, por ejemplo.
Algo más impresionante, pero tampoco para tener que ser arrastrado después de morir por cuatro parejas de bueyes según cuenta la leyenda, es la imagen del dragón de San Jorge, pestífero y acuático animal al que las gentes de la comarca debían ofrecer a diario dos ovejas para calmar su voracidad y al que el rey se decide a sacrificar a su propia hija para saldar definitivamente esa relación de dependencia y miedo. La oportuna llegada del Santo da al traste con el cruento despropósito y permite que la doncella se salve, e incluso que sea capaz de conducir al dragón amansado sirviéndose de una simple cinta que ha anudado alrededor del pescuezo del terrible animal. Los paralelismos entre la figura de estos monstruos y el espíritu del mal, encarnado en quienes emprendían persecuciones contra los cristianos, se evidencian, así como la consecuente y definitiva victoria de la fe sobre los comportamientos heréticos.