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Tordesillas y sus entornos más próximos se asientan sobre la planicie de tres escarpes u oteros que se forman en la margen derecha de la ribera misma del río Duero a su paso por la aquella. El núcleo principal, el ubicado en el otero más amplio y escarpado, se sitúa el recinto tordesillano propiamente dicho, el que llamamos casco histórico, mientras que los otros dos, a levante y poniente, están comenzando a recibir urbanizaciones nuevas al calor, el auge y explosión urbanística más reciente.
En ese entorno periurbano de extramuros del denominado casco histórico de Tordesillas, precisamente en el otero más oriental de los tres en que se asienta el núcleo esencial de población, hasta la década de los 70 del pasado siglo, estaba situada una de las varias ermitas que rodeaban al centro principal: la ermita de Santa Marina.
Por el contrario, en la pequeña meseta u otero más occidental, hacia poniente, siguiendo el curso del río y sus escarpes, resiste, como mudo testigo de un pasado más glorioso, la ermita de San Vicente.
Nos interesa la primera, la de Santa Marina que ya aparece datada en 1530. En noviembre de 1547 en un protocolo testamentario se dice de ella “la nueva”, la reconstruida al más puro estilo gótico tardío, relativamente amplia y bóvedas de crucería. En otro testamento fechado en 1557, una manda testamentaria destina cierta cantidad de limosna para “la obra de san xptobal que está en Santa Marina”. Este pequeño detalle nos lleva a concluir que Anton van der Wingaerde, en el boceto de Tordesillas confunde la ermita de San Vicente, en el extremo occidental, por el de San Cristóbal que se veneraba en la de Santa Marina más de treinta años antes (1). El año1710 estaba medio arruinada pero cinco años después ya se había reparado. La ocupación de las tropas napoleónicas dejó una ruina absoluta. Reconstruida con dimensiones más bien raquíticas y un pórtico en la fachada principal del mediodía; en franco declive, sus ancestrales costumbres y prácticas religiosas, a finales de la década de los 60 del pasado siglo hanbían desaparecido, de facto, y pasó a manos particulares.
Fue la ermita de cuya advocación particular y cofradía homónima, Santa Marina, participaban única y exclusivamente todos los miembros de la clerecía tordesillana, ad hoc, por el simple hecho natural de ser clérigo de la villa, que anualmente de juntaban en asamblea y ¡no en número despreciable! (hasta bien avanzado el siglo XVIII nunca menos de 35 sacerdotes).
Pero no es de la ermita de Santa Marina propiamente dicha de quien pretendemos exponer sus bondades artísticas, sino ciertas costumbres populares mantenidas hasta los prolegómenos de los años cincuenta de la pasada centuria, e torno a dicha ermita. A mi entender no se trata de un fenómeno de andar por casa o algo puramente banal, y sí una manifestación que merece su estudio e interpretación antropológica a la luz de los acontecimientos mismos, el fin que se pretendía y los elementos intervinientes. Por falta de documentación escrita sobre el tema, las fuentes de las que he tenido que valerme han sido las recogidas de la tradición oral ya hace más de veinte años, entre las personas de más ancianas de la localidad, debidamente contrastadas con otras diversas versiones con que me he topado; pero con el aditamento de ser, en su totalidad, salvo insignificantes matizaciones propias de la personalidad de cada uno de los informantes, todas coincidentes en lo esencial.
Se dan, sin embargo, dos corrientes narrativas: una fiel a lo esencial al mantenimiento del rito propiamente dicho, sin más aditamentos o adornos y otra segunda vía que, con algunas desviaciones de lo puramente trivial y anecdótico, se centra en lo trivial, incluso introduciendo algún que otro elemento de clara morbosidad, que por mor de la verdad y como muestra de ello, también tendremos ocasión de exponer. Y lo haremos en román paladino, como se ha recibido, pero suavizando algunas expresiones claramente populares, pero que no tienen, hoy en día, razón de ser ni aportan novedad alguna al acontecimiento propiamente dicho.
Se trata nada más y nada menos que de la ancestral tradición que hubo en Tordesillas -desgraciada o afortunadamente se perdió, que el lector valore, allá, en los prolegómenos de los años 50-60 del pasado siglo, sin saber por qué, si para bien o en detrimento de nuestras tradiciones seculares-.
“Correr el hoyo de Santa Marina”
Como apuntábamos más arriba, he tenido que establecer dos líneas de tradición descriptiva que denominaremos, sin otra pretensión más que la expositiva, pero sobre las bases mismas de la tradición en, Corriente social y Corriente sexista.
Nos encontramos ante el origen antropológico de un fenómeno único, cuyo origen, por lo que parece, se pierde en la memoria de los tiempos, puesto que ninguna de las personas más ancianas consultadas -98, 99 y 101 años entre otras-, recuerdan el origen del mismo, recibido, contado y vivido ya por sus abuelas.
Todos coinciden en que tras la ceremonia religiosa de cualquier pareja, sin distinción de clase o estamentos sociales, era acto de obligado cumplimiento para los novios recién casados e invitados a la boda, acercarse jubilosos todos juntos a los aledaños de la ermita de Santa Marina, a lo que se conocía con el nombre de “correr el hoyo”.
En el lado izquierdo del edificio, a poniente del mismo, -hoy propiedad particular-, había un hoyo circular, de no mucha profundidad en forma de cono invertido y dimensiones regulares -unos 10 metros de diámetro aproximadamente y en torno a los 2,5 metros de profundidad en el vértice del mismo-.
Novios e invitados habían de dar vueltas por su circunferencia en una carrera frenética y desenfrenada hasta que, sobre todo, y de manera especial, los recién casados, cogidos de la mano, cayeran al suelo exhaustos; los invitados a medida que desfallecían, se retiraban sin más preámbulos. Pero los novios, los recién casados, animados insistentemente por todos los convidados y otros más que acudían en calidad de curiosos, no podían dejar de correr ni excusarse en ningún caso para dejar de hacerlo hasta caer extenuados, exánimes y sin fuerzas para poder continuar más.
La carga fetichista femenina es más que evidente; se pretende emular, con todos los ingredientes necesarios, la consumación del matrimonio. El hoyo se interpreta como el atributo femenino, mientras que el círculo, las carreras en su entorno y la conclusión de la misma cuando los novios caen abatidos y no pueden continuar, perfectamente puede verse en ello, desde el punto de vista puramente antropológico, una especie de juego prenupcial una escenificación del rito conyugal y, finalmente, la conclusión, la consumación del mismo. Es la representación alegórica de un acto amoroso, con símbolos y alegorías exclusivamente femeninos.
Concluido el rito del “correr el hoyo de Santa Marina”, novios e invitados participaban del ágape correspondiente e imprescindible.
La tradición popular
Corriente sexista.- Durante el proceso de investigación, toma de datos y cotejo de los mismos, tuve ocasión de toparme con otras varias narraciones paralelas a la anterior, que complementan y justifican de manera fehaciente el título de esta segunda parte: Expone una tradición, contrastada por varias fuentes de distintas naturalezas y coincidentes en lo básico. Según la misma, -el apelativo no supone más que una definición diferencial-, en efecto, tras la ceremonia religiosa, novios e invitados, e incluso otros tantos no invitados y curiosos, se acercaban al entorno de la ermita de Santa Marina a correr y ver correr el obligado hoyo.
En este caso, al simbolismo antropológico se unía la intencionalidad, según dicha tradición, más que suspicaz y perverso propósito, de comprobar si la novia estaba o no preñada -término utilizado por las comadres del pueblo, que acentúa más, si cabe, la definición de sexista asignada-.
La circunstancia de su estado, la obligación perentoria de correr hasta la extenuación, bien podía ocurrir que si estuviera en los inicios de embarazo, o no, poner en peligro de aborto a la novia por el sobreesfuerzo realizado, la cual, aun cuando no se apreciara su estado, si se negaba a correr, incluso sin siquiera estarlo, o a continuar la carrera iniciada, consciente de lo que ello suponía, el sambenito ya lo tenía inmisericordemente colgado para una temporada, o quien sabe si para toda su vida.
En suma, el “correr el hoyo de Santa Marina” era un test de moralidad, o si se prefiere, de virginidad. Era lo que había, y ello tan arraigado y asumido por todos los estamentos de la sociedad tordesillana, que nadie cuestionaba sus fines y consecuencias.
Un hoyo de curiosidades, murmuraciones, mentiras, dimes y diretes, propios de una sociedad poco avanzada desde el punto de vista y parámetros actuales que, a falta de cultura, se nutría de supersticiones, maledicencias y chismes de toda naturaleza. Secuelas de la sociedad medieval más profunda.
Corriente social.- El mismo origen; fin idéntico. Variante, la siguiente: La novia que estuviera embarazada y declarada tal, tenía prohibido, de manera taxativa y contundente, participar en la rueda. Había de quedar al margen -marginación social- de los invitados que sin reparos ni rubores, se divertían ajenos a la -más que evidente- humillación a que era sometida la cubierta novia. Si su estado de preñez -o gestación, para no herir susceptibilidades- pudiera haber pasado desapercibido y participar en la fiesta, en cuyo caso podían ocurrir dos cosas:
Que en los desproporcionados esfuerzos abortara y ya tenemos el “...si ya lo decía yo...”, “... qué desvergonzada, atreverse a correr el hoyo sabiendo que...”, “...mira la mosquita muerta cómo quería engañarnos...”.
O que sin sobrevenir tal contingencia, llegada la hora y pariera a destiempo de haber corrido el hoyo de Santa Marina. Consecuencias, las mismas. En ambos casos, la marginación social temporal con su correspondiente sambenito era de obligado cumplimiento.
Conclusión final.-
Posiblemente haya otras versiones o variantes de la principal, u otras versiones con mayor adorno en cuanto al contexto general, pero no creo que haya diferencia en lo cuanto a la esencia en sí de la tradición de “correr el hoyo de Santa Marina”. Queda expuesta aquí una de las tradiciones recogidas, una de las que están en el conocimiento de otros, más o menos antiguas, más o menos verídicas, pero es lo que ha llegado hasta nosotros con visos de realidad porque, como ya se ha apuntado más arriba, se dejó de practicar en los prolegómenos del sexto decenio del pasado siglo y, ello, ya es garantía de veracidad.
Como digo, afortunadamente esta tradición ha desaparecido. Y lo siento por la tradición, pero no por el matiz, las intenciones y los medios de que se valían para el fin pretendido.
NOTAS
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1 KAGAN, R. L. y MARÍAS, F. Ciudades del siglo de Oro. Las vistas españolas de Anton vanden Wyngaerde. M. 1986. Prefacio. Itinerarios; pág. 10.